Y esperó a que se hiciera de día.
El cielo palidecía sobre su cabeza; y de repente un extraño resplandor, surgido de quién sabe dónde, iluminó de súbito el inmenso océano de las cimas pálidas que se extendían a cien leguas en torno a él. Se hubiera dicho que aquella vaga claridad surgía de la nieve misma para expandirse por el espacio. Las cumbres lejanas más altas se volvieron todas poco a poco de un rosa suave como el de la carne, y el rojo sol apareció detrás de los pesados gigantes de los Alpes berneses.
Ulrich Kunsi reanudó su camino. Iba como un cazador, encorvado, observando los rastros, diciéndole a su perro:
—Busca, gordinflón, busca.
Ahora volvía a bajar la montaña, escrutando con la mirada las simas y a veces llamando, lanzando un grito prolongado, que no tardaba en morir en la muda inmensidad. Entonces pegaba el oído al suelo para escuchar; creía distinguir una voz, echaba a correr, llamaba de nuevo, no oía ya nada y se sentaba, agotado, desesperado. Hacia mediodía, desayunó y dio de comer a Sam, que estaba tan cansado como él. Luego reanudó su búsqueda.
Cuando llegó la tarde, aún seguía caminando, tras haber recorrido cincuenta kilómetros de montaña. Como se encontraba demasiado lejos de su casa para regresar a ella, y demasiado fatigado para seguir andando por más tiempo, abrió un hoyo en la nieve y se acurrucó dentro de él con su perro, bajo una manta que se había traído. Y se acostaron el uno contra el otro, hombre y animal, calentando mutuamente sus cuerpos, pero, no obstante, helados hasta los tuétanos.
Ulrich apenas si durmió, la mente asaltada por visiones, los miembros recorridos por escalofríos.
Se estaba haciendo de día cuando se levantó. Tenía las piernas rígidas como barras de hierro, la moral baja como para gritar de angustia, el corazón palpitándole casi hasta el punto de hacerle desvanecerse de la emoción apenas le parecía que oía un ruido cualquiera.
De repente pensó que también él moriría de frío en aquella soledad, y el miedo a una muerte semejante, acicateando su energía, despertó su vigor.
Ahora descendía hacia el albergue, cayendo, levantándose, seguido de lejos por Sam, que cojeaba sobre tres patas.
No llegaron a Schwarenbach hasta las cuatro de la tarde. La casa estaba vacía. El joven encendió el fuego, comió y se durmió, tan agotado que no pensaba ya en nada.
Durmió largas horas con un sueño invencible. Pero de repente una voz, un grito, un nombre: «Ulrich», sacudió su profundo sopor y le hizo levantarse. ¿Había soñado? ¿Era una de esas extrañas llamadas que cruzan por los sueños de las almas inquietas? No, oía aún ese grito vibrante, que había penetrado en su oído y se había quedado en su carne hasta en la yema de sus dedos nerviosos. Sin duda, habían gritado; habían llamado: «¡Ulrich!». Había alguien allí, cerca de la casa. No cabía duda. Abrió, pues, la puerta y gritó: «¿Eres tú, Gaspard?» con toda la potencia de su garganta.
Nadie respondió; ningún sonido, ningún murmullo, ningún gemido, nada. Era de noche. La nieve estaba muy pálida.
Se había levantado viento, el viento helado que quiebra las piedras y no deja nada vivo en esas alturas abandonadas. Pasaba con bruscos soplos más desecadores y mortales que el viento de fuego del desierto. Ulrich gritó de nuevo:
—¡Gaspard! ¡Gaspard! ¡Gaspard!
Luego esperó. ¡Todo permaneció mudo en la montaña! Entonces, el espanto le hizo estremecerse hasta los huesos. Entró de un salto en el albergue, cerró la puerta y echó el cerrojo; luego cayó tiritando sobre una silla, convencido de que acababa de ser llamado por su compañero en el momento en que entregaba su espíritu.
Estaba seguro de ello, como se está seguro de estar vivo o de comer pan. El viejo Gaspard Hari había agonizado durante dos días y tres noches en alguna parte, en un hoyo, en una de esas profundas barrancas inmaculadas cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de los sótanos. Había agonizado durante dos días y tres noches, y acababa de morir hacía poco pensando en su compañero. Y su alma, apenas liberada, había volado hacia el albergue donde Ulrich dormía, y le había llamado merced a esa facultad misteriosa y terrible que poseen las almas de los muertos de perseguir a los vivos. Había gritado, esa alma sin voz, en el alma abrumada del durmiente; había gritado su último adiós, o su reproche, o su maldición sobre el hombre que no le había buscado lo bastante.
Y Ulrich la notaba allí cerca, detrás del muro, detrás de la puerta que acababa de cerrar. Rodaba, como un ave nocturna que roza con su plumaje una ventana iluminada; y el joven extraviado estaba a punto de aullar de horror. Quería escapar y no se atrevía a salir; no se atrevía y ya no se atrevería, pues el fantasma permanecería allí, día y noche, en torno al albergue, mientras el cuerpo del viejo guía no fuera reencontrado y descansara en la tierra bendecida de un cementerio.
Se hizo de día y Kunsi recuperó un poco de seguridad con el retorno luminoso del sol. Se preparó su comida, hizo unas sopas para el perro y a continuación se quedó sentado en una silla, inmóvil, el corazón torturado, pensando en el viejo tendido en la nieve.
Luego, en cuanto la noche cubrió la montaña con sus sombras, le asaltaron nuevos terrores. Ahora andaba por la cocina oscura, apenas iluminada por la llama de una candela, andaba de un extremo al otro de la estancia, a grandes pasos, escuchando, escuchando si el grito espantoso de la noche pasada se escucharía de nuevo en el silencio lúgubre del exterior. ¡Y se sentía solo, el pobre miserable, como hombre alguno lo ha estado jamás! ¡Estaba solo en ese inmenso desierto de nieve, solo a dos mil metros por encima de la tierra habitada, por encima de toda morada humana, por encima de la vida que se agita, murmura y palpita, solo bajo el cielo helado! Le dominaban unas ganas locas de largarse donde fuera y como fuera, de bajar a Loëche arrojándose al abismo; pero ni siquiera se atrevía a abrir la puerta, convencido de que el otro, el muerto, le impediría el paso, para no quedarse tampoco él solo allá arriba.
Hacia medianoche, cansado de andar, abrumado de angustia y de miedo, se amodorró finalmente en una silla, pues temía su cama como se teme un lugar encantado.
Y de repente el grito estridente de la noche pasada le desgarró los oídos, tan sobreagudo que Ulrich extendió los brazos para rechazar al aparecido y cayó de espaldas con su asiento.
Sam, despertado por el ruido, se puso a aullar como aúllan los perros espantados, y daba vueltas por la habitación buscando de dónde venía el peligro. Al llegar cerca de la puerta, olfateó por debajo, resoplando y aspirando con fuerza, la pelambre erizada, el rabo derecho y gruñendo.
Kunsi, despavorido, se había levantado y, sujetando por una pata su silla, exclamó: «No entres, no entres, no entres o te mato». Y el perro, excitado por esta amenaza, ladraba furioso contra el enemigo invisible que desafiaba la voz de su amo.
Poco a poco, Sam se calmó y volvió a extenderse cerca del hogar, pero permanecía inquieto, la cabeza levantada, los ojos relucientes y gañendo entre sus patas.
Ulrich, a su vez, recobró la razón, pero como se sentía desfallecer de terror, fue a buscar una botella de aguardiente en el aparador, y se tomó, una tras otra, varias copas. Sus ideas se volvían vagas; su valor se hacía más firme; una fiebre de fuego corría por sus venas.
Apenas si probó bocado al día siguiente, limitándose a tomar alcohol. Y durante varios días seguidos vivió en un estado continuo de embriaguez, como un bruto. Apenas volvía a su mente el pensamiento de Gaspard Hari, empezaba a beber de nuevo hasta el momento en que se caía al suelo, abatido por la borrachera. Y allí se quedaba, con la cara contra el suelo, borracho perdido, los miembros molidos, roncando, de bruces. Pero apenas había digerido el líquido enloquecedor y abrasador, cuando el grito siempre el mismo «¡Ulrich!» le despertaba como una bala que atravesara su cráneo; y se enderezaba tambaleándose aún, extendiendo las manos para no caer, llamando en su ayuda a Sam. Y el perro, que parecía estar volviéndose loco como su amo, se precipitaba contra la puerta, la arañaba con sus uñas, la roía con sus largos colmillos blancos, mientras el joven, con el cuello doblado y la cabeza echada hacia atrás, se mandaba al coleto a grandes sorbos, como si fuera agua fresca tras una carrera, el aguardiente que no tardaría en volver a adormecer su mente, sus recuerdos y su miedo loco.
En tres semanas dio buena cuenta de toda su provisión de alcohol. Pero esta borrachera continua no hacía sino amodorrar su espanto, que se despertó más furioso tan pronto como le fue imposible calmarlo. Entonces la idea fija, exasperada durante un mes de embriaguez, y creciendo sin cesar en la absoluta soledad, se hundía en él a la manera de una barrena. Y ahora andaba por su morada igual que una bestia por su jaula, pegando el oído a la puerta para escuchar si el otro estaba allí y desafiándole a través de la pared.
Luego, en cuanto se amodorraba, vencido por la fatiga, oía la voz que le hacía ponerse en pie de un salto.
Una noche, por fin, como los cobardes en las situaciones límites, se precipitó hacia la puerta y la abrió para ver al que le llamaba y obligarle a callarse.
Recibió en pleno rostro un aire frío que le heló hasta los tuétanos, volvió a cerrar la hoja y echó el cerrojo, sin ver que Sam se había lanzado afuera. Luego, temblando, echó leña al fuego y se sentó delante para calentarse, pero de repente se estremeció, porque alguien arañaba la pared llorando.
Gritó despavorido: «Vete». Le respondió un lamento, prolongado y doliente.
Entonces lo que le quedaba de razón sucumbió ante el pavor. Repetía «Vete» girando sobre sí mismo para dar con un rincón en el que esconderse. El otro, llorando en todo momento, pasaba a lo largo de la casa frotándose contra el muro. Ulrich se lanzó hacia el aparador de roble lleno de vajilla y de provisiones, y, levantándolo con una fuerza sobrehumana, lo arrastró hasta la puerta para hacer con él una barricada. Luego, amontonando uno sobre otro todos los muebles, los colchones, los somieres, las sillas, clausuró la ventana como se hace cuando asedia el enemigo.
Pero el del exterior lanzaba ahora grandes gemidos lúgubres a los que el joven se puso a responder mediante gemidos parecidos.
Y pasaron días y noches sin que dejaran de aullar uno y otro. El uno daba vueltas sin cesar alrededor de la casa y hurgaba con tal fuerza al pie de la pared con sus uñas que parecía querer demolerla; el otro, dentro, seguía todos sus movimientos, encorvado, el oído pegado contra la piedra, y respondía a todas sus llamadas con gritos espantosos.
Una tarde, Ulrich no oyó ya nada; y se sentó tan roto de cansancio que no tardó en dormirse.
Se despertó sin un recuerdo, sin un pensamiento, como si toda su cabeza se hubiera vaciado durante ese sueño extenuado. Tenía hambre y comió.
Había terminado el invierno. El paso de la Gemmi resultaba practicable de nuevo; y la familia Hauser se puso en camino para volver a su albergue.
Tan pronto como hubieron alcanzado la parte alta de la subida, las mujeres se montaron en su mulo y se pusieron a hablar de los dos hombres con los que iban a reencontrarse dentro de poco.
Estaban extrañadas de que uno de ellos no hubiera bajado algunos días antes, tan pronto como el camino se había vuelto practicable, para dar noticias de su larga hibernación.
Por fin divisaron el albergue cubierto y acolchado aún de nieve. La puerta y la ventana estaban cerradas; un humillo salía del tejado, lo cual tranquilizó a Hauser padre. Pero, al acercarse, vio en el umbral un esqueleto de animal despedazado por las águilas, un gran esqueleto que yacía de costado.
Todos lo examinaron.
—Debe de ser Sam —dijo la madre. Y llamó—: Eh, Gaspard.
Un grito respondió en el interior, un grito agudo, que se hubiera dicho lanzado por una bestia. Hauser padre repitió:
—Eh, Gaspard.
Se dejó oír otro grito semejante al primero.
Entonces, los tres hombres, el padre y los dos hijos, trataron de abrir la puerta. Ésta resistió. Cogieron del establo vacío una larga viga a modo de ariete y la lanzaron con gran ímpetu. La madera crujió, cedió, las tablas volaron hechas pedazos; luego un gran ruido estremeció la casa y vieron dentro, detrás del aparador derribado, a un hombre de pie, con unos cabellos que le llegaban hasta los hombros, una barba hasta el pecho, unos ojos brillantes y unos harapos sobre el cuerpo.
No le reconocían, pero Louise Hauser exclamó:
—Es Ulrich, mamá.
Y la madre comprobó que era Ulrich, aunque sus cabellos fueran blancos.
Él les dejó acercarse; se dejó tocar; pero no respondió nada a las preguntas que le hicieron; y hubo que llevarle a Loëche, donde los médicos constataron que se había vuelto loco.
Y nadie supo jamás qué se había hecho de su compañero.
La joven Hauser estuvo a punto de morir ese verano de una enfermedad de languidez que atribuyeron al frío de la montaña.
Roger de Tourneville, en medio del corro de sus amigos, hablaba, a horcajadas de una silla, sosteniendo un cigarro en la mano, y, de vez en cuando, aspiraba y soplaba una pequeña nube de humo.
*
… Estábamos a la mesa cuando trajeron una carta. Papá la abrió. Ya conocen ustedes perfectamente a papá, que está convencido de hacer las veces del rey en Francia. Yo le llamo don Quijote, porque durante doce años ha luchado contra los molinos de viento de la República sin saber si lo hacía en nombre de los Borbones o de los Orleans. Actualmente sólo rompe una lanza por los Orleans, pues ya no existen más que ellos.
1
En cualquier caso, papá se cree el primer gentilhombre de Francia, el más conocido, el más influyente, considera a los reyes de los países de nuestro entorno como tronos poco seguros.
En cuanto a mamá, es el alma de papá, es el alma de la monarquía y de la religión, el brazo derecho de Dios en la tierra y el azote de los malpensantes.
Así pues, trajeron una carta mientras estábamos en la mesa. Papá la abrió y la leyó; luego miró a mamá y le dijo: «Tu hermano está in
articulo mortis
». Mamá palideció. Casi nunca se hablaba de mi tío en casa. Yo no le conocía en absoluto. Solamente sabía por la vox pópuli que había llevado y llevaba una vida de juerguista. Tras haberse comido su fortuna con un número incalculable de mujeres, no había conservado más que dos amantes, con las que vivía en un pisito de la rue des Martyrs.
Antiguo par de Francia, ex coronel de caballería, no creía, según se decía, ni en Dios ni en el diablo. Dudando, pues, de la vida futura, había abusado, bajo todas sus formas, de la vida presente; y se había convertido en la llaga viva del corazón de mamá.
Ella dijo:
«Deme esa carta, Paul».
Cuando ella hubo terminado de leerla, se la pedí a mi vez. Decía lo siguiente:
Señor conde: Creo que es mi deber hacerle saber que su hermano el marqués de Fumerol va a morir. Tal vez desee usted tomar algunas disposiciones, y no olvide que le he avisado.
Su segura servidora,
Mélanie
Papá murmuró:
«Hay que pensar en lo que conviene hacer. En mi situación, debo ir a velar los últimos momentos de su hermano».
Mamá prosiguió:
«Mandaré llamar al reverendo Poivron y le pediré consejo. Luego iré a ver a mi hermano con el reverendo y Roger. Usted, Paul, quédese aquí. No debe comprometerse. Estas cosas puede y debe hacerlas una mujer. Pero para un político en su situación es otra cosa. Pues a un adversario le sería fácil utilizar en su contra su acción más meritoria».
«Tiene razón —dijo mi padre—. Actúe según su inspiración, querida.»
Un cuarto de hora después, el reverendo Poivron entraba en el salón, y se le expuso la situación, que se analizó y se discutió desde todos los puntos de vista.
Si el marqués de Fumerol, uno de los grandes nombres de Francia, moría sin el auxilio de la religión, el golpe sería seguramente tremendo para la nobleza en general y para el conde de Tourneville en particular. Los librepensadores triunfarían. Los malvados periódicos cantarían victoria durante seis meses; el nombre de mi madre se vería enlodado por la prosa de los diarios socialistas; el de mi padre mancillado. No se podía permitir que ocurriera algo semejante.
Así pues, se decidió inmediatamente una cruzada que sería capitaneada por el reverendo Poivron, un cura menudo, gordo y pulcro, vagamente perfumado, un verdadero vicario de parroquia grande en un barrio noble y rico.
Se enganchó un landó y partimos los tres, mamá, el párroco y yo, para administrar los sacramentos a mi tío.
Se había decidido que veríamos primero a la señora Mélanie, quien había escrito la carta y que debía de ser la portera o la sirvienta de mi tío.
Me apeé en calidad de explorador delante de una casa, de siete plantas, y entré en un pasillo oscuro donde me costó encontrar el agujero oscuro del portero. Ese hombre me miró de arriba abajo con desconfianza.
Pregunté:
«¿La señora Mélanie, por favor?».
«¡No la conozco!»
«Pero si he recibido una carta suya.»
«Es posible, pero yo no la conozco. ¿Pregunta usted por una mantenida?»
«No, probablemente una criada. Me escribió para una colocación.»
«¿Una criada?… ¿Una criada?… Puede ser la del marqués. Vaya a ver, quinto piso a la izquierda.»
Dado que no preguntaba por una mantenida, se había vuelto más amable y me acompañó hasta el pasillo. Era un larguirucho con unas patillas blancas, aire de bedel y gestos majestuosos.
Subí a toda prisa por una larga escalera de caracol polvorienta cuyo pasamano no me atrevía a tocar y llamé con tres golpes discretos a la puerta de la izquierda del quinto piso.
Se abrió enseguida; y me encontré delante a una mujer desaliñada, enorme, impidiéndome el paso con sus brazos abiertos que se apoyaban en las dos jambas.
Gruñó:
«¿Por quién pregunta?».
«¿Es usted la señora Mélanie?»
«Sí.»
«Soy el vizconde de Tourneville.»
«Ah, bien. Entre.»
«Es que… mamá está abajo con un sacerdote.»
«Ah, bien… Vaya a buscarles. Pero tenga cuidado con el portero.»
Bajé y volví a subir con mamá, a quien seguía el reverendo. Me pareció que oía otros pasos detrás de nosotros.
En cuanto estuvimos en la cocina, Mélanie nos ofreció unas sillas y nos sentamos los cuatro para deliberar.
«¿Está mal?», preguntó mamá.
«Oh, sí, señora, no durará mucho.»
«¿Cree que está dispuesto a recibir la visita de un sacerdote?»
«Oh…, no creo.»
«¿Puedo verle?»
«Pues… sí…, señora…, sólo que…, sólo que… hay unas señoritas con él.»
«¿Qué señoritas?»
«Pues…, pues… sus amiguitas.»
«¡Ah!»
Mamá se había puesto como la grana.
El reverendo Poivron había bajado los ojos.
La situación comenzaba a divertirme y dije:
«¿Y si entro yo primero? Veré cómo me recibe y tal vez pueda preparar su corazón».
Mamá, que no captó la malicia, respondió:
«Sí, hijo mío.»
Pero se abrió una puerta en alguna parte y una voz, una voz de mujer, exclamó:
«¡Mélanie!».
La gordinflona criada se precipitó y respondió:
«¿Qué necesita, señorita Claire?».
«La tortilla, rápido.»
«En un minuto, señorita.»
Y, volviendo a donde estábamos nosotros, dio una explicación a esa llamada:
«Es una tortilla de queso que me encargaron para las dos como colación».
E inmediatamente rompió los huevos dentro de un cuenco y se puso a batir con energía.
Yo salí a la escalera y tiré de la campanilla a fin de anunciar mi llegada oficial.
Mélanie me abrió, me hizo tomar asiento en una antesala, fue a decirle a mi tío que estaba allí y luego regresó para rogarme que entrara.
El padre se escondió detrás de la puerta para aparecer a la primera seña.
No cabe duda de que me llevé una sorpresa al ver a mi tío. Ese viejo vividor era muy apuesto, muy solemne, muy elegante.
Sentado, casi acostado en un gran sillón, con las piernas envueltas en una manta, las manos, unas largas manos pálidas, colgantes sobre los brazos del asiento, esperaba la muerte con una dignidad bíblica. Su barba blanca caía sobre su pecho, y sus cabellos, también totalmente blancos, le llegaban a las mejillas.
De pie, detrás de su sillón, como para defenderle contra mí, dos jóvenes, dos gordas jóvenes, me miraban con los ojos de mirada atrevida de las mujerzuelas. En falda y bata, los brazos desnudos, con unos cabellos negros que les caían de cualquier modo sobre la nuca, calzadas con babuchas orientales con bordados de oro que dejaban ver los tobillos y las medias de seda, tenían el aspecto, junto a aquel moribundo, de las figuras inmorales de una pintura simbólica. Entre el sillón y la cama, una mesita cubierta con un mantel, con dos platos, dos vasos, dos tenedores y dos cuchillos, esperaba la tortilla de queso encargada hacía un rato a Mélanie.
Mi tío dijo con una voz débil, sin aliento, pero clara:
«Buenos días, hijo mío. Es tarde para venir a verme. No nos conoceremos por mucho tiempo».
Balbucí:
«Tío, no es por culpa mía…»
Respondió:
«No. Lo sé. Es por culpa de tu padre y de tu madre más que tuya… ¿Cómo están?».
«No están mal, gracias. Cuando han sabido que estaba enfermo, me han mandado para tener noticias de usted.»
«¡Ah! ¿Por qué no han venido también ellos?»
Yo levanté los ojos hacia las dos muchachas y dije bajito:
«No es culpa suya el que no hayan podido venir, tío. Pero sería difícil para mi padre e imposible para mi madre entrar aquí…».
El anciano no respondió nada, pero levantó su mano hacia la mía. Yo cogí esa mano pálida y fría y la mantuve en la mía.
Se abrió la puerta: entró Mélanie con la tortilla y la dejó sobre la mesa. Las dos mujeres se sentaron enseguida delante de sus platos y se pusieron a comer sin apartar los ojos de mí.
Dije:
«Tío, sería una gran alegría para mi madre darle un abrazo».
Murmuró:
«También a mí… me gustaría…».
Y se calló. No encontraba nada que proponerle, y ya no oía más que el ruido de los tenedores sobre la porcelana y ese vago movimiento de las bocas que mastican.
Ahora bien, el reverendo, que escuchaba detrás de la puerta, viendo nuestro embarazo y creyendo ganada la partida, juzgó llegado el momento de intervenir, y se mostró.
Mi tío se quedó tan estupefacto por esta aparición que permaneció primero inmóvil; luego abrió la boca como si quisiera tragarse al cura; a continuación gritó con voz fuerte, profunda y furiosa:
«¿Qué viene a hacer usted aquí?».
El reverendo, acostumbrado a las situaciones difíciles, seguía avanzando mientras murmuraba:
«Vengo de parte de su hermana, señor marqués. Es ella quien me manda… Se sentiría tan dichosa, señor marqués…».
Pero el marqués no escuchaba. Alzando una mano que señalaba la puerta con un gesto trágico y soberbio, decía irritado, jadeando:
«¡Salga de aquí…, salga de aquí…, ladrón de almas!… ¡Salga de aquí, violador de conciencias!… ¡Salga de aquí, forzador de puertas de moribundos!».
Y el reverendo retrocedía, y también yo lo hacía en dirección a la puerta, batiéndome en retirada con mi clérigo; y, vengadas, las dos jovencitas se habían levantado, dejando su tortilla a medio comer, y se habían colocado a ambos lados del sillón de mi tío, posando sus manos sobre sus brazos para calmarle, para protegerle contra las empresas criminales de la Familia y de la Religión.
El reverendo y yo nos reunimos con mamá en la cocina. Y Mélanie de nuevo nos ofreció unas sillas.
«Sabía perfectamente que no sería fácil —decía—. Hay que pensar en otra cosa, de lo contrario se nos escapará de las manos.»
Y empezamos a deliberar de nuevo. Mamá era de una opinión, el reverendo de otra. Yo proponía otra cosa.
Departíamos en voz baja desde hacía quizá una media hora cuando un gran ruido de muebles removidos y de gritos lanzados por mi tío, todavía más vehementes y terribles que los primeros, nos hicieron levantar a los cuatro.
Escuchamos a través de las puertas y los tabiques:
«Fuera de aquí…, fuera de aquí…, patanes…, groseros…, fuera de aquí bribones…, fuera…, fuera».
Mélanie acudió corriendo, luego regresó enseguida para pedirme ayuda. Yo acudí. Delante de mi tío levantado por la cólera, casi de pie y vociferando, dos hombres, uno detrás del otro, parecían esperar que se muriera del ataque de furia.
En su larga levita ridícula, en sus largos zapatos ingleses, en su aire de maestro de escuela sin empleo, en su cuello recto y en su corbata blanca, en sus cabellos lisos, en su semblante humilde de falso sacerdote de una religión bastarda, reconocí enseguida en el primero a un pastor protestante.
El segundo era el portero de la casa, que, seguidor del culto reformado, había venido detrás de nosotros, había asistido a nuestra derrota y corrido a llamar a su pastor con la esperanza de tener más suerte.
¡Mi tío parecía loco de la rabia! Si el ver al sacerdote católico, al sacerdote de sus antepasados, había irritado al marqués de Fumerol vuelto librepensador, el aspecto del pastor de su portero le había sacado completamente de sus casillas.
Yo cogí del brazo a los dos hombres y los eché fuera tan bruscamente que se abrazaron con violencia dos veces seguidas al pasar por las dos puertas que conducían a la escalera.
Luego desaparecí a mi vez y volví a la cocina, nuestro cuartel general, a fin de recibir consejo de mi madre y del reverendo.
Pero Mélanie, espantada, volvió a entrar gimiendo:
«Se muere…, se muere…, vengan rápido…, se muere…».
Mi madre salió corriendo. Mi tío se había caído al suelo, cuan largo era sobre el parqué, y ya no se movía. Creo que estaba ya muerto.
¡Mamá estuvo soberbia en ese momento! Se fue directa hacia las dos mujerzuelas arrodilladas junto al cuerpo y que trataban de levantarle. Y, señalándoles la puerta con una autoridad, una dignidad y una majestad irresistibles, dijo:
«Ahora os corresponde salir a vosotras».
Y ellas salieron, sin protestar, sin decir una palabra. Hay que añadir que yo me disponía a expulsarlas con la misma energía que al pastor y al portero.
Entonces el reverendo Poivron administró los sacramentos a mi tío con todas las oraciones de rigor, y le absolvió de sus pecados.
Mamá sollozaba, prosternada cerca de su hermano.
De pronto exclamó:
«Me ha reconocido. Me ha apretado la mano. ¡Estoy segura de que me ha reconocido… y que me ha dado las gracias! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué alegría!».
¡Pobre mamá! ¡Si hubiera comprendido o adivinado a quién y a qué debía ir dirigido ese agradecimiento!
Acostaron al tío en su cama. Estaba muerto de verdad esta vez.
«Señora —dijo Mélanie—, no tenemos sábanas para enterrarlo. Toda la ropa de cama pertenece a esas señoritas.»
Yo miré la tortilla que ellas no habían terminado de comerse, y tenía ganas de llorar y de reír a un tiempo. ¡En la vida hay, a veces, momentos y sensaciones graciosos de verdad!
Ahora bien, organizamos a mi tío un funeral magnífico, con cinco discursos en la tumba. El senador y barón de Croisselles probó, en palabras admirables, que Dios siempre logra la victoria en las almas de raza que se han extraviado momentáneamente. Todos los miembros del partido monárquico y católico seguían el cortejo con un entusiasmo de triunfadores, hablando de esa hermosa muerte tras una vida un tanto turbulenta.