Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (15 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

BOOK: Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media
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Entonces Túrin se detuvo, pero no mostró ningún temor. —¿Quiénes sois? —preguntó—. Creí que sólo los Orcos asaltaban a los Hombres; pero veo que estaba equivocado.

—Quizá tengas que lamentar el error —le dijo Forweg—, porque ésta es nuestra guarida, y no permitimos que otros Hombres entren en ella. Les cobramos la vida como prenda, a no ser que lleguen a pagar un rescate.

Entonces Túrin rió. —No obtendréis un rescate de mí —dijo—, descastado y proscrito. Podréis registrarme cuando esté muerto, pero os costará caro comprobar la verdad de mis palabras.

No obstante, su muerte parecía cercana, porque muchas flechas se apoyaban en las cuerdas a la espera de la orden del capitán; y ninguno de sus enemigos estaba al alcance de un salto con la espada esgrimida. Pero Túrin, que vio unas piedras a sus pies junto a la orilla del arroyo, se inclinó repentinamente; y en ese instante uno de los hombres, enfadado por sus palabras, le disparó un venablo. Pero éste pasó volando sobre Túrin, que irguiéndose como un resorte, arrojó una piedra con gran fuerza y puntería, y el arquero cayó con el cráneo roto.

—Vivo podría seros de mayor utilidad en lugar de ese desdichado —dijo Túrin; y volviéndose a Forweg, dijo—: Si eres el capitán, tus hombres no deberían disparar sin que se les dé la orden.

—No lo permito —dijo Forweg—; pero la reprimenda no se ha hecho esperar. Te aceptaré en su lugar si haces más caso de mis palabras.

Entonces dos de los proscritos clamaron contra Túrin, y uno era un amigo del hombre caído. Ulrad se llamaba. —Extraño modo de ingresar en un grupo de compañeros —dijo—, matando a uno de sus mejores hombres.

—No sin desafío —le dijo Túrin—. Pero ¡venid, pues! Os haré frente a los dos juntos, con armas o la sola fuerza; y entonces veréis si no soy apto para reemplazar a uno de vuestros mejores hombres.

Entonces avanzó hacia ellos; pero Hurlad se retiró y no quiso pelear. El otro arrojó su arco y miro a Túrin de arriba abajo; y este hombre era Andróg de Dor-Lómin. —No puedo rivalizar contigo —dijo por fin sacudiendo la cabeza—. No creo que haya nadie aquí que pueda. Por mi parte, puedes unirte a nosotros. Pero hay algo de extraño en tu apariencia; eres un hombre peligroso. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Neithan el Ofendido —dijo Túrin, y Neithan lo llamaron en adelante los proscritos; pero aunque les dijo que había sufrido una injusticia (y a cualquiera que declarara lo mismo, prestaban un oído demasiado atento), no reveló nada más acerca de su vida y su patria. No obstante, ellos advirtieron que había caído de una situación elevada, y que aunque no tenía otra cosa que sus armas, éstas eran de hechura élfica. Pronto se ganó el aprecio de todos, porque era fuerte y valiente, y tenía más conocimiento que ellos de los bosques, y confiaban en él, porque no era codicioso y pensaba poco en sí mismo; pero le tenían miedo por causa de sus súbitas cóleras, que rara vez entendían. A Doriath, Túrin no podía volver, o su orgullo no se lo permitía; nadie era admitido en Nargothrond desde la caída de Felagund. Al pueblo menor de Haleth en Brethil, no se dignaba ir; y a Dor-Lómin no se atrevía, pues estaba estrechamente vigilado, y un hombre solo en aquel tiempo, pensaba, no podía atravesar los pasos de las Montañas de la Sombra. Por tanto, Túrin se quedó con los proscritos, pues la compañía de cualquier hombre hacía más soportables las asperezas de las tierras salvajes y como deseaba vivir y no podía estar luchando siempre con ellos, no se empeñó demasiado en impedirles sus malas acciones. No obstante a veces la piedad y la vergüenza despertaban en él, y estallaba entonces en una cólera peligrosa.

Así vivió hasta el final de ese año, y soportó las privaciones y el hambre del invierno, hasta que la animación llegó, y después una hermosa primavera.

Ahora bien, en los bosques del sur del Teiglin, como se dijo, vivían todavía algunos hombres, resistentes y cautelosos, aunque en número escaso. A pesar de que no querían a los Gaurwaith, y no sentían por ellos ninguna piedad, en el crudo invierno ponían los alimentos que les sobraban donde los Gaurwaith pudieran encontrarlos; y así esperaban evitar el ataque de la banda de hambrientos. Pero obtenían menos gratitud de los proscritos que de las bestias y las aves, y eran sobre todo los perros y las cercas los que los defendían. Porque cada vivienda tenía grandes setos alrededor de terrenos despejados, y en torno de las casas había una zanja y un vallado; y había senderos de vivienda a vivienda, y los hombres podían pedir ayuda en momentos de necesidad haciendo sonar un cuerno.

Pero cuando llegaba la primavera, era peligroso para los Gaurwaith demorarse cerca de las casas de los Hombres del Bosque, que solían reunirse para perseguirlos; y por tanto a Túrin le extrañaba que Forweg no diera orden de alejarse. Había más caza y alimento y menos peligro en el Sur, donde ya no quedaban Hombres. Entonces un día Túrin echó en falta a Forweg y también a Andróg, su amigo; y preguntó dónde estaban, pero sus compañeros se rieron.

—Se ocupan de sus propios asuntos, supongo —dijo Ulrad—. Volverán pronto, y entonces nos pondremos en marcha. De prisa, quizá; porque seremos afortunados si no traen tras ellos las abejas de las colmenas.

El sol brillaba y las jóvenes hojas verdeaban; y Túrin se cansó del sórdido campamento de los proscritos, y se alejó a solas por el bosque. A pesar de sí mismo recordaba el Reino Escondido, y le parecía oír el nombre de las flores de Doriath como ecos de una vieja lengua casi olvidada. Pero de pronto oyó gritos, y de una espesura de avellanos salió corriendo una joven; tenía la ropa desgarrada por los espinos, y estaba muy asustada, y tropezó y cayó al suelo jadeando. Entonces Túrin saltó hacia la espesura con la espada desenvainada, y derribó a un hombre que salía de ella a la carrera; y sólo en el momento mismo de asestar el golpe, vio que era Forweg.

Pero mientras miraba asombrado la sangre sobre la hierba, apareció Andróg y se detuvo también, atónito. —¡Una mala obra, Neithan! —exclamó y desenvainó la espada; pero el ánimo de Túrin se había enfriado, y dijo a Andróg—: ¿Dónde están pues los Orcos? ¿Los habéis dejado atrás para socorrerla?

—¿Orcos? —le dijo Andróg—. ¡Necio! Y te llamas un proscrito. Los proscritos no conocen otra ley que la de la necesidad. Cuídate de las tuyas, Neithan, y deja que nosotros cuidemos de las nuestras.

—Así lo haré —dijo Túrin—. Pero hoy nuestros caminos se han cruzado. Me dejarás a mí esta mujer, o te unirás a Forweg.

Andróg rió. —Si así está la cosa, haz como quieras —dijo—. No pretendo medirme a solas contigo, pero puede que nuestros compañeros tomen a mal esta muerte.

Entonces la mujer se puso en pie y puso una mano sobre el brazo de Túrin. Miró la sangre y miró a Túrin, y había alegría en sus ojos. —¡Matadlo, señor! ¡Matadlo también a él! Y luego venid conmigo. Si traéis sus cabezas, Larnach, mi padre, no se sentirá disgustado. Por dos «cabezas de lobo» ha recompensado bien a los hombres.

Pero Túrin le preguntó a Andróg: —¿Queda lejos su casa?

—A una milla, poco más o menos —respondió—, en una casa cercada en aquella dirección. Ella se estaba paseando fuera.

—Vuelve, pues, deprisa —dijo Túrin volviéndose a la mujer—. Dile a tu padre que te guarde mejor. Pero no cortaré las cabezas de mis compañeros para comprar su favor ni el de nadie.

Entonces envainó la espada. —¡Ven! —le dijo a Andróg—. Volveremos. Pero si quieres dar sepultura a tu capitán, tendrás que hacerlo solo. Date prisa, pues puede cundir la alarma. ¡Trae sus armas!

Entonces Túrin siguió su camino sin decir ya nada más, y Andróg lo miró partir, y frunció el entrecejo como quien trata de resolver un acertijo.

Cuando Túrin volvió al campamento de los proscritos, los encontró inquietos e incómodos; porque habían permanecido ya mucho tiempo en un mismo sitio, cerca de casas bien guardadas, y murmuraban en contra de Forweg. —Corre riesgos a nuestras expensas —decían—; y otros pueden tener que pagar por sus placeres.

—Entonces escoged un nuevo capitán —dijo Túrin irguiéndose delante de ellos—. Forweg ya no puede conduciros porque está muerto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ulrad—. ¿Buscaste miel en la misma colmena? ¿Lo picaron las abejas?

—No —dijo Túrin—. Una picadura bastó. Yo lo maté. Pero perdoné a Andróg y pronto volverá.

—Entonces contó todo lo acaecido, reprochando a los que cometían tales acciones; y mientras todavía estaba hablando, volvió Andróg cargando las armas de Forweg.— ¡Mira, Neithan! —exclamó—. No ha cundido la alarma. Quizá ella tiene esperanzas de volver a encontrarte.

—Si me haces bromas —dijo Túrin—, lamentaré haberle escatimado tu cabeza. Cuenta ahora tu historia, y sé breve.

Entonces Andróg contó sin faltar demasiado a la verdad todo cuanto había sucedido. —Me pregunto qué tendría que hacer Neithan allí —dijo—. No lo que nosotros, parece. Porque cuando yo aparecí ya había matado a Forweg. A la mujer eso la alegró, y le ofreció ir con él pidiéndole nuestras cabezas como precio nupcial. Pero él no la quiso y la despidió; de modo que no sé adivinar qué tendría en contra del capitán. Me dejó la cabeza sobre los hombros, lo cual le agradezco, aunque me intriga.

—Niego entonces tu pretensión de pertenecer al Pueblo de Hador —dijo Túrin—. A Uldor el Maldito perteneces más bien, y tendrías que prestar servicios en Angband. Pero ¡escuchadme ahora! —exclamó dirigiéndose a todos—. Os doy dos opciones. Me escogeréis como capitán en lugar de Forweg, o de lo contrario tendréis que dejarme partir. Yo gobernaré ahora esta comunidad, o la abandonaré. Pero si deseáis matarme, ¡intentadlo! Lucharé con todos vosotros hasta que esté muerto… O estéis muertos vosotros.

Entonces muchos hombres cogieron sus armas, pero Andróg gritó: —¡No! La cabeza que él no rebanó no carece de juicio. Si luchamos, más de uno morirá innecesariamente antes de que matemos al mejor hombre que hay entre nosotros. —Entonces se echó a reír. —Como sucedió cuando se nos unió, sucede ahora otra vez; y puede conducirnos a una mejor fortuna que el mero merodear por estercoleros ajenos.

Y el viejo Algund dijo: —El mejor de entre nosotros. Tiempo hubo que habríamos hecho lo mismo si nos hubiéramos atrevido; pero hemos olvidado mucho. Quizá al final nos conduzca a casa.

Se le ocurrió entonces a Túrin que a partir de esa pequeña banda, podría conquistar un libre señorío propio. Pero miró a Algund y Andróg y dijo: —¿A casa, dices? Altas y frías se interponen las Montañas de la Sombra. Detrás de ellas está el pueblo de Uldor, y en derredor las legiones de Angband. Si tales cosas no os amilanan, siete veces siete hombres, puede que entonces os conduzca a casa. Pero, ¿hasta dónde, antes de morir?

Todos guardaron silencio. Entonces Túrin habló otra vez. —¿Me escogéis como vuestro capitán? Entonces os conduciré primero a las tierras salvajes, lejos de las casas de los Hombres. Quizá allí encontremos mejor fortuna, quizá no; pero al menos no nos ganaremos el odio de los de nuestra propia especie.

Entonces todos los que pertenecían al Pueblo de Hador lo rodearon y lo escogieron como capitán; y los demás, no de tan buen grado, los imitaron. E inmediatamente se los llevó lejos de ese país.
[10]

Muchos mensajeros había enviado Thingol en busca de Túrin dentro de Doriath y en las tierras cercanas a las fronteras; pero en el año que siguió a su huida lo buscaron en vano, porque nadie sabía ni podía adivinar que estuviera con los proscritos y los enemigos de los Hombres. Cuando llegó el invierno, volvieron ante el rey, todos excepto Beleg. Pues cuando todos los demás hubieron partido, continuó buscando, solo.

Pero en Dimbar, y a lo largo de las fronteras septentrionales de Doriath, nada marchaba bien. El Yelmo del Dragón ya no se veía en la batalla, y también se echaba en falta a Arco Firme; y los sirvientes de Morgoth se envalentonaron, y crecían de continuo en número y atrevimiento. El invierno llegó y pasó, y con la primavera se renovaron los ataques: Dimbar fue invadida y los Hombres de Brethil tenían miedo, porque el mal rondaba ahora en todas las fronteras, salvo en la del sur.

Había transcurrido ya casi un año desde la huida de Túrin, y todavía Beleg lo buscaba, con esperanzas cada vez más escasas. Fue hacia el norte en el curso de sus viajes, a los Cruces del Teiglin, y allí, al oír malas nuevas de una nueva incursión de Orcos venidos de Taur-nu-Fuin, se volvió y llegó por casualidad a las casas de los Hombres de los Bosques poco después que Túrin abandonara esa región. Allí escuchó una extraña historia que circulaba entre ellos. Un hombre alto y de noble porte, o un guerrero Elfo según algunos, había aparecido en los bosques y había matado a uno de los Gaurwaith y rescatado a la hija de Larnach, a quien perseguían.

—Era un hombre orgulloso —dijo la hija de Larnach a Beleg—, con ojos muy brillantes que apenas se dignaron mirarme. No obstante llamaba a los Hombres Lobo sus compañeros, y no dio muerte a otro que allí se encontraba, y éste lo conocía por su nombre. Neithan, lo llamó.

—¿Puedes descifrar este acertijo? —preguntó Larnach al Elfo.

—Sí, puedo, desdichadamente —dijo Beleg—. El Hombre de quien me habláis es uno que yo busco.

Nada más les dijo de Túrin, pero les advirtió del mal que crecía en el Norte. —Pronto los Orcos asolarán esta región con fuerzas demasiado grandes como para que podáis resistiros —dijo—. Ha llegado el año en que tendréis que sacrificar vuestra libertad o vuestras vidas. ¡Id a Brethil mientras todavía hay tiempo!

Entonces Beleg siguió de prisa su camino, y buscó la guarida de los proscritos y los signos que pudieran indicarle a dónde iban. No tardó en encontrar estos signos; pero Túrin llevaba varios días de ventaja y marchaba muy rápido temiendo la persecución de los Hombres de los Bosques, y utilizaba todas las artes de que disponía para derrotar o desorientar a cualquiera que intentase seguirlos. Rara vez permanecían dos noches en el mismo campamento, y dejaban pocas huellas. Así fue que aun Beleg los buscó en vano. Guiado por signos que podía leer, o por lo que le decían las criaturas silvestres con las que podía hablar, se acercaba a menudo a ellos, pero cuando llegaba la guarida estaba siempre desierta; porque mantenían una guardia alrededor, de día y de noche, y al menor rumor de que alguien se aproximaba levantaban campamento de prisa y se iban.

—¡Ay! —exclamó— ¡Demasiado bien enseñé a este hijo de Hombres las artes de los bosques y los campos! Casi podría pensarse que es ésta una banda de Elfos. —Pero ellos sabían que un infatigable perseguidor al que no podían ver les seguía la pista, y no podían esquivarlo, y se inquietaron.
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