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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (66 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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En cuanto se quedó solo, miró a su alrededor, como en busca de consejo, de protección.

¡Un duelo! ¡Iba a batirse en duelo!

Se quedó palpitando, estupefacto como alguien pacífico que no ha pensado nunca en semejante posibilidad, que no está preparado para esos riesgos, para esas emociones, ni ha fortalecido su valor en previsión de ese acontecimiento formidable. Quiso levantarse y volvió a derrumbarse en el asiento, mientras el corazón se le aceleraba y se le aflojaban las piernas. Su ira y su fuerza habían desaparecido por completo. Pero el pensar en lo que dirían en el Ministerio y el ruido que ello armaría en las oficinas despertó su desfalleciente orgullo y, sin saber a qué resolverse, se dirigió al despacho de su jefe para pedirle su opinión.

El señor Torchebeuf se quedó sorprendido y perplejo. No veía la necesidad de un lance de honor, y le parecía que todo aquello iba a crear desórdenes una vez más en el trabajo. Repetía:

—No puedo aconsejarle nada. Se trata de una cuestión de honor en la que no puedo entrar. ¿Quiere que le escriba dos palabras para el comandante Bouc? Es persona ducha en este tipo de asuntos y podrá aconsejarle.

Lesable se mostró de acuerdo y fue a ver al comandante, que aceptó incluso ser su padrino; y se llevó a un subjefe para secundarle.

Boissel y Pitolet les estaban esperando, enguantados. Habían pedido prestadas dos sillas en la oficina de al lado para tener cuatro.

Se saludaron con expresión seria y se sentaron. Pitolet tomó la palabra y expuso la situación. Tras haber escuchado, el comandante respondió:

—La cosa es seria, pero no parece irreparable, todo depende de las intenciones.

Era un viejo ladino que se divertía con aquello.

Y se entabló una larga discusión, en la que se prepararon sucesivamente cuatro borradores de carta, pues las excusas debían ser recíprocas. Si el señor Maze reconocía no haber tenido intención, en principio, de ofender al señor Lesable, éste admitiría haber obrado mal tirándole el tintero y se disculparía por su desconsiderada violencia.

Y los cuatro padrinos volvieron con sus respectivos representados.

Maze, sentado ahora delante de la mesa, agitado por la emoción del probable duelo, aunque esperando ver retroceder a su adversario, se miraba sucesivamente una y otra sus mejillas en uno de esos espejitos redondos, de estaño, que todos los empleados esconden en un cajón para arreglarse, antes de la salida de la tarde, la barba, el pelo y la corbata.

Leyó las cartas que sometieron a su consideración y declaró con visible satisfacción:

—Me parece muy honorable. Estoy dispuesto a firmar.

Por su parte, Lesable había aceptado sin discusión la redacción de sus padrinos, declarando:

—Siendo ustedes de esta opinión, yo no puedo sino mostrarme de acuerdo con ella.

Y los cuatro plenipotenciarios se reunieron de nuevo. Se intercambiaron las cartas; se saludaron con aire grave y, tras solventar el incidente, se separaron.

Un extraordinario revuelo reinaba en la administración. Los empleados iban en busca de noticias, pasaban de una oficina a otra, se abordaban en los pasillos.

Cuando se supo que el asunto se había arreglado, hubo una desilusión general. Alguien dijo: «Pero ello no basta para dar un hijo a Lesable». La ocurrencia corrió. Un empleado compuso una coplilla.

Pero precisamente, cuando parecía que el asunto estaba zanjado, surgió una dificultad, planteada por Boissel: «¿Cuál debía ser la actitud de los dos adversarios al encontrarse cara a cara? ¿Se saludarían? ¿Fingirían no conocerse?». Se decidió que se encontrarían, como por casualidad, en el despacho del jefe y que, en presencia del señor Torchebeuf, se intercambiarían unas palabras de cortesía.

De inmediato se llevó a cabo la ceremonia; y Maze, tras haber mandado pedir un coche de punto, regresó a su casa para tratar de limpiar su piel.

Lesable y Cachelin volvieron juntos a casa, en silencio, sintiendo una furia recíproca, como si todo lo sucedido hubiera sido culpa de uno o del otro. Una vez que hubo entrado, Lesable tiró violentamente su sombrero sobre la cómoda y le gritó a su mujer:

—Ya tengo bastante de esto. ¡Ahora he de batirme en duelo por ti!

Ella le miró sorprendida y ya irritada:

—¿Un duelo? ¿Y por qué?

—Porque Maze me ha ofendido a propósito de ti.

Ella se acercó:

—¿A propósito de mí? Pero ¿qué dices?

Él se había sentado rabiosamente en un sillón. Prosiguió:

—Me ha ofendido… y basta. No tengo por qué darte más explicaciones.

Pero ella quería saber:

—Exijo que me repitas lo que ha dicho de mí.

Lesable enrojeció, luego balbució:

—Me ha dicho…, me ha dicho…, respecto a tu esterilidad…

Ella pegó un respingo; luego se enfureció, imponiéndose la brutalidad paterna a su naturaleza femenina, y estalló:

—¿Que yo…? ¿Que yo soy estéril? ¿Y qué sabe ese villano? Estéril contigo, porque no eres un hombre. Pero si me hubiera casado con otro, con cualquier otro, oye lo que te digo, habría tenido hijos. ¡Habla, habla si te atreves! ¡Menudo precio he pagado por casarme con un débil de carácter como tú!… ¿Y tú qué le has respondido a ese asqueroso?

Lesable, como loco ante semejante chaparrón, balbució:

—Le he… abofeteado.

Ella le miró, asombrada:

—¿Y qué ha hecho él?

—Me ha mandado unos padrinos. ¡Ya ves!

Ella estaba ahora interesada por el asunto, atraída, como todas las mujeres, por las aventuras dramáticas, y preguntó, dulcificada de repente, no sin dejar de sentir cierta estima por ese hombre que iba a arriesgar su vida:

—¿Cuándo os batiréis?

Él respondió tan tranquilo:

—No nos batiremos; la cosa ha sido arreglada por los padrinos. Maze me ha presentado sus disculpas.

Ella le miró de arriba abajo llena de desprecio:

—¡Qué bonito! Me ofenden delante de ti, tú les dejas hablar y ni siquiera te bates en duelo. ¡Lo único que te faltaba era ser un cobarde!

Él se rebeló:

—Te ordeno que te calles. Sé mejor que tú lo que concierne a mi honor. Y aquí tienes, además, la carta del señor Maze. Lee y verás.

Ella cogió el papel, lo leyó por encima, lo comprendió todo y, con una risa sarcástica, dijo:

—También tú has escrito una carta, ¿verdad? Os habéis tenido miedo mutuamente. ¡Menudos cobardes son los hombres! En vuestro lugar, nosotras… En fin, la ofendida en este asunto he sido yo, tu mujer, ¡y tú te contentas con esto! No me extraña nada que no seas capaz de tener un hijo. Eres tan… flojo con las mujeres como con los hombres. ¡Ah, sí, vaya ricura que me ha tocado en suerte!

Había adoptado de repente la voz y los ademanes de Cachelin, unos ademanes vulgares de viejo soldado y una entonación varonil.

Plantada delante de él, en jarras, alta, robusta, vigorosa, con el pecho turgente, el rostro encendido, la voz profunda y vibrante, la sangre que coloreaba sus lozanas mejillas de real hembra, miraba, sentado delante de ella, a ese hombrecillo pálido, un poco calvo, afeitado, con sus cortas patillas de abogado. Ganas tenía de estrangularle, de aplastarle.

Y repetía:

—Eres incapaz de nada, de nada. ¡Dejas incluso que todo el mundo se te adelante como empleado!

Se abrió la puerta y apareció Cachelin, atraído por el ruido de voces, y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Ella se volvió:

—¡Nada, que le estoy cantando las cuarenta a este payaso!

Y Lesable, alzando los ojos, se dio cuenta de cuánto se parecían. Tuvo la impresión de que se hubiera descorrido un velo que le permitía ver tal como eran, tanto el padre como la hija, de la misma sangre, de la misma casta común y grosera. Se sintió perdido, condenado, a vivir entre los dos y para siempre.

Cachelin declaró:

—Si al menos la gente pudiera divorciarse. No debe de ser nada agradable estar casada con un capón.

Lesable se puso en pie de un salto, temblando de furia al oír aquella palabra. Se fue hacia su suegro balbuceando:

—¡Fuera de aquí!… ¡Fuera!… Está en mi casa, no lo olvide… Le echo…

Y cogió de encima de la cómoda una botella llena de agua sedativa blandiéndola como si fuera una maza.

Cachelin, intimidado, salió andando hacia atrás y murmurando:

—Pero ¿qué le ha dado ahora?

Pero la ira de Lesable no se aplacó; habían rebasado toda medida. Se volvió hacia su mujer, que le seguía mirando, un tanto asombrada por su violencia, y él gritó, tras haber dejado su botella sobre el mueble:

—En cuanto a ti…, en cuanto a ti…

Pero como no encontraba nada que decir, ni tenía ningún argumento que aducir, se quedó delante de ella con el rostro alterado, la voz demudada.

Ella se echó a reír.

Ante aquella alegría que era una nueva ofensa, él enloqueció y se abalanzó para agarrarla del cuello con la mano izquierda, mientras que con la derecha la abofeteaba furiosamente. Ella retrocedía, trastornada, ahogándose. Tropezó con la cama y se dejó caer encima de espaldas. Él no la soltaba y seguía golpeándola. De repente se levantó, jadeante, extenuado y, avergonzándose de golpe de su brutalidad, balbució:

—Esto es lo que pasa…, esto es lo que pasa.

Ella no se movía, como si la hubiera matado. Permanecía tumbada de espaldas, al borde de la cama, ocultando ahora su rostro entre las manos. Él se acercó, incómodo, preguntándose qué iba a ocurrir a continuación y esperando que descubriera el rostro para poder ver qué tenía. Al cabo de unos instantes, sintiendo aumentar su angustia, murmuró:

—Cora…, Cora…, escucha.

Ella no respondía ni se movía. Pero ¿qué tenía? ¿Qué estaba haciendo? Y, sobre todo, ¿qué haría?

Pasada la rabia, disipada tan rápidamente como se había originado, se sentía odioso, poco menos que un criminal. Había pegado a una mujer, a su mujer, él, un hombre cuerdo y frío, un hombre educado y siempre razonable. Y en el enternecimiento de la reacción, tenía ganas de pedir perdón, de ponerse de rodillas, de besar esa mejilla herida y enrojecida. Con la yema de los dedos tocó suavemente una de las manos extendidas sobre ese rostro invisible. Pareció que no sintiera nada. La tocó con dulzura, la acarició como se hace con un perro después de haberle pegado unos gritos. Tampoco pareció que lo notara. Le repitió:

—Cora, escúchame. Cora, he cometido un error, escúchame…

Ella parecía muerta. Trató de retirarle una mano. Ésta se separó fácilmente y vio un ojo abierto que le miraba, un ojo de mirada fija, extraña, inquietante.

Continuó:

—Oye, Cora, me he dejado llevar por la ira. Ha sido tu padre quien me ha sacado de quicio. No se insulta así a un hombre.

Ella no respondió nada, como si no oyera. Él no sabía qué decir, qué hacer. La besó cerca de la oreja, y, al levantarse, vio una lágrima en la comisura del ojo, una gran lágrima que se desprendió y rodó rápidamente por la mejilla; y el párpado se agitaba, se cerraba una vez tras otra.

Le dominó una gran tristeza, embargado de emoción, y, abriendo los brazos, se tumbó sobre su mujer; apartó con los labios la otra mano y besándola en todo el rostro le suplicaba:

—Mi pobre Cora, perdóname, perdóname…

Ella seguía llorando, en silencio, sin sollozar, como se llora en los momentos de honda tristeza.

Él la tenía apretada contra sí, acariciándola y susurrándole al oído todas las tiernas palabras que conseguía encontrar. Pero ella permanecía insensible. Sin embargo, dejó de llorar. Se quedaron así durante bastante rato, tumbados y abrazados.

Caía la noche, llenando de sombra el cuartito; y cuando estuvo completamente a oscuras él se volvió más atrevido y pidió perdón de tal modo que reavivó sus esperanzas.

Cuando se levantaron, él había recobrado su voz y su aspecto normales, como si nada hubiera pasado. Ella parecía, por el contrario, enternecida, hablaba con un tono más dulce que de costumbre, miraba a su marido con mirada sumisa, casi acariciante, como si este inesperado correctivo le hubiera relajado los nervios y ablandado el corazón. Él dijo tranquilamente:

—Tu padre debe de estar aburriéndose, solo en su casa. Deberías llamarle. Por otra parte, debe de ser hora de cenar.

Ella salió.

Eran las siete, en efecto, y la criada anunció que la sopa estaba en la mesa. Luego Cachelin, tranquilo y sonriente, reapareció con su hija. Se sentaron a la mesa y charlaron, aquella noche, más cordialmente de lo que lo habían hecho en mucho tiempo, como si hubiera ocurrido algo afortunado para todos.

V

Pero sus esperanzas, siempre alimentadas y renovadas, nunca conducían a nada. Defraudadas mes tras mes las expectativas, a pesar de la persistencia de Lesable y la buena voluntad de su compañera, les mantenían en un estado de angustia febril. Se reprochaban mutuamente sin cesar su fracaso y el marido, desesperado, enflaquecido y cansado, tenía que soportar de modo especial la grosería de Cachelin, que ahora ya, en su intimidad guerrera, no le llamaba de otro modo que «señor Gallito», en recuerdo sin duda del día en que había estado a punto de recibir un botellazo en el rostro por haber pronunciado la palabra «capón».

Padre e hija, unidos por instinto, rabiosos por la constante idea del patrimonio tan próximo e imposible de aferrar, no sabían ya qué inventar para vejar y atormentar a aquel impotente, causa de su desventura.

Al sentarse a la mesa, Cora repetía cada día:

—No hay gran cosa para cenar. Si fuéramos ricos, sería distinto. Pero no es culpa mía.

Cuando Lesable salía para ir a la oficina ella le gritaba desde el fondo de la habitación:

—Coge el paraguas, pues si no volverás a casa sucio como una rueda de ómnibus. No es culpa mía que tengas que seguir haciendo de chupatintas.

Cuando ella iba a salir, no dejaba nunca de exclamar:

—Pensar que si me hubiera casado con otro hombre tendría un coche para mí.

En todo momento y ocasión, no pensaba en otra cosa, pinchaba al marido con un reproche, le escarnecía con una injuria, le hacía a él el único culpable y responsable de la pérdida de ese dinero que hubiera tenido que ser suyo.

Finalmente, una tarde, perdiendo de nuevo la paciencia, él exclamó:

—Por todos los diablos, ¿quieres acabar con esto? Escúchame, si no tenemos hijos es por culpa tuya, sólo tuya, porque yo tengo un hijo…

Mentía, prefiriendo cualquier cosa al eterno reproche y a la vergüenza de pasar por impotente.

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