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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (63 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Lesable, confuso e irritado, se retiró.

Por la noche, durante la cena, estuvo desabrido con su mujer. Ella se mostraba normalmente alegre y de un humor bastante estable, aunque testaruda; no cedía nunca cuando deseaba mucho algo. No sentía ya por ella la atracción sensual de los primeros tiempos, y aunque él siempre tuviera despierto el deseo, pues era lozana y graciosa, sentía por momentos esa desilusión tan próxima al descorazonamiento que ocasiona la vida en común de dos seres. Los mil detalles triviales o grotescos de la existencia, la descuidada indumentaria de la mañana, la bata de lana vulgar, vieja y raída, el peinador ajado, pues no eran ricos, y también el ver de muy cerca a la mujer ocupada en las tareas propias de una familia pobre, despojaba para él al matrimonio de su barniz, marchitaba esa flor de poesía que seduce, a distancia, a los prometidos.

La tía Charlotte contribuía a hacerle desagradable la casa, pues ya no salía de ella; se inmiscuía en todo, quería mandar en todo, hacía observaciones acerca de todo, y como tenían un temor horrible a herirla, le aguantaban todo con resignación, pero también con una exasperación disimulada y creciente.

Se paseaba por el piso con su paso arrastrado de vieja; y su voz estridente decía continuamente:

—Deberías hacer esto…, deberías hacer lo otro…

Cuando los dos, marido y mujer, se encontraba a solas, Lesable gritaba, irritado:

—Tu tía se está volviendo insoportable. No puedo más. ¿Comprendes? No puedo más.

Y Cora replicaba con tono pacífico:

—¿Y qué puedo hacer yo?

Entonces él espetaba:

—¡Es odioso tener una familia así!

Ella replicaba, siempre con tono calmo:

—La familia será todo lo odiosa que tú quieras, pero la herencia no está nada mal, ¿verdad? Así que no hagas el imbécil. Tanto interés tienes tú como yo en tratar bien a la tía Charlotte.

Él callaba, sin saber qué responder.

La tía les perseguía ahora sin cesar con la idea fija de que debían tener un hijo. Se llevaba a Lesable a los rincones y le susurraba en la misma cara:

—Sobrino mío, me parece a mí que debería ser usted padre antes de que yo me muera. Quiero conocer a mi heredero. No me hará creer que Cora no puede ser madre. Basta con verla. Cuando uno se casa, sobrino mío, es para crear una familia, para tener descendencia. Nuestra Santa Madre Iglesia prohíbe los matrimonios estériles. Sé muy bien que no sois ricos y que un hijo trae gastos. Pero cuando yo no esté no os faltará de nada. Quiero un pequeño Lesable, lo quiero, ¿entendido?

Como, tras quince meses de matrimonio, su deseo no se había hecho aún realidad, había concebido dudas y se había vuelto insistente; y daba en voz baja consejos a Cora, consejos prácticos de mujer que ha conocido muchas cosas, en otro tiempo, y que sabe sacarlas a colación si la ocasión lo requiere.

Pero una mañana, sintiéndose indispuesta, no pudo levantarse. Como nunca había estado enferma, Cachelin, muy preocupado, fue a llamar a la puerta de su yerno:

—Vaya corriendo a llamar al doctor Barbette, y luego dígale al jefe que hoy, dadas las circunstancias, no iré a la oficina.

Lesable pasó un día de angustias, incapaz de trabajar, de redactar y de examinar los asuntos. El señor Torchebeuf, sorprendido, le comentó:

—Parece usted hoy distraído, señor Lesable.

Y Lesable, nervioso, respondió:

—Estoy muy fatigado, señor, pues he pasado toda la noche al lado de nuestra tía cuyo estado es muy grave.

Pero el jefe prosiguió con frialdad:

—Se ha quedado el señor Cachelin para cuidarla, lo cual debería bastar. No puedo permitir que mi oficina se torne un caos por cuestiones personales de mis empleados.

Lesable había dejado su reloj encima de su mesa delante de él, y esperaba que fueran las cinco con impaciencia febril. Apenas sonó el gran reloj del patio grande, se escapó, dejando, por primera vez, la oficina en el minuto reglamentario.

Tomó incluso de vuelta un coche de punto, tan viva era su inquietud; y subió la escalera a toda prisa.

La criada fue a abrirle; él balbució:

—¿Cómo se encuentra?

—El médico dice que está muy decaída.

Empezó a palpitarle el corazón y se quedó muy impresionado:

—Ah, ¿de veras?

¿Y, si por casualidad, fuera a morir?

No se atrevía a entrar ahora en la habitación de la enferma, y mandó llamar a Cachelin, que la cuidaba.

Apareció al punto su suegro, abriendo la puerta con precaución. Llevaba puesto su batín y su gorro griego como cuando pasaba agradables veladas al amor del fuego; y susurró en voz baja:

—Está mal, muy mal. Lleva inconsciente desde las cuatro. A primeras horas de la tarde ha recibido los sacramentos.

Entonces Lesable sintió que le flaqueaban las piernas y se sentó:

—¿Dónde está mi mujer?

—Está a su lado.

—¿Qué ha dicho exactamente el médico?

—Que se trata de un ataque. Puede volver en sí, como puede morir también esta misma noche.

—¿Me necesitan para algo? Si no me necesitan, preferiría no entrar. Me afectaría mucho verla en ese estado.

—No. Váyase a su casa. Si hay alguna novedad, le mandaré llamar enseguida.

Y Lesable volvió a su casa. El piso le pareció cambiado, más grande, más luminoso. Pero, como era incapaz de estarse quieto, salió a la terraza.

Estaban a últimos de julio, y el sol de justicia que estaba por desaparecer por detrás de las dos torres del Trocadero derramaba una lluvia de llamas sobre la inmensidad de tejados.

El espacio, de un rojo brillante a sus pies, se teñía más arriba de un color de oro pálido, luego de amarillo y de verde, de un verde tenue con toques de luz, luego se tornaba azul, de un azul puro y vivo sobre las cabezas.

Las golondrinas cruzaban como saetas, apenas visibles, trazando sobre el fondo bermejo del cielo el perfil afilado y fugitivo de sus alas. Y sobre la infinita multitud de casas, sobre el campo lejano, planeaba una nube rosa, un vapor de fuego en el que se erigían, como en una apoteosis, las puntas de los campanarios, las cúspides esbeltas de los monumentos. El Arco de Triunfo de l’Étoile aparecía enorme y negro en el incendio del horizonte y la cúpula de Les Invalides parecía otro sol caído del firmamento sobre la cubierta de un edificio.

Lesable se agarró con ambas manos a la barandilla de hierro, bebiendo el aire como si fuera vino, con ganas de saltar, de gritar, de hacer gestos violentos, a tal punto se sentía embargado de una profunda y triunfante alegría. ¡La vida le parecía radiante, el futuro lleno de felicidad! ¿Qué iba a hacer? Se puso a soñar.

Un ruido, detrás de él, le hizo estremecerse. Era su mujer. Tenía los ojos enrojecidos, las mejillas un tanto tumefactas, un aspecto de cansancio. Tras darle a besar su frente, dijo:

—Vamos a cenar a casa de papá para estar cerca de ella. La criada no la dejará mientras nosotros cenemos.

Y la siguió al piso vecino.

Cachelin estaba ya en la mesa, esperando a su hija y a su yerno. Encima del aparador había un pollo frío, una ensalada de patatas y una compotera llena de fresas, y la sopa humeaba en los platos.

Se sentaron. Cachelin declaró:

—Días así no quisiera muchos; son poco alegres.

Lo decía con tono indiferente en el acento y una especie de satisfacción en el semblante. Y se puso a devorar, como las personas de buen diente, encontrando el pollo exquisito y la ensalada de patatas muy refrescante.

En cambio, Lesable sentía encogido el estómago y el alma inquieta; apenas si comía, con el oído pendiente de la habitación de al lado, que estaba silenciosa como si no hubiera nadie. Tampoco Cora tenía apetito; emocionada y lacrimosa, se secaba de vez en cuando un ojo con el pico de su servilleta.

—¿Qué ha dicho el jefe? —preguntó Cachelin.

Lesable le dio detalles, que su suegro quería que fueran minuciosos, se los hacía repetir, insistiendo en saberlo todo como si llevara ausente del Ministerio un año.

—Habrá causado sensación, ¿no?, el saber que ella está enferma.

Y pensaba en su regreso glorioso una vez que hubiera muerto, en las caras que pondrían sus colegas; sin embargo, dijo como para responder a un remordimiento secreto:

—¡No es que yo le desee ningún mal a la pobre mujer! Bien sabe Dios que quisiera conservarla durante mucho tiempo, pero la noticia causará sensación de todos modos. Papá Savon olvidará la Comuna.

Habían empezado a comerse las fresas cuando la puerta de la enferma se entreabrió. La impresión fue tal que los tres se pusieron en pie de golpe, espantados. Apareció la criada, siempre con su aire plácido y de lela. Dijo tan tranquila:

—Ya no respira.

Cachelin tiró la servilleta sobre el plato y se precipitó como un loco; Cora le siguió, con el corazón palpitándole; pero Lesable permaneció plantado junto a la puerta, espiando a distancia la mancha clara de la cama apenas iluminada por el día que moría. Veía la espalda de su suegro inclinado sobre el lecho, sin moverse, examinando; y de repente oyó su voz que le pareció venir de lejos, de muy lejos, de los confines del mundo, una de esas voces a las que en sueños se oye decir cosas sorprendentes. Decía: «¡Se acabó! No se oye ya nada». Vio a su mujer caer de rodillas, sollozando, con la frente sobre la sábana. Entonces se decidió a entrar y, como Cachelin se había incorporado, vio en la blancura de la almohada el rostro de la tía Charlotte, con los ojos cerrados, tan demacrado, tan rígido y descolorido que parecía de cera.

Preguntó, angustiado:

—¿Se acabó?

Cachelin, que contemplaba también a su hermana, se volvió hacia él y los dos se miraron. Luego respondió: «Sí», tratando de adoptar una expresión cariacontecida, pero los dos hombres se habían comprendido con una simple mirada y, sin pensárselo, instintivamente, se estrecharon la mano como para darse las gracias por todo lo que habían hecho el uno por el otro.

A continuación, sin pérdida de tiempo, se ocuparon de forma activa de todas las tareas que reclama un muerto.

Lesable se encargó de ir a buscar al médico y de despachar a la mayor brevedad posible las cosas más urgentes.

Cogió el sombrero y bajó la escalera a toda prisa, ansioso por encontrarse en la calle, por estar solo, respirar, pensar, disfrutar en soledad de su felicidad.

Terminados los encargos, en vez de volver a casa se fue al bulevar, movido por el deseo de ver gente, de mezclarse con el tráfago y la vida feliz del atardecer. Tenía ganas de gritarles a los viandantes: «Tengo cincuenta mil libras de renta» y, con las manos en los bolsillos, fue deteniéndose delante de los escaparates, examinando las ricas telas, las joyas, los muebles de lujo, con este alegre pensamiento: «Ahora podría pagarme esto».

De repente pasó por delante de una empresa de pompas fúnebres y le asaltó una idea: «¿Y si no estuviera muerta? ¿Si se hubieran equivocado?».

Y emprendió camino de vuelta a casa, apretando el paso, con esa duda flotando en su mente.

Al entrar preguntó:

—¿Ha venido el doctor?

Cachelin respondió:

—Sí. Ha certificado el fallecimiento, y se ha encargado él de los trámites legales.

Volvieron a entrar en la habitación de la muerta. Cora seguía llorando, sentada en un sillón. Lloraba bajito, sin pena, casi sin tristeza ahora, con esa lágrima fácil de las mujeres.

Cuando se encontraron los tres en el piso, Cachelin manifestó en voz baja:

—Ahora que la criada ha ido a acostarse, podemos mirar si hay algo escondido en los muebles.

Y los dos hombres se pusieron manos a la obra. Vaciaron los cajones, rebuscaron en los bolsillos, desplegaron los menores papeles. A medianoche, no habían encontrado nada interesante. Cora se había amodorrado, y roncaba ligera, regularmente. César preguntó:

—¿Vamos a quedarnos aquí hasta que se haga de día?

Lesable, indeciso, opinaba que era lo más conveniente. Entonces el suegro se decidió:

—Traigamos entonces dos sillones aquí.

Y fueron a buscar los otros dos silloncitos tapizados del dormitorio de los jóvenes esposos.

Una hora más tarde, los tres parientes dormían con ronquidos desiguales ante el cadáver helado en su eterna inmovilidad.

Se despertaron con el día, cuando la criada entró en la habitación. Cachelin confesó enseguida, frotándose los párpados:

—Hace una media horita que me he adormilado.

En cambio, Lesable, que no había tardado ni un minuto en recobrar el dominio de sí, afirmó:

—Ya me he dado cuenta. Yo he permanecido todo el tiempo despierto; tenía los ojos cerrados sólo para que descansaran.

Cora volvió a su piso.

Lesable entonces preguntó con fingida indiferencia:

—¿Cuándo quieren que vayamos a ver al notario para el testamento?

—Si le parece…, esta misma mañana.

—¿Es necesario que venga también Cora?

—Tal vez sea mejor, pues al fin y al cabo la heredera es ella.

—Entonces la avisaré para que se vaya preparando.

Y Lesable salió con su paso vivo.

La notaría del señor Belhomme acababa de abrir sus puertas cuando Cachelin, Lesable y su mujer se presentaron, de luto riguroso, con semblantes afligidos.

El notario les recibió enseguida, les hizo sentarse. Cachelin tomó la palabra:

—Ya me conoce usted, señor notario: soy el hermano de la señorita Charlotte Cachelin. Éstos son mi hija y mi yerno. Mi pobre hermana murió ayer; la enterraremos mañana. Como es usted el depositario de su testamento, venimos a preguntarle si expresó alguna voluntad referente a su inhumación o si tiene alguna otra comunicación que hacernos.

El notario abrió un cajón, cogió un sobre, lo desgarró, sacó un papel y dijo:

—Aquí tiene, señor, una copia de este testamento que les puedo leer enseguida. La otra copia, idéntica a ésta, debe permanecer en mi poder.

Y leyó:

«Yo, la abajo firmante, Victorine-Charlotte Cachelin, expreso aquí mis últimas voluntades:

»Dejo toda mi fortuna, que asciende a cerca de un millón ciento veinte mil francos, a los hijos que nazcan del matrimonio de mi sobrina Céleste-Coralie Cachelin, con el usufructo de las rentas a los padres hasta la mayoría de edad del primogénito.

»Las disposiciones que siguen regulan la parte correspondiente a cada uno de los hijos y la parte restante para los parientes hasta el fin de sus días.

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