El camino subía suavemente en medio del bosque de Aitona. Los altísimos abetos desplegaban sobre nuestras cabezas una bóveda quejumbrosa, dejaban oír una especie de lamento continuo y triste, mientras a derecha e izquierda sus troncos delgados y rectos formaban como un ejército de tubos de órgano del que parecía salir esa música monótona del viento en las cumbres.
Al cabo de tres horas de marcha, la profusión de estos largos fustes intrincados se aclaró; de trecho en trecho, un gigantesco pino rodeno, aislado entre los demás, abierto como un enorme paraguas, extendía su copa de un verde oscuro; y de pronto llegamos al lindero del bosque, unos cien metros por debajo del desfiladero que lleva al valle salvaje del Niolo.
En las dos esbeltas cimas que dominan este paso, algunos viejos árboles retorcidos se diría que hubiesen escalado penosamente, como exploradores que preceden a la multitud apiñada detrás. Dándonos la vuelta, descubrimos todo el bosque, extendido debajo de nosotros, semejante a una inmensa hondonada de verdor cuyos bordes, formados por rocas desnudas que lo encerraban por todos lados, parecían tocar el cielo.
Reanudamos el camino, y al cabo de diez minutos llegamos al desfiladero.
Entonces vi unas tierras sorprendentes. Más allá de otro bosque, un valle, pero un valle como no había visto nunca otro igual, una soledad de piedra de unas diez leguas de extensión, encajonada entre montañas de dos mil metros de altura, sin un campo ni un árbol a la vista. Es el Niolo, la patria de la libertad corsa, la inaccesible ciudadela de la que los invasores nunca han conseguido expulsar a los montañeses.
Mi compañero me dijo:
—Es también aquí donde se han refugiado todos nuestros bandidos.
Pronto estuvimos en el fondo de aquel hoyo salvaje y de indecible belleza.
Ni una hierba ni una planta: granito, nada más que granito. Delante de nosotros, hasta donde se perdía la vista, un desierto de granito destellante, calentado como un horno por un sol de justicia que parece suspendido a propósito por encima de aquella garganta de piedra. Cuando uno alza los ojos hacia las crestas se detiene deslumbrado y asombrado. Parecen rojas y dentelladas como encajes de coral, pues todas las cimas son de pórfido; y el cielo encima de ellas parece violeta, lila, descolorido por la cercanía de esas extrañas montañas. Más abajo el granito es de un gris centelleante y bajo los pies parece raspado, triturado; caminamos sobre un polvo reluciente. A la derecha, en un largo surco tortuoso, brama y corre un tumultuoso torrente. Y uno se tambalea bajo este calor, en esta luz, en este valle ardiente, árido, impracticable, cortado por ese barranco de agua turbulenta que parece tener prisa por huir, al no conseguir fecundar las rocas, perdida en ese horno que la bebe ávidamente sin ser nunca penetrado y refrescado por ella.
Pero de repente aparece a nuestra derecha una pequeña cruz de madera hincada en un montoncito de piedras. Un hombre había sido asesinado allí; le dije a mi compañero:
—Hábleme, pues, de los bandidos de este lugar.
Él contestó:
—Conocí al más célebre de ellos, al terrible Santa Lucia, voy a contarle su historia.
*
Su padre había caído en una reyerta, a manos de un joven de su mismo pueblo, por lo que se decía; y Santa Lucia se había quedado solo con su hermana. Era un muchacho débil y tímido, menudo, siempre achacoso, sin energía alguna. Y no declaró la
vendetta
al asesino de su padre. Todos los parientes fueron a verle, suplicándole que se vengara; pero él hizo oídos sordos a sus amenazas y súplicas.
Entonces, siguiendo la vieja costumbre corsa, su hermana, indignada, le despojó de sus ropas negras, a fin de que no llevara luto por un muerto que había quedado sin venganza. Él se mostró insensible incluso a este ultraje, y, antes que descolgar de la pared la escopeta de su padre, aún cargada, se encerró, no salió más de casa, sin atreverse a desafiar las miradas de desprecio de los jóvenes del lugar.
Pasaron algunos meses. Parecía que se hubiera olvidado hasta del crimen y seguía conviviendo con su hermana, metido en casa.
Un buen día, el que se sospechaba era el asesino, se casó. Santa Lucia no pareció inmutarse por la noticia; y he aquí que, con el fin sin duda de desafiarlo, el novio, al ir a la iglesia, pasó por delante de la casa de los dos huérfanos.
Hermano y hermana estaban en la ventana comiendo unas pastas cuando el joven vio desfilar al cortejo nupcial por delante de su casa. De pronto se puso a temblar, se levantó sin decir una palabra, se santiguó, cogió la escopeta colgada en la chimenea y salió.
Cuando más tarde contaba el hecho, decía: «No sé qué me dio: como una llamarada de calor en la sangre. Sentí que era preciso hacerlo; que, a pesar de los pesares, no habría sido capaz de resistirme; y entonces fui a esconder la escopeta en un matorral del camino de Corte».
Volvió al cabo de una hora, con las manos vacías, con el aire de siempre, triste y cansado. Su hermana creyó que ya no pensaba en ello.
En cambio, al caer la noche desapareció.
Aquella misma tarde su enemigo, junto con sus dos pajes de honor, tenía que ir a pie a Corte.
Caminaban cantando, cuando Santa Lucia se plantó delante de ellos y, mirando fijamente al asesino, gritó: «¡Ha llegado tu hora!», y le disparó a quemarropa, hundiéndole el pecho.
Uno de los pajes escapó, el otro miraba al joven repitiendo: «Pero ¿qué has hecho, Santa Lucia?».
Luego quiso correr hasta Corte a pedir ayuda. Pero Santa Lucia le gritó: «Si das un paso más, te destrozo una pierna». El otro, sabiendo que hasta entonces había sido tímido, le dijo: «No tienes valor…», e hizo ademán de moverse. Cayó enseguida con un muslo destrozado por una bala.
Santa Lucia se le acercó y dijo: «Ahora examinaré tu herida; si no es grave, te dejaré aquí; si es mortal, te remataré».
Observó la herida, consideró que era mortal, volvió a cargar lentamente la escopeta, exhortó al herido a rezar y acto seguido le voló los sesos.
Al día siguiente estaba en las montañas.
¿Sabe qué hizo luego este Santa Lucia?
Toda su familia fue detenida por los gendarmes. Su tío párroco, sospechoso de haberle incitado a la venganza, también fue encarcelado y acusado por los parientes del muerto. Pero consiguió escapar, cogió a su vez una escopeta y se reunió con su sobrino en el monte.
Entonces Santa Lucia mató uno tras otro a los acusadores de su tío, sacándoles los ojos a fin de que los demás aprendieran a no testificar nunca acerca de lo que no habían visto con sus propios ojos.
Mató a todos los parientes, a todos los aliados de la familia enemiga. En su vida dio muerte a catorce gendarmes, incendió las casas de sus adversarios y hasta su muerte fue el bandido más terrible que se recuerda.
*
El sol desaparecía tras el monte Cinto y la gran sombra de la montaña de granito se recostaba sobre el granítico valle. Apretamos el paso para llegar antes del anochecer a la aldea de Albertacce, especie de cúmulo de piedras pegadas al pétreo flanco de la garganta salvaje. Dije, pensando en el bandido:
—¡Qué terrible costumbre esta de vuestra
vendetta
!
Mi compañero respondió con resignación:
—¿Qué quiere? ¡Hay que cumplir con el propio deber!
Había muerto sin agonía, tranquilamente, como una mujer de vida intachable; y descansaba ahora en su lecho, boca arriba, con los ojos cerrados, las facciones serenas, los largos cabellos blancos cuidadosamente peinados, como si se hubiera arreglado el pelo diez minutos antes de morir, el rostro pálido de difunta tan recogido, tan relajado, tan resignado, que se notaba perfectamente qué alma bondadosa había habitado ese cuerpo, qué vida sin perturbaciones había llevado aquella abuela serena, qué final sin agitaciones ni remordimientos había tenido aquella discreta mujer.
De rodillas, junto al lecho, su hijo, un magistrado de principios inflexibles, y su hija, Marguerite, en religión sor Eulalia, lloraban a lágrima viva. Desde la infancia ella los había armado de una moral muy rígida, enseñándoles una religión sin flaquezas, el deber sin componendas. Él, el varón, se había hecho juez y, esgrimiendo la ley, castigaba sin piedad a los débiles, a los vacilantes; ella, la hembra, totalmente imbuida de la virtud que había mamado en esa familia de austeras costumbres, se había casado con Dios, por rechazo hacia los hombres.
Apenas si habían conocido a su padre; sólo sabían que había hecho desgraciada a su madre, sin entrar en detalles.
La religiosa besaba como loca la mano colgante de la difunta, una mano de marfil parecida al gran crucifijo que yacía sobre el lecho. Del otro lado del cuerpo extendido, la otra mano parecía seguir sujetando el paño arrugado por ese gesto errático conocido como el pliegue de los moribundos; y en la sábana habían quedado unas pequeñas ondas de tela, como un recuerdo de esos últimos movimientos que preceden a la eterna inmovilidad.
Unos ligeros golpes en la puerta hicieron alzarse las dos cabezas sollozantes; y entró de nuevo el cura, que acababa de cenar. Estaba colorado, sin aliento, porque había empezado la digestión; había puesto bastante coñac en el café, para luchar contra la fatiga de las últimas noches pasadas y de la noche en vela que comenzaba.
Parecía triste, con esa fingida tristeza del eclesiástico para el que la muerte es un medio de ganarse el pan. Hizo la señal de la cruz, y, acercándose con gesto profesional, dijo:
—Hijos míos, vengo a ayudarles a pasar estas tristes horas.
Pero, de repente, sor Eulalia se levantó:
—Gracias, padre, pero mi hermano y yo desearíamos estar a solas con ella. Son los últimos momentos que pasaremos en su compañía, y quisiéramos estar los tres como en otro tiempo, cuando…, cuando éramos pequeños y nuestra po…, pobre mamá…
No consiguió terminar, tantas eran las lágrimas que derramaba, tanto el dolor que la oprimía.
Tranquilizado, el cura inclinó la cabeza, pensando ya en su cama.
—Como quieran, hijos.
Se arrodilló, se santiguó, oró, se volvió a levantar y salió despacito, murmurando:
—Era una santa.
Se quedaron solos, la muerta con sus hijos. Un reloj de pared oculto lanzaba en la oscuridad su tictac regular; y por la ventana abierta entraban los suaves olores del heno y del bosque, junto con una languideciente claridad de luna. Ningún ruido en los campos, salvo el croar lejano de los sapos y a veces un zumbido de insecto nocturno que entraba como una bala, chocando contra una pared. Una paz infinita, una divina melancolía, una silenciosa serenidad rodeaban a aquella muerta, parecían emanar de ella, difundirse en derredor, aplacar a la naturaleza misma.
Entonces el magistrado, que seguía estando de rodillas, con la cabeza hundida entre la ropa de la cama, gritó con una voz lejana, desgarradora, a través de las sábanas y las mantas:
—¡Mamá, mamá, mamá!
Y la hermana, tras dejarse caer sobre el entarimado, golpeando contra la madera su frente de fanática, convulsa, retorcida y vibrante, como en un ataque epiléptico, gimoteó:
—¡Jesús mío, Jesús mío, mamá, Jesús mío!
Y sacudidos ambos por un huracán de dolor, jadeaban, emitían estertores de agonizante.
Luego, poco a poco, la crisis se aplacó y reanudaron los lloros de modo más tranquilo, como los momentos de bonanza siguen a las borrascas en el mar agitado.
Al cabo de un buen rato, se levantaron y se pusieron a contemplar el querido cadáver. Y los recuerdos, aquellos recuerdos lejanos, ayer tan gratos, hoy tan atormentadores, asaltaban sus mentes con todos esos pequeños detalles, íntimos y familiares, que hacen revivir al ser desaparecido. Recordaban hechos, palabras, sonrisas, entonaciones de voz de aquella que nunca más hablaría con ellos. La volvían a ver feliz y tranquila, recordaban las frases que les decía, y un pequeño movimiento de la mano que hacía a veces, como para llevar el compás, cuando anunciaba cosas importantes.
La querían como nunca la habían querido. Y calibrando la magnitud de su desesperación, tomaban conciencia de cuánto la habían querido y lo solos que ahora se encontrarían.
Desaparecía su sostén, su guía, su entera juventud, toda la parte feliz de su vida, se ponía fin a su vínculo con la vida, la madre, la mamá, la carne engendradora, los lazos con los mayores. Pasaban a ser unos solitarios, aislados, no podían mirar ya tras de sí.
La monja le dijo a su hermano:
—¿Te acuerdas de que mamá releía siempre sus viejas cartas? Están todas ahí, en su cajón. ¿Y si también nosotros las leyésemos, si reviviésemos esta noche toda su vida, a su lado? Será como un vía crucis, una manera de conocer a la madre de mamá, a nuestros desconocidos abuelos, cuyas cartas tenemos y de los que tan a menudo nos hablaba, ¿recuerdas?
Cogieron del cajón una decena de pequeños fajos de cartas amarillentas, cuidadosamente atados y puestos unos sobre otros. Echaron sobre la cama esas reliquias y, eligiendo uno en el que había escrito la palabra «padre», lo abrieron y leyeron.
Eran esas viejísimas epístolas que se encuentran en los viejos secreteres de familia, epístolas que conservan el olor del pasado siglo. La primera decía: «Querida mía»; otra: «Mi niña hermosa»; luego otras: «Mi querida niña», y «Mi querida hija». De repente, la hermana comenzó a leer en voz alta, a releer a la muerta su historia, todos sus afectuosos recuerdos. Y el magistrado, con un codo apoyado en la cama y los ojos clavados en la madre, escuchaba. El cadáver inmóvil parecía feliz.
Sor Eulalia se detuvo de repente y dijo:
—Deberíamos meterlas en la tumba, hacer con ellas como un lienzo y enterrarla dentro de él.
Cogió otro paquetito en el que no había escrita palabra indicadora alguna. Comenzó, en voz alta:
—«Adorada mía: Te amo con locura. Desde ayer sufro como un condenado encendido por tu recuerdo. Siento tus labios contra los míos, tus ojos clavados en los míos, tu carne contra mi carne. ¡Te amo, te amo! Me has hecho enloquecer. Mis brazos se abren, jadeo con esfuerzo presa de un inmenso deseo de poseerte de nuevo. Todo mi cuerpo te llama, te quiere. He conservado en mi boca el sabor de tus besos…»
El magistrado se había incorporado; la religiosa se interrumpió; él le arrebató la carta de la mano, buscó la firma. No la había, sólo debajo de estas palabras: «El que te adora», el nombre: «Henry». Su padre se llamaba René. No era, pues, él. Entonces el hijo rebuscó con mano rápida en el paquetito de cartas, cogió otra y leyó: «Y no puedo vivir sin tus caricias…». Y de pie, severo como en su tribunal, miró a la muerta impasible. La religiosa, derecha como una estatua, con un resto de lágrimas en las comisuras de los ojos, mirando a su hermano, aguardaba. Entonces él cruzó la habitación a paso lento, ganó la ventana y, con la mirada perdida en la noche, se quedó pensativo.
Cuando se volvió, sor Eulalia, con los ojos ya secos, seguía de pie, cerca de la cama, con la cabeza gacha.
Se acercó, recogió las cartas con gesto rápido, tirándolas desordenadamente dentro del cajón; luego cerró las cortinas del lecho.
Y cuando la luz del día hizo palidecer las candelas que velaban sobre la mesa, el hijo lentamente dejó su sillón y, sin volver a mirar por última vez a su madre, que, condenada, había excluido de sus vidas, dijo parsimoniosamente:
—Ahora, vámonos, hermana.