Cuentos frágiles (3 page)

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Authors: Manuel Gutiérrez Nájera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos frágiles
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Viene de las heladas profundidades de la noche. Su alma es como un cielo sin tempestades, pero también sin estrellas. Los que se le acercan sienten el frío que difunde en tomo suyo una estatua de nieve. Su corazón es frío como una moneda de oro en día de invierno.

¿Quién es la esbelta rubia que sonríe en aquel palco? Es un patrón de modas recortado. Por esa frente no han pasado nunca las alas blancas de los pensamientos buenos, ni las alas negras de los pensamientos malos. Sus amores duran lo que la hirviente espuma del champagne en la orilla de la copa. Jamás permitiría que un hombre la ciñera con sus brazos: no quiere que se ajen y desarreglen sus listones. ¿Queréis saber cómo es su alma? Figúrate una muñeca hecha de encaje blanco, con plumas de faisán en la cabeza y ojos de diamante. Cuando habla, su voz suena como la crujiente falda de una túnica de raso, rozando los peldaños marmóreos de una escalinata. No sabe dónde tiene el corazón, jamás se lo pregunta su modista.

Esa grave matrona expende esposas. Tiene mucha existencia.

Convierte ahora tus miradas a la platea que está frente a nosotros. Una mujer divinamente hermosa la ocupa.

¿Quién es? Sus grandes ojos verdes, velados por larguísimas pestañas negras, tiemblan de efusión cuando se fijan en el cielo, como si estuvieran enamorados de los luceros. Sus manos esgrimen el abanico, como si quisieran adiestrarse en la esgrima del puñal. Créelo: esa mujer es capaz de matar al hombre que la engañe. Sus labios se entreabren suavemente para dar salida al exceso de alma que hay en ella.

Tras las varillas flexibles del corsé, su corazón late cadenciosamente; ¡pobre niño que golpea con su manecita una muralla!

¿Cuántos años tiene? Ha cumplido veinticinco; no sé cuántas semanas, meses o años hace. Siendo niña, una pordiosera que acostumbrar decir la buenaventura le predijo que el hombre a quien amara sería espantosamente desgraciado. Su marido —un banquero— es muy feliz. Alicia —así se llama— está rodeada siempre de cortejos presuntuosos y enamorados fatuos.

Cuando va de paseo, diríase que es un general pasando revista a sus soldados, que presentan las armas. Ella, sonriente, gozando en las pasiones que inspira sin participar de ellas, asoma su cabeza de Gioconda
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por la portezuela del cupé y saluda con la mano enguantada o con el abanico a los platónicos adoradores de su cuerpo. El hombre a quien saluda con los ojos no es conocido aún.

¿Será honrada? ¿Será honesta? Las mujeres la miran con desprecio y los hombres la cortejan. Nadie podría decir quién es su amante o quién lo ha sido, pero todos tienen la certidumbre de que alguno lo será. La lotería no se hace aún; el número que ha de obtener el gran premio duerme en el globo, confundido con los otros: puede ser el de aquél, puede ser el mío, pero es alguno. La jaula está preparada para el pájaro: en la mesita de sándalo donde Alicia toma el té hay dos tazas. Un necio diría que alguna es la taza del amante. ¡Falso! Es la taza del marido. Cuando el amante llegue, Alicia y él beberán en al misma taza, como Paolo y Francesca
[2]
leían en el mismo libro. Después la harán pedazos o la arrojarán al mar: ¡cómo el rey de Thule!
[3]

El Galeoto social no yerra tan a menudo como algunos creen. Lo que sucede es que se anticipa a la verdad. Es como las mujeres, que conocen el amor que han inspirado media hora antes de que el hombre se dé cuenta de que existe. Un buque sale del puerto lleno de mercancías y pasajeros: el cielo está muy azul, sin un solo punto negro. Pasan los días y las semanas, sin que llegue a los oídos de nadie la noticia de un, temporal o de una borrasca. Y sin embargo, cierto día, sin que se sepa cómo ni por qué, se esparce la voz que aquel barco ha naufragado. ¿Quién lo dice? Todos. ¿Quién recibió la fatal nueva? Nadie. Quince días después se sabe la espantosa verdad, y los periódicos refieren por menor los horribles detalles del naufragio.

Una mujer es fiel a su marido. Nadie puede acusarla de adulterio. Vive como Penélope
[4]
, en su hogar. Desecha con altivez a los que solicitan su cariño. Pero el Galeoto, que mira y prevé todo, murmura entre dos cuadrillas, bajo las anchas hojas de una planta exótica erguida sobre rico tibor chino: ¡esa mujer tiene un amante! Y no es verdad; pero un día, una semana, un año después la mujer tiene un amante. El Galeoto se equivoca nada más en la conjugación del verbo; debía haber dicho: tendrá.

Y la esposa no falta a su deber porque el mundo lo dice; como el barco no perece porque la gente vaticina el naufragio. Así, el mundo dice que Alicia es desleal, y en torno de ella se agrupan los cazadores en vedado, como los náufragos hambrientos en la balsa de la Medusa. Pero Alicia no ama a ninguno: guarda su tesoro y no quiere despilfarrarlo como pródiga.

Mas he aquí que una noche llega al salón de Alicia un joven soñador y le dice al oído:

—¡Cómo se parece usted a mi primera novia! Ella era baja de estatura y usted es alta; ella era morena, y usted es rubia; ella tenía los ojos negros, los de usted son verdes; pero yo la amaba; yo amo a usted y en esto se parecen.

Dos horas después, Alfredo era amante de Alicia. El huésped prometido había llegado. El banquero continuaba siendo muy feliz.

Ayer, mientras el marido terminaba su correspondencia, Alicia salió en el cupecito azul tirado por dos yeguas color de ámbar. Los pocos ociosos que desafíaban la lluvia en la calzada vieron que el cupecito proseguía su marcha rumbo á Chapultepec. ¿Qué iba a hacer? Los grandes ahuehuetes, moviendo sus cabezas canas, se decían en voz baja el secreto. Las yeguas trotaban y el coche se perdió en la avenida más umbrosa y más recóndita del bosque. Alfredo abrió la portezuela y tomó asiento junto a la hermosa codiciada. Llovía mucho. Quizá para impedir que el agua entrase, mojando el traje de Alicia, cerró Alfredo cuidadosamente las persianas. Si alguno erraba a tales horas por el bosque, pudo decir para sus adentros: ¿Quiénes irán dentro del cupé? Afortunadamente, cada vez arreciaba más la lluvia, y sólo un pobre trabajador, oculto en la entrada oscura de la gruta, pudo ver el cupé que continuaba paso a paso su camino, subiendo por la rampa del castillo. Las ancas de las yeguas, lavadas y bruñidas por la lluvia, parecían de seda color de oro.

El trabajador, dejando a un lado los costales que rebosaban hebras de heno, asomó la cabeza para mirar cómo subía el carruaje hasta las rejas del castillo. Allí se detuvo: los amantes se apearon y torcieron sus pasos rumbo a los corredores, mudos y desiertos. Un hombre, cuidadosamente recatado, había subido al propio tiempo. Luego que hubo llegado al sitio en donde quedaba el cupé vacío, bajó el embozo de su capa e hizo una señal imperativa al cochero, que, viendo el rostro del desconocido, se puso pálido como la cera. Bajó luego del pescante, y, tras cortísimas palabras que mediaron entre ambos, se quitó el
carrick
para que con él se ocultara el recién llegado. Media hora después, los amantes salieron del castillo; subieron al carruaje nuevamente, y Alicia, sacando su cabeza rubia por la portezuela, dijo: ¡a casa! Las yeguas partieron a galope, pero… ¿a dónde iban? Torciendo el rumbo, el cochero encaminaba el carruaje al abismo, como si en vez de bajar por la empinada rampa quisiera precipitarse desde lo alto del cerro. Los amantes, que habían vuelto a cerrar las persianas, nada veían. ¿A dónde iban? De pronto las yeguas se detuvieron, como si alguna mano de gigante las hubiera agarrado por los cascos. Relinchando miraban al abismo que se abría a sus plantas. Las persianas del cupé seguían cerradas. El cochero, de pie en el pescante, azotó las yeguas; el coche se columpió un momento en el vacío y fue a estrellarse, hecho pedazos, en la tierra. No se escuchó ni un grito, ni una queja. A veinte varas de distancia, se halló el cadáver del cochero. Era el marido de Alicia.

En este instante suena la campanilla y ese agudo son me vuelve a la realidad. No; no es Alicia la que miro en aquel palco. Alicia duerme ya en el camposanto. Es una mujer que se le parece mucho y que morirá tan desastrosamente como ella. ¡Dios confunda a los maldicientes! La lengua mata más qué los puñales. Conque te he dicho ya que esa señora …

Post-data. Había olvidado decir que el esposo era inglés.

(Este cuento se desarrolló de una forma muy rara, pues aparecieron varias partes del mismo en otros artículos y cuentos del autor. En la forma en que se publica, apareció en El Partido Liberal de 20 de setiembre de 1891, firmado por 'El Duque de Job".)

LA MAÑANA DE SAN JUAN

A gonzalo Esteva y Cuevas.

Pocas mañanas hay tan alegres, tan frescas, tan azules, como esta mañana de San Juan. El cielo está muy limpio, «como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana»; llovió anoche, y todavía cuelgan de las ramas brazaletes de rocío que se evaporan luego que el sol brilla, como los sueños luego que amanece; los insectos se ahogan en las gotas de agua que resbalan por las hojas, y se aspira con regocijo ese olor delicioso de tierra húmeda, que sólo puede compararse con el olor de los cabellos negros, con el olor de la epidermis blanca y el olor de las páginas recién impresas. También la naturaleza sale de la alberca con el cabello suelto y la garganta descubierta; los pájaros se emborrachan con el agua, cantan mucho, y los niños del pueblo hunden su cara en la gran palangana de metal. ¡Oh mañanita de San Juan, la de camisa limpia y jabones perfumados! Yo quisiera mirarte lejos de estos calderos en que hierve grasa humana; quisiera contemplarte al aire libre, allí donde apareces virgen todavía, con los brazos muy blancos y los rizos húmedos, Allí eres virgen: cuando llegas a la ciudad, tus labios rojos han besado mucho; muchas guedejas rubias de tu undívago cabello se han quedado en las manos de tus mil amantes, como queda el vellón de los corderos en los zarzales del camino; muchos brazos han rodeado tu cintura; traes en el cuello la marca roja de una mordida, y vienes tambaleando con traje de raso blanco todavía, pero ya prostituido, profanado, semejante al de Giroflé después de la comida, cuando la novia muerde sus inmaculados azahares y empapa sus cabellos en el vino ¡No, mañanita de San Juan, así yo no te quiero! Me gustas en el campo, allí donde se miran tus azules ojitos y tus trenzas de oro. Bajas por la escarpada colina poco a poco; llamas a la puerta o entras sigilosamente la ventana para que tu mirada alumbre el interior, y todos te recibimos como reciben los enfermos la salud, los pobres la riqueza y los corazones el amor. ¿No eres amorosa? ¿No eres muy rica? ¿No eres sana? Cuando vienes, los novios hacen sus eternos juramentos; los que padecen, se levantan vueltos a la vida; y la dorada luz de tus cabellos siembra de lentejuelas y monedas de oro el verde oscuro de los campos, el fondo de los ríos y la pequeña mesa de madera pobre en que se desayunan los humildes, bebiendo un tarro de espumosa leche, mientras la vaca muge en el establo. ¡Ah! Yo quisiera mirarte así cuando eres virgen, y besar las mejillas de Ninón… ¡sus mejillas de sonrosado terciopelo y sus hombros de raso blanco!

Cuando llegas, ¡oh mañana de San Juan!, recuerdo una vieja historia que tú sabes y que ni tú ni yo podemos olvidar, ¿Te acuerdas? La hacienda en que yo estaba por aquellos días era muy grande; con muchas fanegas de tierra sembradas e incontables cabezas de ganado. Allí está el caserón, precedido de un patio con su fuente en medio. Allá está la capilla. Lejos, bajo las ramas colgantes de los grandes sauces, está la presa en que van a abrevarse los rebaños. Vista desde una altura y a distancia, se diría que la presa es la enorme pupila azul de algún gigante, tendido a la bartola sobre el césped ¡Y qué honda es la presa! ¡Tú lo sabes…!

Gabriel y Carlos jugaban comúnmente en el jardín. Gabriel tenía seis años; Carlos, siete. Pero un día, la madre de Gabriel y de Carlos cayó en cama, y ro hubo quien vigilara sus alegres correrías. Era el día de San Juan. Cuando empezaba a declinar la tarde, Gabriel dijo a Carlos:

—Mira, mamá duerme y ya hemos roto nuestros fusiles, Vamos a la presa. Si mamá nos riñe, la diremos que estábamos jugando en el jardín. —Carlos, que era el mayor, tuvo algunos escrúpulos ligeros. Pero el delito no era tan enorme, y además, los dos sabían que la presa estaba adornada con grandes cañaverales y ramos de zempazúchil. ¡Era día de San Juan!

—¡Vamos! —le dijo—; llevaremos un
Monitor
para hacer barcos de papel y les cortaremos las alas a las moscas para que sirvan de marineros.

Y Carlos y Gabriel salieron muy quedito para no despertar a su mamá, que estaba enferma. Como era día de fiesta, el campo estaba solo. Los peones y trabajadores dormían la siesta en sus cabañas. Gabriel y Carlos no pasaron por la tienda, para no ser vistos, y corrieron a todo escape por el campo. Muy en breve llegaron a la presa. No había nadie, ni un peón, ni una oveja. Carlos cortó en pedazos el Monitor e hizo dos barcos, tan grandes como los navíos de Guatemala. Las pobres moscas, que iban sin alas y cautivas en una caja de obleas, tripularon humildemente las embarcaciones. Por desgracia, la víspera habían limpiado la presa, y estaba el agua un poco baja, Gabriel no la alcanzaba con sus manos.

Carlos, que era el mayor, le dijo:

—Déjame a mí que soy más grande. —Pero Carlos tampoco la alcanzaba. Trepó entonces sobre el pretil de piedra, levantando las plantas de la tierra, alargó el brazo e iba a tocar el agua y a dejar en ella el barco, cuando, perdiendo el equilibrio, cayó al tranquilo seno de las ondas. Gabriel lanzó un agudo grito. Rompiéndose las uñas con las piedras, rasgándose la ropa, a viva fuerza, logró también encaramarse sobre la cornisa tendiendo casi todo el busto sobre el agua. Las ondas se agitaban todavía. Adentro estaba Carlos. De súbito, aparece en la superficie, con la cara amoratada, arrojando agua por la nariz y por la boca.

—¡Hermano! ¡hermano!

—¡Ven acá! ¡ven acá! No quiero que te mueras.

Nadie oía. Los niños pedían socorro, estremeciendo el aire con sus gritos; no acudía ninguno. Gabriel se inclinaba cada vez más sobre las aguas y tendía las manos.

Acércate, hermanito yo te estiro.

Carlos quería nadar y aproximarse al muro de la presa, pero ya le faltaban fuerzas, ya se hundía. De pronto, se movieron las ondas y asió Carlos una rama, y apoyado en ella logró ponerse junto del pretíl y alzó una mano; Gabriel la apretó con las manitas suyas, y quiso el pobre niño levantar por los aires a su hermano que había sacado medio cuerpo de las aguas y se agarraba a las salientes piedras de la presa. Gabriel estaba rojo y sus manos sudaban, apretando la blanca manecita del hermano.

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