Él dejó de reír y no respondió; luego, para cambiar de tema, se dirigió a su mujer, que estaba ahora limpiando los cristales:
—¿Cómo anda mamá, arriba?
La señora Caravan dejó de frotar, se dio la vuelta, se enderezó la cofia que se le había desplazado hacia la espalda y contestó con los labios trémulos:
—¡Ah, sí, hablemos de tu madre! ¡Buena me la ha hecho! Figúrate que la señora Lebaudin, la mujer del barbero, subió hace rato a pedirme prestado un paquete de almidón, y como yo había salido, tu madre la ha echado con cajas destempladas llamándola «pordiosera». Por lo que le he cantado las cuarenta. Ella ha fingido no oír, como cada vez que se le dicen cuatro verdades…, pero es tan sorda como yo; no son más que pamemas, y la prueba de ello es que se ha vuelto enseguida a su cuarto, sin decir esta boca es mía.
Caravan, desconcertado, callaba, cuando entró a toda prisa la criada anunciando la cena. Entonces, para avisar a la madre, cogió un mango de escoba que siempre había guardado en un rincón y dio tres golpes en el cielo raso. Luego pasaron al comedor y la señora Caravan, la joven, sirvió la sopa, mientras esperaban a la anciana. Pero ésta no aparecía y la sopa se enfriaba. Por eso se pusieron a comer despacito y, cuando los platos estuvieron vacíos, esperaron un poco más. La señora Caravan, furiosa, la emprendía con el marido:
—Lo hace aposta, ¿sabes?, y tú te pones siempre de su parte.
Él, muy perplejo, atrapado entre las dos, mandó a Marie-Louise a buscar a la abuela, y se quedó inmóvil, con la mirada baja, mientras su mujer golpeaba con la punta del cuchillo rabiosamente en el culo del vaso.
La puerta se abrió de par en par de improviso y reapareció la niña, sola, palidísima y sin aliento; dijo atropelladamente:
—La abuela se ha caído al suelo.
Caravan se puso en pie de un salto, y, tirando la servilleta sobre la mesa, se lanzó escalera arriba, donde resonó su paso pesado y precipitado, mientras su mujer, creyendo que se trataba de una malévola argucia de su suegra, subía más despacio, encogiéndose de hombros con desprecio.
La anciana yacía cuan larga era boca abajo en medio de la habitación y, cuando su hijo le hubo dado la vuelta, apareció, inmóvil y seca, con su piel amarillenta, arrugada y curtida, los ojos cerrados, los dientes apretados y su flaco cuerpo rígido.
Caravan, de rodillas cerca de ella, gemía:
—¡Pobre mamá, pobre mamá!
Pero la otra señora Caravan, tras haberla mirado un instante, declaró:
—Bah, le ha dado otro síncope, eso es todo; lo hace para no dejarnos cenar, no te quepa la menor duda.
Trasladaron el cuerpo a la cama, lo desvistieron por completo; y todos, Caravan, su mujer, la criada, se pusieron a hacerle fricciones. A pesar de sus esfuerzos, no recuperó el conocimiento. Entonces mandaron a Rosalie a buscar al
doctor
Chenet. Vivía en el muelle, hacia Suresnes. Estaba lejos, la espera fue larga. Por fin llegó y, tras haber observado, palpado, auscultado a la anciana, dijo:
—Es el fin.
Sacudido por continuos sollozos, Caravan se arrojó sobre el cuerpo; y besaba con frenesí el rostro rígido de su madre llorando tan exageradamente que sus lagrimones caían como gotas de agua sobre el rostro de la difunta.
La señora Caravan, la joven, tuvo una oportuna crisis de dolor, y, de pie detrás de su marido, gemía débilmente frotándose los ojos con obstinación.
Caravan, con el rostro abotargado, los cuatro pelos alborotados, feísimo en su sincero dolor, se incorporó de repente:
—Pero… ¿está seguro, doctor…, está seguro?…
El oficial sanitario se acercó rápidamente, y manejando el cadáver con destreza profesional, como un negociante que hace valer su artículo, manifestó:
—Mire, amigo, los ojos.
Levantó el párpado, y debajo de su dedo reapareció la mirada de la anciana, inmutable, y quizá con la pupila un tanto agrandada. Caravan sintió una punzada en el corazón y un escalofrío le recorrió el espinazo. El señor Chenet aferró el brazo agarrotado, forzó los dedos para abrirlos e, irritado como ante alguien que le llevara la contraria, dijo:
—Mire esta mano, mire; yo no me equivoco nunca, esté seguro de ello.
Caravan se dejó caer de nuevo sobre la cama retorciéndose, casi mugiendo, mientras su mujer, que seguía lloriqueando, comenzó a hacer lo que había que hacer. Acercó la mesilla de noche, extendió un paño, colocó encima cuatro velas y las encendió, cogió un manojo de boj, que estaba colgado detrás del espejo de la chimenea, y lo puso entre las velas, sobre un platillo que llenó de agua fresca, a falta de la bendita. Luego, tras reflexionar unos momentos, echó en el agua un pellizco de sal, imaginando sin duda que con ello realizaba una especie de consagración.
Cuando hubo acabado la representación que debe acompañar a la Muerte, se quedó inmóvil, de pie. El oficial sanitario, que la había ayudado a colocar los objetos, le dijo al oído:
—Hay que llevarse a Caravan.
Ella hizo un gesto de asentimiento y, acercándose a su marido, que seguía sollozando de rodillas, lo levantó agarrándole por un brazo, mientras el señor Chenet le cogía por el otro.
Primero le hicieron sentarse en una silla y su mujer, besándole en la frente, comenzó a hablarle. El oficial sanitario apoyaba sus razonamientos, aconsejando entereza, valor, resignación, todo cuanto es imposible tener cuando ocurren desgracias fulminantes. Luego los dos le cogieron de nuevo por los brazos y se lo llevaron.
Él lloriqueaba como un niño mayor, con hipidos convulsos, hecho polvo, con los brazos colgándole, las piernas flojas, y bajó la escalera sin saber lo que se hacía, moviendo los pies maquinalmente.
Le dejaron en el sillón que ocupaba siempre en la mesa, delante de su plato casi vacío donde su cuchara seguía todavía inmersa en un resto de sopa. Y allí se quedó, sin un movimiento, la mirada fija en su vaso, tan atontado que ni siquiera pensaba en nada.
La señora Caravan, en un rincón, hablaba con el doctor, se informaba sobre las formalidades con las que había que cumplir, preguntaba por todos los requisitos de orden práctico. Finalmente, el señor Chenet, que parecía esperar algo, cogió su sombrero y, declarando que no había cenado, hizo un saludo y ademán de irse. Ella exclamó:
—Pero ¡cómo!, ¿no ha cenado usted? Pues ¡quédese, doctor, quédese! Se le servirá de lo que hay, pues comprenderá que nosotros no estamos para comer gran cosa.
Él rehusó, excusándose; ella insistió:
—Pero ¡cómo!, quédese. En momentos como éste, se agradece la compañía de los amigos; y tal vez consiga que mi marido se reconforte un poco; necesita recobrar fuerzas.
El doctor se inclinó, y, dejando su sombrero sobre un mueble, dijo:
—En tal caso, acepto, señora.
Ella le dio unas órdenes a Rosalie, que estaba como enloquecida, luego se sentó también ella a la mesa, «para aparentar que comía», decía, «y hacerle compañía al doctor».
Volvieron a tomar sopa fría. El señor Chenet repitió. Luego llegó una bandeja de callos a la lionesa olorosos a cebolla y la señora Caravan decidió probarlos.
—Buenísimos —dijo el
doctor
.
Ella sonrió:
—¿De veras? —Y, volviéndose hacia su marido, añadió—: Prueba unos pocos, mi pobre Alfred, para que no te quedes con el estómago vacío; ¡piensa que va a ser una noche larga!
Él alargó su plato dócilmente, como se habría ido a la cama si se lo hubiera mandado, obedeciendo a todo sin resistencia y sin reflexión. Y comió.
El doctor, sirviéndose él mismo, repitió tres veces, mientras la señora Caravan, de vez en cuando, picaba un trocito con los dientes del tenedor y se lo tragaba con una especie de estudiada distracción.
Cuando apareció una fuente llena de macarrones, el doctor murmuró:
—¡Caramba, esto si que es bueno!
Y esta vez la señora Caravan sirvió a todos. Llenó incluso los platillos en los que marraneaban los niños, quienes, sin vigilancia, bebían vino puro y empezaban ya a propinarse puntapiés por debajo de la mesa.
El señor Chenet recordó el amor de Rossini por ese manjar italiano; luego de repente dijo:
—Pero vaya, si hasta rima; podría ser el comienzo de una composición poética.
Le maestro Rossini
aimait le macaroni…
Nadie le prestaba oídos. La señora Caravan, que se había quedado de repente pensativa, reflexionaba sobre las probables consecuencias de lo sucedido, mientras su marido hacía bolitas de miga de pan y las ponía en fila sobre el mantel, mirándolas con aire de lelo. Como le devoraba una sed insaciable, se llevaba sin cesar a la boca su vaso lleno hasta los topes de vino; y su razón, ya trastornada por la impresión y el dolor, comenzaba a fluctuar, pareciéndole que le bailase en la súbita modorra de la digestión, iniciada fatigosamente.
Por su parte, el doctor bebía como una esponja, emborrachándose a ojos vista; y hasta la señora Caravan sufría la reacción subsiguiente a toda conmoción nerviosa, estaba agitada y se sentía turbada incluso, pese a no beber más que agua, y con la cabeza nublada.
El señor Chenet se había puesto a contar anécdotas de fallecimientos que juzgaba chuscas. Pues en aquel suburbio parisino, donde abundaba la gente procedente de provincias, se daba la misma indiferencia de los campesinos hacia la muerte, ya se trate de un padre o de una madre, esa falta de respeto, esa inconsciente ferocidad tan comunes en el campo y tan raras en París. Decía:
—La semana pasada, por ejemplo, me llaman urgentemente a la rue de Puteaux: me voy para allí corriendo, encuentro al enfermo ya muerto y, en torno a la cama, la familia que estaba tan tranquila acabándose una botella de anisete comprada la víspera para satisfacer un capricho del moribundo.
Pero la señora Caravan no le escuchaba, pensando en todo momento en la herencia; y Caravan, con la cabeza a pájaros, no comprendía nada.
Se sirvió el café, muy cargado para sostener la moral. Cada tacita, regada con coñac, hizo súbitamente enrojecer las mejillas, confundiendo aún más las pocas ideas de aquellas mentes ya vacilantes.
De repente el
doctor
echó mano a la botella de aguardiente y sirvió a todos la copita de después del café. Sin decir nada, embotados por el dulce calor de la digestión, presos a su pesar del bienestar animal causado por el alcohol después de haber cenado, se enjuagaron la boca lentamente con el coñac azucarado que formaba un jarabe amarillento en el fondo de las tacitas.
Los niños se habían dormido y Rosalie los llevó a la cama.
Entonces Caravan, obedeciendo maquinalmente a la necesidad de aturdirse que empuja a todos los desventurados, repitió varias veces de aguardiente; y le relucían los ojos de pasmarote.
Finalmente el
doctor
se levantó para irse y, tras coger por el brazo a su amigo, le dijo:
—Vamos, venga conmigo; un poco de aire le sentará bien; no hay que estarse quieto cuando se sufre.
El otro obedeció dócilmente, se caló el sombrero, tomó el bastón y salió; y los dos, cogidos del brazo, bajaron hacia el Sena, a la clara luz de las estrellas.
Flotaba en la cálida noche un airecillo embalsamado, porque todos los jardines de alrededor estaban en aquella estación llenos de flores cuyas fragancias, adormecidas de día, parecían despertarse ante la cercanía de la noche y se esparcían, mezcladas con las leves brisas que corren por la oscuridad.
La amplia avenida estaba desierta y silenciosa con sus dos filas de mecheros de gas que llegaban hasta el Arco de Triunfo. Allá lejos, envuelto en una roja neblina, se oía el bullicio de París. Era una especie de rodar continuo, al que parecía que a veces respondiese, en lontananza, el pitido de un tren que llegaba a todo vapor o que huía, a través de la provincia, hacia el océano.
El aire libre sorprendió a los dos hombres golpeándoles en pleno rostro, trastornó el equilibrio del
doctor
y aumentó los vértigos que se habían apoderado de Caravan desde el momento de la cena. Éste caminaba como en sueños, con la mente aletargada, paralizada, sin dolor agudo, presa de una especie de embotamiento moral que le impedía sufrir, es más, sintiendo incluso un alivio acrecido por las tibias exhalaciones expandidas en la noche.
Tras llegar al puente, tomaron a la derecha y el río les embistió con su fresco aliento. Corría, melancólico y tranquilo, delante de una cortina de altos álamos; y parecía que las estrellas nadasen en el agua, movidas por la corriente. Una neblina blancuzca que ondeaba en la orilla opuesta traía a los pulmones húmedos efluvios; y de improviso Caravan se detuvo, turbado por aquel olor a río que removía en su corazón recuerdos viejísimos.
De repente volvió a ver a su madre en los lejanos tiempos de la infancia, arrodillada delante de la puerta de casa, allá en Picardía, en el arroyuelo que atravesaba el jardín, lavando la ropa amontonada junto a ella. Volvía a oír el ruido de la paleta en el plácido silencio del campo y su voz que llamaba: «Alfred, tráeme el jabón». Y sentía ese mismo olor a agua que corre, esa misma niebla que se alza de la tierra empapada, ese vaho de aguazal, cuyo inolvidable sabor había guardado, dentro de sí, y que ahora reencontraba, precisamente la noche de la muerte de su madre.
Se detuvo, rígido ante un nuevo asalto impetuoso de la desesperación. Fue como si un relámpago de luz hubiera iluminado de improviso toda la magnitud de su desgracia; y el encuentro de ese soplo errante le arrojó al negro abismo de los dolores sin consuelo. Sintió su corazón destrozado por el pensamiento de la separación sin fin. Su vida estaba partida en dos y su entera juventud desaparecía, tragada por aquella muerte. Se había terminado el pasado; los recuerdos de la adolescencia se esfumaban; nadie podría ya hablarle de viejas cosas, de gente conocida antaño, de su tierra, de sí mismo, de la intimidad de su vida pasada: una parte de su ser había terminado de existir, ahora le tocaba morir a la otra.
Comenzó el desfile de los recuerdos. Volvía a ver a «mamá» más joven, con unos vestidos que se habían estropeado de tanto usarlos, llevados tanto tiempo que parecían inseparables de su persona; la volvía a ver en mil circunstancias olvidadas: expresiones desvanecidas, sus gestos, sus entonaciones, sus costumbres, sus manías, sus momentos de ira, las arrugas de su rostro, los movimientos de sus dedos enjutos, todas las actitudes familiares que no tendría más.