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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (95 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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El cabo respondió:

—Un vagabundo sin casa ni hogar, señor alcalde, sin recursos ni dinero encima, por lo que afirma, detenido en estado de mendicidad y de vagabundaje, provisto de unos certificados válidos y de papeles en regla.

—Enséñeme esos papeles —dijo el alcalde. Los cogió, los leyó, los releyó, se los devolvió y luego ordenó—: Regístrenle.

Registraron a Randel; no le encontraron nada.

El alcalde parecía perplejo. Preguntó al obrero:

—¿Qué hacía usted, esta mañana, por la carretera?

—Buscaba trabajo.

—¿Trabajo?… ¿En la carretera general?

—¿Cómo quiere que lo encuentre? ¿Escondido en los bosques?

Se miraron los dos con un odio de bestias pertenecientes a razas enemigas. El magistrado prosiguió:

—Voy a dejarle en libertad, pero ¡que no le vuelva a coger!

El carpintero respondió:

—Preferiría que me detuviera. Ya estoy harto de recorrer caminos.

El alcalde adoptó un aire severo:

—Cállese.

Luego ordenó a los gendarmes:

—Conduzcan a este hombre a doscientos metros fuera del pueblo, y déjenle que siga su camino.

El obrero dijo:

—Mande que me den al menos de comer.

El otro se indignó:

—¡Sólo faltaría que tuviéramos que alimentarle! ¡Ja, ja, ja! ¡Esto ya pasa de castaño oscuro!

Pero Randel prosiguió con firmeza:

—Si deja que continúe muriéndome de hambre, me obligará a cometer una fechoría. Será peor para ustedes, la gente pudiente.

El alcalde se había levantado y repitió:

—Llévenselo cuanto antes, porque acabaré por cabrearme.

Los dos gendarmes cogieron, pues, al carpintero de los brazos y se lo llevaron. Él no opuso resistencia, volvió a cruzar el pueblo, se encontró nuevamente en la carretera; y tras haberle conducido los dos hombres a doscientos metros del mojón kilométrico, el cabo declaró:

—Vamos, largo de aquí y que no vuelva a verle por estos lugares, pues tendrá noticias mías.

Y Randel se puso en camino sin responder nada y sin saber adónde se dirigía. Siguió camino adelante un cuarto de hora o veinte minutos, tan anonadado que no pensaba ya en nada.

Pero de pronto, al pasar por delante de una casita que tenía la ventana entreabierta, un olor a puchero penetró en su pecho y le hizo detenerse en seco delante de la vivienda.

Y, enseguida, el hambre, un hambre canina, devoradora, enloquecedora, le hizo sublevarse y estuvo a punto de lanzarse como un bruto contra las paredes de aquella casa.

Dijo, en voz alta, con tono amenazante:

—¡Por Dios, esta vez tienen que darme un poco de comida! —Y se puso a llamar con grandes bastonazos en la puerta. Nadie respondió; llamó más fuerte, vociferando—: ¡Eh, eh, los de ahí dentro! ¡Abran!

No hubo ningún movimiento en el interior; entonces, acercándose a la ventana, la empujó con la mano y el aire cerrado de la cocina, el aire tibio, oloroso a caldo caliente, a carne cocida y a col escapó hacia el aire frío del exterior.

El carpintero se plantó de un salto dentro de la estancia. Estaba la mesa puesta con dos cubiertos. Los propietarios, que habían ido sin duda a misa, habían dejado la comida en el fuego, el buen cocido de los domingos, con la sopa de puchero de verduras.

Un pan recién sacado del horno esperaba en la chimenea, entre dos botellas que parecían llenas.

Randel se lanzó primero sobre el pan, lo rompió con tanta fuerza como si hubiera estrangulado a un hombre, luego empezó a comérselo con voracidad, a grandes bocados que engullía rápido. Pero el olor de la carne le atrajo casi enseguida hacia la chimenea, y, tras haber destapado la olla, introdujo dentro un tenedor y sacó un gran pedazo de buey bridado. Luego cogió también unas coles, zanahorias, cebollas, hasta que estuvo su plato lleno y, tras haberlo puesto sobre la mesa, se sentó delante de él, trinchó la carne en cuatro partes y comió como si hubiera estado en su casa. Una vez que hubo devorado el trozo casi entero, más una buena cantidad de verdura, se sintió sediento y fue a por una de las botellas que había en la repisa de la chimenea.

Apenas vio el líquido en su vaso, reconoció que era aguardiente. Mejor, así le haría entrar en calor, le encendería la sangre, lo que no le vendría mal, tras el mucho frío que había pasado; y bebió.

Lo encontró, efectivamente, bueno, pues había perdido la costumbre; llenó de nuevo su vaso, que se mandó al coleto de un par de tragos. Y, casi enseguida, se sintió alegre, regocijado por el alcohol como si una gran felicidad hubiera descendido a su estómago.

Siguió comiendo, pero menos deprisa, masticando despacio y mojando su pan en el caldo. Toda la piel de su cuerpo abrasaba y sobre todo la frente, en la que le pulsaba la sangre.

Pero, de repente, sonó una campana a lo lejos. Indicaba el final de misa; y más un instinto que un temor, el instinto de la prudencia que guía y vuelve perspicaces a todos los seres en peligro, hizo enderezarse al carpintero, que se metió en un bolsillo el resto del pan y en el otro la botella de aguardiente y se dirigió, sigilosamente, hacia la ventana y miró a la carretera.

Ésta estaba todavía completamente desierta. Saltó y echó a andar; pero, en vez de seguir la carretera general, huyó a campo traviesa hacia un bosque que divisó.

Se sentía vivo, fuerte, alegre, contento de lo que había hecho y tan ágil que saltaba los vallados de los campos, a pie juntillas, de un solo brinco.

Una vez que se encontró bajo los árboles, se sacó de nuevo la botella del bolsillo, y se puso a beber, a lingotazos, mientras caminaba. Entonces se le confundieron las ideas, sus ojos se volvieron turbios, sus piernas elásticas como resortes.

Cantaba la vieja tonadilla popular:

Ah! qu’il fait donc bon

qu’il fait donc bon

cueillir la fraise
.
1

Ahora caminaba sobre un musgo espeso, húmedo y fresco, y aquella alfombra suave bajo sus pies despertó en él unas ganas locas de pegar una cabriola, como un niño.

Tomó impulso, dio una voltereta, volvió a levantarse, y empezó de nuevo. Y, entre una pirueta y otra, se ponía a cantar:

Ah! qu’il fait donc bon

qu’il fait donc bon

cueillir la fraise
.

De repente se encontró al borde de un camino encajonado y divisó, al fondo, a una muchacha alta, una sirvienta que regresaba al pueblo, llevando en las manos dos cubos de leche, separados del cuerpo por un aro de barrica.

La acechaba, agachado, con los ojos encendidos como los de un perro que ve una codorniz.

Ella le descubrió, levantó la cabeza, se echó a reír y exclamó:

—¿Es usted quien cantaba así?

Él no respondió y saltó a la hondonada, aunque el ribazo fuera de seis pies de alto por lo menos.

Ella dijo, al verle de repente de pie delante de ella:

—¡Dios santo, me ha dado usted miedo!

Pero él no la oía, pues estaba borracho, enloquecido, trastornado por otra rabia más devoradora que el hambre, febril por el alcohol, por la irresistible furia de un hombre falto de todo, desde hacía dos meses, y que está ebrio, y es joven, ardiente, encendido por todos los apetitos que la naturaleza despierta en la carne vigorosa de los varones.

La muchacha retrocedía delante de él, aterrada por su expresión, por sus ojos, por su boca entreabierta, por sus manos extendidas.

La cogió por los hombros, y, sin decir palabra, la tumbó boca arriba en el camino.

Ella dejó caer sus cubos que rodaron con gran ruido derramándose la leche que contenían, a continuación se puso a dar alaridos y, comprendiendo que no le serviría de nada clamar en aquel desierto, y viendo ahora claramente que no quería quitarle la vida, cedió, sin oponer demasiada resistencia, no muy molesta, pues era un joven robusto y no demasiado brutal.

Cuando se hubo levantado, la idea de sus cubos derramados la hizo montar de repente en cólera y, quitándose un zueco de un pie, se arrojó a su vez sobre el hombre para romperle la cabeza si no le pagaba la leche.

Pero él, malinterpretando aquel violento ataque, un poco desembriagado ya, enloquecido y espantado por lo que había hecho, escapó a todo correr mientras ella le lanzaba piedras, algunas de las cuales le alcanzaron en la espalda.

Corrió largo rato, y luego se sintió cansado como no lo había estado nunca. Le flaqueaban tanto las piernas que ya no le sostenían; tenía una gran confusión mental, no recordaba ya nada, ni conseguía pensar en nada.

Se sentó al pie de un árbol.

Al cabo de cinco minutos dormía.

Le despertó un gran golpe y, al abrir los ojos, vio dos tricornios acharolados inclinados sobre él y a los dos gendarmes de la mañana que le maniataban.

—Estaba seguro de que te cogería de nuevo —dijo el cabo con tono burlón.

Randel se levantó sin decir palabra. Los dos lo zarandeaban, dispuestos a maltratarlo al mínimo gesto, porque ahora era su presa, se había convertido en carne de prisión, apresado por los cazadores de criminales que ya no lo soltarían.

—¡En marcha! —ordenó el cabo.

Partieron. Caía la noche, extendiendo sobre la tierra un crepúsculo de otoño, pesado y siniestro.

Al cabo de media hora, llegaron al pueblo.

Todas las puertas estaban abiertas, pues la gente estaba al corriente de los acontecimientos. Campesinos y campesinas sublevados de ira, como si cada uno de ellos hubiera sido robado, como si cada una de ellas hubiera sido violada, querían ver entrar en el pueblo al miserable para soltarle sus insultos.

Se produjo un griterío que comenzó en la primera casa para terminar en el Ayuntamiento, donde el alcalde también esperaba, vengado él mismo de aquel vagabundo.

En cuanto le vio, exclamó de lejos:

—¡Ah, pájaro! Ya te tenemos.

Y se frotaba las manos, contento como lo estaba pocas veces.

Prosiguió:

—Ya lo dije yo, ya lo dije yo, apenas lo vi en la carretera.

Luego, con redoblada alegría, agregó:

—¡Ah, granuja, granuja asqueroso, nadie te va a quitar veinte años a la sombra!

LA SEÑORA HERMET
*

Los locos me atraen. Son personas que viven en un mundo misterioso de sueños extraños, en esa nube impenetrable de la demencia donde todo lo que han visto sobre la tierra, todo lo que han amado, todo lo que han hecho vuelve a empezar para ellos en una existencia imaginada al margen de todas las leyes que gobiernan las cosas y rigen el pensamiento humano.

Para ellos lo imposible ya no existe, lo inverosímil desaparece, lo mágico se convierte en constante y lo sobrenatural, en familiar. Esa vieja barrera, la lógica, esa vieja muralla, la razón, ese viejo baluarte de las ideas, el buen sentido, se rompen, se derrumban, se vienen abajo ante su imaginación dejada en libertad, escapada al país ilimitado de la fantasía, y que avanza a saltos de gigante sin que nadie la pare. Para ellos todo sucede y todo puede suceder. No se esfuerzan en absoluto en superar los acontecimientos, en vencer las resistencias, en derribar los obstáculos. ¡Basta con un capricho de su voluntad que los ilusiona para que sean príncipes, emperadores o dioses, para que posean todas las riquezas del mundo, todas las delicias de la vida, disfruten de todos los placeres, para que sean siempre fuertes, siempre hermosos, siempre jóvenes, siempre amados! Sólo ellos pueden ser felices en la tierra, puesto que la Realidad ya no existe para ellos. Me gusta asomarme a su mente errática, como se asoma uno a un abismo sin fondo en el que bulle un torrente desconocido, que no se sabe de dónde viene ni adónde va.

Pero de nada sirve asomarse a estas simas, porque nunca se conseguirá saber de dónde viene esa agua ni adónde va. A fin de cuentas, es un agua semejante a la que corre a la luz del día y verla no nos diría gran cosa.

De nada sirve tampoco asomarse al espíritu de los locos, pues sus ideas más extravagantes no son, en suma, sino ideas ya conocidas, extrañas únicamente por no estar ya eslabonadas por la Razón. Su fuente caprichosa nos sorprende y nos confunde porque no la vemos brotar. Pero, ha bastado, sin duda, con una simple piedrecilla caída en su curso para producir todo ese rebullir.

Sin embargo, los locos siempre me han atraído, y siempre vuelvo a ellos, llamado a mi pesar por ese misterio banal de la demencia.

Así pues, un día en que visitaba uno de sus asilos, el médico que me acompañaba me dijo:

—Venga, voy a mostrarle un caso interesante.

E hizo abrir una celda en la que una mujer de unos cuarenta años, bella todavía, sentada en un gran sillón, se miraba persistentemente el rostro en un espejito de mano.

En cuanto nos vio, se levantó, corrió al fondo del cuarto a buscar un velo echado sobre una silla, se envolvió el rostro con gran cuidado, luego regresó, respondiendo con un cabeceo a nuestros saludos.

—Bien —dijo el doctor—, ¿cómo se encuentra esta mañana?

Ella dejó escapar un profundo suspiro:

—Oh, mal, muy mal, señor, las marcas aumentan cada día.

Él respondió con aire convencido:

—No, no, le aseguro que se equivoca.

Ella se acercó a él para murmurar:

—No. Estoy segura de ello. He contado diez hoyos más esta mañana, tres en la mejilla derecha, cuatro en la mejilla izquierda y tres en la frente. ¡Es espantoso, espantoso! ¡No tengo valor para dejar que me vea nadie, ni siquiera mi hijo, no, ni siquiera él! Estoy perdida, estoy desfigurada para siempre.

Se derrumbó sobre su sillón y rompió a sollozar.

El médico cogió una silla, se sentó a su lado y con dulce y consoladora voz dijo:

—Veamos, enséñemelo, le aseguro que no es nada. Con una pequeña cauterización haré que desaparezca todo.

Ella denegó con la cabeza, sin decir una palabra. Él quiso tocar su velo, pero ella lo aferró con tal fuerza con ambas manos que sus dedos lo atravesaron.

Él se puso a exhortarla de nuevo y a tranquilizarla.

—Vamos, sabe perfectamente que le quito todas las veces esos feos hoyos y que ya no se ven en absoluto cuando le aplico el tratamiento. Si no me los enseña, no podré curárselos.

Ella murmuró:

—A usted sí, pero a ese señor que le acompaña no lo conozco.

—También es médico, capaz de curarlos mejor que yo.

Entonces aceptó descubrir su rostro, pero el miedo, la turbación, la vergüenza de que la vieran la habían hecho sonrojarse hasta el cuello. Bajaba los ojos, volvía el rostro a derecha e izquierda para evitar nuestras miradas y balbuceaba:

—¡Oh! Sufro terriblemente dejando que me vean así. ¡Es horrible, la verdad, es horrible!

La observaba pasmado porque en su rostro no había nada, ni una marca, ni una mácula, ni una cicatriz.

Se volvió hacia mí, con los ojos gachos en todo momento y me dijo:

—Fue por cuidar a mi hijo, señor, por lo que contraje esta terrible enfermedad. Le salvé, pero yo estoy desfigurada. Sacrifiqué mi belleza a mi pobre hijo. A fin de cuentas, cumplí con mi deber y tengo la conciencia tranquila. Lo que yo sufro, sólo Dios lo sabe.

El doctor había sacado de su bolsillo un delgado pincel de acuarelista.

—Permítame —dijo—, voy a arreglarle todo esto.

Ella presentó su mejilla derecha y comenzó a tocarla con ligeros golpecitos, como si hubiera posado encima unos puntitos de color. Hizo otro tanto con la mejilla izquierda, luego con la barbilla y seguidamente con la frente; luego exclamó:

—¡Mire, ya no tiene nada, nada en absoluto!

Ella cogió el espejo, se contempló largo rato con profunda atención, una atención exhaustiva, con un esfuerzo mental intenso, para descubrir algo, luego suspiró:

—No. No se ve ya mucho. Se lo agradezco infinitamente.

El médico se había levantado. Se despidió, me hizo salir y luego me siguió; y, una vez cerrada la puerta, manifestó:

—Le contaré la historia atroz de esta pobre desgraciada.

*

Se llamaba señora Hermet. Había sido muy bella, muy coqueta, muy amada y muy feliz en su vida.

Era una de esas mujeres de mundo que tienen su belleza y su deseo de agradar como único sostén, como única guía o único consuelo en su existencia. La preocupación constante por su lozanía, los cuidados del rostro, de las manos, de los dientes, de todas las partes de su cuerpo que podía mostrar, ocupaban todas sus horas y su exclusiva atención.

Quedó viuda, con un hijo. El niño fue criado como todos los niños de mujeres de mundo muy admiradas. Ella lo quiso, sin embargo.

Él creció y ella envejeció. Si ella vio llegar la crisis fatal, no lo sé. ¿Se observó ella, como tantas otras, cada mañana durante horas y horas la piel antaño tan tersa, tan transparente y clara, que comenzaba a tener patas de gallo, a arrugarse con mil frunces imperceptibles aún, pero que se irían acentuando día tras día, mes tras mes? ¿Vio también agrandarse, sin cesar, de manera lenta pero segura las largas arrugas de la frente, esas delgadas sierpes a las que nada detiene? ¿Sufrió el tormento, el abominable tormento del espejo, del espejito de mango de plata que no se puede volver a dejar sobre la mesa, y que luego se rechaza con rabia para volver a cogerlo enseguida, para volver a ver, de cerca, de más cerca, la odiosa y tranquila devastación de la ya cercana vejez? ¿Se encerró diez, veinte veces al día, dejando sin motivo el salón donde charlan unos amigos, para volver a subir a su alcoba y, protegida por pestillos y cerraduras, mirar de nuevo la labor de destrucción de la carne madura que se marchita, para comprobar con desesperación el ligero avance del mal que, aunque nadie parece advertir aún, ella conoce perfectamente? Ella sabe dónde están las agresiones más serias, el deterioro más profundo de la edad. Y el espejo, el espejito redondo en su marco de plata cincelada, le dice cosas horribles, pues parece que hable, que ría, que se ría burlonamente y le anuncie todo cuanto está por llegar, todas sus miserias físicas, y el atroz suplicio de su pensamiento hasta el día de su muerte, que será el de su liberación.

¿Habrá llorado, espantada, arrodillada con la frente en tierra, y rezado, rezado, rezado a Aquel que mata así a sus criaturas, concediéndoles la juventud sólo para hacer más dura la vejez, concediéndoles la belleza para arrebatársela bien pronto? ¿Le habrá rezado, suplicado que haga por ella lo que no ha hecho nunca por nadie: dejarle hasta el último día la seducción, la lozanía, la gracia?

Sin duda sufrió estos tormentos. Pues, he aquí, en efecto, lo que sucedió.

Un día (contaba ella treinta y cinco años) su hijo, de quince, cayó enfermo.

Éste guardó cama sin que se pudiera determinar de entrada la causa y la naturaleza de su mal.

Un sacerdote, que era su preceptor, le velaba sin dejarle nunca, mientras la señora Hermet iba mañana y tarde a informarse sobre su estado.

Entraba por la mañana, en bata, sonriente, toda perfumada ya, y preguntaba desde la puerta:

«Eh, Georget, ¿estamos mejor?».

El adolescente, colorado, con el rostro hinchado y minado por la fiebre, respondía:

«Sí, querida mamá, un poco mejor».

Ella se quedaba unos instantes en la habitación, miraba los frascos de medicamentos haciendo «puaf» con la punta de los labios, para exclamar luego de repente: «¡Ah!, me olvidaba de una cosa muy urgente»; y se iba corriendo, dejando tras de sí unos finos olores de tocador.

Por la noche comparecía con trajes escotados, con más prisas aún, porque siempre llevaba retraso; y apenas si tenía tiempo de preguntar:

«¿Qué ha dicho el doctor?».

El sacerdote respondía:

«No ha hecho aún un diagnóstico».

Pero una tarde le respondió:

«Señora, el chico tiene la viruela».

Ella profirió un gran grito de miedo y se fue.

Cuando la doncella entró en su habitación al día siguiente, sintió primero en la habitación un fuerte olor a azúcar quemado, y encontró a su ama, con los ojos abiertos, el semblante pálido por el insomnio y temblando de angustia en la cama.

Una vez que fueron abiertas las contraventanas, la señora Hermet preguntó:

«¿Cómo está Georges?».

«¡Oh! No se encuentra nada bien hoy, señora.»

Ella no se levantó hasta mediodía, se comió dos huevos y se tomó una taza de té, como si ella misma estuviera enferma, luego salió y se informó en una botica acerca de los métodos que preservaban contra el contagio de la viruela.

No regresó hasta la hora de la cena, cargada de frascos, y se encerró enseguida en su habitación, donde se impregnó de desinfectantes.

El sacerdote esperaba en el comedor.

Tan pronto como lo vio, exclamó con un tono de voz lleno de emoción:

«¿Qué?».

«No está mejor. El doctor está muy preocupado.»

Rompió a llorar y, de tan agitada como estaba, no consiguió hacerse pasar bocado.

Al día siguiente, al amanecer, mandó a pedir noticias, que no fueron en absoluto mejores, y se pasó el día en su habitación, donde ardían unos braserillos que difundían fuertes olores.

Su criada afirmó, además, que se la oyó gemir durante toda la noche.

Pasó toda una semana así sin que ella hiciera otra cosa que salir una hora o dos para tomar el aire, a media tarde.

Ahora pedía noticias cada hora, y sollozaba cuando éstas eran peores. El undécimo día por la mañana, el sacerdote, tras hacerse anunciar, entró en su habitación con el rostro serio y pálido, y le dijo, rehusando el asiento que ella le ofrecía:

«Señora, su hijo está muy mal y desea verla».

Ella se arrodilló exclamando:

«¡Ah, Dios mío! ¡Dios mío! ¡No me atreveré nunca! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Socórreme!».

El sacerdote prosiguió:

«¡El médico tiene pocas esperanzas, señora, y Georges la espera!».

Luego salió.

Dos horas después, como el joven, sintiéndose morir, reclamaba de nuevo la presencia de su madre, el sacerdote regresó a su habitación y la encontró todavía de rodillas, llorando y repitiendo:

«No puedo…, no puedo… Tengo demasiado miedo…, no puedo».

Él trató de hacerla decidirse, de infundirle fuerzas, de llevársela. Pero lo único que consiguió fue provocarle una crisis de nervios que duró largo rato y le hizo dar alaridos.

Tras haber vuelto el médico por la noche, fue informado de esta cobardía, y declaró que la llevaría hasta él de buen grado o a la fuerza.

Pero, tras haberlo intentado con todo tipo de argumentos, cuando la levantaba por la cintura para llevarla al lado de su hijo, ella se agarró a la puerta, aferrándose a ella con tal fuerza que no pudieron sacarla de la habitación.

Luego, cuando la dejaron, se prosternó a los pies del médico, pidiendo perdón, acusándose de ser una miserable. Y exclamaba: «¡Oh! No se morirá, dígame que no se morirá, se lo ruego, dígale que le quiero, que le adoro…».

El joven agonizaba. Al verse en las últimas, suplicó que hicieran decidirse a su madre para que viniera a decirle adiós.

Con esa especie de presentimiento que tienen a veces los moribundos, él lo había comprendido todo, intuido todo y decía: «Si ella no se atreve a entrar, ruéguenle tan sólo que venga por el balcón hasta mi ventana para que yo la vea al menos, para que pueda decirle adiós con una mirada, puesto que no puedo besarla».

El médico y el sacerdote volvieron de nuevo a donde estaba la mujer: «No corre usted riesgo alguno —afirmaban—, pues habrá un cristal entre él y usted».

Ella aceptó, se cubrió la cara, tomó un frasco de sales, dio tres pasos por el balcón, luego de repente, llevándose las manos al rostro, gimió: «No…, no…, no me atreveré nunca a verle…, nunca…, siento demasiada vergüenza…, tengo demasiado miedo…, no, no puedo».

Quisieron arrastrarla, pero ella se sujetaba con ambas manos a los barrotes y soltaba tales lamentos que los viandantes, en la calle, levantaban la cabeza.

Y el moribundo esperaba, con los ojos vueltos hacia esa ventana, esperaba, para morir, a haber visto por última vez el rostro dulce y querido, el rostro sagrado de su madre.

Esperó largo rato, y se hizo de noche. Entonces se volvió hacia la pared y no pronunció ya una palabra.

Cuando se hizo de día, había muerto.

Al día siguiente, ella enloqueció.

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