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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (101 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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MOIRON
*

Como se estaba hablando aún de Pranzini,
1
el señor Maloureau que había sido fiscal general bajo el Imperio, nos dijo:

—¡Oh!, yo tuve que encargarme, en otro tiempo, de un caso bien curioso, curioso desde varios puntos de vista, como verán.

*

Era yo en ese momento fiscal imperial en provincias, y estaba muy bien considerado en la corte gracias a mi padre, presidente primero en París. Tomé parte en un proceso que se hizo célebre como «el caso del maestro Moiron».

El señor Moiron, maestro de primaria en el norte de Francia, gozaba, en toda la región, de una excelente reputación. Hombre inteligente, razonable, muy religioso, un poco taciturno, se había casado en el municipio de Boislinot, donde ejercía su profesión. Había tenido tres hijos, muertos uno tras otro del pecho. A partir de ese momento, pareció volcar en la chiquillería que había sido confiada a su cuidado todo el afecto que guardaba en su corazón. Compraba, con dinero de su bolsillo, juguetes para sus mejores alumnos, para los más juiciosos y amables; organizaba para ellos meriendas, atiborrándoles de dulces, de golosinas y de pasteles. Todo el mundo quería y alababa a ese buen hombre, a ese buen corazón, cuando, uno tras otro, cinco de sus alumnos fueron muriendo en extrañas circunstancias. Se creyó que había sido una epidemia causada por el agua corrompida por la sequía, se buscaron las causas sin descubrirlas, tanto más cuanto que los síntomas parecían de lo más extraños. Los niños parecían aquejados de languidez, dejaban de comer, tenían dolores de estómago, tiraban durante algún tiempo, para luego expirar en medio de terribles sufrimientos.

Se hizo la autopsia del último fallecido sin encontrar nada. Las entrañas enviadas a París fueron analizadas y no revelaron la presencia de sustancia tóxica alguna.

Durante un año, no pasó nada más, luego dos chiquillos, los mejores de la clase, los predilectos de Moiron, murieron en cuatro días. Se prescribió de nuevo el examen de los cuerpos, descubriéndose, tanto en uno como en otro, trocitos de cristal triturado incrustados en los órganos. Se llegó a la conclusión de que esos dos chiquillos debían de haber comido imprudentemente algún alimento no bien lavado. Habría sido suficiente con la rotura de un vaso sobre un tazón de leche para provocar ese horrible accidente. Las cosas no habrían pasado de aquí, si mientras tanto la criada de Moiron no hubiera caído enferma. Tras llamarse al médico, éste constató los mismos síntomas detectados en los niños, la interrogó y consiguió que confesara que había robado y comido de los dulces comprados por el maestro para sus alumnos.

Por orden del tribunal, se realizó un registro en la escuela y se descubrió un armario lleno de juguetes y de golosinas destinados a los niños. Ahora bien, casi todos estos dulces contenían trocitos de cristal o de agujas rotas.

Detenido inmediatamente, Moiron se mostró tan indignado y asombrado por las sospechas que recaían sobre él que estuvieron a punto de soltarle. Y, sin embargo, los indicios de su culpabilidad eran evidentes y pugnaban en mí contra mi primer convencimiento fundado en su excelente reputación, en su vida entera y en lo inverosímil y en la absoluta falta de móvil para un crimen semejante.

¿Por qué aquel buen hombre, sencillo, religioso, habría matado a unos niños, y precisamente a aquellos a los que tenía más apego, que cubría de regalos y atiborraba de golosinas, por los que gastaba en juguetes y caramelos la mitad de su sueldo?

¡Para admitir semejante modo de actuar había que concluir que estaba loco! Ahora bien, Moiron parecía tan razonable, tan sereno, tan coherente y equilibrado, que la locura parecía imposible de demostrar en su caso.

¡Y, sin embargo, las pruebas se acumulaban! Se comprobó que caramelos, pasteles, melcochas y otros dulces comprados a los proveedores habituales del maestro de escuela contenían algunos ingredientes sospechosos.

Entonces Moiron sostuvo que algún enemigo suyo desconocido debía de haber abierto su armario con una llave falsa para introducir el cristal y las agujas en las golosinas. Y se inventó toda una historia sobre una herencia supeditada a la muerte de un niño, decidida y perpetrada por algún campesino que obtendría aquélla en la medida en que consiguiera hacer recaer las sospechas sobre él. A aquel monstruo, dijo, no le había preocupado que fueran a morir también otros pobres niños.

Era posible. El hombre parecía tan seguro de sí y apenado que le habría dejado en libertad sin lugar a dudas, a pesar de los cargos contra él, de no haberse hecho, uno tras otro, dos descubrimientos irrefutables.

El primero, una tabaquera llena de cristal triturado, ¡su tabaquera!, en el interior de un cajón secreto del escritorio donde guardaba el dinero.

De nuevo encontró una explicación para justificar el hallazgo de forma más o menos plausible, como una última astucia del verdadero culpable desconocido, cuando un mercero de Saint-Marlouf se presentó ante el juez de instrucción para contar que un señor había comprado en su tienda unas agujas, en varias ocasiones, las agujas más finas que había podido encontrar, rompiéndolas para ver si eran las que le convenían.

El mercero, tras realizar una rueda de reconocimiento de una docena de personas, identificó sin vacilar a Moiron. Y la investigación reveló que el maestro, en efecto, había ido a Saint-Marlouf en los días indicados por el comerciante.

Paso por alto las terribles declaraciones de los niños sobre la elección de las golosinas y el cuidado que ponía Moiron en que se las comieran en presencia suya y en hacer desaparecer los menores restos.

La opinión pública, enfurecida, pedía la pena capital con una vehemencia que el horror no hacía sino aumentar, venciendo toda resistencia o vacilación.

Moiron fue condenado a muerte. La apelación fue rechazada; sólo le quedaba la petición de gracia. Por mi padre me enteré de que el Emperador no la concedería.

Una mañana que estaba trabajando en mi gabinete, se me anunció la visita del capellán de la cárcel.

Era un anciano sacerdote con un gran conocimiento de los hombres y acostumbrado a tratar con criminales. Parecía turbado, incómodo, inquieto. Tras haber charlado algunos minutos de todo un poco, me dijo de sopetón mientras se levantaba:

«Si Moiron es decapitado, señor fiscal imperial, habrá dejado ejecutar usted a un inocente».

Luego, sin saludar, salió, dejándome con la profunda impresión de estas palabras. Las había pronunciado de forma conmovedora y solemne, entreabriendo, para salvar una vida, sus labios cerrados y sellados por el secreto de confesión.

Una hora después partía yo para París, y mi padre, al que había dado aviso, solicitó inmediatamente una audiencia al Emperador.

Se me recibió al día siguiente. Su Majestad estaba trabajando en un pequeño salón cuando se nos introdujo. Yo expuse todo el caso hasta la visita del sacerdote, y estaba contando ésta cuando se abrió una puerta situada detrás del sillón del soberano, y apareció la emperatriz, creyendo que estaba solo. Su Majestad Napoleón la consultó. Tan pronto como estuvo al corriente de los hechos, exclamó:

«Hay que conceder el perdón a este hombre. ¡Hay que hacerlo, puesto que es inocente!

¿Cómo era posible que la repentina convicción de una mujer tan piadosa despertara en mí una terrible duda?

Yo había ardido en deseos hasta ese momento de que se conmutara la pena. Pero de pronto me sentí la víctima, el juguete de un astuto criminal que había utilizado a un sacerdote y la confesión como último recurso de defensa.

Expuse mis dudas a Sus Majestades. El emperador estaba indeciso, incitado por su bondad natural y refrenado por el temor a verse burlado por un ser despreciable. En cambio, la emperatriz, convencida de que el sacerdote había obedecido a una instancia divina, repetía: «¡Pero qué importa! ¡Siempre es preferible perdonar la vida a un culpable que dar muerte a un inocente!». Su opinión se impuso y la pena de muerte fue conmutada por la de trabajos forzados.

Unos años después supe que Moiron, cuyo comportamiento ejemplar en la penitenciaría de Toulon había sido señalado nuevamente al Emperador, se había convertido en criado del director de la cárcel.

Tras lo cual no volví a oír hablar por mucho tiempo de ese hombre.

Hará un par de años, mientras estaba pasando el verano en Lille, en casa de mi primo de Larielle, una noche, justo cuando nos disponíamos a sentarnos a la mesa para cenar, me avisaron de que un joven sacerdote deseaba hablar conmigo.

Dije que le hicieran entrar; me suplicó que fuera con él a ver a un moribundo que quería hablar conmigo a toda costa. En mi larga carrera de magistrado me había visto en varias ocasiones en semejantes tesituras y, aunque relegado por la República, de vez en cuando todavía me llamaban en análogas circunstancias.

Seguí, pues, al sacerdote, que me hizo subir hasta un miserable alojamiento, en lo alto de una casa de obreros.

En un jergón de paja vi a un extraño agonizante, sentado, con la espalda apoyada en la pared para poder respirar.

Era una especie de esqueleto gesticulante, con unos ojos profundos y brillantes.

Apenas verme, murmuró:

«Me reconoce usted, ¿no?»

«Pues no».

«Soy Moiron».

Tuve un sobresalto y pregunté:

«¿El maestro de escuela?»

«Sí».

«¿Y qué hace aquí?»

«Sería demasiado largo de contar. No tengo tiempo… Voy a morir…, me han traído a este cura… y como sabía que estaba usted aquí, le he mandado llamar… Es a usted a quien quiero confesarme…, ya que me salvó la vida… en otro tiempo».

Apretaba con sus manos crispadas la paja de su jergón a través de la tela. Y prosiguió con una voz ronca, enérgica y queda:

«Mire…, le debo la verdad… a usted…, pues es preciso que se la cuente a alguien antes de dejar este mundo.

»Fui yo quien mató a los niños…, a todos… Fui yo… ¡por venganza!

»Escuche. Era yo un hombre honrado, honradísimo…, honradísimo…, muy puro, que adoraba a Dios, a ese Dios bueno, el Dios que nos enseñan a querer, y no al Dios falso, al verdugo, al ladrón, al asesino que gobierna la tierra. No había hecho nunca mal alguno, ni cometido nunca ninguna mala acción. Era yo puro como no se es, señor.

»Cuando me casé, tuve hijos y los quise como nunca ningún padre o madre han querido a los suyos. No vivía más que para ellos. Estaba loco por ellos. ¡Se me murieron los tres! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo? Me rebelé, pero con una rebelión furiosa; y de repente abrí los ojos como cuando uno se despierta; y comprendí que Dios es malvado. ¿Por qué había matado a mis hijos? Me quité la venda de los ojos y vi que le gusta matar. Es lo único que le gusta, señor. ¡Da vida con el solo fin de destruir! Dios, señor, es un exterminador. Todos los días necesita muertos. Y los mata de todas las maneras posibles por mera diversión. Ha inventado las enfermedades, los accidentes, para entretenerse durante meses y años; y luego, cuando se aburre, tiene las epidemias, la peste, el cólera, las anginas, las viruelas; ¡y qué sé yo cuántas cosas más ha inventado ese monstruo! Pero ¡como no tenía bastante, porque todos esos males se parecen, entonces se regala ocasionalmente con alguna guerra, para ver doscientos mil soldados caídos, amontonados en medio de la sangre y del barro, reventados, con los brazos y las piernas hechos pedazos, la cabeza rota por las balas como los huevos que se caen al suelo.

»Y esto no es todo. Ha hecho que los hombres se coman entre sí. Y además, como los hombres se volvían mejores que él, creó a las bestias para ver cómo los hombres las cazan, las degüellan y se las comen. Pero no acaba aquí la cosa. Creó a los insectos que viven un día, a las moscas que mueren a millares en una hora, a las hormigas que aplastamos y a otros seres, tantos como no podemos imaginarnos. Y todos se matan entre sí, se dan caza, se devoran y mueren de continuo. Y el buen Dios mira y se divierte, porque los ve a todos, a los más grandes y a los más pequeños, a los que viven en una gota de agua y a los de los otros astros. Los observa y se divierte. ¡Ah, qué canalla!

»Entonces, yo, señor, también maté niños. ¡Se la jugué bien jugada! Ésos no se los llevó él; me los llevé yo. ¡Y a cuántos más habría matado si no me hubiera descubierto usted!

»Iba a morir guillotinado. ¡Yo! ¡Cómo se hubiera reído el muy miserable! Entonces solicité la presencia de un sacerdote y le mentí. Me confesé. Mentí, y así salvé mi vida.

»Ahora se acabó, ya no puedo escapar de él. Pero no le tengo miedo, pues le desprecio demasiado…».

Era horrendo ver a aquel miserable que jadeaba, hablaba con hipidos, abría la boca de par en par para vomitar unas palabras apenas audibles, y que agonizaba, arrancaba la tela de su jergón y, bajo una manta casi negra, agitaba las piernas como para escapar.

¡Qué ser más espantoso, y qué horrible recuerdo!

Le pregunté:

«¿No tiene nada más que decir?»

«No, señor».

«Entonces, adiós».

«Adiós, señor, un día u otro…»

Me volví hacia el sacerdote, el cual, lívido, alzaba contra la pared su figura alta y oscura, y le pregunté:

«¿Usted se queda, reverendo?»

«Sí, me quedo».

Entonces el moribundo dijo sarcásticamente:

«Sí, sí, manda a sus cuervos a por los cadáveres».

Yo ya tenía bastante; abrí la puerta y me largué.

EL AHOGADO
*

I

Todo el mundo, en Fécamp, conocía la historia de la tía Patin. Es cierto que la tía Patin no había sido feliz con su hombre, pues éste la golpeaba, en vida, como se golpea el trigo en la era.

Él era patrón de una barca de pesca, y se había casado con ella, en otro tiempo, porque era graciosa, aunque fuera pobre.

Patin, buen marinero, pero brutal, frecuentaba la taberna del compadre Auban, donde se tomaba, los días de cada día, cuatro o cinco copas de aguardiente y, en los que había habido una buena pesca, ocho o diez, e incluso más, si se lo pedía el cuerpo, decía.

El aguardiente era servido a los clientes por la hija del compadre Auban, una morena de buen ver y que atraía a la gente al local únicamente por su buena presencia, pues nunca había dado que hablar.

A Patin, cuando entraba en la taberna, le gustaba mirársela y le hablaba con cortesía, diciéndole cosas en tono tranquilo de mozo formal. Pero cuando se había tomado la primera copa, ya la encontraba más graciosa; a la segunda, le guiñaba el ojo; a la tercera, decía: «Si usted quisiera, señorita Désirée…», sin acabar nunca su frase; a la cuarta, trataba de retenerla por la falda para besarla; y, cuando llevaba ya diez copas, era el compadre Auban quien le servía las demás.

El viejo tabernero, que podía poner cátedra en astucias, hacía circular a Désirée por entre las mesas para aumentar así las consumiciones; y Désirée, que no por nada era la hija del compadre Auban, paseaba su falda en torno a los parroquianos, y bromeaba con ellos, con una sonrisa en los labios y una mirada maliciosa.

A fuerza de tomarse copas de aguardiente, Patin se acostumbró tanto al rostro de Désirée, que pensaba en él incluso en el mar, cuando largaba sus redes, mar adentro, durante las noches de viento o las noches de mar calma, durante las noches de luna o las noches de tinieblas. Pensaba en ella mientras estaba al timón, en la popa de la barca, mientras sus cuatro compañeros dormitaban con la cabeza recostada en sus brazos. La veía siempre sonreírle, servirle el aguardiente amarillento con un movimiento del hombro, y luego irse diciendo:

—¿Qué? ¿Contento?

A fuerza de tener siempre sus ojos puestos en ella y de tenerla en su pensamiento, le entraron tales ganas de tomarla por esposa, que, no pudiendo aguantarse más, pidió su mano.

Él era rico, propietario de su embarcación, de sus redes y de una casa al pie de la cuesta de la Retenue, mientras que el compadre Auban no tenía nada. Por lo que su petición fue aceptada inmediatamente y la boda se celebró lo más pronto posible, teniendo ambas partes prisa por cerrar el asunto por diferentes motivos.

Pero, tres días después de celebrada la boda, Patin ya no comprendía en absoluto cómo podía haber creído que Désirée era distinta del resto de las mujeres. Muy embobado tenía que estar, en verdad, para liarse con una pobretona que seguro que le había engatusado con el aguardiente, un aguardiente en el que había puesto alguna asquerosa droga.

Y, cada vez que salía a pescar, juraba todo el tiempo, rompía la pipa con los dientes, maltrataba a la tripulación y, tras haber maldecido a voz en grito con todas las expresiones habituales y contra todo bicho viviente, desembuchaba cuanto le quedaba en el cuerpo contra los peces y los bogavantes que iba sacando uno por uno de las redes y no los tiraba ya dentro de las cestas sin acompañar su gesto de insultos y palabrotas.

Luego, de vuelta a casa, teniendo al alcance de su boca y de su mano a su mujer, la hija del compadre Auban, no tardó en tratarla como a un estropajo. Como además ella le escuchaba resignada, acostumbrada como estaba a la violencia paterna, él se irritó por su pachorra; y, una noche, la maltrató. A partir de entonces, la vida se volvió horrible en su casa.

Durante diez años no se habló en la Retenue de otra cosa que de las palizas que Patin propinaba a su mujer y de su manera de blasfemar, con cualquier pretexto, cuando le dirigía la palabra. En efecto, blasfemaba de un modo especial, con una riqueza de léxico y una sonoridad vocal que nadie más tenía en Fécamp. Apenas aparecía su barca en la bocana del puerto, de regreso de la pesca, la gente esperaba la primera andanada que lanzaría, desde la cubierta al malecón, no bien hubiera visto el gorrito blanco de su compañera.

De pie, en popa, maniobraba, en los días de mar gruesa, con la mirada hacia proa y la vela, y, pese al cuidado que exigía el paso estrecho y difícil, pese a las olas de fondo que entraban como montañas en el estrecho canal, trataba de reconocer, en medio del mujerío que esperaba a los marineros, ante la espuma de las olas, a la suya, a la hija del compadre Auban, ¡la pordiosera!

Entonces, apenas verla, no obstante el ruido de las olas y del viento, le echaba tal bronca, con semejante vozarrón, que todo el mundo rompía a reír, pese a no dejar de compadecerla mucho. Luego, llegada la barca al muelle, su forma de soltar el lastre de galanterías, como él decía, mientras desembarcaba el pescado, atraía en torno a sus amarras a todos los granujas y a todos los desocupados del puerto.

A veces los improperios salían de su boca como cañonazos, terribles y breves, otras como rugientes truenos de cinco minutos, era un huracán tal de palabrotas que parecía que guardara en sus pulmones todas las tormentas de Dios Padre.

Luego, cuando había dejado la barca y se encontraba delante de ella en medio de los curiosos y de las vendedoras de arenques, sacaba del fondo de la bodega todo un nuevo cargamento de maldiciones y de duras palabras, y así se iban para casa, ella delante y él detrás, ella llorosa y él gritón.

Entonces, a solas con ella, a puerta cerrada, le arreaba al menor pretexto. Cualquier excusa era buena para levantarle la mano y, una vez que había empezado, ya no paraba, vomitándole entonces a la cara los verdaderos motivos de su odio. A cada bofetada, a cada mamporrazo, vociferaba: «¡Ah, la zarrapastrosa, la pobretona, la muerta de hambre, buena la hice el día que mojé el gaznate con el matarratas del fullero de tu padre!».

La pobre mujer vivía ahora presa de un espanto incesante, en un temblor continuo de alma y de cuerpo, en una espera pavorosa de insultos y de bastonazos.

Y esto duró diez años. Estaba tan amedrentada que palidecía al hablar con cualquiera, y no pensaba ya en nada más que en los golpes que la amenazaban y en que se había vuelto más delgada, amarilla y seca que un arenque ahumado.

II

Una noche en que su hombre se hallaba faenando en el mar, fue despertada de repente por ese gruñido de bestia que hace el viento cuando llega como un perro suelto. Se sentó en su cama, alterada, luego, al no oír ya nada, volvió a acostarse; pero, casi de inmediato, se oyó en la chimenea un mugido que sacudía la casa por entero, el cual se extendió por todo el cielo como si un rebaño de animales furioso hubiera atravesado el espacio bufando y bramando.

Entonces se levantó y corrió hacia el puerto. De todas partes llegaban otras mujeres con faroles. Los hombres acudían corriendo y todos miraban cómo se encendía en la noche, en el mar, la espuma en lo alto de las olas.

La tempestad duró quince horas. Once marineros no regresaron, y Patin fue uno de ellos.

Encontraron, en la costa de Dieppe, restos de la
Jeune-Amélie
, su barca. Recogieron, hacia Saint-Valéry, los cuerpos de sus marineros, pero nunca se encontró el suyo. Como el casco de la embarcación parecía haberse partido en dos, su mujer esperó y temió su vuelta durante mucho tiempo, pues, de haberse producido un abordaje, era posible que el barco abordador le hubiera recogido, a él solo, y llevado lejos.

Luego, poco a poco, se acostumbró a la idea de que era viuda, sin dejar de estremecerse cada vez que una vecina, que un pobre o que un vendedor ambulante entraban repentinamente en su casa.

Ahora bien, una tarde, unos cuatro años después de la desaparición de su hombre, ella se detuvo, siguiendo la calle de los judíos, delante de la casa de un viejo capitán, muerto recientemente, cuyo mobiliario era sacado a la venta.

Justo en ese momento estaban subastando un papagayo verde de cabeza azul, que miraba a todos con aire descontento e inquieto.

—¡Tres francos! —exclamaba el vendedor—; ¡un pájaro que habla como un sacamuelas, tres francos!

Una amiga de la Patin le dio con el codo:

—Debería usted comprarlo, rica como es —le dijo—. Le haría compañía; vale más de treinta francos ese pájaro. ¡Siempre puede revenderlo por veinte o veinticinco!

—¡Cuatro francos, señoras, cuatro francos! —repetía el hombre—. Canta vísperas y predica como el señor cura. ¡Es un fenómeno…, un prodigio!

La Patin añadió cincuenta céntimos y le entregaron, dentro de una jaulita, el pájaro de pico encorvado, que ella se llevó.

Luego lo instaló en su casa y, cuando abría la puerta de tela metálica para dar de beber al ave, recibió un picotazo en el dedo que le desgarró la piel y la hizo sangrar.

—¡Ah, qué mala bestia! —exclamó.

No obstante, le dio cañamón y maíz, y luego dejó que se alisara el plumaje mientras miraba con aire burlón su nueva casa y a su nueva ama.

Al día siguiente, al amanecer, la Patin oyó con gran claridad una fuerte voz, sonora y vibrante, la voz de Patin que gritaba:

—¿Quieres levantarte, golfa?

Fue tal su espanto que escondió la cabeza debajo de las sábanas, pues, todas las mañanas, en otro tiempo, apenas había abierto los ojos, su difunto marido le gritaba al oído estas tres palabras que ella se conocía a la perfección.

Temblando, ovillada, con la espalda ofrecida a la paliza que ya esperaba, murmuraba, el rostro escondido en la cama:

—¡Santo Dios, ahí está! ¡Santo Dios, ahí está! ¡Ha vuelto, santo Dios!

Pasaban los minutos; ningún ruido turbaba ya el silencio de la habitación. Entonces, estremeciéndose, asomó la cabeza fuera de la cama, segura de que estaba allí, acechando, dispuesto a darle una azotaina.

Ella no vio nada, nada más que un rayo de sol que se filtraba por la ventana y pensó: «Está escondido, seguro».

Esperó largo rato, luego, algo tranquilizada, pensó: «Hay que creer que lo he soñado, pues no aparece».

Volvió a cerrar los ojos, más calmada, cuando estalló, muy cerca, la voz furiosa, la voz tonante del ahogado que vociferaba:

—¡Rediós, rediós, rediós, pero quieres levantarte, c…!

Ella saltó de la cama, levantada por la obediencia, por su pasiva obediencia de mujer molida a golpes, que se acuerda aún de ellos después de cuatro años y que se acordará siempre y que siempre obedecerá a esa voz. Y dijo:

—Aquí me tienes, Patin. ¿Qué quieres?

Pero Patin no respondió.

Entonces, enloquecida, miró a su alrededor, luego buscó por todas partes, dentro de los armarios, en la chimenea, debajo de la cama, sin encontrar a nadie, y por último se derrumbó sobre una silla, loca de angustia, convencida de que era el alma de Patin la que estaba allí, a su lado y que había vuelto para torturarla.

De pronto, le vino a la mente el desván, al que se podía acceder exteriormente por una escalera. Seguro que se había escondido allí para sorprenderla. Los salvajes debían de haberle tenido prisionero en alguna parte de la costa y él, que no había conseguido escapar hasta entonces, había vuelto ahora más malo que nunca. No cabía duda con sólo oír el timbre de su voz.

Con la cabeza levantada hacia el techo preguntó:

—¿Estás ahí, Patin?

Patin no respondió.

Entonces salió, sacudida por un terrible miedo, subió la escalera, abrió el ventanillo, miró, no vio nada, entró, buscó y no le encontró.

Sentada sobre un haz de paja, rompió a llorar y mientras sollozaba, embargada de un terror lacerante y sobrenatural, oyó, en su habitación, justo debajo de donde estaba, a Patin que estaba contando algo. Ahora parecía menos rabioso, más tranquilo, decía:

—¡Qué tiempo de perros! ¡Fuerte viento! ¡Un tiempo de perros! ¡No he comido nada, rediós!

Ella gritó desde el desván:

—Ya voy, ya voy, Patin. Ahora te preparo las sopas, no te enojes.

Volvió a bajar a toda prisa.

Pero abajo no había nadie.

Se sintió desfallecer como si la Muerte la tocara, y estaba a punto de escapar para pedir socorro a los vecinos, cuando la voz, muy cerca de su oído, exclamó:

—¡No he desayunado, rediós!

Y el papagayo, en su jaula, la miraba con su mirada de ojos redondos, burlones y malvados.

También ella lo miró, enloquecida, murmurando:

—¡Ah, eres tú!

Y el papagayo prosiguió, meneando la cabeza:

—¡Espera, espera, espera, ya te enseñaré yo a holgazanear!

¿Qué pasó dentro de ella? Sintió, comprendió que era precisamente él, el muerto, que había vuelto, que se había escondido dentro del plumaje de aquella bestia para empezar a atormentarla de nuevo, que iba a jurar, como en otro tiempo, todo el santo día, y a atacarla, a gritarle insultos para que los oyeran los vecinos y hacerles reír. Entonces se precipitó, abrió la jaula, cogió al pájaro que se defendía, arrancándole la piel con el pico y las zarpas. Pero ella lo sujetaba fuerte con ambas manos y, echándose al suelo, rodó por encima de él con un frenesí de posesa, lo aplastó, hizo de él un pingajo de carne, una cosita blanda, verde, que ya no se movía, que ya no hablaba y que colgaba; luego, tras haberlo envuelto con un trapo de cocina como si fuera un lienzo, salió, en camisa, descalza como iba, atravesó el muelle, que el mar azotaba con cortas olas y, sacudiendo el hato, dejó caer en el agua aquella cosita muerta que parecía un manojo de hierba; luego volvió a su casa, se postró de rodillas delante de la jaula vacía, y, trastornada por lo que había hecho, pidió perdón a Dios, sollozando, como si acabara de cometer un horrible crimen.

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