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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (24 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Le alcancé mientras estaba yendo a misa (era domingo) y le di un escudo mientras lo escrutaba ansiosamente. Se echó a reír de nuevo de modo horrible, cogió el dinero, y luego, nuevamente confundido por mi mirada, se largó tras haber farfullado un sonido casi inarticulado, que sin duda quería decir «gracias».

La jornada transcurrió para mí entre las mismas angustias de la anterior. Hacia el atardecer hice venir al posadero y, con muchas precauciones, habilidad y sutilezas, le dije que me interesaba por aquel pobre abandonado por todos y privado de todo, y que deseaba hacer algo por él.

Pero el hombre replicó: «¡Oh!, ni pensarlo, caballero, no vale la pena, sólo se buscará disgustos. Yo le hago limpiar el establo, es cuanto es capaz de hacer. Por eso le doy de comer y duerme con los caballos. No sirve para nada más. Si tiene unos pantalones viejos, déselos, pero dentro de ocho días estarán hechos jirones».

No insistí, reservándome el tomar una decisión más tarde.

Aquella noche el miserable volvió a casa espantosamente borracho, a punto estuvo de prender fuego a la casa, la emprendió a golpes de pico con un caballo y, por último, se durmió en el barro bajo la lluvia, gracias a mi largueza.

Al día siguiente me rogaron que no le diera más dinero. El aguardiente le hacía enfurecerse, y apenas tenía cuatro cuartos en el bolsillo se los gastaba en bebida. El posadero agregó: «Darle dinero significa querer su muerte». Aquel hombre no había tenido nunca nada, salvo algún céntimo que le lanzaban los viajeros, y no conocía otro destino para aquel vil metal que la taberna.

Comencé a pasar horas y horas en mi cuarto, con un libro abierto que fingía leer cuando no hacía otra cosa que mirar a aquel bruto, ¡hijo mío!, ¡hijo mío!, tratando de descubrir si tenía algo de mí. A fuerza de buscar, me pareció reconocer unas líneas semejantes en la frente y en la raíz de la nariz, y no tardé en convencerme de que existía un parecido disimulado por la vestimenta distinta y por la horrenda pelambrera de aquel hombre.

Pero no podía quedarme por más tiempo sin despertar sospechas, y partí, con el corazón destrozado, tras haber dejado al posadero algún dinero para dulcificar la vida de su mozo.

Ahora bien, desde hace seis años, vivo con este pensamiento, esta horrible incertidumbre, esta duda abominable. Y, todos los años, una fuerza invencible me lleva a Pont-Labbé. Cada año me condeno al suplicio de ver a aquel bruto chapotear en su estercolero, imaginarme que guarda un parecido conmigo, tratando, siempre en vano, de hacer algo por él. Y cada año vuelvo aquí, más indeciso, más atormentado, más ansioso.

He tratado de darle instrucción. Es un idiota irremediable.

He tratado de hacerle menos penosa la vida. Es un borracho empedernido y se gasta en beber todo el dinero que recibe y sabe vender muy bien las ropas nuevas para procurarse aguardiente.

Ofreciendo siempre dinero, he tratado de apiadar a su amo para que le trate mejor. El posadero, que comenzaba a asombrarse, me respondió muy cuerdamente: «Todo cuanto haga por él sólo servirá para echarlo a perder. Hay que tenerlo como a un preso. Apenas dispone de tiempo libre o mejora algo su situación se vuelve peligroso. Si quiere usted hacer una buena obra, no faltan los expósitos, pero elija a uno que le corresponda».

¿Qué podía responderle?

Y si dejara traslucir una sombra siquiera de las dudas que me torturan, sin duda aquel cretino se volvería astuto para aprovecharse de mí, comprometerme, arruinarme, me llamaría «papá» como en el sueño que tuve.

Me digo que maté a la madre y eché a perder a ese ser atrofiado, larva de establo, brotado y crecido entre el estiércol, ese hombre que, criado como los demás, habría sido igual que los demás.

No se puede imaginar la sensación extraña, confusa e insoportable que experimento ante él pensando que eso salió de mí, que está unido a mí por ese vínculo íntimo que liga al hijo con el padre, que, gracias a las terribles leyes de la herencia, él es como yo en mil cosas, en la sangre y en la carne, que posee los mismos gérmenes de enfermedad, los mismos fermentos de pasión.

De continuo siento la necesidad implacable y dolorosa de verle; y el verle me hace sufrir horriblemente; y desde mi ventana, allí abajo, le observo durante horas y horas moverse y cargar el estiércol de los animales, repitiéndome: «Es mi hijo».

Y siento, a veces, unas ganas tremendas de abrazarlo. Nunca he tocado su sucia mano.

*

El académico calló. Su compañero, el político, murmuró:

—Sí, es cierto, deberíamos ocuparnos un poco más de los niños sin padre.

Una ráfaga de viento atravesó el gran árbol amarillo, sacudió sus racimos, envolviendo en una nube fina y olorosa a los dos viejos, que la respiraron a grandes bocanadas.

El senador agregó:

—De veras es bonito tener veinticinco años e incluso hacer hijos de ese modo.

CONFLICTOS DE RISA
*

Desde la ruidosa expulsión de los monjes, hemos entrado en la era de los conflictos entre la autoridad civil y la dominación eclesiástica. Ya en los asombrados departamentos asisten al duelo heroico del prefecto y del obispo; ya Francia entera se queda boquiabierta ante el combate singular de un ministro y de un cardenal.

Pero los conflictos entre los dos poderes que hasta ese momento se repartían el país adquieren un interés muy especial cuando se producen entre un simple alcalde y un humilde párroco, entre un fraile y un maestro. Asistimos entonces a pugnas en verdad hilarantes, con el debido respeto a la fe, que nada tiene que ver en ello.

Se citaba el otro día, en este periódico, un artículo de Henri Rochefort a propósito de la nueva ley contra las publicaciones inmorales, ley que pone nuevos rayos en las manos de todos los Pinard y los Bétolaud
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del futuro; y a este propósito el mordaz escritor recordaba que muchos monumentos se han visto mutilados por el exceso de celo de unos curas ferozmente honestos. A él dedico la siguiente historia, verídica de todo punto, pero ya antigua.

*

Un pueblecito normando tenía una iglesia antiquísima, declarada monumento histórico. Así pues, sólo el conservador de los antedichos monumentos podía autorizar cambios o arreglos.

No existe mucho respeto por los monumentos históricos cuando éstos son también monumentos religiosos. Por ejemplo, la iglesia románica de Étretat ha sido embellecida hoy con pinturas y vidrieras tales que hacen poner el grito en el cielo a todos los artistas, mientras que los repugnantes ornamentos de estilo jesuítico han estropeado para siempre gran cantidad de edificios notables.

La pequeña iglesia a la que me refiero tenía una portada esculpida, una de esas portadas en semicírculo en las que la fantasía libre de artistas ingenuos ha plasmado escenas bíblicas en su sencillez y desnudez primigenias.

En el centro, Adán, la figura principal, presentaba a Eva su homenaje. Nuestro primer padre se alzaba en vivas carnes, y Eva, sumisa como debe serlo toda esposa, recibía con abandono los favores de su señor.

De ellos salían, como un doble río, las generaciones humanas: los hombres, de Adán; las mujeres, de Eva.

El pueblecito tenía un párroco, muy buena persona, pero de un pudor que sangraba cada vez que tenía que pasar por delante de aquella representación demasiado natural. Primero sufrió en silencio, ulcerado en lo más profundo. Pero ¿qué podía hacer?

Una mañana, tras la misa, dos forasteros, dos viajeros, parados delante de la fachada de la iglesia, se echaron a reír al verle salir.

Uno de ellos le preguntó:

—¿Es su enseña, señor cura?

E indicaba a nuestros primeros padres, eternamente inmóviles en su libre actitud.

El sacerdote se fue a escape, humillado hasta las lágrimas, herido en su corazón, admitiendo para sí que realmente su iglesia mostraba en la fachada un emblema vergonzoso, como si fuera un lugar de mala nota.

Y se fue a ver al alcalde, que dirigía el Consejo de Fábrica. Éste era un librepensador.

Dejo a la imaginación del lector cuáles fueron los argumentos del sacerdote y las respuestas del ciudadano.

El reverendo, fuera de sí, suplicaba a la autoridad civil a fin de que permitiera, aunque sólo fuera un poco, disminuir a nuestro padre Adán, nada más que un poco, un simple retoque a la turca. Ello no estropearía nada, muy al contrario. El conservador de los monumentos históricos ni lo notaría. El alcalde se mostró inflexible y despidió al ministro de Dios tachándole de retrógrado.

Al domingo siguiente, la asombrada población reparó en que Adán llevaba pantalones; sí, unos pantalones de tela cuidadosamente adaptados con lacre. De aquel modo el monumento y el primer hombre estaban intactos y el pudor a salvo.

Pero el funcionario civil dio un brinco de furor y ordenó al guarda rural retirar los pantalones a nuestro antepasado. Lo que fue ejecutado en medio de la diversión de los parroquianos.

Pero llegó el momento en que hubo que dedicar una serie de sermones en honor a un santo curador, cuya efigie milagrosa estaba expuesta en el coro de la iglesia; y esta vez el párroco no podía soportar la idea de que todos los fieles que pudieran acudir de todos los puntos del departamento desfilaran en procesión por debajo de nuestro impúdico antepasado de piedra.

Se consumía de disgusto; imploraba que el cielo le iluminara. El cielo le iluminó, pero mal.

Una noche, un vecino que vivía en las inmediaciones de la iglesia fue despertado por unos extraños ruidos. Se puso a la escucha. Eran unos golpes violentos, resonantes. En las cercanías los perros aullaban. El hombre se levantó, cogió la escopeta y salió. Delante de la iglesia se movía un extraño grupo; y a los resplandores de un farol parecía tratarse de un intento de robo por escalo, o mejor dicho, por rotura, ya que los golpes indicaban que se trataba de echar abajo la puerta, sin duda para robar el cepillo de las limosnas y los objetos de adorno del altar.

Asustado, pero temeroso, el vecino corrió a casa del alcalde; éste mandó avisar a sus ayudantes, quienes se armaron y mandaron llamar a los bomberos. Los mozos de labranza se unieron a sus amos y la tropa, erizada de hoces, de horcas y de armas de fuego, avanzó prudentemente realizando un movimiento envolvente.

Los ladrones estaban aún allí. Indudablemente la puerta resistía. Con mil precauciones los defensores del orden avanzaron pegados a la iglesia; y de pronto el alcalde, que iba el último, gritó con voz furiosa:

—¡Adelante, apresadles!

Los bomberos se lanzaron a por ellos… y vieron, encima de dos sillas, al párroco y a su ama disminuyendo los atributos de Adán.

El ama, en enaguas, sostenía con ambas manos su farol, mientras el sacerdote golpeaba con todas sus fuerzas en la dura piedra, que cedió justo en ese momento.

—¡En nombre de la ley, queda usted detenido! —gritó el oficial del estado civil, y se llevó al reverendo desesperado y al ama hecha un mar de lágrimas, mientras el guarda rural recogía, como cuerpo del delito, el fragmento que acababa de perder el generador de la Humanidad, aparte del farol y del martillo.

Largas entrevistas tuvieron lugar entre el obispo y un conciliador prefecto para echar tierra sobre este grave asunto.

*

Otro conflicto.

Últimamente varios periódicos han publicado la carta indignada de un buen párroco al maestro de su pueblo, para intimar a éste a declarar si era o no cierto que se había referido a la Historia Sagrada como si fuera una pura patraña.

Los periódicos religiosos se han sentido ofendidos; los periódicos liberales han argumentado doctoralmente.

Ahora bien, la cuestión me parece delicada y difícil.

Según la nueva ley, parece que se ha prohibido a los maestros de primaria la enseñanza de la Historia Sagrada. ¿Quién deberá enseñarla? Nadie. Por tanto, los niños no la conocerán nunca.

Pero si el maestro es autorizado a contar las aventuras de ese compendio de maravillosas anécdotas llamado Antiguo Testamento, ¿puede pretenderse que él afirme como artículos de fe la creación del mundo en seis días, la detención del sol ordenada por Josué, la destrucción musical de las murallas de Jericó, el paseo de Jonás en el misterioso interior de la ballena, etcétera?

Cuando les enseñe a los futuros electores a no creer en las varillas de avellano de los brujos, ¿les contará el milagro a lo Vespasiano de Moisés, haciendo brotar el agua con un medio que, por lo que sostiene la Biblia, no parece en absoluto anormal? Si debe afirmar que la mujer de Lot fue convertida en estatua de sal, ¿cómo podrá impedírsele que proclame enérgicamente la completa autenticidad de las metamorfosis narradas por Ovidio? Si pone a la Historia Sagrada en el mismo plano que la mitología; si define a la primera como «la narración de las fábulas sagradas de la Iglesia cristiana» y a la segunda como «la narración de las fábulas sagradas del paganismo», ¿quién podrá censurárselo o reprochárselo?

Os aseguro que, en estos momentos, de una punta a la otra de Francia, están surgiendo conflictos indecibles.

¡Y cómo nos gustaría escuchar los argumentos que intercambian con sus partidarios y sus adversarios, por la noche, en el jardín de la escuela o bajo el cenador de la rectoría, estos irreconciliables rivales!

DE VIAJE
*

Sainte-Agnès, 6 de mayo

Mi querida amiga:

Me pidió que le escribiera a menudo para contarle sobre todo cosas que hubiera visto. Asimismo me pidió que hurgara entre mis recuerdos de viajes para encontrar en ellos esas breves historias, aprendidas de un campesino que conocí, de un posadero, de un desconocido que pasaba, que dejan en la memoria como un rastro indeleble de un lugar. Con un paisaje esbozado en unas pocas líneas y una breve historia narrada en unas pocas frases, créame que puede mostrarse el verdadero carácter de una región, volverla viva, visible, dramática.

Lo intentaré, de acuerdo con su deseo. Le mandaré, pues, de vez en cuando, cartas en las que no se hablará ni de mí ni de usted, sino sólo del horizonte y de los hombres que se mueven en él. Empiezo, pues.

*

La primavera es la época en que, en mi opinión, deberíamos beber y nutrirnos de paisaje. Es la estación de los estremecimientos, igual que el otoño es la estación de la reflexión. En primavera el campo excita la carne, en otoño penetra en el espíritu.

Este año he querido respirar la flor de azahar y he partido para el Sur, en la época en que todos vuelven de allí. He pasado por Mónaco, ciudad de peregrinos, rival de la Meca y de Jerusalén, sin dejar dinero en los bolsillos ajenos; y he subido a la alta montaña, bajo un techo de limoneros, de naranjos y de olivos.

¿Ha pasado alguna vez una noche, amiga mía, en un naranjal florido? El aire que allí se respira con delicia es la quintaesencia de los aromas. Esa fragancia intensa y suave, sabrosa como una golosina, parece confundirse con nosotros, nos impregna, nos embriaga, nos hace languidecer, nos provoca un amodorramiento soñoliento y soñador. Se diría un opio preparado por la mano de las hadas y no por la de los boticarios.

Es ésta la tierra de los barrancos. La dorsal de las montañas está por doquier quebrada y recortada y en todos esos repliegues sinuosos crecen verdaderos bosques de limoneros. De trecho en trecho, donde los escarpados valles se detienen en una especie de escalinata, los hombres han construido embalses que retienen el agua de las tormentas. Son grandes hoyos de paredes lisas, sin ningún asidero que se ofrezca a la mano de quien pueda caer allí.

Iba yo lentamente por uno de estos valles, mirando a través del follaje los frutos brillantes que colgaban todavía de las ramas. La angostura de la garganta hacía más penetrantes los intensos olores de las flores; y el aire, allí abajo, parecía adensarse. Me sentí cansado y busqué un lugar en el que sentarme. Gotas de agua resbalaban por la hierba y, pensando que me hallaba cerca de un manantial, subí un poco más para encontrarlo. En cambio, llegué al borde de uno de esos embalses amplios y profundos. Me senté a la turca, con las piernas cruzadas, y me quedé soñando despierto delante de aquel agujero que parecía lleno de tinta, de tan negra y estancada como estaba el agua. A lo lejos, a través de las ramas, descubría, como manchas, retazos de Mediterráneo, de un brillo cegador. Pero mi mirada volvía siempre al gran pozo oscuro, que no parecía habitado por ningún animal acuático, tan inmóvil era su superficie.

De pronto una voz hizo que me sobresaltara. Un anciano señor, que andaba buscando flores (ésa es la más rica región de Europa para los herbolarios), me estaba preguntando:

—¿Es usted pariente de esos pobres niños?

Le miré, estupefacto.

—¿Qué niños, señor?

Entonces pareció incómodo y agregó, inclinándose:

—Disculpe usted. Al verle tan absorto delante del embalse, he creído que pensaba usted en el drama espantoso que aquí ocurrió.

Esta vez fui yo quien quiso saber y le rogué que me contara la historia.

Se trata de una historia muy sombría y desgarradora, mi querida amiga, al tiempo que bastante trivial. Un simple suceso de gacetilla. No sé si hay que atribuir mi conmoción al modo dramático en que me fue contada, al escenario de las montañas, al contraste entre la alegría del sol y de las flores con el agujero negro y mortífero, pero el hecho es que me quedé con el corazón en un puño y los nervios a flor de piel por ese relato que tal vez a usted no le parezca tan doloroso cuando lo lea en su habitación, sin tener ante los ojos el paisaje del drama.

Fue en la primavera de uno de estos últimos años. Dos niños iban a menudo a jugar al borde de esta alberca, mientras su preceptor leía un libro, tumbado bajo un árbol. En una cálida tarde un grito vibrante despertó al hombre que dormitaba, y el ruido de una caída dentro del agua le hizo ponerse de repente en pie. El más pequeño de los niños, de once años, daba alaridos, de pie cerca del depósito de agua que se estremecía, se ondulaba, tragándose al mayor, que se había caído mientras corría a lo largo de la cornisa de piedra.

Fuera de sí, sin esperar ni pensárselo, el preceptor se zambulló en la sima, y no volvió a aparecer porque se había golpeado con la cabeza en el fondo.

En el mismo instante, el muchacho, vuelto a flor de agua, agitaba los brazos hacia el hermano. Éste se extendió en el suelo, se estiró, y enseguida las cuatro manos se asieron, se apretaron, contraídas, enlazadas.

Ambos sintieron la honda alegría de la vida salvada, el escalofrío del peligro pasado. Y el mayor trató de subir, pero sin conseguirlo; la pared era recta; y su hermano, demasiado débil, resbalaba poquito a poco hacia el agujero. Permanecieron inmóviles, dominados nuevamente por el espanto. Y esperaron.

El más pequeño apretaba con todas sus fuerzas las manos del mayor y lloraba nerviosamente mientras repetía: «No puedo sacarte, no puedo sacarte». Y de repente se puso a gritar: «¡Socorro! ¡Auxilio!».

Pero su voz aguda apenas si lograba traspasar la bóveda de follaje de encima de sus cabezas.

Así permanecieron largo rato, horas y horas, cara a cara, esos dos chiquillos, con el mismo pensamiento, la misma angustia y el espantoso temor a que uno de los dos, agotado, aflojara la débil presión de sus manos. Y pedían ayuda, siempre en vano.

Hasta que, finalmente, el mayor, que temblaba de frío, le dijo al menor: «No resisto más. Voy a soltarme. Adiós, hermanito». El otro, jadeante, repetía: «Todavía no, todavía no, espera».

Cayó la noche, la noche tranquila, con sus estrellas reflejadas en el agua.

El mayor, extenuado, dijo: «Déjame libre una mano, voy a darte mi reloj».

Se lo habían regalado unos días antes; y desde entonces era su mayor preocupación. Consiguió cogerlo, se lo alargó al pequeño, que, sollozando, lo dejó a su lado en la hierba.

Era noche cerrada. Las dos pobres criaturas postradas no aguantaban sino a duras penas. El mayor, finalmente, sintiéndose perdido, susurró aún: «Adiós, hermanito, dales un beso a mamá y a papá».

Y sus dedos paralizados se abrieron. Se zambulló y no volvió ya a aparecer.

El pequeño, tras quedarse solo, empezó a llamarlo como loco: «¡Paul! ¡Paul!», pero el otro no volvía. Entonces se fue corriendo por la montaña, tropezando con las piedras, trastornado por el dolor más atroz que pueda oprimir el corazón de un niño, y llegó, que parecía un muerto, al salón donde esperaban sus padres.

Y de nuevo se perdió al llevarles al oscuro depósito. No encontraba ya el camino. Finalmente, reconoció el lugar. «Sí, es allí, es allí».

Pero fue preciso vaciar aquella alberca; y el propietario no quería permitirlo, pues necesitaba el agua para sus limoneros.

Los dos cuerpos no fueron encontrados hasta el día siguiente.

*

Como puede ver, mi querida amiga, es un simple caso de crónica de sucesos. Pero si hubiera visto usted ese pozo, se habría quedado, como yo, con el corazón encogido pensando en la agonía de aquel muchacho colgado de las manos de su hermano, en la lucha interminable de esos dos chiquillos acostumbrados sólo a reír y a jugar, y en ese simple detalle, el reloj dado a su hermano.

Me decía entre mí: «¡Que el Azar me preserve de recibir nunca semejante reliquia!». No conozco nada más espantoso que el recuerdo ligado a un objeto familiar del que no podemos ya desprendernos. Piense que cada vez que toque ese sagrado objeto, el superviviente volverá a ver la horrible escena, el depósito, el muro, el agua calmada y el rostro descompuesto de su hermano, vivo y tan perdido como si estuviera ya muerto. Durante toda su vida, a cada hora, retornará esa visión, despertada de nuevo apenas la punta del dedo roce el bolsillo de su chaleco.

Me quedé triste hasta la noche. Dejé, subiendo en todo momento, la región de los naranjales por la región de los olivos, y la de los olivos por la región de los pinos, luego pasé por un valle pedregoso, llegando a continuación a las ruinas de un antiguo castillo, levantado, se afirma, en el siglo
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, por un caudillo sarraceno, hombre prudente, que se hizo bautizar por amor a una muchacha.

Por todas partes, en torno a mí, montañas, y delante el mar, el mar con una mancha casi indistinta: Córcega, o mejor la sombra de Córcega.

Pero en las cimas ensangrentadas por el sol poniente, en el vasto cielo y en el vasto mar, en todo aquel horizonte soberbio que había ido a contemplar, no veía más que a dos pobres niños, uno tumbado al borde de un pozo lleno de agua negra, el otro sumergido hasta el cuello, atados por las manos, llorando cara a cara, trastornados. Y me parecía oír continuamente una vocecilla agotada que repetía: «Adiós, hermanito, te doy mi reloj».

Esta carta le parecerá, mi querida amiga, muy lúgubre. Otro día trataré de ser más alegre.

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