Luego regresé a París. Al cabo de un mes, me aburría. Era otoño, y quise hacer, antes del invierno, una excursión a Normandía, que no conocía.
Naturalmente, empecé por Ruán, y durante ocho días, anduve distraído, encantado, entusiasmado en esa ciudad medieval, en ese sorprendente museo de extraordinarios monumentos góticos.
Ahora bien, una tarde, a eso de las cuatro, cuando tomaba por una calle increíble, por donde corre un río negro como la tinta llamado «Eau de Robec», mi atención, completamente centrada en el extraño y antiguo aspecto de las casas, se vio atraída de repente por una serie de tiendas de chamarileros que se sucedían de puerta en puerta.
¡Ah! ¡Cómo habían sabido elegir su lugar, esos sórdidos traficantes de antiguallas, en aquella fantástica callejuela, por encima de ese curso de agua siniestro, bajo esos tejados puntiagudos de tejas y de pizarras en los que rechinaban todavía las veletas del pasado!
Al fondo de esos oscuros almacenes, se veía amontonados arcones tallados, lozas de Ruán, de Nevers, de Moustiers, esculturas policromadas, otras de roble, Cristos, Vírgenes, santos, paramentos sacerdotales, casullas, capas pluviales, incluso objetos litúrgicos y un viejo tabernáculo de madera dorada que Dios ya no ocupaba. ¡Oh, qué extrañas covachas en aquellas casas altas, en aquellas casonas, llenas, desde el sótano hasta el desván, de objetos de todo tipo cuya existencia parecía acabada, que sobrevivían a sus propietarios naturales, a su siglo, a su tiempo, a sus modas, para ser adquiridos como curiosidades por las nuevas generaciones.
Mi afición por los objetos artísticos se despertaba en esa ciudad de anticuarios. Iba de tienda en tienda, cruzando, de dos zancadas, los puentes hechos con cuatro tablas podridas tendidas sobre la corriente nauseabunda del Eau de Robec.
¡Misericordia! ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando uno de mis armarios más bonitos se me apareció al borde de una bóveda atestada de objetos y que parecía la entrada de las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos! Me acerqué temblando de pies a cabeza, temblando a tal punto que no me atrevía a tocarlo. Adelanté la mano, vacilé. Era él, sin embargo: un armario Luis XIII único, reconocible para cualquiera que lo hubiera visto una sola vez. Alzando luego la vista un poco más lejos, hacia las profundidades más sombrías de aquella galería, vi tres de mis sillones con una tapicería de
petit point
, luego, un poco más allá, mis dos mesas Enrique II, tan raras que la gente venía de París para verlas.
¡Podéis imaginaros en qué estado de ánimo me hallaba!
Y avancé, con un nudo en la garganta, abrumado por la emoción, pero avancé, porque soy valiente, avancé como un caballero de las edades oscuras que penetrara en una mansión llena de sortilegios. Encontraba a cada paso todo lo que me había pertenecido: mis arañas, mis libros, mis cuadros, mis telas, mis armas, todo, excepto el escritorio lleno de cartas mías, que no vi.
Iba descendiendo a unas oscuras galerías para volver a subir a continuación a los pisos superiores. Estaba solo. Llamé, no respondieron. Estaba solo; no había nadie en aquella casa vasta y tortuosa como un laberinto.
Se hizo de noche, y tuve que sentarme, en las tinieblas, en una de mis sillas, pues no quería irme de aquel lugar.
Debía de llevar allí, sin duda, más de una hora cuando oí unos pasos, unos pasos afelpados, lentos, no sé dónde. Estuve a punto de salir huyendo, pero, manteniéndome firme, llamé de nuevo, y percibí un resplandor en la habitación de al lado.
—¿Quién hay ahí? —preguntó una voz.
Contesté:
—Un comprador.
Respondieron:
—Es muy tarde para entrar así en las tiendas.
Proseguí yo:
—Llevo esperando desde hace más de una hora.
—Puede volver usted mañana.
—Mañana tengo que irme de Ruán.
No me atrevía a avanzar más, y él no venía. Seguía viendo el resplandor de su luz iluminando un tapiz en el que dos ángeles volaban por encima de los muertos de un campo de batalla. También era propiedad mía. Dije:
—Pues bien, ¿viene?
Él respondió:
—Le espero.
Me levanté y fui hacia él.
En medio de una gran estancia había un hombrecillo, menudo y gordinflón, gordinflón como un fenómeno, un fenómeno repugnante.
Llevaba una barba rala, de pelos desiguales, escasos y amarillentos, ¡y ni un pelo en la cabeza! ¡Ni uno! Cuando sostenía alzada la vela con el brazo para verme, su cráneo me pareció como una pequeña luna en aquella enorme estancia llena de cachivaches. Tenía el semblante arrugado y abotargado, los ojos imperceptibles.
Regateé por tres sillas que habían sido mías, y le pagué a tocateja una bonita suma, limitándome a dar el número de mi habitación de hotel. Tenían que ser entregadas al día siguiente antes de las nueve.
Luego salí. Me acompañó hasta la puerta con suma cortesía.
Me dirigí de inmediato a ver al comisario de policía, a quien le conté el robo de mi mobiliario y el descubrimiento que acababa de hacer.
Él solicitó enseguida información por telégrafo a las autoridades judiciales que habían llevado el caso de aquel robo, rogándome que esperase la respuesta. Una hora después llegaba ésta, totalmente satisfactoria para mí.
—Haré detener inmediatamente a ese hombre para interrogarle —me dijo—, porque podría haber sospechado algo y hacer desaparecer cuanto le pertenece. ¿Quiere ir a cenar y volver dentro de un par de horas? Haré que le traigan aquí y le interrogaré de nuevo en su presencia.
—Con mucho gusto, señor. Mis más sinceras gracias.
Me fui a cenar al hotel y comí mejor de lo que había pensado. Estaba bastante contento, a pesar de todo. Ya le tenían.
Dos horas después volví a ver al comisario de policía, que me estaba esperando.
—Pues bien, señor —me dijo al verme—, no se ha encontrado a ese hombre. Mis agentes no han conseguido echarle el guante.
¡Ay! Me sentí desfallecer.
—Pero… ¿han dado con su casa? —pregunté.
—Sin problemas. Va a ser incluso vigilada y custodiada hasta que vuelva. En cuanto a él, ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Desaparecido. Normalmente pasa sus veladas en casa de su vecina, también chamarilera, una especie de bruja, la viuda Bidoin. No le ha visto esta noche y no puede dar ninguna información sobre él. Habrá que esperar a mañana.
Me fui. ¡Ay! Las calles de Ruán me parecieron siniestras, inquietantes, hechizadas.
Dormí muy mal, con un sueño poblado de pesadillas.
Como no quería dar la impresión de que estaba demasiado inquieto o ansioso, esperé hasta las diez, al día siguiente, para dirigirme a la comisaría.
El comerciante no había reaparecido. Su tienda permanecía cerrada.
El comisario me dijo:
—He hecho todas las gestiones necesarias. Las autoridades judiciales están al corriente del asunto; vamos a ir juntos a esa tienda y hacerla abrir, y usted me indicará todo lo que es suyo.
Un cupé nos llevó hasta allí. Delante de la puerta de la tienda, unos agentes, con un cerrajero, nos estaban aguardando. La puerta fue abierta.
Al entrar no vi ni mi armario, ni mis sillones, ni mis mesas, ni nada, nada de todo lo que alhajaba mi casa, pero lo que se dice nada de nada, mientras que la tarde anterior no conseguía dar un paso sin tropezar con algo mío.
El comisario, sorprendido, me miró de entrada con desconfianza.
—Dios mío —le dije—, la desaparición de los muebles coincide extrañamente con la del vendedor.
Él sonrió.
—Es cierto. Ayer se equivocó usted comprando y pagando cosas suyas. Pues esto le puso la mosca tras la oreja.
Proseguí:
—Pero ¿cómo es posible que el sitio que ocupaban ayer mis muebles esté ocupado ahora por otros muebles?
—¡Oh! —repuso el comisario—, ha tenido toda la noche de tiempo y cuenta sin duda con cómplices. Esta casa debe de comunicarse con las casas vecinas. Pero no tema, señor, me ocuparé sin pérdida de tiempo de este asunto. Este malhechor no escapará por mucho tiempo, ya que tenemos vigilada su guarida.
¡Ah, mi corazón, mi corazón, mi pobre corazón, cómo latía!
Permanecí quince días en Ruán. El hombre no volvió. ¡Caramba! ¡Caramba! ¿Quién sería capaz de poner en un aprieto o sorprender a un hombre como aquél?
Pues bien, dieciséis días más tarde, por la mañana, recibí de mi jardinero, guardián de mi casa saqueada y que había quedado vacía, la extraña carta que transcribo:
Estimado señor:
Tengo el honor de hacerle saber que la noche pasada ocurrió algo que nadie comprende, y tampoco la policía. Todos los muebles han vuelto, todos sin excepción, todos, hasta los más pequeños objetos. La casa está ahora tal como estaba la víspera del robo. Es como para perder la cabeza. Esto ocurrió la noche del viernes al sábado. Las vías de acceso están llenas de socavones como si lo hubieran arrastrado todo desde la cancela hasta la puerta. Así estaban también el día de su desaparición.
En espera de la llegada del señor, le saluda su humilde servidor,
Philippe Raudin
¡Ah, no! ¡No, no! ¡No regresaré allí!
Le llevé la carta al comisario de Ruán.
—Es una restitución, muy hábil por cierto —dijo—. Hagamos como si no nos hubiéramos enterado. Cogeremos a ese hombre uno de estos días.
Pero no le cogieron. No. No le han cogido, y yo le temo, ahora, como si fuera una bestia feroz que hubieran soltado detrás de mí.
¡En paradero desconocido! ¡Ese monstruo de cabeza de luna está en paradero desconocido! No le cogerán nunca. No volverá a su casa. ¿Qué le importa a él? Sólo yo puedo dar con él, y no quiero.
¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
Y aunque volviera, aunque volviera a su tienda, ¿quién podría probar que mis muebles estaban en su casa? No hay contra él más que mi testimonio; y soy consciente de que empieza a resultar sospechoso.
¡Ah, no! Una existencia semejante no era ya posible. Y no podía guardar el secreto de lo que había visto. No podía seguir viviendo como todo el mundo con el temor a que se reiniciaran semejantes cosas.
Me vine a ver al médico que dirige esta casa de salud, y se lo conté todo.
Tras haberme hecho muchas preguntas, me dijo:
—¿Aceptaría usted, señor, quedarse algún tiempo aquí?
—Con mucho gusto, señor.
—¿Cuenta usted con medios?
—Sí, señor.
—¿Quiere usted una habitación individual?
—Sí, señor.
—¿Querrá recibir amigos?
—No, señor, no, a nadie. El hombre de Ruán podría atreverse, por venganza, a perseguirme hasta aquí.
Y aquí estoy solo, completamente solo, desde hace tres meses. Estoy más o menos tranquilo. Sólo tengo un miedo… Si el anticuario se volviera loco… y si le trajeran a esta casa de salud… Ni siquiera las cárceles son seguras.
Los cinco amigos, cinco hombres de la buena sociedad, maduros, ricos, tres de ellos casados y dos que se habían quedado solteros, estaban acabando de cenar. Se reunían todos los meses, en recuerdo de su juventud, y, tras la cena, charlaban hasta las dos de la noche. Seguían siendo íntimos amigos que se encontraban bien juntos, pasaban de aquel modo las que eran quizá las mejores veladas de su vida. Conversaban de todo, de todo cuanto ocupa y divierte a los parisinos; y se producía entre ellos, como en la mayoría de los salones por lo demás, una especie de prolongación verbal de la lectura de los periódicos de la mañana.
Uno de los más alegres era Joseph de Bardon, un soltero que vivía la vida parisina intensamente y siguiendo el capricho de su fantasía. No era un libertino ni un depravado, sino un simple curioso, un gozador joven todavía, pues no había cumplido aún los cuarenta años. Hombre de mundo en el sentido más lato y benévolo que pueda darse a esta palabra, dotado de un gran ingenio sin gran profundidad, de una cultura variada sin verdadera erudición, de una mente ágil sin una seria penetración, extraía de sus observaciones, de sus aventuras, de todo cuanto veía, conocía y encontraba, anécdotas de novela cómica y filosófica a la par, y observaciones humorísticas que le habían hecho ganarse una gran fama de inteligente en la ciudad.
Era el orador de las cenas. Tenía preparada cada vez su historia, con la que se contaba. Se puso a relatarla sin necesidad de que se lo hubieran pedido.
Fumando, de codos sobre la mesa, con una copa de coñac medio llena delante de su plato, amodorrado en una atmósfera de tabaco aromatizado por el café caliente, parecía sentirse como en su casa, como algunas personas se sienten en la suya en determinados lugares y momentos, como una devota en una capilla o un pez rojo en su pecera.
Dijo entre dos bocanadas de humo:
—Hace un tiempo me ocurrió una singular aventura.
Todas las bocas pidieron casi al unísono:
—Cuente.
Él prosiguió:
*
Con mucho gusto. Ya saben que me paseo mucho por París, como los compradores de chucherías que andan buscando en los escaparates. Yo ando al acecho de los espectáculos, de la gente, de todo lo que pasa, y de todo lo que acontece.
Pues bien, hacia mediados de septiembre, hacía muy buen tiempo en esos días, salí de mi casa, una tarde, sin saber adónde iría. Tenemos siempre un vago deseo de ir a ver a alguna bonita mujer. Elegimos entre las de nuestra colección, establecemos mentalmente comparaciones, sopesamos el interés que nos inspiran, la atracción que sentimos y, al final, decidimos según la inspiración del momento. Pero cuando luce un bonito sol y el aire es tibio, se le van a uno a menudo las ganas de tales visitas.
Lucía un bonito sol y el aire era tibio; me encendí un puro y me fui pasito a paso hacia el bulevar exterior. Y mientras callejeaba, se me ocurrió la idea de acercarme hasta el cementerio de Montmartre y entrar allí.
Me gustan mucho los cementerios, pues me dan una sensación de quietud y de melancolía que me es necesaria. Y además hay allí buenos amigos, aquellos a los que no se va a volver a ver; y yo, de vez en cuando, voy allí.
Y precisamente en ese cementerio de Montmartre tenía yo una historia de amor, una amante que me había tenido muy cautivado, muy inflamado, una encantadora mujercita cuyo recuerdo, al tiempo que me apena enormemente, me hace sentir añoranza…, toda clase de añoranzas… Y yo voy a su tumba a soñar… Para ella se acabó.
Y los cementerios me gustan también porque son ciudades monstruosas, enormemente pobladas. Piensen en la de muertos que hay en ese reducido espacio, en todas las generaciones de parisinos alojados allí para siempre, trogloditas establecidos definitivamente, encerrados en sus pequeños panteones, en sus pequeños hoyos cubiertos con una losa o indicados con una cruz, mientras que los vivos ocupan tanto espacio y hacen tanto ruido, los muy imbéciles.
Y, además, en los cementerios, hay monumentos casi tan interesantes como en los museos. La tumba de Cavaignac me hizo pensar, lo confieso, sin ánimo de comparación, en esa obra maestra de Jean Goujon: el cuerpo de Louis de Brézé, que reposa en la capilla subterránea de la catedral de Ruán; todo el arte llamado moderno y realista viene de ahí, señores. Ese muerto, Louis de Brézé, es más verdadero, más terrible, más hecho de carne inanimada, convulsa aún por la agonía, que todos los cadáveres atormentados a los que hacen retorcerse hoy sobre las tumbas.
Pero en el cementerio de Montmartre se puede admirar también el monumento de Baudin, que tiene su grandeza; el de Gautier, el de Mürger, donde vi el otro día una sola pobre corona de siemprevivas amarillas, ¿traída por quién? ¿Acaso por la más ínfima de las modistillas, muy anciana ya, y portera en los alrededores? Se trata de una bonita estatuilla de Millet, pero que destruyen el abandono y la suciedad. ¡Cántale a la juventud, oh Mürger!
He ahí, pues, que entraba en el cementerio de Montmartre y de pronto me sentí embargado de tristeza, de una tristeza que no hacía sufrir mucho, por otra parte, de una de esas tristezas que hacen pensar, cuando se está bien: «No es éste un lugar muy alegre, pero no ha llegado aún mi hora…».
La impresión del otoño, de esa tibia humedad olorosa a hojas muertas y a sol debilitado, cansado, anémico, acrecentaba, poetizándola, la sensación de soledad y de fin definitivo que flota en aquel lugar, que huele a muerte de los hombres.
Iba yo pasito a paso por esas calles de tumbas, donde los vecinos no se tratan, no se acuestan ya juntos y no leen los periódicos. Y me puse a leer los epitafios, lo cual es la cosa más divertida del mundo. Nunca Labiche ni Meilhac me han hecho reír tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. ¡Ah, qué libros superiores a los de Paul de Kock para provocar la risa son esas placas de mármol y esas cruces en las que los parientes de los muertos han desahogado su añoranza, hecho sus votos por la felicidad del desaparecido en el otro mundo y expresado su esperanza de reunirse con él, menudos bromistas!
Pero lo que sobre todo me encanta, en ese cementerio, es la parte abandonada, solitaria, llena de grandes tejos y de cipreses, viejo lugar de descanso de los antiguos muertos que no tardará en convertirse en una morada nueva, cuyos verdes árboles serán talados, alimentados de cadáveres humanos, para alinear a los difuntos recientes bajo pequeñas lápidas de mármol.
Una vez que hube vagado por allí el tiempo suficiente para descansar mi espíritu, comprendí que me iba a aburrir y que lo mejor sería ir a llevar al último lecho de mi amiguita el homenaje fiel de mi recuerdo. Se me encogía el corazón conforme me acercaba a su tumba. Pobre querida, era tan graciosa, tan amorosa, tan blanca, tan lozana… y ahora… si hubieran abierto eso…
Inclinado sobre la verja de hierro, le hice saber en voz baja mi dolor, que sin duda no oyó, y me disponía a irme cuando vi a una mujer vestida de negro, de luto riguroso, arrodillarse ante la tumba vecina. Su velo de gasa alzado dejaba ver una linda cabeza rubia, cuyos cabellos en bandós parecían iluminados por una luz auroral bajo la noche de su tocado. Me quedé.
Debía de sufrir, con toda seguridad, de un profundo dolor. Había ocultado su mirada entre las manos, y, rígida, en una actitud meditativa de estatua, sumida en sus cuitas, desgranando en la sombra de sus ojos ocultos y cerrados el rosario atormentador de los recuerdos, parecía ser ella misma una muerta que pensara en un muerto. Luego intuí de repente que iba a ponerse a llorar, lo intuí por un pequeño estremecimiento de la espalda parecido a un temblor de viento en un sauce. Lloró primero quedamente, luego más fuerte, con rápidos movimientos del cuello y de los hombros. De repente descubrió sus ojos. Estaban inundados de lágrimas y de encanto, unos ojos de loca que paseó en torno a sí, en una especie de despertar de pesadilla. Vio que yo la miraba, pareció avergonzada y ocultó nuevamente todo su rostro entre sus manos. Entonces sus sollozos se volvieron convulsos y su cabeza se inclinó lentamente hacia el mármol. Recostó su frente en él, y su velo, extendiéndose a su alrededor, cubrió las blancas esquinas de la amada sepultura, como un nuevo duelo. La oí gemir, luego se postró, con la mejilla contra la losa, y permaneció inmóvil, sin conocimiento.
Yo me precipité hacia ella, le di unos golpecitos en las manos, soplé sobre sus párpados, mientras leía el sencillísimo epitafio: «Aquí yace Louis-Théodore Carrel, capitán de infantería de Marina, muerto por el enemigo en Tonkín. Rogad por su alma».
Esta muerte se remontaba a unos meses atrás. Me emocioné hasta las lágrimas, y redoblé mis atenciones. Éstas dieron resultado; ella volvió en sí. Tenía yo aspecto de alguien muy afectado, aunque no soy mal parecido, pues no tengo aún cuarenta años. A su primera mirada comprendí que se mostraría cortés y agradecida. Y así lo hizo, en medio de nuevas lágrimas, contándome su historia, que surgía a borbotones de su pecho jadeante, la muerte del oficial caído en Tonkín tras un año de matrimonio, un matrimonio por amor, porque ella, huérfana de padre y de madre, justo podía contar con la dote reglamentaria.
La consolé, la reconforté, la levanté y la ayudé a incorporarse. Luego le dije:
«No se quede aquí. Venga».
Ella murmuró:
«Me siento incapaz de caminar».
«Yo la sostendré».
«Gracias, señor, es usted muy bueno. ¿Viene aquí también a llorar a alguien?»
«Sí, señora».
«¿A una muerta?»
«Sí, señora».
«¿Su mujer?»
«Una amiga».
«Se puede querer a una amiga tanto como a la propia mujer, pues la pasión no conoce ley».
«Sí, señora».
Y nos fuimos juntos, ella apoyada en mí, yo llevándola casi en volandas por los caminos del cementerio. Una vez que estuvimos fuera, ella murmuró, desfallecida:
«Creo que voy a sentirme mal».
«¿Quiere usted que entremos en algún sitio a tomar algo?»
«Sí, señor».
Vi un restaurante, uno de esos restaurantes en los que los amigos de los muertos van a festejar el final de la pesadez del entierro. Entramos allí. Y le hice tomar una taza de té muy caliente que pareció reanimarla. Una vaga sonrisa asomó a sus labios. Y me habló de ella. Estaba tan triste, tan triste de estar completamente sola en la vida, completamente sola en su casa, noche y día, de no tener ya a nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad.
Parecían palabras sinceras y dulces en su boca. Me enternecí. Era muy joven, unos veinte años tal vez. Le dije algunos cumplidos que acogió de buen grado. Luego, como pasaba el tiempo, le propuse acompañarla de vuelta a casa en un coche. Ella aceptó y, en el interior, estábamos tan apretados el uno contra el otro, hombro con hombro, que nuestro calor corporal se mezclaba a través de los trajes, y no hay nada más turbador en este mundo.
Cuando el coche se detuvo en su casa, ella murmuró: «No me siento capaz de subir sola la escalera, vivo en el cuarto. Ya que ha sido tan gentil conmigo, ¿le importaría darme el brazo hasta mi piso?».
Acepté solícito. Ella subió despacio, no sin un gran esfuerzo. Luego, delante de su puerta, añadió:
«Entre un momentito para que se lo pueda agradecer».
Y entré, caramba que si entré.
Era una casa modesta, incluso tirando a pobre, pero sencilla y bien arreglada.
Nos sentamos uno al lado del otro en un pequeño canapé, y ella me habló de nuevo de su soledad.
Llamó a su criada para que me ofreciera algo de beber. La criada no se presentó. Yo me sentí encantado suponiendo que la tal criada no debía de estar más que por las mañanas: lo que se llama una mujer de la limpieza.
Ella se había quitado el sombrero. Estaba en verdad graciosa con sus ojos claros clavados en mí, tan clavados y tan claros que sentí una tentación terrible y sucumbí. La cogí entre mis brazos, y en sus párpados que se cerraron de repente, deposité besos…, besos…, besos… y más besos.
Ella se debatía rechazándome y repetía:
«Acabe usted…, acabe…, acabe».
Pero ¿qué sentido daba ella a esa palabra? En tales situaciones, «acabar» puede tener por lo menos dos. Para hacerla callar pasé de los ojos a la boca y di a la palabra «acabar» la conclusión que yo prefería. Ella no se resistió demasiado, y cuando nos miramos de nuevo, tras aquel ultraje a la memoria del capitán muerto en Tonkín, tenía un aire lánguido, tierno, resignado, que disipó mis inquietudes.
Entonces, me mostré galante, obsequioso y agradecido. Y tras una nueva charla de una hora aproximadamente, le pregunté:
«¿Dónde cena usted?»
«En un pequeño restaurante de los alrededores».
«¿Sola?»
«Pues sí».
«¿Querría cenar conmigo?»
«¿Dónde?»
«En un buen restaurante del bulevar».
Ella se resistió un poco. Insistí: cedió, dándose a sí misma este argumento: «Me aburro tanto…, tanto»; luego agregó: «Es preciso que me ponga un traje menos oscuro».
Y entró en su dormitorio.
Cuando salió vestía de medio luto, estaba encantadora, fina y esbelta en un bonito traje gris muy sencillo. Evidentemente tenía un traje de cementerio y un traje de calle.
La cena fue muy cordial. Tomó champaña, se encendió, se animó y volví a su casa con ella.
Esta relación estrechada entre las tumbas duró por espacio de cerca de tres semanas. Pero uno se cansa de todo y principalmente de las mujeres. La dejé con la excusa de un viaje improrrogable. Fui muy generoso al despedirme y ella me estuvo muy agradecida. Me hizo prometer, me hizo jurar que daría señales de vida a mi vuelta, pues parecía en verdad que sintiera un cierto apego por mí.
Yo corrí detrás de otros afectos, y pasó alrededor de un mes sin que la idea de volver a ver a esa joven enamorada funeraria fuera lo bastante fuerte como para que sucumbiera a ella. Sin embargo, no la olvidaba… Su recuerdo me perseguía como un misterio, como un problema de psicología, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos atormenta.
No sé por qué, un buen día me imaginé que me la volvería a encontrar en el cementerio de Montmartre y para allí me fui.
Llevaba un buen rato paseando sin encontrar a otras personas que a los visitantes habituales de ese lugar, los que no han roto todavía toda relación con sus muertos. La tumba del capitán muerto en Tonkín no tenía plañidera en su mármol, ni flores, ni coronas.