Luego, no bien aparecía una línea blanca en el techo, anunciando el cercano día, se sentía liberado, solo, por fin, solo en su cuarto; y volvía a acostarse. Entonces dormía unas horas, con un sueño inquieto y febril, en el que se reanudaba a menudo en sueños la visión espantosa de sus vigilias.
Cuando más tarde bajaba a comer, se sentía lleno de agujetas como después de un gran esfuerzo; y apenas si comía, perseguido siempre por el temor de aquella a la que volvería a ver a la noche siguiente.
Bien sabía, sin embargo, que no se trataba de una aparición, que los muertos no retornan a la vida, y que su alma enferma, su alma obsesionada por un único pensamiento, por un recuerdo inolvidable, era la única causa de su suplicio, la única evocadora de la muerta resucitada por ella, llamada por ella y levantada también por ella ante sus ojos, en los que quedaba grabada su imagen imborrable. Pero también sabía que no se curaría, que no escaparía nunca a la persecución salvaje de su memoria; y decidió quitarse la vida antes que soportar por más tiempo tales tormentos.
Entonces pensó en la manera de matarse. Quería algo sencillo y natural, que no hiciera pensar en un suicidio. Pues le preocupaba su reputación, el buen nombre legado por sus padres; y si se sospechaba la causa de su muerte, pensarían sin duda en el crimen inexplicado, en el asesino imposible de encontrar, y no tardarían en acusarle de la fechoría.
Se le había ocurrido una extraña idea, como era hacerse aplastar por el árbol al pie del cual había asesinado a la pequeña Roque. Decidió, pues, hacer talar su oquedal y simular un accidente. Pero el haya se negó a aplastarle los riñones.
Tras volver a casa, presa de una loca desesperación, había cogido su revólver y luego no se había atrevido a descerrajarse un tiro.
Sonó la hora de la cena; tras haber comido, volvió a subir. Y no sabía lo que iba a hacer. Se sentía cobarde, ahora que había escapado una primera vez. Poco antes estaba preparado, firme, decidido, dueño de su valor y de su resolución; ahora se sentía débil y le temía a la muerte, tanto como a la muerta.
Balbuceaba: «Ya no tendré el valor…, ya no tendré el valor…» y miraba aterrado ya el arma sobre la mesa, ya la cortina que ocultaba la ventana. ¡También le parecía que ocurriría algo tremendo tan pronto como su vida se hubiera acabado! ¿El qué? ¿El qué? ¿Acaso su reencuentro? Ella le acechaba, le esperaba, le llamaba, y era para atraparle a su vez, para atraerle a su venganza y convencerle de quitarse la vida por lo que ella se mostraba así todas las noches.
Se puso a llorar como un niño repitiendo: «Ya no tendré el valor, ya no tendré el valor». Luego se dejó caer de rodillas y balbució: «Dios mío, Dios mío». Sin creer en Dios, sin embargo. Y ya no se atrevía, en efecto, a mirar hacia su ventana donde sabía que estaba agazapada la aparición, ni hacia su mesa donde relucía su revólver.
Cuando se hubo levantado de nuevo, dijo en voz alta: «Las cosas no pueden seguir así, hay que poner fin a esto».
El sonido de su voz en la habitación silenciosa hizo que un estremecimiento de miedo le recorriera todos los miembros; pero como no se decidía a tomar ninguna decisión; como sentía que el dedo de su mano se negaría siempre a apretar el gatillo del arma, volvió a esconder su cabeza debajo de las sábanas de su cama y reflexionó.
Tenía que encontrar algo que le forzara a morir, inventarse una astucia contra sí mismo que no le permitiera ya ninguna posible vacilación, ninguna dilación, ningún lamento. Envidiaba a los condenados a los que se lleva al cadalso flanqueados por unos soldados. ¡Oh, de haber podido rogarle a alguien que le disparara; de haber podido, confesando el estado de su alma, confesando el delito a un amigo de confianza que nunca lo revelase, conseguir que éste le diera muerte! Pero ¿a quién pedir tamaño favor? ¿A quién? Buscó entre las personas que conocía. ¿El doctor? No, lo contaría todo después… De repente se le ocurrió una extraña idea. Le escribiría al juez instructor, a quien conocía íntimamente, para denunciarse a sí mismo. En esa carta, se lo contaría todo, el crimen, los tormentos que soportaba y su resolución de morir, sus vacilaciones y el medio que empleaba para forzar su valor desfalleciente. Le suplicaría en nombre de su vieja amistad que destruyera su carta en cuanto supiera que el culpable se había hecho justicia. Renardet podía contar con ese magistrado, sabía que era de fiar, discreto, incapaz incluso de decir una palabra ligera. Era uno de esos hombres que tienen una conciencia inflexible gobernada, dirigida, regida por su sola razón.
Apenas hubo concebido este plan, una extraña alegría embargó su corazón. Ahora se sentía tranquilo. Iba a escribir su carta, con calma, y apenas se hiciera de día la echaría al buzón que colgaba de la pared de la alquería, luego subiría a su torre para ver llegar al cartero y, cuando el hombre con el blusón azul se fuera, se arrojaría de cabeza sobre las rocas que hacían de cimientos. Procuraría que primero le vieran los obreros que talaban su bosque, luego subiría al alto escalón que sostenía el asta de la bandera desplegada en los días de fiesta. Rompería el asta de una sacudida y se precipitaría con ella. ¿Cómo dudar de que se tratara de un accidente? Y se mataría de golpe, teniendo en cuenta su peso y la altura de la torre.
Salió enseguida de su cama, se acercó a la mesa y se puso a escribir; no olvidó nada, ni un detalle del crimen, ni un detalle de su vida de angustias, ni un detalle de los tormentos de su corazón y concluyó anunciando que se había condenado él mismo, que iba a ejecutar al criminal, y rogándole a su amigo, a su viejo amigo, que velara de que nunca se acusase a su memoria.
Al acabar su carta, reparó en que se había hecho de día. La cerró, la selló, escribió la dirección y acto seguido bajó a paso ligero, corrió hasta el blanco buzón colgado de la pared, en un ángulo de la alquería, y cuando hubo echado dentro ese papel que enervaba su mano, volvió deprisa, echó el cerrojo al portalón y subió a su torre para esperar el paso del cartero que se llevaría su condena de muerte.
¡Ahora se sentía tranquilo, liberado, salvado!
Un viento frío, seco, un viento helado acariciaba su cara. Él lo aspiraba ávidamente, con la boca abierta, bebiendo su gélida caricia. El cielo estaba rojo, de un rojo encendido, de un rojo invernal, y la llanura entera, blanca de escarcha, brillaba a los primeros rayos del sol, como si estuviera cubierta de polvillo de vidrio. Renardet, erguido, con la cabeza descubierta, miraba el vasto paisaje, los prados a la izquierda y a la derecha el pueblo cuyas chimeneas comenzaban a humear para el almuerzo.
Veía discurrir a sus pies el Brindille, entre las rocas contra las que se aplastaría dentro de poco. Se sentía renacer en aquella hermosa aurora helada, y lleno de fuerza, rebosante de vida. La luz le bañaba, le rodeaba, le penetraba como una esperanza. Le asaltaban mil recuerdos, recuerdos de mañanas parecidas, de marcha rápida por la tierra dura que resonaba bajo sus pasos, de partidas de caza felices al borde de los embalses donde duermen los patos salvajes. Todas las cosas buenas que le gustaban, las cosas buenas de la existencia acudían a su recuerdo, le aguijoneaban de deseos nuevos, despertaban todos los apetitos vigorosos de su cuerpo activo y robusto.
¿E iba a morir? ¿Por qué iba a quitarse la vida estúpidamente? ¿Por qué le temía a una sombra? ¿Miedo de nada? ¡Era rico y joven aún! ¡Qué locura! ¡Pero si le bastaría con una distracción, una ausencia, un viaje para olvidar! Esa misma noche, no había visto a la niña, porque su pensamiento, preocupado, estaba distraído en otra cosa. ¿Acaso no volvería a verla más? ¡Y si ella le seguía acosando en esa casa, sin duda no le seguiría a otras partes! ¡Ancho era el mundo y largo el porvenir! ¿Por qué morir?
Su mirada se paseaba por los prados, y percibió una mancha azul en el sendero que seguía el curso del Brindille. Era Médéric, que venía a traer las cartas de la ciudad y a llevarse las del pueblo.
Renardet tuvo un sobresalto, la sensación de que le atravesaba un dolor, y se lanzó escalera de caracol abajo para recuperar su carta, para reclamársela al cartero. Poco le importaba que le vieran ahora; corría a través de la hierba en la que resaltaba la leve helada de las noches, y llegó ante el buzón, en el ángulo de la alquería, justo al mismo tiempo que el cartero.
El hombre había abierto la puertecita de madera y retiraba algunos papeles allí depositados por los vecinos del pueblo.
Renardet le dijo:
—Buenos días, Médéric.
—Buenos días, señor alcalde.
—Mire, Médéric, he echado al buzón una carta que necesito. Vengo a pedirle que me la devuelva.
—Está bien, señor alcalde, se la daré.
Y el cartero levantó los ojos. Se quedó estupefacto ante el semblante de Renardet; tenía las mejillas moradas, los ojos turbios, ribeteados de negro, como rehundidos, el pelo alborotado, la barba enmarañada, la corbata deshecha. Era evidente que no se había acostado.
El hombre preguntó:
—¿Está usted enfermo, señor alcalde?
El otro, comprendiendo de repente que su aspecto debía de ser extraño, perdió el dominio de sí, balbució:
—¡Qué va!…, ¡qué va!… Sólo que he saltado de la cama para venir a pedirte esta carta… Dormía… ¿Comprende?…
Una vaga sospecha cruzó por la mente del antiguo soldado.
Prosiguió:
—¿Qué carta?
—La que va a devolverme.
Ahora, Médéric dudaba, no le parecía natural la actitud del alcalde. Acaso esa carta encerraba un secreto, un secreto de política. Sabía que Renardet no era republicano, y conocía todas las artimañas y todos los engaños que se emplean en las elecciones.
Preguntó:
—¿A quién iba dirigida esa carta?
—¡Al señor Putoin, el juez de instrucción; ya sabe, al señor Putoin, que es amigo mío!
El cartero buscó entre los papeles y encontró la carta que le reclamaban. Entonces se puso a mirarla, dándole la vuelta varias veces entre sus dedos, muy perplejo, muy turbado por temor a cometer una falta grave o a ganarse la enemistad del alcalde.
Viendo su duda, Renardet hizo un movimiento para coger la carta y arrancársela de las manos. Este brusco gesto convenció a Médéric de que se trataba de un misterio importante y le hizo decidirse a cumplir con su deber, al precio que fuese.
Metió el sobre dentro de su saca y la volvió a cerrar, respondiendo:
—No, no puedo, señor alcalde. En vista de que iba dirigida al juez, no puedo.
Una angustia espantosa encogió el corazón de Renardet, que balbució:
—Pero me conoce usted perfectamente. Puede reconocer incluso mi letra. Le digo que necesito esa carta.
—No puedo.
—Veamos, Médéric, sabe que soy incapaz de engañarle, le digo que la necesito.
—No. No puedo.
Un estremecimiento de cólera agitó el alma violenta de Renardet.
—¡Rediez!, ándese usted con cuidado. Sabe que no bromeo y que puedo hacerle perder su empleo, buen hombre, y bien pronto. Y además soy el alcalde del pueblo; y le ordeno que ahora mismo me devuelva la carta.
El cartero respondió con firmeza:
—¡No, no puedo, señor alcalde!
Entonces Renardet, perdiendo la cabeza, le cogió de los brazos para quitarle su saca; pero el hombre se liberó de una sacudida y, retrocediendo, alzó su grueso bastón de acebo. Dijo, sin perder la calma en ningún momento:
—¡Eh, no me toque, señor alcalde, o le doy! Ándese con cuidado. ¡Yo cumplo con mi deber!
Sintiéndose perdido, Renardet adoptó de repente una actitud humilde, suave, implorante como un niño que llora.
—Vamos, vamos, amigo, devuélvame esa carta, le recompensaré, le daré dinero, tenga, tenga, le daré cien francos, ¿entendido?, cien francos.
El hombre se dio media vuelta y echó a andar.
Renardet le seguía, jadeante, balbuciendo:
—Médéric, Médéric, escuche, le daré mil francos, ¿entendido?, mil francos.
El otro seguía adelante, sin responder. Renardet prosiguió:
—Le haré rico…, ¿entendido?, lo que usted quiera… Cincuenta mil francos… Cincuenta mil francos por esa carta… ¿A usted qué le importa? ¿No quiere?… Pues bien, cien mil…, diga…, cien mil francos…, ¿entendido?…, cien mil francos…, cien mil francos.
El cartero se volvió, con una expresión dura y mirada severa:
—Basta ya, o daré cuenta a la justicia de todo lo que acaba de decirme.
Renardet se detuvo en seco. Estaba acabado. No tenía ya esperanza. Se dio la vuelta y se largó hacia su casa, corriendo como un animal en fuga.
Entonces Médéric se detuvo a su vez y observó esa huida con estupefacción. Vio regresar al alcalde a su casa, y siguió esperando como si no pudiera dejar de ocurrir algo sorprendente.
Pronto, en efecto, apareció Renardet cuan alto era arriba en la torre del Zorro. Corría en torno a la plataforma como un loco; luego cogió el asta de la bandera y la sacudió con furor sin conseguir romperla, y a continuación, a modo de un nadador que se lanza de cabeza, se tiró de súbito al vacío con las dos manos por delante.
Médéric se precipitó para socorrerle. Al atravesar el parque, vio a los leñadores que iban al trabajo. Les llamó a voces para avisarles del accidente; y ellos encontraron al pie de los muros un cuerpo ensangrentado cuya cabeza se había aplastado contra una roca. El Brindille le rodeaba, y en sus aguas, en aquel punto anchurosas, cristalinas y tranquilas, se veía fluir un largo hilillo rosa de cerebro y de sangre mezclados.
Ayer fue 31 de diciembre.
Acababa yo de desayunar con mi viejo amigo Georges Garin. El criado le trajo una carta repleta de sellos y de timbres extranjeros.
Georges me dijo:
—¿Me permites?
—Por supuesto.
Y se puso a leer ocho páginas escritas en inglés con una letra grande, trazada en todas direcciones. Las leía lentamente, con seria atención, con ese interés que se pone en las cosas que le conmueven a uno.
Luego dejó la carta en una esquina de la chimenea y dijo:
*
Mira, ésta es una curiosa historia que no te he contado nunca, una historia sentimental, ¡que me sucedió precisamente a mí! Fue en verdad una extraña Nochevieja la de aquel año. ¡Hará de ello ya veinte años… pues yo tenía treinta, y ahora tengo ya cincuenta!…
Era yo por aquel entonces inspector de la Compañía de Seguros Marítimos, que actualmente dirijo. Me disponía a pasar en París la festividad de Año Nuevo, puesto que se ha convenido en hacer de este día un día festivo, cuando recibí una carta del director en la que me ordenaba partir de inmediato hacia la isla de Ré, donde acababa de encallar un buque de tres palos de Saint-Nazaire, asegurado por nosotros. En ese momento eran las ocho de la mañana. Llegué a la Compañía a las diez para recibir instrucciones; y, esa misma tarde, tomaba el expreso que me dejaba en La Rochelle al día siguiente, 31 de diciembre.
Disponía de dos horas antes de subir a bordo del barco que hacía la travesía a Ré, el
Jean-Guiton
. Di una vuelta por la ciudad. La Rochelle es una ciudad extraña, con carácter, con sus calles enredadas como un laberinto y cuyas aceras corren bajo unas galerías sin fin, galerías con arcadas como las de la rue de Rivoli, pero bajas, esas galerías y esas arcadas rebajadas, misteriosas, que se dirían construidas, y luego conservadas, como un decorado de conspiradores, el decorado antiguo y sorprendente de las guerras de antaño, de las guerras de religión heroicas y salvajes. Es la vieja ciudad hugonote, grave, discreta, sin ninguno de esos admirables monumentos que hacen tan magnífica a Ruán, pero notable por su severa fisonomía, un tanto burlona también, una ciudad de guerreros empecinados, donde deben de proliferar los fanatismos, la ciudad donde se exaltó la fe de los calvinistas y donde se tramó la conjura de los cuatro sargentos.
1
Tras haber vagado un rato por esas calles singulares, subí a bordo de un pequeño buque de vapor, negro y panzudo, que había de llevarme a la isla de Ré. Zarpó resoplando, con aire colérico, pasó por entre las dos torres antiguas que guardan el puerto, atravesó la rada, salió del dique construido por Richelieu y cuyas enormes piedras se ven a flor de agua, piedras que encierran la ciudad como un inmenso collar; luego dobló a la derecha.
Era uno de esos días tristes que oprimen, aplastan el ánimo, encogen el corazón, extinguen en nosotros toda fuerza y energía; un día gris, glacial, enmugrecido por una pesada bruma, húmeda como de lluvia, fría como escarcha, fétida como las emanaciones de un albañal.
Bajo ese techo de niebla baja y siniestra, la mar amarilla, la mar poco profunda y arenosa de esas playas infinitas, permanecía sin un rizo, sin un movimiento, sin vida, un mar de agua turbia, de agua oleosa, de agua estancada. El
Jean-Guiton
la surcaba balanceándose ligeramente, por costumbre, hendiendo esa extensión opaca y tersa, dejando luego tras de sí algunas olas, algún chapaleo, alguna ondulación que no tardaban en calmarse.
Yo me puse a charlar con el capitán, un hombrecillo casi sin piernas, tan rechoncho como su barco y bamboleante como él. Quería conocer algunos detalles acerca del siniestro que iba a comprobar. Un gran buque cuadrado de tres palos de Saint-Nazaire, el
Marie-Joseph
, había encallado, durante una noche de huracán, en las arenas de la isla de Ré.
La tempestad había lanzado tan lejos a dicha embarcación, escribía el armador, que había sido imposible reflotarla y habían tenido que llevarse lo más rápidamente posible todo cuanto podía ser desprendido. Iba a tener, pues, que comprobar la situación del pecio, apreciar cuál debía de ser su estado antes del naufragio, juzgar si se habían hecho todos los esfuerzos posibles para reflotarlo. Iba yo como agente de la Compañía para, si fuera preciso, ser posteriormente testigo de cargo durante el proceso.
A la recepción de mi informe, el director tomaría las medidas que considerara oportunas para salvaguardar nuestros intereses.
El capitán del
Jean-Guiton
conocía perfectamente el asunto, tras haber sido llamado a tomar parte, con su navío, en los intentos de salvamento.
Me contó el siniestro, muy simple por otra parte. El
Marie-Joseph
, empujado por una furiosa ventolera, perdido en la noche, navegando al azar por un mar espumoso —«un mar de sopa de leche», como decía el capitán—, había acabado encallando en esos inmensos bancos de arena que convierten las costas de esa región, en las horas de marea baja, en verdaderos Saharas ilimitados.
Mientras hablábamos, yo miré alrededor y delante de mí. Entre el océano y el cielo plomizo había un espacio libre en el que la mirada alcanzaba lejos. Estábamos costeando una zona de tierra. Pregunté:
«¿Es la isla de Ré?».
«Sí, señor.»
De improviso el capitán, alargando la mano derecha delante de nosotros, me indicó, en pleno mar, una cosa casi imperceptible, y me dijo:
«¡Ahí tiene su barco!».
«¿El
Marie-Joseph
?…»
«Sí.»
Yo estaba estupefacto. Ese punto negro, casi invisible, que habría tomado por un escollo, me parecía situado a tres kilómetros como mínimo de la costa.
Proseguí:
«Pero, capitán, ¡el lugar que me indica parece de una profundidad de por lo menos cien brazas!».
Él se echó a reír.
«¿Cien brazas, amigo?… ¡Ni dos brazas, se lo aseguro!…»
Era un bordelés. Continuó:
«Tenemos marea alta, son las nueve y cuarenta minutos. Después de haber comido en el Hotel del Delfín, vaya por la playa con las manos en los bolsillos y le garantizo que, a las dos y cincuenta minutos o, a lo más tardar, a las tres, llegará al pecio con los pies secos, amigo, y dispondrá de una hora y tres cuartos a dos horas para permanecer en él, no más, porque de lo contrario sería una trampa. Cuanto más lejos se va el mar, más deprisa vuelve. ¡Esta costa es llana como una mesa! Regrese a las cinco menos diez, hágame caso; y a las siete y media embarque de nuevo en el
Jean-Guiton
que le llevará de vuelta esta misma noche al puerto de La Rochelle».
Yo le di las gracias al capitán y fui a sentarme en la proa del vapor, para observar la pequeña ciudad de Saint-Martin, a la que nos acercábamos rápidamente.
Se parecía a todos los puertos en miniatura que hacen de capital de todas las islitas diseminadas a lo largo de los continentes. Era un gran pueblo de pescadores, con un pie en el agua y otro en tierra, que vivía de la pesca y de las aves de corral, de las verduras y de los moluscos, de los rábanos y de los mejillones. La isla es muy baja, está poco cultivada, y parece no obstante muy poblada; pero yo no me adentré en ella.
Tras haber comido, superé un pequeño promontorio; a continuación, como el mar descendía rápidamente, me dirigí, a través de la arena, hacia una especie de roca negra que divisaba por encima del agua, a lo lejos, a lo lejos.
Iba deprisa por esa extensión llana, amarilla, elástica como si fuera carne y que parecía sudar bajo mis pies. Momentos antes estaba allí el mar, y ahora lo veía huir lejos, hasta donde se perdía la vista, y ya no distinguía la línea que separaba la arena del océano. Me parecía asistir a un gigantesco espectáculo, mágico y sobrenatural. Hacía un rato tenía delante de mí el Atlántico, y luego éste había desaparecido en la arena, como los escenarios teatrales en los escotillones, y ahora caminaba en medio de un desierto. Sólo me quedaba la sensación, el aliento del agua salada. Percibía el olor a algas, el olor a olas, el olor áspero y saludable de las costas. Iba deprisa, no tenía frío: miraba el pecio que se agrandaba a medida que avanzaba y ahora parecía una enorme ballena naufragada.
Parecía brotar del suelo y, en aquella inmensa extensión llana y amarilla, adquiría proporciones extraordinarias. Llegué al cabo de una hora de caminata. Yacía sobre un costado, reventado, quebrado, mostrando, como el costillar de una bestia, sus huesos rotos, sus huesos de madera embreada, horadados por unos clavos enormes. Lo había invadido ya la arena, que había penetrado por todas las hendiduras, y lo sujetaba, lo poseía, no lo dejaría ya, como si hubiera echado raíces. La proa se había adentrado profundamente en esa playa suave y pérfida, mientras que la popa, levantada, parecía arrojar hacia el cielo, como un grito de llamada desesperada, esas dos palabras blancas en la borda negra:
Marie-Joseph
.
Escalé ese cadáver de navío por su lado más bajo; luego, tras llegar a la cubierta, penetré en su interior. La luz, que entraba por las escotillas hundidas y por las rendijas de los costados, iluminaba tristemente esa suerte de bodegas alargadas y oscuras, recubiertas de maderas destrozadas. No había allí dentro más que arena que servía de suelo a ese subterráneo de tablas.
Me puse a tomar notas sobre el estado de la embarcación. Me había sentado sobre un barril vacío y roto, y escribía al resplandor de una ancha abertura por donde podía ver la extensión ilimitada de la playa. Un singular estremecimiento de frío y de soledad recorría mi piel de tanto en tanto; y a ratos dejaba de escribir para escuchar el ruido vago y misterioso del pecio: un ruido de cangrejos que raspaban el revestimiento con sus ganchudas pinzas, el ruido de los mil pobladores del mar instalados ya dentro de aquel cadáver y también el ruido tenue y regular de la taraza que roe sin cesar, con su chirrido de tijera, todos los viejos maderámenes, que agujerea y devora.
Y, de pronto, oí unas voces humanas muy cerca de mí. Di un salto como ante una aparición. Creí realmente, durante un segundo, que iba a ver levantarse, del fondo de la siniestra cala, a dos ahogados que me contarían su muerte. No tardé mucho, en verdad, en trepar a la cubierta a fuerza de brazos: y vi de pie, en la proa del navío, a un señor alto con tres muchachas, o más bien, a un inglés alto con tres
misses
. Sintieron, seguramente, más miedo aún ellos que yo al ver surgir rápidamente a ese ser sobre el buque de tres palos abandonado. La más joven de las muchachas echó a correr; las otras dos se cogieron a su padre de una brazada; en cuanto a él, se quedó con la boca abierta; fue el único signo que dejó traslucir su emoción.
Luego, tras unos segundos, dijo:
«Ooh, señor, ¿ser usted el propietario de esta embarcación?».
«Sí, señor.»
«¿Poder visitarla?»
«Sí, señor.»
Entonces pronunció una larga frase inglesa de la que sólo capté esta palabra:
gracious
, repetida varias veces.
Como buscaba un lugar por el que trepar, le indiqué el mejor y le tendí la mano. Subió; luego ayudamos a las tres chicas, tranquilizadas. ¡Eran encantadoras, sobre todo la mayor, una rubiecita de unos dieciocho años, lozana como una flor, y tan fina, tan graciosa! Es cierto que las inglesas bonitas tienen aspecto de tiernos frutos de mar. Se hubiera dicho que ésta acababa de salir de la arena y que sus cabellos habían conservado su matiz. Hacen pensar, con su exquisita lozanía, en los delicados colores de las conchas rosáceas y en las perlas nacaradas, raras, misteriosas, abiertas en las profundidades ignotas de los océanos.
Hablaba un poco mejor que su padre; y nos hizo de intérprete. Hubo que contar con todo pormenor el naufragio, que me inventé, como si hubiera asistido a la catástrofe. Luego, la familia al completo descendió al interior del pecio. Una vez que hubieron penetrado en esa sombría galería, apenas iluminada, lanzaron unos gritos de asombro y de admiración; y de repente el padre y las tres hijas tenían en sus manos unos cuadernos, que llevaban escondidos sin duda dentro de sus grandes ropas impermeables, y comenzaron al mismo tiempo cuatro croquis a lápiz de aquel lugar triste y extraño.
Se habían sentado, unos al lado de los otros, sobre una viga que sobresalía, y los cuatro cuadernos, sobre las ocho rodillas, se cubrían de pequeñas líneas negras que debían de representar el vientre entreabierto del
Marie-Joseph
.
Mientras trabajaban, la mayor de las muchachas charlaba conmigo, que seguía inspeccionando el esqueleto del navío.
Me enteré de que pasaban el invierno en Biarritz y que habían venido expresamente a la isla de Ré para contemplar ese buque de tres palos embarrancado. Esa gente no tenía nada de la altivez inglesa; eran sencillos y honestos chiflados, de esos eternos seres errabundos de los que Inglaterra llena el mundo. El padre alto, enjuto, con el semblante colorado enmarcado por unas patillas canosas, verdadero sándwich viviente, una loncha de jamón cortada a modo de cabeza humana entre dos cojinetes de pelos; las hijas, talluditas, pequeñas zancudas en fase de crecimiento, también enjutas, salvo la primogénita, y las tres amables, pero sobre todo la mayor.
Tenía ésta una manera tan graciosa de hablar, de contar, de reír, de comprender y de no comprender, de levantar la mirada para preguntarme, unos ojos azules como el agua profunda, de dejar de dibujar para imaginar, de ponerse de nuevo al trabajo y de decir
yes
o
no
, que me habría quedado un tiempo indefinido escuchándola y mirándola.
De repente, murmuró:
«Yo sentir un pequeño movimiento en el barco».
Presté oídos; y enseguida distinguí un ligero ruido, singular, continuo. ¿Qué era? Me levanté para ir a mirar por la abertura, y lancé un fuerte grito. ¡El mar nos había alcanzado; iba a rodearnos!
Nos fuimos inmediatamente a cubierta. Era demasiado tarde. El agua nos rodeaba, y corría hacia la costa con una rapidez prodigiosa. No, correr no corría, se deslizaba, se arrastraba, se extendía como una mancha desmesurada. Apenas unos centímetros de agua cubrían la arena; pero ya no se veía la línea fugitiva del imperceptible oleaje.
El inglés quiso lanzarse al agua; yo le retuve; la huida era imposible, a causa de las marismas profundas que habíamos tenido que circundar a la ida y en las que caeríamos a la vuelta.