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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (64 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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»En el caso de que mi muerte se produjera antes de que mi sobrina tuviese un heredero, toda mi fortuna quedará en manos de mi notario, por espacio de tres años, a fin de que mi voluntad expresada más arriba pueda verse cumplida si naciera un hijo durante ese período.

»Pero en el caso de que Coralie no obtuviera del Cielo un descendiente durante los tres años siguientes a mi muerte, mi patrimonio será repartido, bajo la supervisión de mi notario, entre los pobres y las casas de beneficencia cuya lista relaciono a continuación».

Seguía una serie interminable de nombres de comunidades, de cifras, de disposiciones y de recomendaciones.

Luego el señor Belhomme entregó educadamente el papel a Cachelin, que se había quedado de piedra del pasmo.

El notario creyó que era su obligación añadir unas explicaciones.

—La señorita Cachelin —dijo—, al hacerme el honor de hablarme por primera vez de su propósito de testar en este sentido, me expresó el ferviente deseo que tenía de conocer a un heredero de su linaje. Respondió a todos mis razonamientos con la cada vez más decidida confirmación de su voluntad, basada, por otra parte, en un sentimiento religioso, porque ella consideraba que toda unión estéril es señal de una maldición celestial. No pude cambiar en nada sus intenciones. Créanme que lo siento de veras. —Luego añadió, sonriendo hacia Coralie—: No me cabe ninguna duda de que el
desideratum
de la difunta se hará pronto realidad.

Y los tres parientes se fueron, demasiado pasmados para pensar en nada.

Regresaron a su domicilio, juntos, sin decir nada, avergonzados y furiosos, como si se hubieran robado unos a otros. Incluso todo el dolor de Cora se había disipado de repente, pues la ingratitud de su tía la dispensaba de llorar. Lesable, finalmente, cuyos pálidos labios estaban fruncidos por una crispación de despecho, le dijo a su suegro:

—Deme ese documento para que pueda examinarlo
de visu
.

Cachelin le alargó la hoja y el joven se puso a leer. Se había detenido en la acera y, a pesar de los empujones de los viandantes, se quedó parado, escudriñando entre las palabras con su penetrante y práctica mirada. Los otros dos esperaban, dos pasos más adelante, sin decir esta boca es mía.

Luego le devolvió el testamento declarando:

—No hay nada que hacer. ¡Nos la ha jugado bien!

Cachelin, irritado por el derrumbe de sus esperanzas, repuso:

—¡Os correspondía a vosotros tener un hijo, por Dios! Bien sabíais que lo deseaba desde hacía mucho tiempo.

Lesable se encogió de hombros sin replicar.

Al entrar en casa, encontraron a una multitud de gente esperándoles, esa gente cuyo oficio está relacionado con los muertos. Lesable se fue a su piso, pues no quería ocuparse ya de nada, y César trató con dureza a todo el mundo, gritando que le dejaran en paz, pidiendo que terminaran cuanto antes con todo aquello, y pareciéndole que tardaban mucho en desembarazarse de aquel cadáver.

Cora, encerrada en su habitación, no hacía ningún ruido. Pero, al cabo de una hora, Cachelin fue a llamar a la puerta de su yerno:

—Vengo —dijo—, mi querido Léopold, a someter algunas reflexiones a su consideración, porque, después de todo, habrá que ponerse de acuerdo. Mi idea es que, a pesar de todo, el funeral debe ser decoroso, para no despertar sospechas en el Ministerio. Ya nos pondremos de acuerdo en cuanto a los gastos. Y, además, no hay nada perdido. No lleváis casados mucho tiempo y muy desgraciados tendrías que ser para no tener hijos. Os pondréis a ello, ¿verdad? Ahora pensemos en lo que más urge. ¿Se encarga usted de pasar cuanto antes por el Ministerio? Yo voy a escribir las direcciones para las esquelas.

Lesable tuvo que reconocer no sin acritud que a su suegro no le faltaba razón, y se sentaron frente por frente en los dos extremos de una larga mesa para escribir las direcciones de los sobres para las esquelas.

Luego almorzaron. Reapareció Cora, indiferente, como si nada de todo ello fuera con ella, y comió mucho, pues la víspera había ayunado.

Terminada la comida, volvió a su aposento. Lesable salió para ir a la Marina, y Cachelin se instaló en su balcón a fin de fumar en pipa, a horcajadas de una silla. El sol de justicia de un día de verano caía sobre la multitud de tejados, algunos de los cuales, provistos de cristales, brillaban cual fuego, despidiendo rayos cegadores que la vista no podía soportar.

Y Cachelin, en mangas de camisa, observaba, con sus ojos parpadeantes bajo aquella tromba de luz, las verdes laderas, allá lejos, muy lejos, detrás de la gran ciudad, de las polvorientas afueras. Pensaba que el Sena corría, anchuroso, calmo y fresco, al pie de esas colinas de laderas cubiertas de árboles, y que se habría estado mucho mejor bajo aquel verdor, tendido boca abajo en la hierba, a orillas del río, escupiendo en el agua más que en el plomo abrasador de su terraza. Y le agobiaba un malestar, a causa del pensamiento obsesivo, de la dolorosa sensación de su desastre, de esta desgracia inesperada, tanto más amarga y brutal cuanto más viva y prolongada había sido la esperanza; y dijo en voz alta, como se hace en los momentos de gran trastorno mental, de obsesión por una idea fija:

—¡Mal bicho asqueroso!

Detrás de él, en la habitación, oía el trajín de los empleados de las pompas fúnebres, y el ruido continuo del martillo clavando el ataúd. No había vuelto a ver a su hermana desde su visita al notario.

Pero poco a poco la tibieza, la alegría, el encanto luminoso de aquel espléndido día de verano embargaron su carne y su alma, y pensó que no estaba todo perdido para él. ¿Por qué motivo su hija no iba a tener hijos? Su yerno parecía robusto, bien formado y con buena salud, aunque un poco menudo. ¡Claro que harían un hijo, por todos los santos! ¡Y, además, había que hacerlo!

Lesable se había introducido furtivamente en el Ministerio y entrado en su despacho. Encontró sobre la mesa un papel que decía así: «El jefe le reclama». Primero hizo un gesto de impaciencia, de rebelión contra aquel despotismo que volvería a caer sobre sus espaldas, luego le aguijoneó un súbito y violento deseo de ascender; también él sería un día jefe, y pronto; subiría más alto aún.

Sin quitarse siquiera la levita de calle, se fue a ver al señor Torchebeuf, presentándose con la expresión apesadumbrada de rigor en las circunstancias tristes, e incluso con algo más, con un signo de verdadero y profundo dolor, el involuntario abatimiento que imprimen en las facciones las grandes contrariedades.

La cabeza gorda del jefe, siempre inclinada sobre el papel, se enderezó, y le espetó con tono brusco:

—Le he necesitado a usted toda la mañana. ¿Por qué no ha venido?

Lesable respondió:

—Estimado señor, hemos tenido la desgracia de perder a mi tía, la señorita Cachelin, y precisamente venía a pedirle que asista a su inhumación, que será mañana.

El semblante del señor Torchebeuf se había serenado inmediatamente. Y respondió con un matiz de consideración:

—En ese caso, querido amigo, es otra cosa. No tiene importancia, y le dejo libre, pues debe de tener usted mucho que hacer.

Pero Lesable se empeñaba en demostrar su celo:

—Gracias, señor, todo se ha acabado ya y mi intención es quedarme aquí hasta la hora reglamentaria.

Y volvió a su despacho.

Había corrido la noticia, y venían de todas las oficinas a darle un pésame más de congratulación que de condolencia, así como para ver cuál era su actitud. Él soportaba las frases y las miradas con una máscara resignada de actor y un tacto del que la gente se asombraba. «Parece muy entero», decían unos. Y otros añadían: «Sí, pero por dentro debe de estar la mar de feliz».

Maze, el más atrevido de todos, le preguntó, con su aire desenvuelto de hombre de mundo:

—¿Sabe con exactitud a cuánto asciende la fortuna?

Lesable respondió con un tono perfecto de desinterés:

—No, no exactamente. El testamento dice que en torno al millón doscientos mil francos. Lo sé porque el notario ha tenido que comunicarnos inmediatamente determinadas cláusulas relativas al funeral.

Según la opinión general, Lesable no se iba a quedar en el Ministerio. Con sesenta mil libras de renta no se sigue haciendo de chupatintas. Se es alguien; y se puede llegar a donde se quiera. Algunos pensaban que apuntaba al Consejo de Estado; otros que quería ser diputado. El jefe se esperaba recibir su baja para transmitírsela al director.

Todo el Ministerio acudió al funeral, que fue considerado miserable. Pero corría un rumor: «Así lo ha querido la señorita Cachelin. Lo decía el testamento».

Al día siguiente, Cachelin volvió a su trabajo, y Lesable, tras una semana de indisposición, lo hizo a su vez, un poco pálido, pero asiduo y celoso como antes. Se hubiera dicho que no había ocurrido nada en su existencia. Únicamente observaron que fumaban con ostentación unos grandes puros, que hablaban de rentas, de los ferrocarriles, de los grandes valores, como las personas que poseen títulos en el bolsillo, y se supo, al cabo de un cierto tiempo, que habían alquilado una casa de campo en los alrededores de París, para ir a pasar allí el final del verano.

Pensaron: «Son avaros como la vieja; es algo que les viene de familia; tal para cual; no importa, no es
chic
seguir en el Ministerio con semejante fortuna».

Al cabo de cierto tiempo, no se pensó más en ello. Estaban catalogados y juzgados.

IV

Durante el entierro de la tía Charlotte, Lesable no hizo más que pensar en el millón, y, corroído por una rabia tanto más violenta cuanto que debía permanecer secreta, culpaba a todos de su deplorable malaventura.

También se preguntaba: «¿Por qué no he tenido un hijo después de dos años de casado?». Y el temor a ver quedar estéril su matrimonio le hacía palpitar el corazón.

Entonces, como el mozalbete que mira, en la extremidad del palo alto y reluciente de la cucaña, el tambor que hay que descolgar, y que se jura llegar a él, a fuerza de energía y de voluntad, teniendo el vigor y la tenacidad necesarios, Lesable tomó la decisión desesperada de ser padre. Tantos otros lo son, ¿por qué no iba a serlo también él? Quizá había sido negligente, despreocupado, ignorante de algo, como consecuencia de una indiferencia completa. Al no haber sentido nunca grandes ansias de tener un heredero, no había puesto nunca los cinco sentidos en lograr dicho resultado. Haría en adelante esfuerzos denodados; no descuidaría nada, y lo conseguiría porque tal era su deseo.

Pero al llegar a casa se sintió indispuesto y tuvo que meterse en cama. La decepción había sido excesiva, y acusaba sus consecuencias.

El médico consideró su estado tan serio como para prescribirle reposo absoluto y diagnosticó que necesitaría a continuación largos cuidados: temía una fiebre cerebral.

Pasados ocho días, abandonó el lecho, sin embargo, y volvió al trabajo del Ministerio.

Pero considerándose aún indispuesto, no se atrevía a acercarse al lecho conyugal. Dudaba y temblaba, como el general que se dispone a librar una batalla, una batalla de la que dependía su porvenir. Todas las noches lo dejaba para la siguiente, confiando en uno de esos momentos de salud, de bienestar y de energía, en los que uno se siente capaz de todo. Se tomaba continuamente el pulso y, como le parecía demasiado débil o agitado, tomaba reconstituyentes, comía carne cruda y antes de volver a casa hacía largas caminatas fortificantes.

Como no se sentía aún totalmente restablecido, se le ocurrió la idea de ir a pasar el final de la temporada estival a los alrededores de París. Y no tardó en convencerse de que el aire del campo tendría sobre su temperamento una influencia soberana. El campo produce efectos maravillosos, decisivos en una situación como la suya. Se tranquilizó por esa certeza del éxito próximo, y a su suegro, con sobreentendidos en la voz, le repetía:

—Cuando estemos en el campo, me sentiré mejor, y todo irá bien.

Le parecía que la palabra «campo» encerraba por sí sola un sentido misterioso.

Alquilaron, pues, una casita en el pueblo de Bezons y fueron a alojarse los tres en ella. Los dos hombres partían a pie, cada mañana, atravesando el llano, hacia la estación de Colombes, y no volvían hasta el atardecer.

Encantada de vivir así a riberas del agradable río, Cora iba a sentarse en la orilla, cogía flores, traía grandes ramos de finas hierbas, amarillas y temblorosas.

Cada atardecer paseaban los tres por la orilla del río hasta la presa del Morue, y entraban a tomarse una botella de cerveza en el restaurante de los Tilos. El río, contenido por la larga hilera de pilotes, corría por entre las junturas, saltaba, burbujeaba, espumaba, en una amplitud de cien metros; y el estruendo de la caída hacía estremecerse el suelo, mientras un fino vapor de agua, un vapor húmedo flotaba en el aire, se alzaba de la cascada como una ligera humareda, difundiendo en los alrededores un olor a agua agitada, una sensación de fango removido.

Caía la noche. A lo lejos, enfrente, un gran resplandor indicaba París y hacía repetir cada vez a Cachelin: «¡Pero qué ciudad, a pesar de todo!». De vez en cuando, el paso de un tren por el puente de hierro que corta el extremo de la isla producía un rugido atronador y no tardaba en desaparecer, ya hacia la izquierda, ya hacia la derecha, en dirección a París o hacia el mar.

Regresaban a paso lento, contemplando cómo salía a la luna, y se sentaban en una cuneta para ver más detenidamente cómo descendía sobre el río en calma su floja y amarillenta luz que parecía correr con sus aguas, que los rizos de la corriente agitaban como un muaré de fuego. Los sapos dejaban oír su canto metálico y breve. Los reclamos de las aves nocturnas atravesaban los aires. Y a veces una gran sombra silenciosa se deslizaba por el río, perturbando su luminoso y tranquilo curso. Era una barca de pescadores furtivos que lanzaban, de improviso, el esparavel y recogían sin ruido en su barca, en la extensa y oscura red, su pesca de gobios relucientes y estremecidos, como un tesoro sacado del fondo del agua, un tesoro vivo de peces de plata.

Cora, emocionada, se apoyaba cariñosamente en el brazo de su marido cuyas intenciones había adivinado, por más que no hubieran hablado nada al respecto. Para ellos era como un nuevo noviazgo, una segunda espera de la cópula amorosa. A veces él le hacía una caricia furtiva en la punta de la oreja, en el nacimiento de la nuca, en ese delicioso rinconcito de carne tierna en el que se rizan los primeros cabellos. Ella respondía apretándole la mano; y se deseaban, pese a rechazarse aún el uno al otro, movidos y refrenados por una voluntad más enérgica, por el fantasma del millón.

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