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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (5 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Se calló. Ese pudor patriótico de pelandusca que negaba sus favores carnales cerca del enemigo debió de despertarle en el corazón la vacilante dignidad, porque, limitándose a darle un beso, volvió de puntillas a su habitación.

Loiseau, bastante excitado, dejó la cerradura, dio unos pasos de baile por la habitación, se puso el gorro de dormir, levantó la sábana debajo de la cual yacía la dura carcasa de su compañera y la despertó con un beso, susurrando:

—¿Me quieres, tesoro?

Entonces toda la casa quedó en silencio. Pero he aquí que, en alguna parte, en una dirección indeterminada que podía ser tanto el sótano como el desván, no tardó en alzarse un ronquido poderoso, uniforme, regular, un ruido sordo y prolongado, con borbotones de caldera a presión. El señor Follenvie dormía.

Como habían decidido partir a las ocho del día siguiente, se encontraron todos en la cocina; pero el coche, con la baca cubierta de nieve, se alzaba solitario en medio del patio, sin caballos ni cochero. Buscaron en vano a éste en la cuadra, en el almacén, en la cochera. Todos los hombres salieron, decididos a explorar el lugar. Se encontraron en la plaza, con la iglesia en el fondo y a ambos lados casas bajas donde se veían soldados prusianos. El primero que vieron estaba pelando patatas. El segundo, más lejos, fregaba la barbería. Otro, barbudo hasta los ojos, llevaba en brazos a un crío llorón y le acunaba sobre sus rodillas para tratar de apaciguarlo; y las gordas campesinas que tenían a sus maridos en el frente indicaban con gestos a los obedientes vencedores el trabajo que había que hacer: cortar leña, echar más caldo a las sopas, moler café; había uno que hasta lavaba la ropa de su anfitriona, una vieja desvalida.

El conde, asombrado, le preguntó al sacristán que salía en ese momento de la rectoría. El viejo chupacirios le respondió:

—Oh, ésos no son malos; no son prusianos, por lo que se dice. Son de más lejos, no sé de dónde. Todos han dejado a una mujer e hijos en su país; no les divierte hacer la guerra, créame. Y estoy seguro de que también a ellos se les añora en su país y que tanta miseria habrá para ellos como para nosotros. Aquí, por el momento, no somos tan desgraciados porque no hacen daño y trabajan como si estuvieran en su casa. Entre gente pobre, señor, hay que ayudarse… La guerra la hacen los peces gordos.

Cornudet, indignado por las cordiales relaciones establecidas entre vencedores y vencidos, se fue, prefiriendo encerrarse en el hotel. Loiseau dijo una frase ingeniosa: «Están repoblando el lugar». El señor Carré-Lamadon sólo una agudeza seria: «Lo arreglan». Pero seguían sin encontrar al cochero. Por fin lo descubrieron en el café del pueblo, fraternalmente sentado a la misma mesa con el ordenanza del oficial. El conde le interpeló:

—¿No tenía órdenes de enganchar los caballos para las ocho?

—Sí, pero luego recibí otra orden.

—¿Cuál?

—No engancharlos.

—¿Quién le ha dado esa orden?

—El comandante prusiano, por supuesto.

—¿Por qué?

—Yo no sé nada. Vaya a preguntárselo a él. Me prohíben enganchar y yo no engancho. Eso es todo.

—¿Se lo ha dicho él en persona?

—No, señor, el hotelero me lo ha pedido de su parte.

—¿Y cuándo ha sido eso?

—Ayer por la noche, cuando me iba a dormir.

Los tres hombres volvieron muy inquietos al hotel.

Preguntaron por el señor Follenvie, pero la camarera respondió que el amo, debido al asma, no se levantaba nunca antes de las diez. Tenía categóricamente prohibido que le despertasen antes, salvo en caso de incendio.

Trataron de ver al oficial, pero era absolutamente imposible, aunque residiera en el hotel. Solamente el señor Follenvie estaba autorizado a hablar con él, cuando se trataba de asuntos civiles. Entonces esperaron. Las mujeres subieron de nuevo a sus habitaciones, ocupándose de cosas fútiles.

Cornudet se instaló en la cocina debajo de la alta chimenea, donde ardía un gran fuego. Se hizo traer una de las mesitas del café, una jarra de cerveza y se sacó la pipa, que entre demócratas gozaba de una consideración casi como la suya, como si, sirviendo a Cornudet, sirviese a la patria también ella. Era una magnífica pipa de espuma admirablemente quemada, tan negra como los dientes de su propietario, pero olorosa, bien curvada, reluciente, que le era familiar a la mano y completaba su fisonomía. Se quedó inmóvil, fijando la mirada ya en las llamas, ya en la espuma que coronaba la jarra, y cada vez que bebía se pasaba con aire satisfecho los largos y delgados dedos por entre el cabello pringoso, mientras se olía los bigotes ribeteados de espuma.

Loiseau, con la excusa de desentumecer las piernas, se fue a vender su vino a los taberneros del lugar. El conde y el industrial se pusieron a charlar de política. Hacían previsiones sobre el futuro de Francia. Uno creía en los Orleans, el otro en un salvador desconocido, un héroe que se revelaría en el momento más desesperado: ¿quizá un Du Guesclin, una Juana de Arco? ¿U otro Napoleón I? ¡Ah, si el príncipe imperial no hubiera sido tan joven! Cornudet sonreía, al escucharles, como hombre que sabe lo que puede deparar el destino. El olor de su pipa llenaba la cocina.

Dieron las diez cuando apareció el señor Follenvie. Inmediatamente le preguntaron, pero él sólo pudo repetir dos o tres veces y sin variantes estas palabras: «El oficial me dijo: Señor Follenvie, mañana debe impedir que se enganche el coche de esos viajeros. No deben partir sin una orden mía. ¿Entendido? Esto es todo».

Entonces quisieron hablar con el oficial. El conde le hizo llegar su tarjeta de visita, en la que Carré-Lamadon añadió su nombre y todos sus títulos. El prusiano mandó responder que admitiría a estos dos hombres para hablar con él una vez que hubiera almorzado, es decir, hacia la una.

Reaparecieron las señoras y, no obstante la preocupación, todos comieron algo. Bola de Sebo parecía sentirse mal y estaba extraordinariamente alterada.

Estaban terminando de tomarse el café cuando el ordenanza fue a llamar a los señores.

Loiseau se unió a los dos primeros; trataron de llevar también a Cornudet, para dar más solemnidad a su gestión, pero él declaró orgullosamente que no quería tener relación alguna con los alemanes, y volvió junto a la chimenea, pidiendo otra jarra.

Los tres hombres subieron y se les hizo entrar en la más bonita habitación del hotel, donde el oficial los recibió arrellanado en un sillón, con los pies sobre el bordillo de la chimenea, fumando una larga pipa de porcelana y envuelto en un florido batín, sustraído sin duda en la casa abandonada de algún burgués de mal gusto. No se levantó, ni les saludó ni miró. Era un magnífico exponente de la grosería propia del militar victorioso.

Finalmente, al cabo de unos instantes, dijo:

—¿Qué quieguen ustedes?

El conde tomó la palabra:

—Deseamos partir, señor.

—No.

—¿Podría saber la causa de esta negativa?

—Pogque no quiego.

—Quisiera hacerle observar, con todos mis respetos, señor, que su general en jefe nos proporcionó una autorización de salida para llegar a Dieppe; y no creo que hayamos hecho nada para hacernos merecedores de su rigor.

—No quiego…, eso es todo… Fueden igse.

Los tres hicieron una reverencia y se retiraron.

La tarde fue desastrosa. No conseguían comprender el antojo de aquel alemán; y las suposiciones más estrambóticas turbaban sus mentes. Estaban todos en la cocina, discutiendo sin descanso, imaginando cosas inverosímiles. ¿Acaso querían retenerles como rehenes? Pero ¿con qué fin? ¿O bien hacerles prisioneros? ¿O más bien pedirles un gran rescate? Esta última posibilidad les aterró. Los más asustados eran los más ricos, que ya se veían obligados, para salvar su vida, a entregar sacos llenos de monedas de oro a ese insolente militar. Se devanaban los sesos para ingeniarse unos embustes aceptables, disimular sus riquezas, hacerse pasar por pobres, muy pobres. Loiseau se quitó la cadena del reloj y la escondió en el bolsillo. La llegada de la noche no hizo sino aumentar sus aprensiones. Se encendió la lámpara y, como faltaban dos horas para la cena, la señora Loiseau propuso jugar una partida a la treinta y una. Sería una distracción. Los otros aceptaron. Hasta Cornudet tomó parte en el juego, tras haber apagado la pipa por educación.

El conde barajó las cartas, las repartió. Bola de Sebo hizo enseguida treinta y una, y pronto el interés del juego aplacó los temores que asaltaban las mentes. Pero Cornudet se dio cuenta de que el matrimonio Loiseau estaba conchabado para trampear.

Al ir a sentarse a la mesa reapareció el señor Follenvie, que dijo, con su voz catarrosa:

—El oficial prusiano manda preguntar a la señorita Élisabeth Rousset si no ha cambiado aún de idea.

Bola de Sebo permaneció de pie, palidísima; luego, poniéndose roja como un tomate, tuvo un ataque tal de rabia que no conseguía siquiera articular palabra. Al final estalló:

—Dígale a ese crápula, a ese cerdo, a ese buitre carroñero de prusiano, que no querré en la vida; que le quede absolutamente claro, en la vida.

El gordo hotelero salió. Entonces rodearon todos a Bola de Sebo, preguntándole, invitándola a revelar el misterio de aquella visita. Primero ella trató de resistirse; luego, llevada por la exasperación, exclamó: «¿Qué quiere…? ¿Qué quiere? ¡Quiere acostarse conmigo!». La indignación fue tan viva que la expresión no escandalizó a nadie. Cornudet rompió la jarra, golpeándola con fuerza contra la mesa. Se alzó un vocerío de reprobación contra aquel innoble militarote, un viento de cólera, una unión de todos para resistir, como si a cada uno le hubiera sido pedida una parte del sacrificio que se pretendía de la muchacha. El conde declaró con asco que aquella gente se comportaba como los antiguos bárbaros. Las mujeres, especialmente, testimoniaron a Bola de Sebo una conmiseración enérgica y afectuosa. Las monjas, que sólo aparecían a la hora de las comidas, habían agachado la cabeza y no decían esta boca es mía.

Aplacado el primer furor, cenaron; pero hablaron poco, reflexionaban.

Las señoras se retiraron temprano; y los hombres, mientras fumaban, organizaron una partida de
écarté
, a la que fue invitado también el señor Follenvie para poder sondearle hábilmente sobre los medios que convenía emplear para vencer la resistencia del oficial. Pero él no pensaba más que en las cartas, no escuchaba ni respondía y repetía sin cesar: «Atentos al juego, señores, atentos al juego». Tan concentrado estaba que se olvidaba de lanzar gargajos; y ello provocaba que le saliese, a veces, un sonido de órgano del pecho. Sus silbantes pulmones recorrían toda la gama del asma, desde las notas graves y profundas hasta el agudo gorjeo de los jóvenes gallos intentando cantar.

Se negó incluso a subir cuando su mujer, que se caía de sueño, fue a buscarle. Se fue sola, porque ella era «diurna», siempre de pie con la luz, mientras que su hombre era «un ave nocturna», siempre dispuesto a pasar la noche con amigos. Él le gritó: «¡Déjame la yema batida delante del fuego!», y volvió a su partida. Cuando quedó claro que no había nada que sonsacarle, los otros dijeron que era hora de dejarlo y todo el mundo se fue a la cama.

También al día siguiente se levantaron bastante temprano, con una vaga esperanza, unas mayores ganas de irse, y el terror a tener que pasar otro día en aquel horrendo hotelito.

Ay, los caballos seguían en la caballeriza, y el cochero permanecía invisible. A fin de matar el tiempo en algo, se pusieron a dar vueltas en torno a la diligencia.

El desayuno fue muy triste; y se había producido una cierta frialdad respecto a Bola de Sebo, porque la noche, que es buena consejera, había cambiado un poco las opiniones. Casi estaban resentidos con ella, por no haber ido a escondidas a hacer una visita al prusiano para dar así una grata sorpresa a sus compañeros al despertar. ¡Habría sido tan simple! Y, por otra parte, ¿quién se hubiera enterado? Habría podido salvar las apariencias haciendo decir al oficial que lo hacía por compasión a la angustia de sus compañeros. ¡Para ella eso tenía tan poca importancia!

Pero nadie confesaba por el momento estos pensamientos.

Por la tarde, dado que se aburrían mortalmente, el conde propuso dar un paseo por los alrededores del pueblo. Se abrigaron bien y se fueron todos, excepto Cornudet, que prefería quedarse al amor del fuego, y las dos hermanas, que se pasaban todo el día en la iglesia o en la parroquia.

El frío, más intenso de día en día, atería cruelmente narices y orejas; y los pies dolían hasta el punto de que cada paso era un sufrimiento; apenas tuvieron los campos a la vista, éstos les parecieron tan espantosamente lúgubres que volvieron sobre sus pasos, con el alma helada y el corazón encogido.

Las cuatro mujeres caminaban delante, los tres hombres las seguían, a cierta distancia.

Loiseau, que se hacía cargo de la situación, preguntó de repente si «aquella pelandusca» les haría quedarse por mucho tiempo aún en semejante lugar. El conde, siempre cortés, dijo que no se podía pretender de una mujer tan penoso sacrificio, que éste debía ser espontáneo. El señor Carré-Lamadon observó que si los franceses, según lo que se decía, tenían intención de lanzar una contraofensiva desde Dieppe, el choque debía de producirse por fuerza en Tôtes. Esta posibilidad preocupó a los otros dos. «¿Y si tratásemos de escapar a pie?», preguntó Loiseau. El conde se encogió de hombros: «¿Con toda esta nieve? ¿Y con nuestras mujeres? Además, seríamos perseguidos enseguida, apresados al cabo de diez minutos y hechos prisioneros, a merced de los soldados». Era cierto. Callaron todos.

Las señoras hablaban de trapos; pero un cierto malestar parecía desunirlas.

De repente, en el fondo de la calle, apareció el oficial. Sobre la nieve que cerraba el horizonte se dibujaba su alta figura de avispa en uniforme que caminaba, con las rodillas abiertas, con el andar típico de los militares que se esfuerzan en no manchar sus botas cuidadosamente lustradas.

Al pasar por el lado de las señoras hizo una inclinación, y miró despectivamente a los hombres, que, por lo demás, mostraron la suficiente dignidad de no quitarse el sombrero, por más que Loiseau hubiera hecho un amago.

Bola de Sebo había enrojecido hasta las cejas; y las tres mujeres casadas sentían una gran humillación de ser vistas por ese militar en compañía de la muchacha tratada por él con tanta insolencia.

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