Cuentos frágiles (6 page)

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Authors: Manuel Gutiérrez Nájera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos frágiles
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Cuando los diarios anunciaron su llegada yo dudé de su existencia. Creí que era un pretexto del sol para obligarme a dejar el lecho en las primeras horas matinales. El padre de la luz está reñido conmigo porque no le hago versos y porque no me gusta su hija, el alba.

La blancura irreprochable de esa mujer me desespera; y desde que amo con toda el alma a una morena, odio a las rubias, y sobre todo a las inglesas. La noche es morena… ¡Cómo tú! ¡Perdón! Debí haber dicho: ¡Cómo usted!

Pero el cometa, a pesar de estas dudas, existía. Un sacerdote que va a decir su misa antes del alba le había visto. No era, pues, un pretexto del hirviente sol para tenerme desvelado y vengarse de todos mis desvíos. Los panaderos le conocían y saludaban. El gran viajero del espacio estaba en México.

Los graves observadores de Chapultepec no han despegado aún sus labios, y guardan una actitud prudente para no comprometerse. No saben todavía si ese cometa es de buena familia. Y tienen sobradísima razón. No hay que hacer amistades con un desconocido, que, a juzgar por la traza, es un polaco aventurero. Sobre todo, no hay que fiarle dinero. ¿A qué ha venido?

La honradez del cometa es muy dudosa. Sale a la madrugada del caliente camarín en que duerme la aurora, y no contento aún con deshonrarla de este modo espía por la cerradura de la llave hasta que acaba de lavarse. Yo no sé si la aurora es acosada; pero séalo o no, la hora a que el cometa sale de su casa no habla muy alto en pro de su reputación…

El cometa no es caballero. Hace alarde de sus bellaquerías; sale con insolencia, afrentando a los astros pobres con el lujo opulento de su traje, y, sin respeto al pudor de las estrellas vírgenes, compromete la honrosa reputación de una señora. No tiene vergüenza. Cuando menos debía embozarse en una capa.

Vanamente esperé que el gran desconocido apareciera en el cielo raso de mi alcoba. Para este excursionista, que no viene de Chicago, no hay hombres notables ni visitas de etiqueta. Tuve, pues, que esperarle en pie y armado, como aguarda un celoso al amante de su mujer, para darle, al pasar, las buenas noches. Eran las cuatro y media de la madrugada. Las estrellas cuchichearon entre sí, detrás de los abanicos, y algo como un enorme chorro de champagne, arrojado por una fuente azul, se dibujó en Oriente. Era el cometa. La luna, esa gran bandeja de plata en donde pone el sol monedas de oro, se escondía, desvelada y pálida, en el Oeste. Los luceros y yo teníamos frío.

Mas si el cometa no presagia ahora el desarrollo de la epidemia, ni la contingencia de un conflicto internacional con Guatemala, sí puede chocar en el océano oscuro del espacio con esta cáscara de nuez en que viajamos. Tal conjetura no es absolutamente inadmisible. Hay 281 millones de probabilidades en contra de esa hipótesis, pero hay una a favor. Si el choque paralizara el movimiento de traslación, todo lo que no está pegado a la superficie de la tierra saldría de ella con una velocidad de siete leguas por segundo. El tenor Prats llegaría a la luna en cuatro minutos. Si el choque no hiciera más que detener el movimiento de rotación, los mares saldrían de madre descaradamente y cambiarían el Ecuador y los polos. ¡Qué admirable espectáculo! Los mares vaciándose, como platones que se voltean, sobre la tierra. El astrónomo Wiston cree y sostiene que el diluvio fue ocasionado por el choque de un cometa: el que apareció nuevamente en 1680.

Podía también el bandolero del espacio envolvernos en su opulenta cola de tertulia. Los cometas debían usar vestido alto. Por desgracia, sus grandes colas áureas, eterna desesperación de las actrices, tienen a las veces treinta y hasta ochenta millones de leguas. Si la extremidad de una de esas colas gigantescas penetrase en nuestra atmósfera, cargadas como están de hidrógeno y carbono, la vida sería imposible en el planeta. Sentiríamos primero una torpeza imponderable, como si acabáramos de almorzar en el restaurante de Recamier, y luego, gracias al decrecimiento del ázoe, un regocijo inmenso y una terrible excitación nerviosa, provocada por la rápida combustión de la sangre en los pulmones y por su rápida circulación en las arterias. ¡Todos nos moriríamos riendo a carcajadas! Servín abrazaría a Joaquín Moreno, y García de la Cadena, al general Aréchiga.

Pero ¿quién piensa en ese horrible fin del mundo, oh vida mía?

El olor de rosas dura poco y el champagne se evapora en impalpables átomos, si le dejamos, olvidadizos, en la copa. Nuestro cariño vuela adonde van las notas que se pierden, gimiendo, en el espacio. Mañana tú tendrás canas y yo, arrugas. En tus rodillas saltarán contentos tus chicuelos. Descuida: tenemos tiempo para amarnos, porque el amor dura muy poco. Cierra de noche tus balcones para que no entre muy temprano la luz impertinente de la aurora, y procura que duerma tu previsión, para que no adivines los desengaños y las decepciones que nos trae el porvenir. El mundo está viejo, pero nosotros somos jóvenes. Cuando estés en un baile, no pienses nunca en la diana del alba ni en el frío de la salida, porque tus hombros desnudos se estremecerán, como sintiendo el áspero contacto de un cierzo de diciembre, y sentirás subir a tu garganta el bostezo imprudente del fastidio. La esperma brilla, y hay mucha luz en los espejos, en los diamantes y en los ojos. La música retoza en el espacio, y el vals, como la ola azul de un río alemán, arrastra las parejas estrechamente unidas como los cuerpos de Paolo y Francesca.

Las copas de Bohemia desbordan el vino que da calor al cuerpo, y la boca entreabierta de la mujer derrama estas palabras que dan calor al alma. El alba se espereza entretanto, y piensa en levantarse. No pensemos en ella. Afuera sopla un viento frío que rasga las desnudas carnes de esas pobres gentes que han pasado la noche mendigando y vuelven a sus casas sin un solo mendrugo de pan negro.

No pienses, por Dios, en la capota de pesadas pieles que duerme aguardándote en el guardarropa, ni en los cerrados vidrios de tu coche. Fin del mundo y salida de un baile todo es uno. Final de fiesta mezclado de silencio y de fatiga, hora en que se apagan los lustros y cada cual vuelve a su casa; aquéllos a dormir bajo las ropas acolchonadas de su lecho, y éstos a descansar entre los cuatro muros de la tumba. Las bujías pavesean, lamiendo las arandelas del enroscado candelabro; los pavos del buffet muestran sus roídas caparazones y sus vientres abiertos; los músicos, luchando a brazo partido con el sueño, como Jacob con el ángel, no encuentran aire en sus pulmones para arrojarlo por el agudo clarinete, ni vigor en sus flojas articulaciones para esgrimir el arco del violín; sobre la blanca lona que cubre las alfombras hay muchas flores pisoteadas y muchas blondas hechas trizas; las mujeres se van poniendo ojerosas, y el polvo de arroz cae, como el polen de una flor, de sus mejillas; los cocheros, inmóviles, duermen en el pescante envueltos hasta la frente con sus carricks; éste es el fin del baile, éste es el fin del mundo. Pero —aguarda un momento— ¡falta el cotillón!

Restons! L'étoile vagabonde

Dont les sages ont peur loin,

Peut-étre, en emportant le monde,

Nous laissera dans notre coin!

El cometa no viene a exterminarnos. Sigue agitando su cabellera merovingia ante la cara respetable de la luna, y continúa sus aventuras donjuanescas. Tiende a Marte una estocada y se desliza como anguila por entre los anillos de Saturno. ¡Míralo! Sigue
lagartijeando
en el espacio, bombardeado por las miradas de la Osa. Reposa en la silla de Casiopea y se ocupa en bruñir el coruscante escudo de Sobieski. El Pavo Real despliega el abanico de su cola para enamorarle, y el ave indiana va a pararse en su hombro. La Cruz Austral le abre los brazos, y los Lebreles marchan obedientes a su lado. Allí está Orión, que le saluda con los ojos, y el fatuo Arturo viéndose en el espejo de las aguas. Puede rizar la cabellera de Berenice, e ir, jinete en la Girafa, a atravesar el Triángulo boreal. El León se echa a sus pies y el Centauro le sigue a galope. Hércules le presenta su maza y Andrómeda le llama con ternura. La Vía Láctea tiende a sus pies una alfombra blanca, salpicada de relucientes lentejuelas, y el Pegaso se inclina para que lo monte.

Pero vosotras no lo poseeréis, ¡oh estrellas enamoradas! Ya sabe lo que otros de sus compañeros han perdido por acercarse mucho a los planetas. Como los hombres cuando se enamoran, se han casado. Perdieron su independencia desde entonces, y hoy gravitan siguiendo una cerrada curva o una elipse. Por eso huye y esquiva vuestras redes de oro; ¡es de la aurora! Miradle cómo espía a su rubia amada por la brillante cerradura del Oriente. El cielo empieza a ruborizarse. ¡Ya es de día! Las estrellas se apagan en el cielo, y los ojos que yo amo se abren en la tierra.

DESPUÉS DE LAS CARRERAS

Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran, temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los nomeolvides de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y, tras una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic-tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los caballos del hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio, trasciende a piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias caballerizas y las hermosas hojas de los plátanos, erguidos en tibores japoneses; arriba, un cielo azul de raso nuevo, mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo, como almas de cristal por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de cabellos blancos que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones, como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador. Afuera, en la calle, el movimiento de la vida, el ir y venir de los carruajes, el bullicio; y por la noche, cuando termina el baile o el teatro, la figura del pobre enamorado que la aguarda y que se aleja satisfecho cuando la ha visto apearse de su coche o cerrar los maderos del balcón. Mucha luz, muchas flores y un traje de seda nuevo: ¡ésa es la vida!

Berta entorna los ojos, pero vuelve a cerrarlos en seguida, porque está la alcoba a oscuras. Los duendes, que ansían verla dormida para besarla en la boca, sin que lo sienta, comienzan a rodearla de adormideras y a quemar en pequeñas cazoletas granos de opio. Las imágenes se van esfumando y desvaneciendo en la imaginación de Berta. Sus pensamientos pavesean. Ya no ve el hipódromo, bañado por la resplandeciente luz del sol, ni ve a los jueces encaramados en su pretorio, ni oye el chasquido de los látigos.

Ya todo yace en el reposo inerme;

El lirio azul dormita en la ventana;

¿Oyes?, desde su torre la campana

La medianoche anuncia: duerme, duerme.

El genio retozón que abrió para mí la alcoba de Berta, como se abre una caja de golosinas el día de Año Nuevo, puso un dedo en mis labios, y tomándome de la mano, me condujo a través de los salones. Yo temía tropezar contra algún mueble, despertando a la servidumbre y a los dueños. Pasé, pues, con cautela, conteniendo el aliento y casi deslizándome sobre la alfombra. A poco andar, di contra el piano, que se quejó en si bemol; pero mi acompañante sopló, como si hubiera de apagar la luz de una bujía, y las notas cayeron mudas sobre la alfombra: el aliento del genio había roto esas pompas de jabón. En esta guisa atravesamos varias salas, el comedor, de cuyos muros, revestidos de nogal, salían gruesos candelabros con las velas de esperma apagadas; los corredores, llenos de tiestos y de afiligranadas pajareras; un pasadizo estrecho y largo como un cañuto, que llevaba a las habitaciones de la servidumbre; el retorcido caracol por donde se subía a las azoteas y un laberinto de pequeños cuartos, llenos de muebles y de trastos inservibles.

Por fin, llegamos á una puertecita por cuya cerradura se filtraba un rayo de luz tenue. La puerta estaba atrancada por dentro, pero nada resiste al dedo de los genios, y mi acompañante, entrándose por el ojo de la llave, quitó el morillo que atrancaba la mampara. Entramos: allí estaba Manón, la costurera. Un libro abierto extendía sus blancas páginas en el suelo, cubierto apenas con esteras rotas, y la vela moría lamiendo con su lengua de salamandra los bordes del candelero. Manón leía seguramente cuando el sueño la sorprendió. Decíalo esa imprudente luz que habría podido causar un incendio, ese volumen maltratado que yacía junto al catre de fierro, y ese brazo desnudo que, con el frío del mármol, pendía, saliendo fuera del colchón y por entre las ropas descompuestas. Manón es bella como un lirio enfermo. Tiene veinte años, y quisiera leer la vida, como quería de niña hojear los tomos de grabados que su padre guardaba. Pero Manón es huérfana y es pobre: ya no verá, como antes, a su alrededor, obedientes camareras y sumisos domésticos; la han dejado sola, pobre y enferma, en medio de la vida. De aquella vida anterior que, en ocasiones, se le antoja un sueño, nada más le queda un cutis que trasciende aún a almendra, y un cabello que todavía no vuelven áspero el hambre, la miseria y el trabajo. Sus pensamientos son como esos rapazuelos encantados que figuran en los cuentos: andan de día con la planta descalza y en camisa; pero dejad que la noche llegue, y miraréis cómo esos pobrecitos limosneros visten jubones de crujiente seda y se adornan con plumas de faisanes.

Aquella tarde, Manón había asistido a las carreras. En la casa de Berta todos la quieren y la miman, como se quiere y mima a un falderillo, vistiéndole de lana en el invierno y dándole en la boca mamones empapados en leche. Todos sabían la condición que había tenido en antes esa humilde costurera, y la trataban con mayor regalo. Berta le daba sus vestidos viejos, y solía llevarla consigo cuando iba de paseo o a tiendas. La huérfana recibía esas muestras de cariño como recibe el pobre que mendiga la moneda que una mano piadosa le arroja desde un balcón. A veces esas monedas descalabran.

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