El señor Panard era un hombre prudente temeroso de todo en la vida. Le temía a las tejas, a las caídas, a los coches de punto, a los ferrocarriles, a todos los accidentes posibles, pero sobre todo a las enfermedades.
Había comprendido, con suma previsión, cuán amenazada está sin cesar nuestra vida por todo cuanto nos rodea. Al ver un escalón pensaba en una torcedura, en el riesgo de romperse un brazo o una pierna; al ver una ventana, en las horrendas heridas que podía producir el cristal; al ver un gato, en que podía sacarle los ojos; y vivía con una prudencia meticulosa, una prudencia reflexiva, paciente, absoluta.
Le decía a su mujer, una buena mujer que transigía con sus manías: «Piensa, querida, lo poco que hace falta para lisiar o para acabar con la vida de un hombre. Sólo de pensarlo da espanto. Sale uno de casa con buena salud, cruza la calle y le aplasta un coche; o bien se para durante cinco minutos debajo de un portal para charlar con un amigo y no nota la pequeña corriente de aire que le roza la espalda y pesca una congestión pulmonar. Y basta con esto. Se acabó».
Se interesaba de modo especial por la sección
Salud pública
de los diarios; conocía la cifra media de defunciones en los períodos normales, según las estaciones, la evolución y los cambios imprevisibles de las epidemias, sus síntomas, su probable duración, la manera de prevenirlas, de evitarlas, de curarlas. Contaba con toda una biblioteca médica que reunía todas las obras relativas a los tratamientos puestos al alcance del público por los médicos vulgarizadores y prácticos.
Había creído en Raspail, en la homeopatía, en la medicina dosimétrica, en la metaloterapia, en la electricidad, en el masaje, en todos los sistemas considerados infalibles, durante seis meses, contra todos los males.
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Pero ahora había perdido parte de su confianza y pensaba sensatamente que la mejor manera de evitar las enfermedades consistía en huir de ellas.
Hacia principios del invierno pasado, el señor Panard se enteró por su diario de que en París se había extendido una ligera epidemia de tifus. El desasosiego que enseguida le dominó no tardó en convertirse en obsesión. Todas las mañanas compraba dos o tres periódicos para sacar un promedio con sus informaciones contradictorias; y pronto quedó convencido de que en su barrio estaba particularmente expuesto.
Entonces fue a ver a su médico para pedirle consejo. ¿Qué debía hacer? ¿Quedarse o irse? Ante las respuestas evasivas del médico, el señor Panard llegó a la conclusión de que el peligro existía y decidió irse. Volvió, pues, a su casa para deliberar con su mujer. ¿Adónde irían?
Preguntaba:
—¿Tú crees, querida, que Pau es lo que nos conviene?
Ella tenía ganas de ver Niza y respondió:
—Dicen que hace bastante frío por estar cerca de los Pirineos. Cannes debe de ser más salubre, pues van los príncipes de Orleans.
Este razonamiento convenció a su marido; sin embargo, aún estaba un poco dubitativo:
—Sí, pero en el Mediterráneo hay cólera desde hace dos años.
—¡Ah!, querido, no se declara nunca durante el invierno. Piensa que todo el mundo se cita en esa costa.
—Es cierto. De todas formas, no dejes de llevarte unos desinfectantes y ocúpate de completar mi farmacopea de viaje.
Partieron un lunes por la mañana. Al llegar a la estación, la señora Panard entregó a su marido su maletín personal:
—Toma —dijo ella—, aquí tienes en orden todas tus cosas para la salud.
—Gracias, querida.
Y subieron al tren.
Tras haber leído muchas obras sobre los balnearios del Mediterráneo, obras escritas por los médicos de cada ciudad del litoral, en las que cada uno de ellos exaltaba su playa en detrimento de las ajenas, el señor Panard, que había pasado por las mayores perplejidades, acababa por fin de decidirse por Saint-Raphaël, por la sola razón de que, entre los nombres de los principales propietarios, había visto los de varios profesores de la Facultad de Medicina de París.
Si residían allí era seguramente porque el lugar era saludable.
Así pues, se apeó en Saint-Raphaël y se dirigió inmediatamente a un hotel cuyo nombre había leído en la guía Sarty,
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que es el Conty
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de las estaciones invernales de esa costa.
Pero le asaltaban ya nuevas preocupaciones. ¿Qué hay menos seguro que un hotel, sobre todo en esa zona frecuentada por los tísicos? ¿Cuántos enfermos, y qué enfermos, han dormido en esos colchones, entre esas mantas, con esas almohadas, dejando en la lana, en el plumón, en las telas, mil imperceptibles gérmenes provenientes de su piel, de su aliento, de sus fiebres? ¿Cómo atreverse a tumbarse en esas camas sospechosas, a dormir con la pesadilla de un agonizante en la misma yacija unos días antes?
Entonces se le ocurrió una idea: pediría una habitación que diera al norte, completamente al norte, sin nada de sol, convencido de que ningún enfermo habría podido hospedarse allí.
Le abrieron una gran habitación glacial, que él juzgó, a primera vista, que presentaba una seguridad total y absoluta, de tan fría e inhóspita como parecía.
Hizo encender la chimenea. Luego subió su equipaje.
Se paseaba a paso rápido, a lo largo y a lo ancho, un tanto inquieto por la idea de un posible reuma, y le decía a su mujer:
—¿Ves, querida? El peligro de este tipo de sitios es tener que vivir en aposentos frescos que raramente se ocupan. Pueden entrarte dolores. ¿Te importaría deshacer tú las maletas?
Ella había empezado, en efecto, a vaciar las maletas y a llenar los armarios y la cómoda cuando el señor Panard se detuvo de sopetón en su paseo y se puso a olisquear tenazmente como un perro que huele la presa.
Prosiguió, turbado de repente:
—Pero se nota aquí…, se nota la enfermedad…, se nota el olor a medicamentos…, estoy seguro de que se nota el olor a medicamentos…, sin duda, ha habido un…, un… enfermo del pecho en esta habitación. Dime, ¿tú no lo notas, querida?
La señora Panard olfateaba a su vez. Respondió:
—Sí, se nota un poco el…, el…, no reconozco muy bien el olor, pero huele a remedio.
Él se abalanzó hacia el timbre, llamó; y al aparecer el mozo dijo:
—Haga venir enseguida al director, por favor.
El director acudió casi al instante, saludando, con una sonrisa en los labios.
El señor Panard, mirándole de hito en hito, le preguntó bruscamente:
—¿Quién fue el último cliente que se hospedó aquí?
El director del hotel, sorprendido de entrada, trataba de comprender la intención, la idea, o la sospecha de su cliente; luego, como era preciso dar una respuesta y nadie se había hospedado en aquella habitación desde hacía varios meses, dijo:
—Fue el señor conde de La Roche-Limonière.
—¡Ah!, ¿un francés?
—No, señor, un…, un belga.
—¡Ah!, ¿y se encontraba bien?
—Sí, es decir, no, padecía mucho al llegar aquí; pero se fue totalmente restablecido.
—¡Ah! ¿Y de qué padecía?
—De dolores.
—¿Qué tipo de dolores?
—De dolores…, de dolores de hígado.
—Muy bien, señor, le doy las gracias. Pensaba quedarme algún tiempo aquí; pero acabo de cambiar de idea. Me iré inmediatamente con la señora Panard.
—Pero… señor…
—Es inútil, señor, nos vamos. Mándeme la cuenta, ómnibus, habitación y servicio.
El dueño, desconcertado, se retiró, mientras el señor Panard le decía a su mujer:
—¿Has visto, querida, cómo le he pillado? ¿Has visto cómo dudaba?…, dolores…, dolores…, dolores de hígado…, ¡yo sí que le daré a ése dolores de hígado!
El señor y la señora Panard llegaron a Cannes por la noche, cenaron y se acostaron enseguida.
Pero apenas estuvieron en la cama, cuando el señor Panard exclamó:
—Eh, el olor, ¿no lo notas esta vez? Pero…, pero si es ácido fénico, querida…, han desinfectado este aposento.
Y salió precipitadamente de la cama, volvió a vestirse rápidamente, y, como era demasiado tarde para llamar a nadie, decidió enseguida pasar la noche en un sillón. La señora Panard, a pesar de las exhortaciones de su marido, se negó a imitarle y permaneció en la cama donde durmió felizmente, mientras él murmuraba con los riñones rotos:
—¡Pero qué país!, ¡qué espanto de país! No hay más que enfermos en todos estos hoteles.
Al alba mandó llamar al director del hotel.
—¿Quién fue el último cliente que pasó la noche en este aposento?
—El gran duque de Bade y Magdeburgo, señor, un primo del emperador de…, de… Rusia.
—¡Ah!, ¿y se encontraba bien?
—Muy bien, señor.
—¿Completamente bien?
—Completamente bien.
—Es suficiente, señor director, la señora y yo nos iremos para Niza a mediodía.
—Como usted guste, señor.
Y el director, furioso, se retiró, mientras el señor Panard le decía a su señora:
—¿Eh?, ¡menudo farsante! ¡Se ha negado incluso a confesar que su cliente estaba enfermo! ¡Enfermo! ¡Ah, sí, enfermo! ¡Te garantizo yo que ése ahora está muerto! Dime, ¿no notas tú el ácido fénico, no lo notas?
—¡Sí, querido!
—¡Qué caraduras son estos directores de hotel! ¡No estaba ni enfermo, ni siquiera enfermo, ese fiambre! Pero ¡qué caraduras!
Tomaron el tren de la una y media. El olor les persiguió en el vagón.
Muy inquieto, el señor Panard murmuraba:
—Lo sigo notando. Debe de ser una medida higiénica generalizada en la región. Es probable que rocíen las calles, los entarimados y los vagones con fenol por orden de los médicos y de los ayuntamientos.
Pero cuando estuvieron en el hotel de Niza, el olor se volvió insoportable.
Panard, aterrado, daba vueltas por la habitación, abriendo los cajones, hurgando en los rincones oscuros, buscando dentro de los muebles. En el armario de luna descubrió un viejo periódico, le echó una ojeada al azar y leyó: «Los rumores malintencionados difundidos sobre la situación higiénica de nuestra ciudad carecen de fundamento. Ningún caso de cólera ha sido comprobado en Niza o en los alrededores…».
Dio un salto y exclamó:
—Señora Panard…, señora Panard…, es el cólera…, el cólera…, estoy seguro… No deshaga las maletas…, regresamos a París de inmediato…, de inmediato.
Una hora más tarde, volvían a tomar el rápido, envueltos en un olor asfixiante a fenol.
Apenas entraron en su casa, Panard consideró conveniente tomar algunas gotas de un anticolérico enérgico y abrió el maletín que contenía sus medicamentos. Un vapor sofocante se escapó de él. Su frasco de ácido fénico se había roto y el líquido derramado había quemado todo el forro.
Entonces su mujer, presa de un ataque de risa loca, exclamó:
—¡Ja, ja, ja…, querido…, aquí tienes…, aquí tienes tu cólera!…
La joven marquesa de Rennedon dormía aún, en su alcoba cerrada y perfumada, en su gran cama agradable y baja, entre sus sábanas de batista ligera, finas como un encaje, acariciantes como un beso; dormía sola, tranquila, con el feliz y profundo sueño de las divorciadas.
La despertaron unas voces que hablaban animadamente en el saloncito azul. Reconoció a su querida amiga, la joven baronesa de Grangerie, que estaba discutiendo porque quería entrar con la doncella que defendía la puerta de su ama.
Entonces la joven marquesa se levantó, descorrió el pestillo, dio vuelta a la llave, levantó la cortina y asomó la cabeza, nada más que su rubia cabeza, oculta bajo una nube de cabellos.
—¿A qué se debe —preguntó— el que hayas venido tan temprano? No son todavía las nueve.
La joven baronesa, muy pálida, nerviosa, afiebrada, respondió:
—Tengo que hablar contigo. Me ha ocurrido una cosa horrible.
—Entra, querida.
Entró, se besaron; y la joven marquesa volvió a acostarse mientras la doncella abría las ventanas para que entrara el aire y la luz. Luego, cuando la criada se hubo ido, la señora de Rennedon prosiguió:
—Vamos, cuenta.
La señora de Grangerie se echó a llorar, derramando esas bonitas lágrimas claras que vuelven más encantadoras a las mujeres, y balbució sin secarse los ojos para no enrojecerlos:
—Oh, querida, es algo horrible, horrible, lo que me pasa. No he dormido en toda la noche, pero ni un minuto; ¿comprendes?, ni un minuto. Mira, toca mi corazón para que veas cómo late.
Y, tomando la mano de su amiga, se la posó sobre el pecho, sobre ese revestimiento redondo y firme del corazón de las mujeres, que a los hombres les basta a menudo y les impide buscar nada debajo. Su corazón latía fuerte, en efecto.
Continuó:
*
Me sucedió durante el día de ayer…, hacia las cuatro… o las cuatro y media. No lo sé con exactitud. Ya conoces mi piso, sabes que mi saloncito, ese en el que estoy siempre, da a la rue Saint-Lazare, en el primer piso; y que tengo la manía de ponerme en la ventana para ver pasar a la gente. Es tan alegre ese barrio de la estación, tan animado y lleno de vida… En fin, ¡es algo que me gusta! Pues bien, estaba ayer sentada en la silla baja que me hice instalar en el hueco de mi ventana; esa ventana estaba abierta, y yo no pensaba en nada: respiraba el aire azul. ¿Te acuerdas de que ayer hacía un día precioso?
De pronto, observo que, en el otro lado de la calle, había también una mujer en la ventana, una mujer vestida de rojo; yo iba de lila, ya sabes, mi bonito vestido lila. No conocía a esa mujer, una nueva inquilina, instalada allí desde hacía un mes; y como lleva un mes lloviendo, todavía no la había visto. Pero enseguida me di cuenta de que era una mujer vulgar. Primero me sentí muy disgustada y herida por el hecho de que estuviera ella como yo en la ventana; y luego, poco a poco, me pareció divertido observarla. Estaba de codos, y acechaba a los hombres, y los hombres también la miraban a ella, todos o casi todos. Se hubiera dicho que advertían algo al acercarse a la casa, que la olían como los perros huelen la caza, pues levantaban de repente la cabeza e intercambiaban muy rápidamente una mirada con ella, una mirada de inteligencia. La suya decía: «¿Quiere?».
La de ellos le respondía: «No tengo tiempo» o bien: «Otra vez será» o: «No tengo dinero» o: «¡Quieres esconderte, miserable!». Eran los ojos de los padres de familia los que decían esta última frase.
No te imaginas lo divertido que era verla dedicarse a sus tejemanejes o, más bien, a su oficio.
A veces ella cerraba de repente la ventana y yo veía a un señor entrar por su portal. Le había echado el anzuelo como un pescador coge con la caña un gobio. Yo me ponía entonces a mirar mi reloj. Se quedaban de doce a veinte minutos, nunca más. La verdad, esa especie de araña me tenía fascinada, después de todo. Y, además, no era fea la muchacha.
Me preguntaba: «¿Cómo hace para hacerse entender tan bien, tan rápido y sin equívocos? ¿Acompañaba su mirada con un signo de la cabeza o con un movimiento de la mano?».
Y cogí mi anteojo de teatro para darme cuenta de su forma de proceder. ¡Oh!, era muy sencillo: primero un guiño, luego una sonrisa y acto seguido un pequeño gesto de la cabeza que quería decir: «¿Sube?». Pero tan ligero, tan vago, tan discreto, que hacía falta realmente mucho estilo para conseguir hacerlo como ella.
Y me preguntaba: «¿Podría hacerlo yo igual de bien ese pequeño vaivén de abajo arriba, atrevido y gracioso?». Pues era realmente un gesto gracioso.
Y me fui a ensayarlo delante del espejo. ¡Querida, yo lo hacía mejor que ella, mucho mejor! Estaba encantada; y volví a ponerme en la ventana.
Pero ahora la pobre no pescaba ya a nadie, lo que se dice a nadie. La verdad, no tenía suerte. Qué horrible debe de ser ganarse la vida de ese modo, terrible y divertido a veces, porque en el fondo alguno de esos hombres pescados por la calle no está nada mal.
Ahora pasaban todos por mi acera, y ninguno por la suya. Habían cambiado las tornas. Llegaban uno tras otro, jóvenes, viejos, morenos, rubios, entrecanos, con el pelo blanco.
Los había guapos, pero realmente guapos, querida, bastante más que mi marido, y que el tuyo, que tu ex marido en vista de que estás divorciada. Ahora tú puedes elegir.
Pensaba: «Si les hiciera la seña, ¿me entenderían también a mí, que soy una mujer respetable?». Y he aquí que me entraron unas ganas locas de hacer esa seña, pero unas ganas, unas ganas de mujer embarazada…, unas ganas terribles, unas de esas ganas…, ya sabes… ¡a las que una no puede resistirse! Algunas veces las he sentido… ¡Qué tontas son estas cosas! Creo que nosotras las mujeres tenemos almas de simio. Por lo demás, me han dicho (me lo dijo un médico) que el cerebro de los simios se parece mucho al nuestro. Siempre tenemos que imitar a alguien. Imitamos a nuestros maridos, cuando les queremos, en el primer mes de casados, luego a nuestros amantes, a nuestras amigas, a nuestros confesores, cuando son como Dios manda. Adoptamos su manera de pensar, de expresarse, sus palabras, sus gestos, todo. Es realmente algo estúpido.
Pero yo, cuando tengo muchas ganas de hacer algo, no dejo de hacerlo nunca.
Y pensé: «Vamos, ¿por qué no probar con uno, uno solo, para ver qué pasa? ¿Qué podía pasarme? ¡Nada! Intercambiaremos una sonrisa y se acabó, no volveré a verle nunca más; y, si le vuelvo a ver, no me reconocerá y, si me reconoce, lo negaré, por supuesto».
Empecé, pues, a elegir. Quería a uno que estuviera bien, muy bien. De repente veo venir a un rubio esbelto, muy buen mozo. A mí me gustan los rubios, ya sabes.
Le miro. Él me mira. Sonrío; él sonríe; le hago el gesto; ¡oh!, apenas, apenas; responde él con un «sí» con la cabeza y ¡hele aquí que entra, querida! Entra por el portal de mi casa.
¡No te puedes imaginar lo que se me pasó por la cabeza en ese momento! Creí que iba a volverme loca. ¡Oh! ¡Qué miedo! ¡Imagínate, hablaría con los criados! ¡Con Joseph, que es devotísimo de mi marido! Joseph creería sin duda que yo conocía a ese señor desde hacía tiempo.
¿Qué hacer? Dime tú, ¿qué hacer? E iba a llamar, de un momento a otro, en cuestión de segundos. ¿Qué hacer? Pensé que lo mejor era salir corriendo a su encuentro, decirle que se equivocaba, suplicarle que se fuera. ¡Se apiadaría de una mujer, de una pobre mujer! Me precipito, pues, a la puerta y abro justo en el momento en que él echaba mano al timbre.
Balbuceé, loca por completo:
«Váyase, señor, váyase, se equivoca usted, yo soy una mujer decente, una mujer casada. Ha sido un error, un lamentable error; le he tomado por uno de mis amigos al que se parece usted mucho. Compadézcase de mí, señor».
Y he aquí que él se echa a reír, querida, y responde:
«Buenos días, gatita mía. ¿Sabes?, me conozco ya tu historia. Si estás casada, son dos luises en vez de uno. Los tendrás. Vamos, indícame el camino».
Y me empuja; cierra la puerta, y como yo permanecía, espantada, delante de él, me abraza, me coge de la cintura y me hace entrar en el salón que había quedado abierto.
Y luego se pone a mirarlo todo como un perito tasador; y prosigue:
«Caramba, ¡qué bonita es tu casa, muy elegante! ¡Tienes que estar pasando ahora por muchos apuros para ponerte a trabajar en la ventana!».
Entonces yo comienzo de nuevo a suplicarle:
«¡Oh, señor, váyase usted!, ¡váyase! ¡Mi marido está a punto de llegar! ¡Llegará de un momento a otro, es su hora de llegada! ¡Le juro que está usted en un error!».
Y me responde él tan tranquilo:
«Vamos, hermosa, déjate de melindres. Si vuelve tu marido, le daré cien sueldos para que se vaya a tomar algo enfrente».
Al ver sobre la chimenea la fotografía de Raoul, me pregunta:
«¿Es… tu marido?».
«Sí, es él.»
«Pues tiene una bonita jeta… ¿Y ésta, ésta quién es, una amiga tuya?»
Era una fotografía tuya, ya sabes, esa en que llevas un vestido de gala. Yo no sabía ya lo que me decía. Balbucí:
«Sí, es una de mis amigas…».
«Guapa de verdad. Ya me la presentarás.»
¡Y he aquí que el reloj empieza a dar las cinco; y Raoul vuelve todos los días a las cinco y media! ¡Si se presentaba antes de que el otro se hubiera ido, imagínate! Entonces…, entonces…, perdí la cabeza… completamente…, pensé…, pensé… que… lo mejor… era… quitarme de encima a ese hombre… cuanto antes… Cuanto antes se terminara…, ¿comprendes?…, y… y he aquí… he aquí…, dado que era preciso… y lo era, querida…, pues no se iría sin eso… Así que yo…, yo… eché el pestillo a la puerta del salón… Y eso fue todo.
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La joven marquesa de Rennedon se había echado a reír, pero a reír como una loca, la cabeza contra la almohada, sacudiendo la cama por completo.
Cuando se hubo calmado un poco, preguntó:
«¿Y… y… era buen mozo…?».
«Sí.»
«¿Y te quejas?»
«Pues…, pues… verás, querida, es que… dijo… que volvería mañana…, a la misma hora…, y yo tengo…, tengo un miedo atroz… No puedes hacerte una idea de lo tenaz… e impositivo… ¿Qué puedo hacer?…, dime…, ¿qué puedo hacer?»
La joven marquesa se sentó en su cama para reflexionar, luego declaró de repente:
«Manda que lo detengan».
La joven baronesa se quedó estupefacta. Balbució:
—Pero ¡cómo! ¿Qué dices? ¡Qué cosas se te ocurren! ¿Hacer que le detengan? ¿Bajo qué pretexto?
—Oh, es muy sencillo. Ve a la comisaría; diles que un señor te sigue desde hace tres meses; que tuvo la insolencia de subir a tu casa ayer; que te amenaza con una nueva visita mañana, y que pides la protección de la autoridad. Pondrán a tu disposición a dos agentes que le detendrán.
—Pero, querida, si cuenta…
—No le creerán, tonta, toda vez que le habrás contado tu historia al comisario. Y te creerán a ti, que eres una mujer de mundo irreprochable.
—Oh, no me atreveré nunca.
—Tienes que atreverte, o bien estás perdida.
—Piensa que va…, que va a insultarme… cuando lo detengan.
—Pues bien, tendrás testigos y harás que lo condenen.
—¿Condenen a qué?
—A pagar una reparación por el daño moral. ¡En estos casos, hay que ser implacable!
—¡Ah!, a propósito de reparación…, hay una cosa que me incomoda mucho…, pero que mucho… Me dejó… dos luises… sobre la chimenea.
—¿Dos luises?
—Sí.
—¿Tan sólo?
—Tan sólo.
—Es poco. Ves, a mí eso me habría humillado. ¿Y bien?
—¿Y qué debo hacer con este dinero?
La joven marquesa dudó unos segundos, luego respondió con tono serio:
—Querida… Tienes…, tienes… que hacerle un regalito a tu marido…, es de estricta justicia.