Hubo, en nuestros corazones, un minuto de horrible angustia. Luego la pequeña inglesa se puso a sonreír y murmuró:
«¡Nosotros ser los náufragos!».
Me dieron ganas de reír; pero me oprimía el miedo, un miedo cobarde, espantoso, ruin y solapado como ese oleaje. Todos los peligros que corríamos se me representaron al mismo tiempo. Tenía ganas de gritar: «¡Socorro!». Pero ¿a quién?
Las dos jóvenes inglesas estaban acurrucadas contra su padre, que miraba, con ojos consternados, el mar desmesurado en torno a nosotros.
Y caía la noche, tan rápida como el océano ascendente, una noche plomiza, húmeda, helada.
Dije:
«No queda más remedio que quedarse en este barco».
El inglés respondió:
«Oh, yes!»
Y allí nos quedamos un cuarto de hora, una media hora, no sé, la verdad, cuánto tiempo mirando, a nuestro alrededor, esa agua amarilla que se adensaba, remolineaba, parecía burbujear, parecía jugar sobre la inmensa playa reconquistada.
Una de las muchachas tuvo frío, y se nos ocurrió la idea de volver a bajar para ponernos al abrigo de la brisa ligera, pero helada, que nos rozaba y nos punzaba la piel.
Me incliné sobre la escotilla. El navío estaba lleno de agua. Entonces tuvimos que acurrucarnos contra la borda de popa, que nos servía un poco de resguardo.
Ahora nos envolvían las tinieblas, y permanecimos apretados los unos contra los otros, rodeados de sombra y de agua. Yo sentía temblar, contra mi hombro, el de la pequeña inglesa, cuyos dientes castañeteaban a ratos; pero también sentía el dulce calor de su cuerpo a través de las telas, y este calor me resultaba delicioso como un beso. No hablábamos ya; permanecíamos inmóviles, mudos, agazapados como bestias dentro de una zanja en las horas de huracán. Y, sin embargo, a pesar de todo, a pesar de la noche, a pesar del peligro terrible y creciente, yo comenzaba a sentirme feliz de estar allí, feliz del frío y del peligro, feliz de esas largas horas de sombra y de angustia que había que pasar sobre aquella tablazón tan cerca de esa linda y graciosa muchacha.
Me preguntaba por qué me embargaba esa extraña sensación de bienestar y de alegría.
¿Por qué? ¿Quién sabe? ¿Porque ella estaba allí? ¿Quién era ella? ¿Una joven inglesa desconocida? ¡No la amaba, ni siquiera la conocía, y sin embargo me sentía enternecido, conquistado! ¡Me hubiera gustado salvarla, consagrarme a ella, hacer mil locuras! ¡Qué cosa más extraña! ¿Cómo es posible que la presencia de una mujer nos trastorne de tal modo? ¿Acaso es el poder de su gracia que nos envuelve? ¿La seducción de la preciosura y de la juventud que nos embriaga como lo haría el vino?
¿No es más bien una especie de contacto del amor, del amor misterioso, que busca sin descanso unir a los seres, que pone a prueba su poder apenas ha puesto frente a frente al hombre y a la mujer, llenándoles de emoción, de una emoción confusa, secreta, profunda, tal como se riega la tierra para que broten las flores?
Pero el silencio de las tinieblas se tornaba pavoroso, el silencio del cielo, pues oíamos en torno a nosotros, incierto, un ligero, infinito rumor, el rumor vago del mar que subía y el chapaleo monótono de la corriente contra el barco.
De repente, oí unos sollozos. La más pequeña de las inglesas lloraba. Entonces su padre quiso consolarla, y se pusieron a hablar en su lengua, que yo no comprendía. Adiviné que intentaba tranquilizarla y que ella seguía teniendo miedo.
Le pregunté a mi vecina:
«¿Tiene usted frío,
miss
?».
«¡Oh, sí! Tener frío mucho.»
Quise dejarle mi abrigo, pero ella rehusó; pero yo me lo había quitado ya; la cubrí con él a pesar suyo. En la breve lucha, toqué su mano, lo cual me provocó un estremecimiento agradabilísimo en todo el cuerpo.
Desde hacía unos minutos, el aire se estaba volviendo más impetuoso, el chapaleo del agua más fuerte contra los costados del navío. Me enderecé; un gran soplo rozó mi rostro. ¡Se estaba levantando el viento!
El inglés se dio cuenta de ello al mismo tiempo que yo, y se limitó a decir:
«No pintar nada bien esto para nosotros…».
Seguramente no pintaba nada bien, era la muerte segura si unas olas, aunque fuesen unas olas débiles, venían a batir y sacudir el pecio, tan roto y desencajado que la primera ola algo fuerte lo haría papilla.
Entonces nuestra angustia fue en aumento segundo a segundo con las ráfagas cada vez más fuertes. Ahora, la mar rompía un poco, y yo veía en las tinieblas unas líneas blancas aparecer y desaparecer, líneas de espuma, mientras que cada ola golpeaba la quilla del
Marie-Joseph
, la agitaba con un breve estremecimiento que nos llegaba hasta el corazón.
La inglesa temblaba; yo la sentía estremecerse contra mí, y tenía unas ganas locas de cogerla entre mis brazos.
Allá lejos, delante de nosotros, a derecha e izquierda, y también detrás, brillaban unos faros en la costa, unos faros blancos, amarillos, rojos, giratorios, semejantes a unos ojos enormes, a unos ojos de gigante que nos miraban, nos acechaban, esperaban ávidamente que desapareciéramos. Uno de ellos sobre todo me irritaba. Se apagaba cada treinta segundos para volver a encenderse a continuación; era exactamente como un ojo con su párpado que bajaba sin cesar sobre su mirada de fuego.
De rato en rato, el inglés encendía una cerilla para consultar la hora; luego volvía a guardarse su reloj en el bolsillo. De repente, me dijo, por encima de las cabezas de sus hijas, con una soberana seriedad:
«Señor, le deseo buen año».
Era medianoche. Yo le tendí la mano, que él apretó; luego pronunció una frase en inglés, y de repente sus hijas y él se pusieron a cantar el
God save the Queen
, que ascendió por la negrura del aire, por el aire mudo, y se evaporó a través del espacio.
Primero me dieron ganas de reír; pero luego me embargó una emoción intensa y extraña.
Era algo siniestro y soberbio ese canto de náufragos, de condenados, algo como una oración, y también algo más grande, comparable al antiguo y sublime
Ave, Caesar, morituri te salutant
.
Cuando hubieron terminado, pedí a mi vecina que cantara sola una balada, una leyenda, lo que ella quisiera, para hacernos olvidar nuestras angustias. Ella aceptó y enseguida su voz clara y joven voló en la noche. Cantaba algo triste sin duda, pues las notas se prolongaban largamente, salían lentas de su boca y revoloteaban, como pájaros malheridos, por encima de las olas.
El mar crecía, batía ahora nuestro pecio. Yo y a no pensaba más que en esa voz. Y también en las sirenas. Si hubiera pasado una barca cerca de nosotros, ¿qué habrían dicho los marineros? ¡Mi espíritu atormentado se extraviaba en el sueño! ¡Una sirena! ¿No era, en efecto, una sirena, esa hija de los mares, la que me había retenido en ese navío carcomido y que, dentro de un rato, iba a hundirse conmigo entre las olas?…
Pero de repente rodamos los cinco por la cubierta, pues el
Marie-Joseph
se había asentado sobre su costado derecho. La inglesita me había caído encima y yo, locamente, sin saber ni comprender, convencido de que había llegado mi última hora, la besaba con ardor en la mejilla, en la sien, en los cabellos. El barco no se movía ya, así como tampoco nosotros.
El padre dijo: «¡Kate!». La que yo sujetaba respondió
yes
, e hizo un movimiento para desprenderse. Cierto que en ese momento hubiera querido que el barco se hubiera partido en dos para caer en el agua con ella.
El inglés prosiguió:
«Un pequeño balanceo, no ser nada. Yo tener a mis tres hijas a salvo».
¡Inicialmente, al no ver ya a la mayor, había creído que la había perdido!
Yo me levanté lentamente, y percibí, de repente, una luz en el mar, muy cerca de nosotros. Grité; respondieron. Era una barca que nos buscaba, al haber previsto el director del hotel nuestra imprudencia.
Estábamos salvados. ¡Yo me sentía desolado! Nos recogieron de dentro de nuestra balsa y nos llevaron a Saint-Martin.
El inglés, ahora, se frotaba las manos y murmuraba:
«¡Buena cena!, ¡buena cena!».
Cenamos, en efecto. Yo no estuve alegre, echaba de menos el
Marie-Joseph
.
Hubo que separarse, al día siguiente, tras muchos abrazos y promesas de escribirse. Ellos partieron para Biarritz. Poco faltó para que yo les siguiera.
Estaba enamorado perdido; a punto estuve de pedir la mano de esa muchacha. ¡Cierto que, de haber pasado ocho días juntos, me habría casado con ella! ¡Qué débil e incomprensible es, a veces, el hombre!
Pasaron dos años sin que tuviera noticias de ellos; luego recibí una carta de Nueva York. Ella se había casado, y me lo comunicaba. Y, desde entonces, nos escribimos cada año el uno de enero. Ella me cuenta su vida, me habla de sus hijos, de sus hermanas, ¡nunca de su marido! ¿Por qué? ¡Ah!, ¿por qué?… Y yo no le hablo sino del
Marie-Joseph
… Quizá sea la única mujer a la que he amado…, no…, a la que habría amado… ¡Ah!…, eso es…, ¿saben?… Los acontecimientos nos arrastran… Y luego… y luego… todo pasa. Ella debe de ser actualmente vieja…, no la reconocería… ¡Ah!, ¡la de otro tiempo…, la del pecio…, qué criatura… divina! Me escribe que ya tiene todos los cabellos canos… ¡Ah!, ¡sus rubios cabellos!… No, la mía ya no existe… ¡Qué triste es… todo esto!…
Había verdaderamente en aquel caso un misterio que ni los propios miembros del jurado ni el presidente, ni tampoco el mismo fiscal, conseguían comprender.
La joven Prudent (Rosalie), criada en casa de los Varambot, en Mantes, tras quedarse embarazada sin que sus amos lo supieran, había dado a luz, de noche, en su buhardilla, matando y enterrando luego a su hijo en el huerto.
Era uno de tantos infanticidios perpetrados por las sirvientas. Pero un hecho seguía siendo inexplicable. El registro practicado en el cuarto de la joven Prudent había llevado a descubrir un ajuar completo de niño, realizado por la propia Rosalie, que se había pasado las noches cortándolo y cosiéndolo por espacio de tres meses. El tendero al que había comprado las velas, que ella había pagado con su salario para hacer ese largo trabajo, había ido a testificar. Además, había sido probado asimismo que la comadrona del pueblo, a la que había informado de su estado, le había dado todas las indicaciones y todos los consejos prácticos por si tenía un parto prematuro en un momento en que no fuera posible prestarle ayuda alguna. Le había buscado además una colocación en Poissy, en previsión de su despido, pues el matrimonio Varambot no bromeaba con cuestiones de moral.
Estaban allí, asistiendo a las sesiones, el hombre y la mujer, pequeños rentistas de provincias, furiosos contra aquella pelandusca que había mancillado su casa. Hubieran querido verla guillotinada en el acto, sin juicio siquiera, y hacían declaraciones venenosas contra ella que se convertían en su boca en acusaciones.
La culpable, una guapa y alta joven de la baja Normandía, bastante instruida para su condición, lloraba sin parar y no respondía nada.
Como todo parecía indicar que esperaba conservar y criar a su hijo, se suponía que había cometido su bárbara acción en un momento de desesperación y de locura.
El presidente trató una vez más de hacerla hablar, de conseguir una confesión y, tras habérselo pedido con gran dulzura, le hizo comprender finalmente que todos los hombres allí reunidos para juzgarla no querían su muerte y que incluso podían compadecerse de ella.
Entonces ella se decidió.
Él preguntó:
—Veamos, díganos en primer lugar quién es el padre de la criatura.
Hasta ese momento lo había ocultado con obstinación.
Respondió de repente, mirando a sus amos que acababan de calumniarla con rabia.
—Es el señor Joseph, el sobrino del señor Varambot.
El matrimonio tuvo un sobresalto y exclamaron al unísono:
—¡Eso es falso! Miente. Es una infamia.
El presidente les hizo callar y prosiguió:
—Continúe, por favor, y díganos cómo ocurrió.
Entonces ella se puso a hablar atropelladamente, aliviando su cerrado corazón, su pobre corazón solitario y destrozado, desahogando ahora su tristeza, toda su tristeza delante de aquellos hombres severos a los que había tomado hasta ese momento por unos enemigos y unos jueces inflexibles.
—Sí, fue el señor Joseph Varambot, cuando vino de vacaciones el año pasado.
—¿Qué es lo que hizo el señor Joseph Varambot?
—Es suboficial de artillería, señor. Se quedó dos meses en casa. Dos meses de verano. Yo no desconfié cuando él empezó a mirarme y luego a decirme halagos y ternezas durante todo el día. Y yo me lo acabé creyendo, señor. Y él no paraba de repetirme lo guapa, lo agradable que yo era y que le gustaba… También él a mí me gustaba, por supuesto… ¿Qué quieren…? Cuando se está sola se presta oídos a estas cosas…, cuando se está sola, sin nadie…, como lo estaba yo. Yo estoy sola en el mundo, señor…, no tengo a nadie con quién hablar, nadie a quien contarle mis problemas… Ya no tengo ni padre ni madre, ni hermanos ni hermanas…, ¡nadie! Y para mí fue como si hubiera recuperado a un hermano cuando empezó a hablar conmigo. Luego, una tarde, me pidió que fuera con él a la orilla del río, para charlar sin dar que hablar. Y yo fui… ¿Qué sé yo?… ¿Quién podía pensar en lo que sucedería después?… Él me cogía de la cintura… Yo no quería, claro que no…, no…, no… Pero no pude… Yo estaba al borde de las lágrimas por el tiempo delicioso que hacía… Había un claro de luna… No pude… No…, se lo juro…, no pude…, él hizo conmigo lo que quiso… Y la cosa siguió tres semanas más, todo el tiempo que él se quedó… Yo le hubiera seguido a los confines del mundo…, pero él se fue… ¡Yo no sabía que estaba embarazada!… No lo supe hasta el mes siguiente…
Rompió a llorar tan ruidosamente que hubo que dejarla un rato para que se recuperara.
Luego el presidente prosiguió con el tono de un sacerdote en el confesionario:
—Vamos, continúe.
Ella siguió diciendo:
—Cuando me di cuenta de que estaba embarazada, avisé a la señora Boudin, la comadrona, quien puede confirmarlo. Y le pregunté qué debía hacer si me ponía de parto sin que ella estuviera presente. Y luego, todas las noches hasta la una, estuve preparando el ajuar; y me busqué otra colocación, porque estaba segura de que me despedirían, pero yo quería quedarme hasta el final en esa casa con el fin de ahorrar, pues tengo poco dinero y me hacía falta para el pequeño…
—Por tanto, ¿no quería usted matarle?
—¡Por supuesto que no, señor!
—Y, entonces, ¿por qué le mató?
—Les contaré cómo fue. Me puse de parto antes de lo que yo creía. Fue en la cocina, cuando estaba terminando de fregar los platos.
»Los señores Varambot estaban ya acostados; subo, no sin esfuerzo, agarrándome al pasamano, luego me tumbo en el suelo, para no manchar la cama. Y me estuve así quizá una hora, o quizá dos, o tres; no lo sé exactamente, ¡pues era tanto el dolor que sentía! Pero yo empujaba con todas mis fuerzas, sentí que salía y lo recogí.
»¡Ah, qué contenta estaba, de verdad! ¡Hice todo lo que me había indicado la señora Boudin, todo! ¡Y luego lo puse sobre mi cama! Pero he aquí que me vuelven los dolores, pero ¡qué dolores! ¡Si ustedes supieran lo que son esos dolores, no harían tantos hijos, se lo aseguro! ¡Me caí de rodillas, luego de espaldas, en el suelo; y entonces me empieza de nuevo, quizá una hora, o dos, allí completamente sola… y luego sale otro…, otro pequeñín…, dos…, sí…, dos…, ¡como les digo! Lo recogí como al primero, y lo puse sobre la cama, al lado del otro, dos. Díganme ustedes, ¿cómo es posible? ¡Dos niños! ¡Yo que gano veinte francos al mes! Dígame…, ¿cómo es posible? Uno, sí, puede una con él, a base de privaciones… ¡pero dos no! Perdí la cabeza. ¿Qué podía hacer? ¿Qué otra elección me quedaba?
»¿Qué podía hacer? ¡Me parecía haber llegado al final de mis días! Sin darme cuenta, les puse la almohada encima…, no podía quedarme con los dos… y me tumbé encima. Luego me quedé retorciéndome y llorando hasta que vi por la ventana que se hacía de día; habían muerto los dos debajo de la almohada, por supuesto. Entonces les cogí en mis brazos, bajé por la escalera, me fui al huerto, cogí la azada del hortelano y los enterré bajo tierra, lo más hondo que pude, uno aquí y otro allá, pero no juntos, para que no hablasen entre sí de su madre, si es que los pequeños muertos hablan. ¿Qué sé yo?
»Y luego, en la cama, me sentí tan mal que no conseguí levantarme. Llamé al médico, que lo comprendió todo. Ésta es la pura verdad, señor juez. Haga usted lo que quiera, estoy preparada para todo.
La mitad de los miembros del jurado se sonaban una vez tras otra para no llorar. Unas mujeres sollozaban entre los asistentes.
El presidente preguntó:
—¿En qué lugar enterró usted al otro?
Ella preguntó:
—¿Cuál encontraron ustedes?
—Pues… el… el que estaba entre las alcachofas.
—Pues el otro está entre los fresales, junto al pozo.
Y ella se puso a sollozar tan fuerte que sus gemidos partían el alma.
La joven Rosalie Prudent fue absuelta.