El médico respondió:
—Lo es.
—Usted les aconsejó que dejaran cada noche en la habitación leche y agua para ver si estos líquidos desaparecían. Ellos así lo hicieron, ¿y no desaparecieron la leche y el agua como en mi caso?
El médico respondió con solemne gravedad:
—Desaparecieron.
Por tanto, señores, un Ser, un Ser nuevo acaba de aparecer sobre la faz de la tierra, que en breve se multiplicará como lo hemos hecho nosotros.
¡Ah, se sonríen! ¿Por qué? ¿Por qué este Ser es invisible? Pero nuestros ojos, señores, son unos órganos tan elementales que a duras penas si son capaces de distinguir lo que es indispensable a nuestra vida. Se les escapa lo demasiado pequeño, se les escapa lo demasiado grande, se les escapa lo demasiado lejano. Ignoran los miles de millones de seres que viven en una gota de agua. Ignoran los habitantes, las plantas y el suelo de las estrellas vecinas; no ven siquiera lo que es transparente.
Pónganles delante un cristal sin el estaño que hace que sea un espejo y no lo verán, haciendo que nos golpeemos contra él como el pájaro encerrado dentro de una casa se rompe la cabeza contra los cristales. Por tanto, no ven los cuerpos sólidos y transparentes que existen; no ven el aire del que nos alimentamos, no ven el viento que es la mayor fuerza de la naturaleza, que derriba a los hombres, abate los edificios, arranca los árboles de raíz, hace alzarse el mar en montañas de agua que destruyen los acantilados de granito.
¿Qué tiene de extraño que no vean un cuerpo nuevo, a quien falta sin duda la propiedad de ser opaco ante la luz?
¿Pueden ver la electricidad? ¡Y, sin embargo, existe!
Este ser, que he llamado el Horla, también existe.
¿Quién es? ¡El que la tierra espera después del hombre! ¡El que viene a destronarnos, a someternos, a sojuzgarnos, a alimentarse de nosotros quizá, como nosotros nos alimentamos de los bueyes y de los jabalíes.
¡Desde hace siglos, se le presiente, se le teme y se le anuncia! El miedo a lo Invisible persiguió siempre a nuestros padres.
Ha venido.
Todas las leyendas sobre las hadas, los gnomos, los maléficos e inasibles pobladores del aire, hablaban de él, de él, presentido por el hombre que tiembla ya de miedo.
¡Y todo cuanto ustedes mismos, señores, hacen desde hace algunos años, lo que denominan el hipnotismo, la sugestión, el magnetismo, es a él a quien anuncian, a quien profetizan!
Les digo que ha venido. Merodea inquieto también él igual que los primeros hombres, ignorante aún de su fuerza y de su poder, de los que no tardará en tener conciencia, demasiado pronto.
Y he aquí, señores, para terminar, un fragmento de periódico que cayó en mis manos y que proviene de Río de Janeiro. Leo: «Una especie de epidemia de locura parece hacer estragos desde hace algún tiempo en la provincia de São Paulo. Los habitantes de varios pueblos han huido abandonando sus tierras y sus casas, afirmando que son perseguidos y devorados por unos vampiros invisibles que se nutren de su respiración mientras ellos duermen y que sólo beben agua y a veces leche».
Añado: «Algunos días antes del primer ataque de la enfermedad que casi me llevó a la tumba, recuerdo perfectamente haber visto pasar entre los árboles un gran buque de tres palos brasileño con su pabellón desplegado… Ya les he dicho que mi casa está a orillas del agua…, pintada totalmente de blanco… Iba escondido sin duda en ese barco…».
No tengo nada más que añadir, señores.
*
El doctor Marrande se levantó y murmuró:
—Tampoco yo. No sé si este hombre está loco o si lo estamos los dos…, o si…, si nuestro sucesor ha llegado realmente.
Por golpes y heridas causantes de la muerte
. Tal era el cargo de acusación por el que comparecía ante la Sala de lo Criminal el señor Léopold Renard, tapicero de profesión.
En torno a él, los testigos principales, la señora Flamèche, viuda de la víctima, Louis Ladureau, ebanista, y Jean Durdent, fontanero.
Cerca del acusado, su mujer, toda de negro, menuda, fea, especie de adefesio vestido de señora.
Y he aquí como Renard (Léopold) cuenta el drama:
*
¡Dios mío!, fue una desgracia cuya primera víctima fui yo y totalmente ajena a mi voluntad. Los hechos hablan por sí solos, señor presidente. Yo soy una persona honrada, trabajadora, un tapicero que llevo dieciséis años en la misma calle, conocido, querido, respetado y gozo de la consideración general, como han atestiguado mis vecinos, hasta la portera que gasta casi siempre muy malas pulgas. Me gusta el trabajo, el ahorro, las personas honradas y las diversiones decentes. Esto es lo que me perdió, para desdicha mía; y como todo ello fue ajeno a mi voluntad, sigo teniéndome por una persona respetable.
Así pues, todos los domingos, mi mujer aquí presente y yo vamos desde hace cinco años a pasar el día a Poissy. Así tomamos el aire, para no hablar de que nos gusta pescar con caña, ¡oh!, eso nos gusta con locura. Fue la muy bruja de Mélie la que me pegó esta pasión, pues ella es más fanática que yo, la muy arpía, y la culpable de todo lo que pasó, como verán seguidamente.
Yo, aunque fuerte, soy bonachón, nada malo. Pero ella, en cambio, ¡ay, ella!, parece una mosquita muerta, porque es pequeñaja y flacucha…, pero es más mala que la tiña. No niego que tenga sus cualidades, que las tiene, e importantes para una comerciante. Pero ¡qué carácter! Pregunte a la gente de nuestro alrededor e incluso a la portera que hace un momento me ha exculpado… y oirán cosas gordas.
Todos los días me reprochaba que yo era demasiado bueno. «¡Yo no permitiría que me hicieran eso! ¡Yo no permitiría que me hicieran lo otro!» De haberle hecho caso, señor presidente, habría tenido por lo menos dos o tres combates de boxeo al mes…
La señora Renard le interrumpió:
—Paparruchas, paparruchas… Quien ríe el último ríe mejor.
Él se dio la vuelta hacia ella con candor:
—Puedo meterme contigo porque no eres tú la que estás sentada en el banquillo de los acusados…
Luego, volviéndose de nuevo hacia el presidente, dijo:
Continúo. Íbamos, pues, a Poissy todos los sábados por la tarde para pescar desde el amanecer del día siguiente. Es para nosotros una costumbre que ha acabado por convertirse en una segunda naturaleza, como se dice. Yo había descubierto, hará ya tres años este verano, un sitio, pero ¡qué sitio! ¡Oh, a la sombra, de una profundidad por lo menos de unos ocho pies, o tal vez de diez, una poza, con escondrijos debajo de la orilla, una verdadera madriguera de peces, un paraíso para el pescador. Esa poza, señor presidente, podía considerarla como algo mío, porque era su Cristóbal Colón. Todos lo sabían, todos sin discusión. Decían: «Es el sitio de Renard»; y a nadie se le habría pasado por la cabeza ir allí, ni siquiera al señor Plumeau, que es conocido, dicho sea sin ánimo de ofender, por birlarles los sitios a los demás.
Así pues, seguro de mi sitio, volvía yo allí como un propietario. No bien llegaba, el sábado, subía a bordo del
Dalila
, con mi esposa. El
Dalila
es mi bote, una embarcación que me hice construir por Fournaise, ligera y segura. Decía que nos subíamos a bordo del
Dalila
, y nos íbamos a preparar los cebos. Poniendo cebos, no hay otro como yo, y mis compañeros bien que lo saben. Me preguntará usted con qué cebo yo. Pero no puedo contestarle, porque ello no tiene nada que ver con el accidente; y tampoco puedo hacerlo porque es mi secreto. Son ya más de doscientos los que me lo han preguntado. ¡Me han invitado a copas, a fritadas y a calderetas para hacerme hablar! Pero mucho van a tener que esperar para que piquen los mújoles. Ah, sí, me han puesto a prueba para que cantase, para conocer mi secreto… Pero sólo mi mujer lo conoce… ¡y tampoco ella dirá nada, como yo! ¿Verdad, Mélie?…
El presidente le interrumpió:
—Al grano cuanto antes.
El acusado prosiguió:
Ya voy, ya voy. El sábado, pues, 8 de julio, tras salir en el tren de las cinco y veinticinco, fuimos, antes de cenar, a preparar los cebos como todos los sábados. Se anunciaba buen tiempo. Yo le decía a Mélie: «¡Qué bien, qué bien, para mañana!». Y ella respondía: «Esto promete». No hablamos de otra cosa cuando estamos juntos.
Y luego nos volvimos para cenar. Yo estaba contento y tenía sed. Y he aquí la causa de todo, señor presidente. Le digo a Mélie: «Oye, Mélie, se está bien aquí, voy a descorchar una botella
de casque à mèche
».
1
Es un vino blanco joven al que nosotros bautizamos así, porque, si tomas demasiado se te sube a la cabeza y sustituye al gorro de dormir. Ya me entiende usted.
Ella me responde: «Haz lo que te parezca, pero a ver si mañana te sientes mal y no te levantas». Lo que me decía era cierto, sensato, prudente, perspicaz, lo confieso. Pero, pese a todo, yo no fui capaz de contenerme; y me tomé la botella. Todo vino de ahí.
Así pues, no pude pegar ojo. ¡Cristo bendito! Hasta las dos de la noche me duró la cogorza. Y luego paf, me duermo con un sueño que no hubiera oído ni la trompeta del ángel del Juicio Final.
En resumen, me despierta mi mujer a las seis. Yo salto de la cama, me pongo rápidamente el pantalón y la marinera; me remojo un poco la cara y ya nos tiene a bordo del
Dalila
. Demasiado tarde. Cuando llego a mi poza, ¡estaba ocupada! ¡Era algo que no me había ocurrido nunca, señor presidente, pero nunca desde hacía tres años! Me causó el mismo efecto que si me hubieran robado ante mis propios ojos. Dije: «¡Caramba, caramba, caramba!». Y mi mujer empieza a pincharme. «¡Ah, tu mala cabeza! Borrachín, ¿estás contento ahora, tonto más que tonto?»
Yo no rechistaba; tenía más razón que un santo.
Desembarco a pesar de todo cerca del sitio para tratar de aprovechar las sobras. ¿Quién sabe? Tal vez ése no pescaría nada y se largaría…
Era un tipo pequeñajo y flacucho, con un traje de dril blanco y un gran sombrero de paja. También estaba su mujer, una gorda que hacía calceta detrás de él.
Al ver ella que nos instalábamos cerca del sitio, va y murmura:
«¿Es que no hay otro sitio en el río?».
Y la mía, que estaba rabiosa, responde:
«La gente que sabe comportarse se informa de las costumbres del lugar antes de ocupar los sitios reservados».
Como yo no quería historias, le dije:
«Estate calladita, Mélie, déjalo estar, déjalo estar. Ya veremos qué pasa».
Así, dejamos el
Dalila
bajo los árboles, bajamos y Mélie y yo nos pusimos a pescar, codo con codo con esos dos.
En este punto, señor presidente, es preciso que entre en detalles.
Llevábamos allí menos de cinco minutos cuando el sedal de mi vecino se sumerge dos, tres veces; ¡y he aquí que luego saca un mújol grande como mi muslo, o quizá un poco menos, pero casi! A mí me palpitaba el corazón; me sudaban las sienes, y Mélie va y me dice: «Eh, borrachín, ¿has visto tú eso?».
En esto, el señor Bru, el mercero de Poissy, que es un gran aficionado a pescar gobios, pasa por allí en barca y me grita: «¿Así que les han cogido el sitio, señor Renard?». Y yo le respondo: «Sí, señor Bru, hay gente en este mundo tan poco delicada que hace caso omiso de las costumbres».
¡El pequeñajo del traje de dril que tenía a mi lado fingía no oír, lo mismo que su mujer, su rolliza mujer, esa vaca!
El presidente interrumpió una segunda vez:
—¡Mida sus palabras! Ofende usted a la señora viuda Flamèche, aquí presente.
Renard se disculpó:
—Perdón, perdón, es que me dejo llevar por la pasión.
Así pues, no había pasado un cuarto de hora cuando el pequeñajo del dril pescó otro mújol, y casi al poco otro, y uno más a los cinco minutos.
Yo estaba a punto de echarme a llorar. Y notaba además que mi señora estaba que trinaba; no paraba de pincharme: «¡Ah, maldita sea! ¿No crees que te roba tu pesca? ¿No crees? No pescarás nada, ni una rana, nada de nada, nada. Vamos, me arden las manos sólo de pensarlo».
Yo me decía: «Esperemos a mediodía. Este pescador furtivo seguro que se va a comer, y entonces recuperaré mi sitio». Pues yo, señor presidente, como en el lugar todos los domingos. Nos traemos las provisiones en el
Dalila
.
¡Ah, pero qué va! ¡Dan las doce! Él llevaba un pollo envuelto en un periódico, el muy pícaro, y mientras se lo come, ¡he aquí que pesca otro mújol!
Mélie y yo nos tomamos también un bocado, poca cosa, porque no nos pasaba.
Entonces, para hacer la digestión, cojo mi periódico. Pues todos los domingos me leo el
Gil Blas
, a la sombra, a orillas del río. Es el día de Colombine, como usted debe de saber, Colombine, que escribe artículos en el
Gil Blas
.
2
Yo tenía por costumbre hacer rabiar a mi señora afirmando que conocía a esa Colombine. Pero no es cierto, no la conozco, ni la he visto nunca, pero eso no importa, escribe bien; y escribe además cosas que tienen mucha miga para ser una mujer. A mí me gusta, no hay muchas como ella.
Entonces me pongo a chinchar a mi mujer, que se enfada enseguida, pero mucho esta vez. Así que me callo.
Fue en ese momento cuando aparecieron al otro lado del río nuestros dos testigos aquí presentes, el señor Ladureau y el señor Durdent. Nos conocíamos de vista.
El pequeñajo se había puesto a pescar de nuevo. Pescaba tanto que me hacía temblar. Y su mujer se pone a decir: «¡Es un sitio realmente bueno, volveremos siempre aquí, Désiré!».
Yo siento que un escalofrío me recorre el espinazo. Y mi señora repetía: «No eres hombre, no eres hombre. Debes de tener la sangre de horchata».
Yo le digo de repente: «Vayámonos, prefiero irme antes que hacer una tontería».
Y va ella y me suelta, como si me hubiera puesto un hierro candente debajo de la nariz: «No eres hombre. ¡Mira que huir ahora y dejar tu sitio! ¡Vamos, Bazaine!».
3
Esto me hirió, aunque no dije nada.
Pero justo en ese momento el otro saca una brema, ¡oh!, como no había visto nunca otra igual. ¡Nunca!
Y entonces mi mujer se pone a hablar como si pensara en voz alta. Eso le dará la medida de su malicia. Decía: «A esto se puede llamar robar la pesca, pues hemos sido nosotros los que pusimos los cebos. Deberían devolvernos al menos el dinero que nos han costado».
Entonces, la gorda del pequeñajo del traje de dril se puso a decir a su vez: «¿Acaso la tiene tomada con nosotros, señora?».
«Con quien la tengo tomada es con quienes se dedican a robar la pesca ajena aprovechándose del dinero gastado por el prójimo.»
«¿Acaso nos está llamando ladrones?»
Así comenzaron con las explicaciones hasta llegar a las palabrotas. ¡Cristo bendito, menudo par de deslenguadas, cuántas se sabían y cómo las soltaban! Daban tales gritos que nuestros dos testigos, que estaban en la otra orilla, se pusieron a gritar en son de broma: «¡Eh, las de ahí, un poco de silencio! Que no van a dejar pescar a sus maridos».
El caso es que el pequeñajo del traje de dril y yo nos estábamos quietos como postes. Permanecimos allí, mirando el agua, como si no oyéramos.
Pero, ¡maldita sea!, bien que oíamos: «¡Embustera! ¡Perdida! ¡Suripanta! ¡Buscona!». Y así sucesivamente. Un marinero no conoce más.
De repente oigo un ruido detrás de mí. Me doy la vuelta. Era la otra, la gorda, que se abalanzaba sobre mi mujer a paraguazo limpio. ¡Pam, pam! Mélie se llevó dos. Pero he aquí que Mélie se enrabia y, cuando Mélie se enrabia, arrea duro. Cogió a la gorda por los pelos y toma, toma y toma, las tortas llovían que daba gusto.
Yo las habría dejado que se las apañaran. Las mujeres por un lado y los hombres por el otro. No hay que mezclar las bofetadas. Pero el pequeñajo del traje de dril se levanta como un demonio y quiere saltar sobre mi mujer. ¡Ah!, ¡eso sí que no!, ni hablar, amigo. Y le propino un puñetazo a ese pájaro. Un porrazo y otro. Uno en la nariz, otro en el estómago. Él levanta los brazos, luego una pierna y se cae hacia atrás dentro del río, justo en la poza.
Seguro que le habría repescado, señor presidente, de haberme dado tiempo a hacerlo enseguida. Pero, para colmo de males, la gorda llevaba las de ganar y le atizaba a Mélie de lo lindo. Ahora me doy cuenta de que no hubiera tenido que prestarle ayuda mientras ese otro estaba tragando agua. Pero no pensé que se ahogaría; lo único que pensé fue: «Así se refrescará un poco».
Acudo corriendo donde estaban las dos mujeres para separarlas, y me gano unos cuantos puñetazos, arañazos y mordiscos. ¡Demonios, menudo par de malas brujas!
Me vuelvo. Y nada. El agua estaba en calma como un lago. Y esos otros, en la otra orilla, que gritaban: «¡Repéscalo, repéscalo!».
Es fácil decirlo, pero yo no sé nadar, y menos aún zambullirme, ¡se lo aseguro!
Por fin llegaron los de la presa y dos señores más con unos bicheros, y tuvieron que emplearse un buen cuarto de hora. ¡Estaba en el fondo de la poza, debajo de ocho pies de agua, como he dicho antes, allí estaba el pequeñajo del traje de dril!
Éstos son los hechos tal como ocurrieron, se lo juro. Soy inocente, palabra de honor.
*
Tras haber declarado los testigos en el mismo sentido, el acusado fue absuelto.