Y el hecho es que cada vez que suena —¡pícara campana!— el capellán se olvida de la misa para ya no pensar más que en la cena. Y se imagina el incesante movimiento que debe haber en la cocina, los hornos en donde flamea y choca el fuego de una fragua, el humo que dejan escapar las tapaderas entreabiertas, y a través de ese humo mira dos cabritos magníficos, con trufas.
O bien mira pasar hileras de vistosos pajecillos, llevando con prudencia platones circuidos de un humo tentador, entra con ellos al salón ya apercibido para la fiesta y —¡oh delicia!— he aquí la inmensa mesa toda resplandeciente, ya cargada con los pavos vestidos de sus plumas, los faisanes abriendo sus moradas alas, las botellas color de rubíes, las pirámides de frutos destacándose entre las ramas verdes, y, por último, esos pescados prodigiosos de que tanto había hablado Garrigú (¡Garrigú! ¡Garrigú…!, ¡hum…!) extendidos sobre un lecho de hinojo, con sus escamas, nacaradas todavía, como si hubieran salido recientemente de las ondas, y con un ramillete de hierbas olorosas en su nariz de monstruo. Y era tan viva la visión de todas estas maravillas, que don Balaguer pensó por un instante que aquellos platos suculentos estaban ya servidos sobre el mantel bordado del altar, y dos o tres veces, en vez del Dominus vobiscum, dijo el Benedicite. Pero dejando a un lado estas ligeras equivocaciones, el pobre padre oficiaba conforme a sus deberes, sin saltar una línea ni omitir una genuflexión. Todo fue así hasta la conclusión de la primera misa.
—¡Y va una! —dijo por fin el capellán con un suspiro de alivio. Incontinenti, sin perder un minuto, hizo una seña al sacristán, o mejor dicho, al que creía que era su sacristán, para que llamase a la segunda misa.
¡Drelindín! ¡Drelindín!
Y he aquí que empieza la segunda misa y con ella el pecado de don Balaguer. «¡Más aprisa, más aprisa, más aprisa!», dice con voz tipluda y agria la campana diabólica de Garrigú, y en esta vez el oficiante se abandona al dominio de la gula, devora las páginas del misal, con la avidez de su apetito sobreexcitado. Frenéticamente se hinca, se levanta, esboza la figura de la cruz, apresura todos sus gestos, todos sus movimientos para acabar más pronto. Apenas golpea su pecho con el Confiteor, cuando extiende los brazos en el Evangelio. Entre él y el sacristán se empeña una diabólica carrera. Versículos y respuestas se precipitan, se atropellan. Las palabras pronunciadas a medias, sin abrir la boca, porque esto hubiera exigido un despilfarro inútil de tiempo, terminan en sílabas incomprensibles.
Como vendimiadores apremiados, que magullan la uva en los barriles, ambos estropean el latín de la misa, despidiendo astillas desquebrajadas del idioma. Y durante este vértigo espantoso, la infernal campanilla, repicando siempre, espolea al desgraciado capellán, como esos cascabeles que se cuelgan a los caballos de posta para hacerlos trotar cosquilleándolos.
¡Imaginaos en qué breves momentos terminaría la misa!
—¡Y ya van dos! —murmuró el reverendo, jadeante. Pero sin dejarse tiempo de respirar, con el rostro encendido, escurriendo sudor de la espantada frente, baja temblando las gradas del altar y…
¡Drelindín! ¡Drelindín!
He aquí que empieza la tercera misa.
Unos minutos más, y el comedor se descubre, por fin, ante sus ojos. Pero ¡ay!, a medida que la cena se aproxima, el infeliz don Balaguer se siente más y más movido por la impaciencia loca de la gula. Las carpas doradas, los cabritos asados están ahí; ya los toca, ya los palpa… Los platones humean, los vinos embalsaman, y, sacudiendo su cascabel aguijoneante, la campanilla dice sin descanso:
—¡Aprisa!, ¡aprisa!, ¡más aprisa!
¿Pero cómo podría ir más aprisa? Sus labios apenas se mueven; ya no pronuncia las palabras. De tentación en tentación, comenzó por saltar un versículo y ahora salta dos. La Epístola es demasiado larga y no la acaba. Tartamudea las primeras palabras del Evangelio. Suprime el Padre Nuestro y saluda de lejos el Prefacio. Y así, con brincos y con saltos, se precipita en la falta espoleado por Garrigú «¡Vade retro, Satanás!», que le secunda con prodigiosa perspicacia, levantándole la casulla, volteando las hojas del misal dos a dos y cuatro a cuatro, derramando las vinajeras y repicando endemoniadamente más y más aprisa.
¡Era de verse la cara espantadísima de los asistentes! Obligados a seguir, guiados por la mímica del padre, aquella misa, de la que no entendían una palabra, poníanse éstos de pie cuando los demás se arrodillaban, y en todas las fases de aquel oficio nunca visto la muchedumbre se revolvía en las bancas con diversas actitudes. La estrella de Navidad, que iba avanzando por el cielo, camino del pequeño establo, palideció de espanto y de terror.
—¡El padre reza demasiado aprisa! —dice sin detenerse la marquesa sacudiendo su cofia limpia y blanca. El alcalde, con los anteojos de acero cabalgando en su nariz, busca inútilmente en su devocionario el pasaje que reza el sacerdote. Pero, en rigor de la verdad, aquellas buenas gentes, a quien la esperanza de la cena aguijonea, no se enfadan por la precipitación de la misa, y cuando don Balaguer, con la cara resplandeciente, se vuelve al auditorio y exclama con todas sus fuerzas: Ite, missa est, el coro a una voz dice: Deogratias, con acento tan limpio, tan alegre, que parece mezclado y confundido con los primeros brindis de la cena.
Cinco minutos después, aquella muchedumbre de señores entraba a la gran sala y tomaba asiento en torno de la mesa, presidida por el capellán. El castillo, iluminado de arriba abajo, se poblaba de cantos y carcajadas y rumores, y el venerable clon Balaguer hundió su tenedor en una ala de capón, ahogando sus remordimientos con el vino del Papa y el sano jugo de las carnes. Tanto comió y tanto bebió el asendereado padre, que por la noche murió de una tremenda apoplejía, sin tiempo para arrepentirse, y en la mañana llegó al cielo, repercutiendo aún los cantos de la fiesta.
—¡Retírate, mal cristiano! —le dijeron—. Tu falta es sobrado grande para borrar toda una vida de virtud. Pecaste diciendo indignamente la misa de la Navidad. ¡Pues bien, en pago, no podrás penetrar al Paraíso sino después de rezar trescientas misas de Navidad, en presencia de todos aquéllos que contigo pecaron por tu alta!
He aquí la verdadera leyenda de don Balaguer, tal como la relatan en el país de los olivos. Ahora, el castillo de Trinquelag no existe ya, pero la capilla se conserva aún, erguida y recta, entre el ramillete de encinas verdes que coronan el monte. El viento golpea y bate la puerta desunida; la hierba estorba en el suelo; hay nidos en los rincones del altar y en las aberturas de las ventanas cuyos vidrios han desaparecido desde hace mucho tiempo. Sin embargo, cuentan que todos los años, en la Noche Buena, una luz sobrenatural vaga por las ruinas; y que, yendo camino de la iglesia, los campesinos contemplan aquel espectro de capilla, iluminado por cirios invisibles, que arden a la intemperie, entre los ventarrones y la nieve. Sonreíd, si os place; pero un vendimiador de la comarca afirma que una noche de Navidad, hallándose en el monte, perdido en la vecindad de las ruinas, vio… eriza los cabellos lo que vio. Hasta las once, nada. Todo estaba silencioso, inmóvil y apagado. Pero, al sonar la media noche, una campana, olvidada tal vez en el campanario derruido, una campana vieja, ya caduca, que parecía sonar a quince leguas de distancia, tocó a misa. Después, por la pendiente del camino, el infeliz trasnochador vio sombras indecisas agitándose y linternas opacas que subían. Ya cerca de las ruinas, voces salidas de gargantas invisibles murmuraban:
—Buenas noches, señor alcalde.
—Buenas noches, buenas noches, hijos míos.
Cuando la copa de fantasmas penetró al interior de la capilla, el pobre vendimiador, que es bravo mozo, se aproximó de puntillas a la puerta, y viendo a través de los maderos rotos, presenció un raro espectáculo. Todos los fantasmas que había visto pasar estaban alineados en derredor del coro y en la ruinosa nave, como si hubiese bancas y sillones todavía. Y había entre ellos grandes damas vestidas de brocado, con sus cofias de encaje; caballeros repletos de bordados, y labradores de chaquetas floreadas, tales como debieron usarse en la época remota de nuestros abuelos; todos con aspecto decrépito, amarillo, polvoriento y fatigado. A cada rato, las lechuzas, huéspedes cíe la capilla, despertadas por la luz, hacían su ronda en torno a los cirios, cuya flama subía vaga y erguida como si ardiese dentro de una gasa. Y era cosa de ver un personaje, en cuya nariz acaballetada cabalgaban unos anteojos cíe acero, moviendo a cada instante su peluca negra, sobre la que se había parado una lechuza, batiendo en silencio sus enormes alas.
Allá en el fondo, un viejo de cortísima estatura, puesto de hinojos en la mitad del coro, meneaba una campana sin badajo que ya no producía sonido alguno, en tanto que de pie, junto al altar, revestido de una casulla cuyos dorados estaban ya verdosos, parecía decir misa un sacerdote cuya voz no producía rumor ninguno. ¡Era don Balaguer diciendo su tercera misa!
Hoy que está en moda levantar la tapa de los ataúdes, abrir o romper las puertas de las casas ajenas, meter la mano en el bolsillo de un secreto, como el ratero en el bolsillo del reloj, ser confesor laico de todo el mundo y violar el sigilo de la confesión, tomar públicamente y como honra la profesión de espía y de delator, leer las cartas que no van dirigidas a uno, y no sólo leerlas, sino publicarlas, ser, en suma, repórter indiscreto, nadie tomará a mal que yo publique, callando el nombre del signatario por un exceso candoroso de pudor, por arcaísmo, la carta de un suicida, que en nada se pareció a los desgraciados de quienes la prensa ha hablado últimamente.
Leía hace pocas noches, en la gacetilla arlequinesca de un periódico, la noticia de un suicidio recientemente acaecido. El párrafo en que se da cuenta del suceso desgraciado mueve con descaro las campanillas del bufón; refiere aquel suicidio con la pluma coqueta y juguetona que se empleó poco antes en referir una cena escandalosa o una aventura galante de la corte; habla de la muerte con el mismo donaire que usaría para describir, en la crónica de un baile, el traje blanco de la señora X. Trátase de un joven que, en el primer día de camino, se postra de fatiga y arroja con desdén el nudoso bordón que le ha servido; de una madre que llora sin consuelo, mirando vacío en el hogar el hueco, aún tibio, que ocupaba su hijo; y todo esto se refiere sencilla y alegremente, con la sonrisa en los labios, saboreando el delgado cigarrillo que se ha encendido para salir del teatro. Esta nerviosa carcajada, que no es la cíe Lucrecio al mofarse con ira de sus antiguos dioses; que no es la de Lord Byron al sentir rodeado su espíritu por los anillos recios de las víboras que devoraban el cuerpo de Laocoonte; que no es la de Gilbert al acercarse, circuido de rosas, a la tumba; que no puede compararse a nada de esto, porque no la engendra ni el dolor, ni la duda, ni el escepticismo, me parecía la risotada de un imbécil ante la fosa llena de cadáveres. Y apartando de mi vista la hoja impresa, recordé con repugnancia el
Decamerón
de Boccaccio, apareciendo en los días cíe la peste de Florencia.
En el monólogo de
Hamlet
, que es un precioso dato sobre la idea del suicidio en el siglo XVI, se perciben claramente los terrores de la duda. Hoy, al abrirse las puertas de la eternidad, no se pregunta nadie cuál podrá ser el sueño de la tumba. Se muere con la sonrisa en los labios, paladeando las gacetillas románticas y almibaradas en que se dará cuenta al público del acontecimiento. Nuestro moderno
Hamlet
, después de almorzar suculentamente, no formula el
to be or not to be
; toma el veneno, y, si es franco, si es sincero, escribe a algún amigo una carta, como ésta que yo guardo en el más secreto cajón de mi bufete:
Caballero:
Voy a matarme porque no tengo una sola moneda en mi bolsillo, ni una sola ilusión en mi cabeza. El hombre no es más que un saco de carne que debe llenarse con dineros. Cuando el saco está vacío, no sirve para nada.
Hace mucho tiempo, cuando yo tenía quince años, cuando temblaba al escuchar el estampido de los rayos, creía en Dios. Mi madre vivía aún, y, por las noches antes de acostarme, hacía que, cíe rodillas en mi lecho, le rezara a la Virgen. Perdone usted que las líneas anteriores casi vayan borradas: cuando pienso en mi madre, las lágrimas se saltan a mis ojos.
Todavía me parece estar mirando la ceremonia de mi primera comunión. Muchos clías antes me había estado preparando para este solemne acto. Yo iba por las noches a la celda de un sacerdote anciano que me adoctrinaba. ¡Cuán pueriles temores solían asaltar mi pobre pensamiento en esas noches! Puedo asegurar que mi conciencia era entonces una página blanca, y, sin embargo, la idea de comulgar en pecado me aterrorizaba. Al salir por el claustro silencioso, sólo alumbrado a trechos por una que otra agonizante lamparilla, andando de puntillas para no oír el eco de mis pasos, se me figuraba que las formas gigantes de prelados y monjes, desprendidas de los enormes lienzos de la pared, iban a perseguirme, arrastrando pesadamente sus mantos y sotanas. Una noche —la noche en que me confesé— todos esos delirios de una imaginación enferma desaparecieron; salí regocijado de la celda como llevando el cielo dentro de mi espíritu. Ahí estaban los prelados con sus mitras, y los monjes, ceñida la correa, calada la capucha, inmóviles y mudos en los cuadros colosales del gran claustro; pero, en vez de perseguirme con adusto ceño, me sonreían al paso cariñosamente. ¡Qué blanda noche aquélla! Al amanecer del día siguiente me llegué a imaginar que las campanas repicaban el alba dentro de mi pecho. Parece imposible, caballero, que una superstición y una mentira puedan hacer felices a los hombres.
Hoy me hallo a diez mil leguas de aquel día. Durante este paréntesis oscuro, me he dedicado con empeño y con ahínco a estudiar el gran Libro de la Ciencia. Como una dama después del baile, en el misterio de su tocador iluminado por la discreta luz de sonrosada veladora, se despoja de sus adornos y sus joyas, así me he desvestido de las sencillas creencias de mi infancia. En cada libro, como las ovejas en cada zarza, he ido dejando, desgarrado, el vellón de la fe. Y ¡es tan triste el invierno de la vida cuando no se tiene ni una sola creencia que nos cubra! Las ilusiones son la capa de la vejez.
Mientras yo creí en Dios fui dichoso. Soportaba la vida, porque la vida es el camino de la muerte. Después de estas penalidades —me decía— hay un cielo en que se descansa. La tumba es una palma en me —dio del desierto. Cada sufrimiento, cada congoja, cada angustia es un escalón de esa escala misteriosa vista por Jacob y que nos lleva al cielo. Yendo camino del Tabor, bien se puede pasar por el Calvario. Pero imagínese usted la rabia de Colón, si después de haberse aventurado en el mar desconocido, le hubiera dicho la naturaleza: ¡América no existe! Imagínese usted la rabia mía, cuando después de aceptar el sufrimiento, por ser éste el camino de los cielos, supe con espanto que el cielo era mentira. ¡Ay, recordé entonces a Juan Pablo Ricllter!