Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (21 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

BOOK: Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media
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Los dos días siguientes continuaron avanzando, y al caer la tarde del tercer día, después de abandonado el Sirion, llegaron al fin de la planicie, y se acercaron a las orillas orientales del Narog. Entonces tanta fue la intranquilidad de Mablung, que le rogó a Morwen que no siguieran adelante. Pero ella se rió y dijo: —Ya pronto tendrás el placer de librarte de nosotras, como es bastante probable. Pero has de soportarnos todavía un poco más. Estamos demasiado cerca ahora para que el miedo nos haga retroceder.

Entonces Mablung gritó: —¡Aciagas sois las dos, y temerarias! No ayudáis en la búsqueda de noticias, sino que al contrario, la entorpecéis. ¡Escuchadme ahora! Se me ordenó no reteneros por la fuerza; pero se me ordenó también protegeros, como fuera posible. En este trance sólo una cosa puedo hacer. Y os protegeré. Mañana os conduciré a Amon Ethir, la Colina de los Espías, que se encuentra cerca; y allí estaréis custodiadas, y no seguiréis avanzando, en tanto yo mande aquí.

Ahora bien, Amon Ethir era un monte de la altura de una colina que mucho tiempo atrás Felagund había hecho levantar con gran esfuerzo en la planicie, delante de sus Puertas, una legua al este de Narog. Estaba sembrada de árboles, salvo en la cima, desde donde se alcanzaba a ver el lejano horizonte, y todos los caminos que conducían al gran puente de Nargothrond, y las tierras del entorno. A esta colina llegaron ya avanzada la mañana, y la escalaron desde el este. Entonces, al mirar hacia las Altas Faroth, pardas y desnudas más allá del río,
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Mablung vio, con la vista penetrante de los Elfos, las terrazas de Nargothrond sobre la empinada orilla occidental, y como un pequeño boquete negro en los muros formados por las colinas, las Puertas abiertas de Felagund. Pero no oyó sonido alguno y no vio signos del enemigo ni señales del Dragón, salvo del incendio del día del saqueo, junto a las Puertas. Todo yacía en silencio bajo un sol pálido.

Ahora bien, Mablung, como había dicho, ordenó a sus diez jinetes que mantuvieran a Morwen y a Niënor en la cima de la colina, y no moverse de allí en tanto él no regresara, a no ser que se presentara un gran peligro: y si eso ocurría, los jinetes tenían que poner a Morwen y Niënor en medio de ellos y huir tan deprisa como les fuera posible, hacia el este, a Doriath, enviando por delante a uno de ellos para que llevara las nuevas y buscar ayuda.

Entonces Mablung reunió a los otros veinte, y descendieron la colina; y luego llegando a los campos hacia el este donde los árboles eran escasos, se dispersaron, y cada cual siguió su propio camino, atrevidos, pero cautelosos, hacia las orillas del Narog. Mablung tomó el camino medio que se dirigía al puente, y así llegó a su extremo más alto, y lo encontró derrumbado; y el río profundo, que corría frenético después de las lluvias, se alejaba hacia al norte, espumoso y rugiente entre las piedras caídas.

Pero Glaurung estaba allí echado, a la sombra del gran pasaje que conducía al interior desde las puertas derribadas, y hacía ya mucho que había advertido la presencia de los espías, aunque muy pocos ojos en la Tierra Media habrían sido capaces de divisarlos. Pero la mirada de sus ojos fieros era más aguda que la de las águilas, y superaba el largo alcance de la vista de los Elfos; y en verdad sabía también que algunos habían quedado atrás, y que esperaban sobre la cima desnuda de Amon Ethir.

Así pues, mientras Mablung se deslizaba entre las rocas, tratando de ver si podría cruzar el río que corría alborotado entre las piedras caídas del puente, Glaurung avanzó de pronto con una gran bocanada de fuego, y descendió arrastrándose a la corriente. Hubo entonces un prolongado siseo, y se levantaron unos vastos vapores, y Mablung y los que lo seguían quedaron envueltos en una nube y un hedor inmundo; y la mayoría huyó a tientas hacia la Colina de los Espías. Pero mientras Glaurung estaba cruzando el Narog, Mablung se hizo a un lado y se ocultó bajo una roca, y allí se quedó; pero pensó que aún tenía un cometido que cumplir. Sabía ahora con certeza que Glaurung moraba en Nargothrond, pero se le había pedido también que averiguara la verdad acerca del hijo de Húrin, si le era posible; y por tanto, con firmeza de corazón, se proponía cruzar el río no bien Glaurung se hubiera ido, y registrar las estancias de Felagund. Porque pensaba que todo lo que podía hacerse para la protección de Morwen y Niënor, ya había sido hecho: seguramente habrían advertido la aparición de Glaurung, y los jinetes debían de estar ya a toda carrera camino de Doriath.

Glaurung, por tanto, pasó junto a Mablung como una vasta forma en la niebla; y avanzó rápidamente, porque aunque era un poderoso Gusano, también era ágil. Entonces Mablung vadeó tras él el Narog con gran riesgo; pero los guardianes apostados en Amon Ethir vieron al Dragón y quedaron consternados. Inmediatamente ordenaron a Morwen y a Niënor que montaran sin discusión alguna, y se dispusieron a huir hacia el este. Pero cuando descendieron de la colina a la planicie, un mal viento sopló los vastos vapores sobre ellos, trayendo un hedor que los caballos no soportaron. Cegados por la niebla, y despavoridos por el inmundo olor del Dragón, los caballos se volvieron ingobernables y se precipitaron frenéticos de aquí para allí; y los guardianes se dispersaron y fueron lanzados contra los árboles, y cayeron malheridos, y se buscaban en vano unos a otros. El relincho de los caballos y los gritos de los jinetes llegaron a oídos de Glaurung; y se sintió complacido.

Uno de los jinetes Elfos, que luchaba con su caballo en la niebla, vio pasar cerca a la Señora Morwen, un espectro gris sobre un corcel enloquecido; pero ella se desvaneció en la niebla gritando Niënor, y ya no volvieron a verla.

Pero cuando el terror ciego ganó a los jinetes, el caballo desbocado de Niënor tropezó de pronto, y la echó por tierra. Cayó suavemente sobre la hierba y no se lastimó; pero cuando se puso de pie, estaba sola: perdida en la neblina sin caballo ni compañía.

No le flaqueó el corazón, y reflexionó un momento y le pareció inútil acudir a esta llamada o aquella otra, porque los gritos la rodeaban por todas partes, aunque cada vez más débiles. Le pareció mejor entonces buscar otra vez la colina: allí sin duda iría Mablung antes de partir, aunque sólo fuera para asegurarse de que ninguno de los suyos quedaba abandonado.

Por tanto, andando a la ventura, encontró la colina, que en verdad estaba cerca; y lentamente trepó por el sendero del este. Y a medida que trepaba, la niebla se hacía menos densa, hasta que llegó por fin hasta la cima desnuda a pleno sol. Entonces avanzó un paso y miró hacia el oeste. Y allí, delante de ella, se alzaba la gran cabeza de Glaurung, que había trepado al mismo tiempo por el otro lado; y antes de darse cuenta sus ojos miraron los del Gusano, y eran ojos terribles en los que moraba el fiero espíritu de Morgoth, su amo.

Entonces Niënor luchó contra Glaurung, pues era de voluntad firme, pero él dirigió sus poderes contra ella.

—¿Qué buscas aquí? —preguntó.

Y obligada a responder, ella contestó: —Busco a un tal Túrin que vivió aquí un tiempo. Pero está muerto, quizá.

—No lo sé —dijo Glaurung—. Quedó aquí para defender a las mujeres y a los débiles; pero cuando yo llegué, él desertó y huyó. Jactancioso, aunque cobarde, según parece. ¿Por qué buscas a alguien de esa especie?

—Mientes —dijo Niënor—. Los hijos de Húrin no son cobardes. No te tememos.

Entonces Glaurung rió, porque así se reveló la hija de Húrin a su malicia.

—Entonces sois tontos tú y tu hermano —dijo—. Y tu jactancia será vana. Porque ¡yo soy Glaurung!

Entonces atrajo la mirada de ella a la suya, y la voluntad de Niënor desmayó. Y le pareció que el sol enfermaba, y que todo se hacía opaco en torno; y lentamente una gran oscuridad fue rodeándola, y en esa oscuridad se abría el vacío; no supo nada, y no oyó nada, y no recordaba nada.

Largo tiempo exploró Mablung las estancias de Nargothrond, tan bien como pudo en medio de la oscuridad y el hedor; pero no encontró allí ningún ser viviente: nada se movía entre los huesos, y nadie respondía a sus llamadas. Por fin, abatido por el horror del sitio, y temiendo el regreso de Glaurung, volvió a las Puertas. El sol se ponía por el occidente, y las negras sombras de las Faroth cubrían por detrás las terrazas y el río que se precipitaba allá abajo; pero a lo lejos, junto a Amon Ethir, creyó divisar la forma maligna del Dragón. Más duro y más peligroso fue volver a cruzar el Narog de prisa y con miedo; y apenas había alcanzado la orilla oriental, y se había ocultado arrastrándose junto a la ribera, cuando Glaurung se acercó. Pero avanzaba lento ahora, y sigiloso; porque había consumido sus fuegos; había prodigado un gran poder y ahora necesitaba descansar y dormir en la oscuridad. Así, serpenteó en el agua, y se escurrió por las Puertas como una víbora de color ceniciento, enlodando el suelo con el vientre.

Pero se volvió antes de entrar, y miró atrás hacia el este, y emitió la risa de Morgoth, débil, pero horrible, como un eco de malicia llegado de las negras profundidades lejanas. Y esta voz, fría y baja, le llego entonces al Elfo: —¡Ahí estás como rata de agua en la ribera, Mablung el poderoso! Mal cumples con los cometidos de Thingol. ¡Ve de prisa ahora a la colina y verás lo que ha sido de las que tenías a tu cargo!

En seguida Glaurung entró en la guarida, y el sol se ocultó, y la tarde gris se enfrió sobre los campos. Pero Mablung fue de prisa a Amon Ethir; y cuando llegó a la cima, las estrellas brillaban en el este. Contra ellas vio una figura oscura y erguida, inmóvil como una estatua de piedra. Así estaba Niënor, y no oyó nada de lo que él le dijo, ni le respondió. Pero cuando por fin él le tomó la mano, se puso en movimiento, y permitió que él la condujera; y mientras la conducía, ella caminaba, pero si la soltaba, se detenía.

Muy grandes fueron entonces el dolor y el desconcierto de Mablung; pero no tenía otro remedio que conducir de ese modo a Niënor por el largo camino hacia el este, sin ayuda ni compañía. Así avanzaron andando como sonámbulos por la planicie en las sombras de la noche. Y cuando volvió la mañana, Niënor tropezó y cayó, y quedó allí tendida inmóvil; y Mablung, desesperado, se sentó junto a ella.

—No por nada tenía yo miedo de este cometido —dijo—. Porque será el último para mí, según parece. Con esta desdichada hija de los Hombres pereceré en el descampado, y mi nombre será despreciado en Doriath: si alguna vez en verdad llega alguna nueva de nuestra suerte. Todos los demás han muerto, sin duda, y sólo ella fue perdonada, pero no por piedad.

Así fueron encontrados por tres de la compañía que habían huido del Narog a la llegada de Glaurung. Después de mucho errar, cuando se aligeró la niebla, habían vuelto a la colina; y encontrándola vacía, habían decidido retomar el camino de Doriath. A Mablung le había vuelto la esperanza; y se pusieron en marcha ahora todos juntos, hacia el norte y el este; porque no había camino de regreso a Doriath en el sur, y desde la caída de Nargothrond, se les había prohibido a los guardianes de la balsa que cruzaran a nadie, salvo los que vinieran desde dentro.

Lento era el viaje, como gentes que arrastran tras ellos un niño cansado. Pero a medida que se alejaban de Nargothrond y se acercaban a Doriath, Niënor iba recuperando poco a poco las fuerzas, y caminaba hora tras hora, sumisa, llevada de la mano. No obstante, sus grandes ojos no veían nada, y sus oídos no oían ninguna palabra, y sus labios no pronunciaban ninguna palabra.

Y entonces, por fin, al cabo de muchos días, llegaron cerca de la frontera occidental de Doriath, algo al sur del Teiglin; porque tenían intención de cruzar los cercos de la pequeña tierra de Thingol más allá del Sirion, y llegar así al puente protegido, cerca de la desembocadura del Esgalduin. Allí se detuvieron un tiempo; e hicieron que Niënor se acostase sobre un lecho de hierbas, y ella cerró los ojos como no lo había hecho hasta entonces, y pareció que dormía. Entonces los Elfos descansaron también, y la fatiga los volvió imprudentes. Y una banda de Orcos cazadores, de las que por entonces merodeaban en esa región, tan cerca de los vallados de Doriath como osaban hacerlo, los sorprendió desprevenidos. De pronto, en medio de la refriega, Niënor se incorporó de un salto, como quien despierta por una alarma en la noche, y lanzando un grito, se internó corriendo entre los árboles. Entonces los Orcos se volvieron y la persiguieron, y los Elfos fueron detrás. Pero Niënor había sufrido un extraño cambio y los superaba ahora a todos en la carrera, precipitándose como un ciervo en la espesura, con los cabellos llameantes al viento. Mablung y sus compañeros alcanzaron en seguida a los Orcos, y los mataron a todos, y siguieron adelante. Pero para entonces Niënor había desaparecido como un espectro; y ni rastros de ella encontraron, aunque estuvieron buscándola durante muchos días.

Entonces, por fin, Mablung volvió a Doriath abrumado de dolor y de vergüenza. —Escoged a otro jefe para vuestros cazadores, señor —le dijo al Rey—. Porque yo estoy deshonrado.

Pero Melian dijo: —No es así, Mablung. Hiciste lo que pudiste, y ningún otro de entre los servidores del Rey habría hecho tanto. Pero por mala suerte tuviste que enfrentar un poder excesivo para ti; excesivo en verdad para todos los que ahora habitan en la Tierra Media.

—Te he enviado en busca de noticias y las has traído —dijo Thingol—. No es tu culpa que aquellos a quienes las noticias tocan más de cerca no estén aquí para escucharlas. Doloroso es en verdad este fin de toda la parentela de Húrin, pero nadie podría atribuírtelo.

Porque no sólo Niënor se había internado enloquecida en los bosques; también Morwen se había perdido. Nunca entonces ni después, ni en Doriath ni en Dor-Lómin, se sabría algo cierto de las dos. No obstante, Mablung no se dio descanso, y con una pequeña compañía se encaminó al desierto, y durante tres años erró por allí hasta muy lejos, desde Ered Wethrin hasta las Desembocaduras del Sirion, en busca de huellas, o noticias de las desaparecidas.

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