Comenzaron a hablar de él, de su aspecto, de su rostro. La señora Carré-Lamadon, que había conocido a muchos oficiales y podía juzgarlos competentemente, dijo que no estaba nada mal; incluso lamentaba que no fuera francés, porque sin duda habría sido un apuesto húsar, capaz de hacer perder la cabeza a todas las mujeres.
Tras haber vuelto al hotel, no supieron ya qué hacer. Incluso se cruzaron agrias palabras por naderías. La cena, silenciosa, duró poco y todos se fueron a la cama esperando dormir para matar el tiempo.
A la mañana siguiente bajaron con cara de cansancio y los ánimos exasperados. Las mujeres apenas si dirigían la palabra a Bola de Sebo.
Sonó una campana. Era por un bautismo. La gorda muchacha tenía un hijo que era criado por unos campesinos de Yvetot. No le veía más que una vez al año y no se acordaba nunca de él; pero pensar en aquel que iban a bautizar despertó en ella una repentina y violenta ternura por el suyo, y quiso asistir sin falta a la ceremonia.
Apenas hubo salido, los otros se miraron y acercaron sus sillas, pues sentían que era aquél el momento de tomar una decisión. Loiseau tuvo una inspiración: según él había que proponer al oficial que retuviera sólo a Bola de Sebo y dejara marcharse a los demás.
El señor Follenvie se encargó una vez más de cumplir el encargo, pero bajó casi enseguida. El alemán, que conocía la naturaleza humana, le había cerrado la puerta en las narices. Su intención era retener a todo el mundo mientras su deseo no se viera satisfecho.
Entonces estalló la naturaleza plebeya de la señora Loiseau:
—Me niego a que nos muramos de viejos aquí. Ya que el oficio de esta mujerzuela es ir con todos los hombres, me parece a mí que no tiene derecho a rechazar a uno o a otro. Se lo digo yo, ha pillado todo lo que ha encontrado en Ruán, ¡hasta cocheros!, ¡sí, señora, el cochero de la prefectura! Lo sé porque él nos compra el vino a nosotros. ¡Y hoy que debería sacarnos de este apuro se hace la estrecha, la mocosa esta! Yo creo que el oficial se comporta correctamente. Tal vez está en ayunas desde hace algún tiempo, y es a nosotras tres a las que hubiera preferido. En cambio no, se contenta con la que va con todo el mundo. Respeta a las mujeres casadas. Piénsenlo por un momento, es el amo. Le bastaría con decir: «Quiero», y podría hacernos suyas a la fuerza con sus soldados.
Las otras dos mujeres tuvieron un pequeño estremecimiento. Los ojos de la graciosa señora Carré-Lamadon brillaban, y estaba algo pálida, como si ya se sintiese poseída a la fuerza por el oficial.
Los hombres, que discutían aparte, se acercaron. Loiseau, furibundo, quería entregar a «aquella miserable» al enemigo, atada de pies y manos. Pero el conde, que descendía de tres generaciones de embajadores, y tenía aspecto físico de diplomático, era partidario de la astucia:
—Hay que convencerla —dijo.
Entonces se pusieron a conspirar.
Las mujeres hicieron un corrillo, bajaron el tono de voz y la conversación se generalizó porque todos querían dar su parecer. Por lo demás, fue algo bastante correcto. Las señoras sobre todo usaron delicados giros de frase, expresiones de admirable sutileza, para decir las cosas más escabrosas. Un extraño no habría comprendido nada, tantas eran las precauciones al hablar. Pero, como el ligero barniz de pudor que recubre a toda mujer de mundo es sólo superficial, disfrutaban con aquella aventura licenciosa, en lo más profundo de sí mismas se divertían locamente, se sentían en su elemento, procediendo en el amor con la sensualidad de un cocinero sibarita que prepara la comida a otro.
La alegría volvía por sí sola, tan divertida les parecía después de todo la historia. Al conde se le ocurrieron unas gracias un tanto subidas de tono, pero tan bien dichas que hacían sonreír. A su vez Loiseau soltó algunas bromas más gruesas, que no ofendieron a nadie; y la frase brutalmente expresada por su mujer era lo que todos pensaban: «Dado que el oficio de esta muchacha es el que es, ¿por qué hacer discriminaciones entre uno u otro?». La gentil señora Carré-Lamadon parecía pensar incluso que, en su lugar, rechazaría menos a éste que a otro.
Prepararon largamente el cerco, como para el sitio de una fortaleza. Se pusieron de acuerdo sobre el papel que desempeñaría cada uno, los argumentos en que se apoyaría, las maniobras que debería ejecutar. Establecieron el plan de ataque, las astucias que se debían emplear y las sorpresas del asalto, para obligar a aquella ciudadela viviente a recibir al enemigo en la plaza fuerte.
Cornudet, sin embargo, permanecía al margen, completamente ajeno al asunto.
Estaban tan profundamente pendientes que no oyeron volver a Bola de Sebo. Pero el conde dijo un ligero «chitón» y todos alzaron la vista. Allí estaba. Callaron de golpe y un cierto embarazo impidió de entrada que le dirigiesen la palabra. La condesa, más hecha que las otras a la hipocresía de los salones, le preguntó:
—¿Ha estado bien el bautismo?
La gorda muchacha, todavía emocionada, lo contó todo, habló de las caras y de las actitudes, y del aspecto mismo de la iglesia. Y añadió:
—A veces sienta tan bien rezar.
Hasta la hora del almuerzo, las señoras se limitaron a mostrarse amables con ella, para aumentar su confianza y su docilidad a sus consejos.
En cuanto estuvieron en la mesa, empezaron las primeras maniobras de aproximación. Al principio fueron vagos discursos sobre la abnegación. Se citaron antiguos ejemplos: Judit y Holofernes, luego, sin que viniera a cuento, Lucrecia y Sexto, Cleopatra, que hacía pasar por su lecho a todos los generales enemigos reduciéndolos a un servilismo de esclavos. Se expuso entonces una historia fantasiosa, alumbrada por la mente de esos millonarios ignorantes, en que las ciudadanas de Roma iban a Capua para adormecer a Aníbal entre sus brazos y, con él, a sus lugartenientes y a las falanges de los mercenarios. Se citó a todas las mujeres que han detenido el avance de los conquistadores, haciendo de su cuerpo un campo de batalla, un medio para dominar, un arma, que han vencido con sus heroicas caricias a seres repulsivos u odiados, sacrificando su castidad por venganza y abnegación.
Hablaron, con medias palabras, hasta de esa inglesa de gran alcurnia, que se había dejado inocular una horrible y contagiosa enfermedad para transmitírsela a Bonaparte, salvado de puro milagro, por una debilidad súbita, a la hora de la cita fatal.
Todo esto era contado de forma conveniente y moderada, pero a veces con un vibrante entusiasmo capaz de suscitar emulación.
En fin, se hubiera podido creer que la tarea de la mujer, en esta guerra, era un continuo sacrificio de sí misma, un perpetuo abandonarse a los caprichos de la soldadesca.
Las dos monjas, inmersas en profundos pensamientos, parecía que no oyesen nada. Bola de Sebo no abría la boca.
La dejaron reflexionar durante toda la tarde. Pero, en vez de llamarla «señora» como habían hecho hasta ese momento, la llamaban «señorita», y nadie sabía muy bien por qué, como si hubieran querido rebajarla un grado en la estima que había alcanzado, hacerle sentir la vergüenza de su situación.
En el momento en que se servía la sopa, reapareció el señor Follenvie, repitiendo la frase de la víspera:
—El oficial prusiano manda preguntar a la señorita Élisabeth Rousset si no ha cambiado aún de idea.
Bola de Sebo respondió a secas:
—No, señor.
Durante la cena la coalición se debilitó. Loiseau dejó escapar tres frases desafortunadas. Cada uno se estrujaba los sesos para encontrar nuevos ejemplos, sin dar con nada, cuando la condesa, tal vez inopinadamente, por la vaga necesidad de rendir homenaje a la religión, preguntó a la religiosa de más edad sobre los grandes hechos de la vida de los santos. Muchos de ellos habían llevado a cabo actos que a nuestros ojos se dirían delitos, pero la Iglesia absuelve sin dificultad tales fechorías, cuando se llevan a cabo para mayor gloria de Dios o por el bien del prójimo. Era un argumento poderoso y la condesa lo aprovechó. Así, ya fuese a causa de aquel tácito entendimiento o a esas veladas complacencias en que descuella cualquiera que lleve un hábito eclesiástico, ya simplemente debido a una feliz incomprensión o a una favorable estupidez, lo cierto es que la anciana monja prestó una grandísima ayuda a la conspiración. Creían que era tímida y se reveló atrevida, parlanchina, vehemente. No se sentía en absoluto cohibida por las vacilaciones de la casuística; su doctrina parecía una barra de hierro; su fe no vacilaba jamás; su conciencia carecía de escrúpulos. El sacrificio de Abraham le parecía algo natural, porque habría dado muerte inmediatamente a su padre y a su madre si la orden hubiera venido de arriba; según ella, nada podía desagradar al Señor cuando la intención era loable. La condesa, aprovechando la autoridad sagrada de su inesperada cómplice, le hizo hacer una especie de edificante paráfrasis de este axioma moral: «El fin justifica los medios».
Ella le preguntaba:
—Así que, hermana, ¿cree usted que Dios acepta todos los caminos y perdona cualquier acción, cuando el motivo es puro?
—¿Quién podría dudarlo, señora? Una acción reprobable en sí se vuelve a menudo meritoria por el pensamiento que la inspira.
Y continuaron así, poniendo en claro la voluntad de Dios, previendo sus decisiones, haciéndole interesarse en cosas que, a decir verdad, no le atañían en absoluto.
Todos estos discursos eran algo encubierto, hábil, discreto. Y, sin embargo, cada palabra de la santa mujer con toca hacía mella en la resistencia indignada de la cortesana. Luego la conversación se desvió un poco y la mujer del rosario habló de las casas de su Orden, de su superiora, de sí misma y de su graciosa acompañante, la querida sor San Nicéfora. Las habían llamado a Le Havre para atender en los hospitales a cientos de soldados afectados de viruelas. Describió a esos pobres miserables, explicó su enfermedad. Así, mientras estaban paradas en el camino a causa de un capricho de aquel prusiano, podían morir muchísimos franceses que tal vez ellas hubieran podido salvar. Su especialidad era precisamente cuidar soldados: había estado en Crimea, en Italia, en Austria, y al contar sus campañas se reveló de repente como una de esas religiosas batalladoras que parecen hechas que ni pintadas para seguir a las tropas acampadas, para recoger heridos en medio de la refriega de las batallas, y, mejor que un jefe, para poner freno con una simple palabra a los viejos soldados indisciplinados. Una auténtica hermana Rataplán cuyo rostro devastado, acribillado de innumerables hoyuelos, parecía representar las devastaciones de la guerra.
Nadie añadió una palabra a cuanto ella había dicho, a tal punto pareció el efecto excelente.
Una vez terminada la cena subieron todos enseguida a sus habitaciones, bajando, al día siguiente, bastante tarde.
El almuerzo fue tranquilo. Se daba tiempo a la simiente plantada la víspera para que germinase y diera sus frutos.
La condesa propuso ir a dar un paseo por la tarde; y el conde, tal como había sido establecido, tomó del bracete a Bola de Sebo, y se quedó con ella detrás de los demás.
Le habló con ese tono familiar, paternal, algo desdeñoso, que los hombres situados emplean con las muchachas, llamándola «mi querida niña», tratándola desde la altura de su posición social, de su indiscutida honorabilidad. Fue enseguida al grano:
—Entonces, ¿prefiere dejarnos aquí, expuestos, como usted misma por lo demás, a todas las violencias subsiguientes a una derrota del ejército prusiano, que consentir a uno de esos favores que en su vida ha concedido tan a menudo?
Bola de Sebo no respondió nada.
Él intentó ganársela mediante la dulzura, el razonamiento, los sentimientos. Supo seguir siendo «el señor conde» al tiempo que se mostraba galante cuando era preciso, cumplimentero, en fin, amable. Exaltó el favor que ella les haría, habló de su gratitud; luego, de repente, tuteándola alegremente, agregó:
—Querida mía, y así él podría enorgullecerse de haber disfrutado de una bonita muchacha como no encontrará muchas otras en su país.
Bola de Sebo no respondió y se unió al grupo.
En cuanto regresaron al hotel, subió a su habitación y no volvió a aparecer. La inquietud era mayúscula. ¿Qué haría? ¡Si se seguía resistiendo, bonito embrollo!
Sonó la hora de la cena; la esperaron en vano. El señor Follenvie, que entraba en aquel momento, anunció que la señorita Rousset se sentía indispuesta y que podían sentarse a la mesa. Todos aguzaron los oídos. El conde se acercó al hotelero y, en voz baja, le dijo: «¿Ya está?» «Sí.» Por corrección, no dijo nada a sus compañeros, limitándose sólo a hacer un ligero signo con la cabeza dirigido a ellos. Inmediatamente todos los pechos exhalaron un gran suspiro de alivio, los rostros se volvieron alegres. Loiseau exclamó: «¡Recórcholis! Pago el champán si lo hay en este establecimiento»; y la señora Loiseau se sintió presa de la angustia cuando el patrón regresó con cuatro botellas en las manos. Todos se habían vuelto súbitamente comunicativos y ruidosos; una alegría chocarrera dominaba los corazones. El conde pareció caer en la cuenta de que la señora Carré-Lamadon era encantadora, el industrial dijo unos cumplidos a la condesa. La conversación fue animada, festiva, ingeniosa.
De pronto, Loiseau, con expresión ansiosa, levantó los brazos y gritó:
—¡Silencio!
Todos se callaron, sorprendidos, ya casi espantados. Entonces aguzó el oído rogando silencio con las dos manos, alzó los ojos hacia el techo, escuchó de nuevo, y prosiguió, con su voz natural:
—No teman, todo va bien.
En un primer momento no comprendieron, luego sonrieron.
Al cabo de un cuarto de hora volvió a empezar la misma broma y la repitió a menudo durante la velada; fingía llamar a alguien en el piso de arriba, le daba consejos de doble sentido, germinados en su fantasía de vendedor de comercio. De vez en cuando adoptaba un aire triste para suspirar: «Pobre muchacha!» o bien murmuraba entre dientes con aire rabioso: «¡Prusiano canalla!». O bien, cuando ya nadie pensaba en ello, exclamaba varias veces con voz vibrante: «¡Basta, basta!», añadiendo, como hablando para sí: «Con tal de que podamos volver a verla; no quisiera que ese miserable la hiciese morir…».
A pesar de que estas chanzas fuesen de un gusto deplorable, divertían y no ofendían a nadie, pues la indignación depende de los ambientes como todo, y el ambiente que poco a poco se había creado entre ellos estaba cargado de pensamientos licenciosos.