»Vino una que tenía ochenta y siete años, se le habían muerto todos los hijos y nietos, y desde hacía seis semanas dormía al sereno. Me puse enfermo de la pena.
»Pero tenemos casos de todo tipo, para no hablar de los que no dicen nada y se limitan a preguntar:“¿Dónde se hace?”. A éstos se les hace entrar y se acaba enseguida.
Repetí con el corazón encogido:
—¿Y… dónde se hace?
—Aquí.
Abrió una puerta, añadiendo:
—Entre, es la parte reservada a los socios del círculo, la que funciona menos. Tan sólo ha habido once aniquilamientos.
—¡Ah!, ¿ahora los llama… aniquilamientos?
—Sí, señor. Pero entre.
Dudaba, pero entré: era una galería deliciosa, una especie de invernadero que unas vidrieras azul pálido, rosa suave y verde claro circundaban poéticamente de paisajes de tapiz. Había, en aquel bonito salón, divanes, palmeras magníficas, flores, sobre todo rosas aromáticas, libros sobre las mesas, la
Revue des Deux Mondes
, cigarros en cajas de la Tabacalera y, cosa que me sorprendió, pastillas de Vichy dentro de una bombonera.
Como mostré mi asombro, dijo mi guía:
—¡Oh! La gente viene a menudo aquí a charlar.
Y prosiguió:
—Aunque las salas del público son parecidas, están más sencillamente amuebladas.
Yo pregunté:
—¿Cómo se lleva a cabo?
Él señaló con el dedo una tumbona, cubierta de crespón de China de color crema, con bordados blancos, bajo un gran arbusto desconocido, a cuyo pie había un redondo arriate de reseda.
1
El secretario añadió con un tono de voz más bajo:
—Se cambia a voluntad la flor y el aroma, pues nuestro gas, completamente imperceptible, da a la muerte el olor de la flor que más nos guste. Se la volatiliza con unas esencias. ¿Quiere que se la haga aspirar un segundo?
—Gracias —le dije vivamente—, aún no…
Y se echó a reír.
—¡Oh!, señor, no corre ningún peligro. Yo mismo lo he probado varias veces.
Tuve miedo de pasar por un cobarde. Proseguí:
—Con mucho gusto.
—Túmbese en la adormecedora.
2
Un poco inquieto, me senté en la silla baja de crespón de China, luego me estiré, y casi enseguida me vi envuelto por un delicioso olor a reseda. Abrí la boca para beberlo mejor, pues mi espíritu se había amodorrado, olvidaba, saboreaba, en la primera turbación de la asfixia, la embrujadora ebriedad de un opio encantador y fulminante.
Fui sacudido por un brazo.
—¡Oh!, oh señor —decía riendo el secretario—, me parece que le está tomando usted gusto.
*
Pero una voz, una verdadera voz, y no ya la de las ensoñaciones, me saludaba con un timbre aldeano:
—Buenos días, señor. ¿Qué tal va?
Mi sueño se desvaneció. Vi el Sena claro bajo el sol, y, llegando por un sendero, al guarda rural del pueblo, que tocaba con su mano derecha su quepis negro galoneado de plata. Respondí:
—Buenos días, Marinel. ¿Adónde va?
—Voy a hacer el atestado de un ahogado que han sacado de las aguas cerca de Morillons. Otro que se ha tirado al río. Se quitó hasta los pantalones para atarse las piernas con ellos.
I
Cuando los hombres del puerto, del pequeño puerto provenzal de Garandou, al fondo de la bahía de Pisca, entre Marsella y Toulon, vieron la barca del reverendo Vilbois que volvía de pescar, bajaron a la playa para ayudarle a ponerla en seco.
El reverendo iba solo en ella y remaba como un verdadero marinero, con una rara energía pese a sus cincuenta y ocho años. Con las mangas arremangadas sobre sus brazos musculosos, la sotana recogida y apretada entre sus rodillas, algo desabrochada en el pecho, el bonete dejado sobre el asiento a su lado, y tocado con un sombrero chambergo de corcho recubierto de tela blanca, parecía un robusto e insólito sacerdote de países cálidos, con un aspecto más para vivir aventuras que para decir misa.
De vez en cuando echaba una mirada atrás para reconocer bien el punto de atraque, volviendo luego a remar con ritmo, método y vigor, para demostrar, una vez más, a esos malos marineros del Sur cómo saben navegar los hombres del Norte.
La barca, lanzada, tocó la arena, deslizándose sobre ella como si fuera a atravesar, hundiendo la quilla, toda la playa; se paró de golpe y los cinco hombres que estaban viendo llegar al párroco se acercaron a él afables, contentos y alegres.
—¿Qué? —dijo uno con su marcado acento provenzal—, ¿ha habido buena pesca, señor cura?
El reverendo Vilbois metió dentro los remos, se quitó el sombrero chambergo para cubrirse con el bonete, se desarremangó las mangas, se volvió a abotonar la sotana y acto seguido, tras recobrar el porte y la prestancia de cura de pueblo, respondió con orgullo:
—Sí, sí, muy buena, tres lubinas, dos murenas y unos cuantos budiones.
Los cinco pescadores se habían acercado a la barca e, inclinados por encima de la borda, examinaban con aire de expertos los peces muertos, las gruesas lubinas, las murenas de cabeza chata, horrendas serpientes marinas, y los budiones violeta con estrías en zigzag de franjas doradas del color de las pieles de naranja.
Uno de ellos dijo:
—Se los llevo hasta su casita, señor cura.
—Gracias, hijo.
Tras haber estrechado las manos, el cura echó a andar, seguido de un hombre y dejando a los otros ocupados en su embarcación.
Caminaba a grandes pasos lentos, con aire de fuerza y de dignidad. Acalorado aún por haber remado con tanto vigor, se descubría a veces al pasar por debajo de la débil sombra de los olivos, para presentar al aire del atardecer, tibio aún pero mitigado por una ligera brisa de alta mar, su frente cuadrada, cubierta de blancos cabellos cortos y tiesos, una frente de oficial más que de sacerdote. El pueblo se alzaba sobre un cerro, en medio de un amplio valle que descendía en llana pendiente hacia el mar.
Era una tarde de julio. El sol deslumbrador, a punto de alcanzar la cresta dentada de unas colinas lejanas, proyectaba transversalmente sobre la blanca carretera, sepultada bajo un sudario de polvo, la sombra interminable del eclesiástico cuyo desproporcionado bonete paseaba por el campo vecino una gran mancha oscura que se hubiera dicho que jugaba a trepar rápidamente por todos los troncos de los olivos que encontraba, para volver a caer acto seguido por tierra, donde reptaba entre los árboles.
Bajo los pies del reverendo Vilbois, una nube de fino polvo, de esa impalpable harina que en verano cubre los caminos provenzales, se alzaba, humeando en torno a su sotana, velándola y cubriéndola, en la parte baja, de un color gris cada vez más claro. Avanzaba, ya refrescado, las manos en los bolsillos, con el lento y poderoso andar del montañés que lleva a cabo una ascensión. Con su mirar sereno contemplaba el pueblo, su pueblo, del que era párroco desde hacía veinte años, que él había elegido y que había obtenido como un gran favor, y donde esperaba morir. La iglesia, su iglesia, coronaba el gran cono de casas aglomeradas en torno a ella, con sus dos campanarios de piedra parda, desiguales y cuadrados, que alzaban en aquel hermoso valle meridional sus siluetas antiguas más parecidas a bastiones de fortaleza que a campanarios de monumento sagrado.
El reverendo estaba contento, pues había pescado tres lubinas, dos murenas y unos cuantos budiones.
Una vez más obtendría un pequeño triunfo entre sus parroquianos, él, que era respetado sobre todo por ser, quizá, y a pesar de sus años, el hombre más musculoso del pueblo. Aquellas pequeñas vanidades inocentes eran su mayor placer. Era capaz de cortar el tallo de las flores de un disparo de pistola, a veces practicaba la esgrima con su vecino el tabaquero, ex maestro armero, y nadaba mejor que nadie de la costa.
Había sido, por otra parte, una vieja personalidad del gran mundo, muy conocido en su tiempo, muy elegante, el barón de Vilbois, que a los treinta y dos años se había hecho sacerdote por un desengaño amoroso.
Nacido en el seno de una vieja familia picarda, monárquica y religiosa, que desde hacía varios siglos consagraba sus hijos al ejército, a la magistratura o al clero, pensó primero en entrar en religión por consejo de su madre, pero luego a instancias de su padre se decidió por ir simplemente a París, estudiar leyes y conseguir a continuación algún empleo importante en la Corte Suprema.
Pero mientras terminaba sus estudios, su padre sucumbió a una neumonía contraída por cazar en los pantanos, y su madre, presa de la tristeza, murió al poco. Así pues, tras haber heredado de repente una gran fortuna, renunció a todo plan de hacer una carrera para limitarse a llevar la vida de un ricachón.
Buen mozo, inteligente, aunque de mente estrecha debido a las creencias, tradiciones y principios heredados al igual que sus músculos de nobilucho picardo, gustó, tuvo éxito en la buena sociedad y gozó de la vida como hombre joven, rígido, opulento y considerado que era.
Pero he aquí que, a raíz de algunos encuentros en casa de un amigo, se enamoró de una joven actriz, de una joven alumna del Conservatorio, que hacía su debut de forma brillante en el Odéon.
Se enamoró perdidamente y con todo el arrebato de un hombre nacido para creer en las ideas absolutas. Se enamoró al verla en el papel novelesco que consiguió, el mismo día en que ella hacía su aparición por primera vez en público, un gran éxito.
Era linda, de natural perverso, con un aire de niña ingenua que él calificaba de aire angelical. Supo conquistarlo completamente, le transformó en uno de esos locos furiosos, uno de esos dementes extasiados a quienes una mirada o unas faldas de mujer hacen arder en la pira de las Pasiones Mortales. Se convirtió en su amante, la hizo dejar el teatro y durante cuatro años la amó con una pasión creciente. Y ciertamente, pese a su nombre y a las tradiciones de honor de su familia, se habría casado finalmente con ella si un día no hubiera descubierto que desde hacía tiempo le traicionaba precisamente con el amigo que se la había presentado.
El drama fue tanto más terrible cuanto que ella estaba embarazada y esperaba el nacimiento del hijo para decidirse a casarse con ella.
Cuando él tuvo las pruebas en su poder, unas cartas, descubiertas en una gaveta, le reprochó su infidelidad, su perfidia, su ignominia con toda la brutalidad del semisalvaje que era.
Pero ella, hija de la calle de París, tan descarada como impúdica, segura del otro hombre como de éste, atrevida, por otra parte, como esas hijas del pueblo que suben a las barricadas por simple bravuconería, le desafió e insultó; y, en el momento en que él le levantaba la mano, le enseñó la tripa.
Él se detuvo, palideciendo, pensó que ahí dentro, en esa carne deshonrada, en ese cuerpo vil, en esa criatura inmunda, había un descendiente suyo, ¡un hijo suyo! Y se abalanzó sobre ella para aplastarles a ambos, para aniquilar aquella doble ignominia. Ella, sintiéndose perdida, tuvo miedo y, caída al suelo por los puñetazos, vio su pie a punto de patear el flanco hinchado en el que vivía ya un embrión humano, y le gritó con los brazos extendidos para parar los golpes:
—No me mates. No es tuyo, es de él.
Él dio un salto hacia atrás, tan estupefacto, tan trastornado que su furor quedó en suspenso como su talón, y balbució:
—Pero ¿qué dices?
Ella, loca de repente de miedo ante la muerte entrevista en los ojos y en el gesto aterradores de aquel hombre, repitió:
—No es tuyo, es de él.
Él murmuró, con los dientes apretados, anonadado:
—¿El hijo?
—Sí.
—¡Mientes!
Y, de nuevo, hizo un amago con el pie de aplastar a alguien, mientras su amante, incorporada de rodillas, trataba de retroceder, sin dejar de balbucir:
—Te digo que es de él. Si fuera tuyo, hace tiempo que lo habría tenido.
Este argumento le impresionó como la verdad misma. En uno de esos pensamientos fulgurantes en que todos los razonamientos aparecen al mismo tiempo con esclarecedora lucidez, precisos, irrefutables, concluyentes, irresistibles, se convenció, no le cupo duda de que no era el padre del miserable niño que aquella zarrapastrosa llevaba en su seno; y, aliviado, liberado, casi apaciguado de súbito, renunció a acabar con aquel infame ser.
Entonces él dijo con un tono de voz más calmo:
—Levántate y vete, y que no te vuelva a ver nunca más.
Ella obedeció, vencida, y se fue.
Y no la volvió a ver nunca más.
Él se fue por su lado. Bajó al Sur, hacia el sol, y se detuvo en un pueblo que se alzaba en medio de un valle, ribereño del Mediterráneo. Le gustó una posada con vistas al mar. Tomó una habitación y se instaló en ella. Y allí se quedó dieciocho meses, sumido en la tristeza, en la desesperación, en un aislamiento absoluto. Vivió con el recuerdo devastador de la mujer traicionera, de su encanto, de su embeleso, de su hechizo inconfesable, y con la nostalgia de su presencia y de sus caricias.
Andaba errante por los valles provenzales, paseando al sol tamizado por las grisáceas hojitas de los olivos, su pobre cabeza enferma donde anidaba una obsesión.
Pero sus antiguas ideas piadosas, el ardor algo apaciguado de su fe primera volvieron poco a poco a su corazón en aquella soledad dolorosa. La religión, que le había parecido en otro tiempo como un refugio contra la vida desconocida, se le antojaba ahora como un refugio contra la vida falaz y atormentadora. Había conservado la costumbre de rezar. Y en su tristeza se apegó a ella, y fue a menudo, a la hora de la puesta del sol, a arrodillarse en la iglesia oscurecida donde no brillaba, al fondo del coro, más que el foco de luz de la lámpara, guardiana sagrada del sagrario, símbolo de la presencia divina.
Confió su pena a ese Dios, a su Dios, y le contó toda su miseria. Le pedía consejo, compasión, auxilio, protección, consuelo y, en su oración repetida cada día de forma más ferviente, ponía cada vez una emoción más intensa.
Su corazón malherido, corroído por el amor de una mujer, permanecía abierto y palpitante, ávido siempre de afecto; y poco a poco, a fuerza de orar, de vivir como un ermitaño con unas costumbres piadosas que no hacían sino crecer, de entregarse a esa comunicación secreta de las almas devotas con el Salvador que consuela y atrae a los miserables, el amor místico de Dios entró en él y ganó al otro.
Entonces retomó sus primeros planes y decidió ofrecer a la Iglesia una vida rota que había estado a punto de ofrecerle virgen.
Y así se hizo sacerdote. Gracias a su familia y a sus relaciones consiguió ser nombrado cura párroco de aquel pueblo provenzal al que le había llevado el azar, y, tras haber consagrado a obras de beneficencia gran parte de su fortuna, sin guardar para sí más que lo que le permitiera seguir siendo hasta su muerte útil y beneficioso para los pobres, se refugió en una vida tranquila de prácticas piadosas y de dedicación a sus semejantes.
Fue un sacerdote de miras estrechas, pero bueno, una especie de guía religioso con temperamento de soldado, un guía eclesiástico que conducía a la fuerza por el recto camino a la humanidad descaminada, ciega, perdida en esa selva de la vida donde todos nuestros instintos, nuestras inclinaciones, nuestros deseos, son senderos que extravían. Pero mucho del hombre de antaño pervivía en él. No dejaron de gustarle los ejercicios violentos, los deportes nobles, las armas, y detestaba a las mujeres, a todas, con un temor pueril ante un misterioso peligro.
II
El marinero que seguía al sacerdote sentía unas ganas muy meridionales de darle a la sinhueso. Pero no se atrevía, pues el párroco infundía mucho respeto a su grey. Al final se aventuró.
—Señor cura —dijo—, ¿se encuentra a gusto en su casita de campo?
Aquella casita de campo era una de esas casas minúsculas en las que los provenzales de ciudad y de pueblo van a refugiarse en verano para tomar el aire. El párroco había alquilado aquel chamizo en medio de un campo, a cinco minutos de la rectoría, que era demasiado pequeña y estaba aprisionada en el centro de la parroquia, adosada a la iglesia.
No vivía habitualmente, ni siquiera en verano, en el campo; sólo iba a pasar allí algunos días de vez en cuando para vivir en plena naturaleza y disparar con su pistola.
—Sí, amigo —dijo el sacerdote—, estoy muy bien en ella.
Aquella vivienda baja había sido construida en medio de los árboles, pintada de color rosa, y se la veía rayada de líneas cruzadas, entrecortada, dividida en pequeños fragmentos por las ramas y hojas de los olivos de que estaba plantado el campo sin cercado en el que parecía haber crecido como una seta de Provenza.
También se veía una mujerona que circulaba por delante de la puerta preparando una mesita para la cena en la que dejaba cada vez que volvía, con metódica lentitud, un solo cubierto, un plato, una servilleta, un trozo de pan, un vaso. Iba tocada con un gorrito de arlesiana, un cono puntiagudo de seda o de terciopelo negro en el que florece un hongo blanco.
Cuando la tuvo al alcance de la voz, el sacerdote le gritó:
—¡Eh, Marguerite!
Ella se detuvo para mirar y, al reconocer a su amo, dijo:
—¿Es usted, señor cura?
—Sí. Le traigo una buena pesca, prepáreme enseguida una lubina, una lubina con mantequilla, nada más que mantequilla, ¿entendido?
La sirvienta, que había ido al encuentro de los hombres, miró con ojo experto el pescado traído por el marinero.
—Es que ya tenemos pollo con arroz —dijo ella.
—No importa, el pescado no es tan bueno al día siguiente como acabado de pescar. Me daré un banquete de glotón, cosa que no sucede todos los días; y, además, no se trata de un pescado grande.