Authors: Isaac Asimov
Pero Ennius intervino de nuevo.
—Explique los hechos, Schwartz, y hágalo con claridad. Quiero que el hermano comprenda por completo la situación.
—No es complicado —dijo Schwartz—. Ayer por la noche, mientras estábamos reunidos, comprendí que no podía hacer nada si seguía sentado y escuchando. Actué precavidamente en el cerebro del secretario, durante largo rato. Y finalmente él solicitó que yo saliera de la habitación, por supuesto era lo que yo deseaba. El resto fue fácil.
»Dejé aturdido al vigilante y me dirigí al aeropuerto. El fuerte se hallaba en situación de alerta constante. Los aviones estaban abastecidos de combustible, armados y dispuestos para emprender el vuelo. Los pilotos aguardaban. Elegí uno al azar..., y partimos hacia Senloo.
El secretario parecía querer decir algo. Sus mandíbulas se agitaban quedamente. Pero intervino Shekt.
—Sin embargo, usted no podía obligar a un hombre a pilotar un avión, Schwartz. Hacerle caminar era lo único que sabía hacer.
—Cierto, si tenía que hacerlo contra su voluntad. Pero gracias a los pensamientos del doctor Arvardan yo sabía cuánto odian los de Sirio a los terrestres. Por lo tanto, busqué a un piloto nacido en el sector de Sirio. Encontré uno. Odiaba a los terrestres tanto que es difícil entenderlo, incluso para mí, y me introduje en su mente. Él deseaba bombardear a los terrestres. Deseaba destruirlos. Sólo la disciplina le hacía contenerse, le impedía partir con su avión inmediatamente.
»Ese tipo mental es distinto. Un poco de sugestión, un poco de presión y la disciplina no basta para contener. Creo que él ni siquiera reparó en que yo subía al avión en su compañía.
—¿Cómo localizó Senloo? —musitó Shekt.
—En mi época —dijo Schwartz— había una ciudad llamada San Luis. Se hallaba en la confluencia de dos grandes ríos. La encontramos. Era de noche, pero había una mancha oscura en una zona de radiactividad..., y el doctor Shekt había dicho que el templo era un oasis aislado de terreno normal. Lanzamos una bengala, o lo hicimos mediante mi sugestión mental, y apareció un edificio de cinco puntas bajo nosotros. Concordaba con la imagen que yo había captado en los pensamientos del secretario. Ahora sólo queda un boquete de treinta metros de profundidad en el lugar donde estaba el edificio. Eso sucedió a las tres de la madrugada. Ningún virus fue lanzado. El universo está libre.
Fue un aullido bestial lo que brotó de los labios del secretario, el chillido sobrenatural de un demonio. El terrestre pareció a punto de saltar..., y de pronto se desplomó.
Un fino espumarajo de saliva empezó a surgir muy despacio por su labio inferior.
—Ni lo he tocado —dijo en voz baja Schwartz. Después, mientras contemplaba pensativamente el cuerpo postrado, añadió—: Cuando volví, el procurador se habría vuelto loco si no llego a convencerle de que aguardara a que cumpliera el plazo. Yo sabía que el secretario sería incapaz de no vanagloriarse. Lo sabía por sus pensamientos... Y ahora, ahí lo tienen.
En realidad el relato ha terminado ya y añadir un epílogo es bastante anticuado. De todas formas, un epílogo tiene su utilidad. Es un nudo, ¿saben?, que ata los cabos sueltos de la trama (un retruécano, sí), evita que se deshagan y los oculta a la vista pulcramente. Si desea tener una sensación de consumación, siga leyendo, porque aquí habrá epílogo a pesar de todo.
No será muy largo.
De hecho el único personaje que interviene es Joseph Schwartz. Treinta días han transcurrido desde que emprendiera vuelo en la pista de aquel aeropuerto en una noche dedicada a la destrucción de la galaxia, con las señales de alarma sonando alocadamente a su espalda v órdenes radiadas para que volviera poblando el cielo.
Había vuelto a su hora, con el templo de Senloo destruido y mientras el aturdido piloto empezaba a preguntarse qué había sucedido exactamente.
El heroico acto fue dado a conocer oficialmente. Schwartz llevaba en el bolsillo el cordón de oro de la Orden de la Nave Espacial y el Sol. Sólo otras dos personas de la galaxia habían recibido dicha condecoración sin haber muerto antes. Algo impresionante para un sastre retirado...
Naturalmente nadie, aparte de los círculos oficiales más oficiales, sabía con exactitud qué había hecho Schwartz, pero ese detalle carecía de importancia. Algún día, en los libros de historia...
En la sosegada noche, Schwartz estaba dirigiéndose a pie hacia el domicilio del doctor Shekt. La ciudad se hallaba tranquila, tanto como el fulgor rutilante del cielo. En puntos aislados de la Tierra, grupos de zelotes seguían causando problemas, pero sus líderes habían muerto o se encontraban presos, y los terrestres moderados se bastaban para hacer frente al resto.
Los primeros convoyes de tierra normal ya estaban en camino. Ennius había repetido su propuesta de que la población de la Tierra fuera trasladada a otro planeta, pero eso estaba fuera de lugar. La Tierra no deseaba caridad. Que los terrestres tuvieran oportunidad de rehacer su planeta. Que pudieran reconstruir el hogar de sus padres, el mundo nativo de la humanidad. Que pudieran trabajar con sus manos, eliminar la tierra enfermiza y sustituirla por otra saludable. Se trataba de una tarea enorme, podía durar un siglo... pero, ¿y qué? La galaxia prestaría maquinaria, enviaría alimentos, suministraría la tierra. Para sus recursos incalculables sería una insignificancia… y habría compensación.
Y algún día los terrestres volverían a ser un pueblo entre otros muchos, habitarían un planeta entre otros muchos y considerarían a toda la humanidad bajo el punto de vista de la dignidad y la igualdad.
El corazón de Schwartz latió con fuerza al valorar la maravilla de todo ello, mientras el terrestre subía los escalones de la entrada principal. Dentro de una semana partiría en compañía de Arvardan hacia los grandes mundos centrales de la galaxia. ¿Qué otra persona de su generación había abandonado la Tierra?
Se detuvo, con la mano a punto de posarse en la puerta, ya que sonaban palabras en su mente. Con cuánta claridad captaba ya los pensamientos, como si fueran campanillas.
Era Arvardan, por supuesto, con tantas cosas en su mente que la palabra era incapaz de expresarlas.
«Piénsalo, Pola, verías cosas que jamás has visto, vivirías como nunca has vivido...»
Y la respuesta de Pola, con una mente tan ansiosa como la del arqueólogo y palabras de pura desgana.
«Si piensas que es una gira por la galaxia lo que yo quiero...»
«Pero estarías conmigo..., es decir, yo estaría contigo. Y si te arrepientes, regresaríamos después de esa conferencia que tengo que dar en Trantor.»
«Tu vieja Sociedad Arqueológica... Hum...»
«Pero luego podríamos volver. Y me quedaré aquí contigo. Nunca te abandonaré.»
«Pero es posible que yo prefiera viajar.»
«En ese caso iremos a donde te apetezca.»
«Pero si soy una pobrecilla terres... »
Hubo una exclamación breve y apagada por parte de Arvardan, seguida por un gritito muy femenino. La conversación se interrumpió.
Pero, lógicamente, los contactos mentales no se interrumpieron, y Schwartz se apartó plenamente satisfecho..., y con cierta vergüenza. Podía esperar. Había tiempo de sobra para molestar a la pareja en cuanto las cosas se aclararan un poco más.
Schwartz aguardó en la calle mientras centelleaban las estrellas, una galaxia entera de estrellas, unas visibles, otras invisibles.
Y para él, y para la nueva Tierra, y para los millones de planetas del universo, Schwartz repitió en voz baja aquel poema antiguo que sólo él conocía entre billones de personas:
¡Envejece conmigo!
Lo mejor aún no ha venido...
Supongo que si quisiera hacer de este libro una especie de ejercicio práctico sobre
"Cómo revisar"
, lo mejor sería incluir la versión publicada de Un guijarro en el cielo inmediatamente después de
«Envejece conmigo»
. De ese modo el lector podría estudiar con penoso detalle, frase por frase, qué hice yo.
Naturalmente, eso es imposible.
En primer lugar, hacer tal cosa duplicaría la extensión y el coste (y el precio) del libro, prácticamente a cambio de nada.
Al fin y al cabo, los lectores que por su enorme interés en mis obras han comprado este libro tendrán seguramente un ejemplar de
«Un guijarro en el cielo»
escondido en alguna parte. Incluso si no han leído la novela o la han perdido o echado a la basura, o si han sido tan tontos que la han prestado ("tontos" porque gracias a las cartas que recibo he acabado comprendiendo que nadie que pide prestada una de mis obras la devuelve), siempre pueden adquirir un ejemplar en alguna librería de lance o cuando se reedite.
Y, finalmente, tal vez haya lectores que se deleiten hasta cierto punto con
«Envejece conmigo»
y no piensen ni por un momento en leer
«Un guijarro en el cielo»
. En ese caso, ¿para qué molestarlos con una segunda dosis de un relato que, en esencia, es el mismo?
No obstante, voy a darme el gusto de hacer algunos comentarios sobre el tema.
Ahora que he vuelto a leer
«Envejece conmigo»
por primera vez desde que hace treinta y seis años lo revisara, el relato no me parece tan malo. Creo que
Startling Stories
ha hecho cosas peores que aceptar y publicar esta obra.
Un detalle que agradezco mucho, no obstante, es que eliminé el prólogo estúpido, el epílogo y los intermedios. ¿Qué tenía yo en la cabeza y por qué los escribí? No lo recuerdo. En fin, en el intervalo de dos años, entre 1947 y 1949, mi sentido común mejoró un poco y eliminé los añadidos. Además anulé la división en tres partes y combiné los relatos de Joseph Schwartz y Bel Arvardan, mezclando las partes de un modo que, en mi opinión, tiene una complejidad más interesante.
Al repasar
«Envejece conmigo»
advertí con cierto horror señales de lápiz en diversas frases y párrafos. Ello sólo podía indicar que en aquel tiempo yo planeaba acortar el relato, tal vez para que fuera más apropiado para su publicación en revista. Si es así, aquel proyecto quedó abortado, no hay duda, y me alegro. Al parecer mi intención fue eliminar la partida de ajedrez, que es mi fragmento favorito de la obra.
Tenía la vaga idea de que la partida de ajedrez figuraba en Un guijarro en el cielo como medio de elaborar y alargar el relato. Me complació mucho comprobar que dicha partida ya aparecía en
«Envejece conmigo»
. ¿Saben una cosa? Siempre he despreciado las descripciones ficticias de partidas de ajedrez, esas descripciones que no ofrecen detalles reales sino que incluyen comentarios tontos como por ejemplo éste: "Inició un ataque despiadado con la torre de rey". Y al leer cosas como ésta mi reacción es siempre la misma: "¿Qué usó la torre de rey, una navaja o una pistola?".
Tomé la decisión de ofrecer una partida real, describiendo meticulosamente todas las jugadas, y una persona como mínimo, mientras leía el libro por la noche, muy tarde, se sintió lo bastante sorprendida y estimulada para salir de la cama, coger el tablero y reproducir la partida. Este hombre la publicó en una revista de ajedrez con el título "La partida de Asimov" y dijo que era excelente.
Bien, la partida no era mía y era preferible que el lector la considerara mía. La partida real que utilicé se disputó en Moscú en 1924 entre Werlinski (blancas) y Loewenfisch (negras) y obtuvo el premio de belleza por su brillantez.
Un detalle de
«Envejece conmigo»
me resulta muy turbador. Lo escribí, recuerdo, en 1947, sólo dos anos después de que las bombas de fisión nuclear cayeran sobre Hiroshima y Nagasaki. Evidentemente, yo desconocía el grado exacto de riesgo que representa la guerra nuclear y la radiación (como casi cualquier otra persona).
Di a la futura Tierra una corteza radiactiva, al menos en ciertas zonas y, sin embargo, tenía restos de vida y humanidad aferrados a ella. Obviamente mi intención era que el lector lo considerara como resultado de una guerra nuclear en nuestro futuro (el pasado del relato). Pero una guerra nuclear tan virulenta, que convierte grandes extensiones de la corteza terrestre en zonas de radiactividad continua por fuerza debe eliminar la vida en la Tierra.
En
«Envejece conmigo»
Joseph Schwartz supone que la radiactividad de la corteza es producto de una guerra "con bombas atómicas", pero por fortuna la suposición no es corroborada por ningún otro personaje y, por lo que respecta al relato, no pasa de ser una especulación.
Como es lógico conservé la corteza radiactiva de la Tierra en
«Un guijarro en el cielo»
. Tenía que hacerlo pues ese detalle es de crucial importancia para el argumento. En mi segunda novela,
«The Stars Like Dust»
(1951) las escenas iniciales se desarrollaban en la Tierra y de nuevo conservé la corteza radiactiva.
Con el paso de los años, no obstante, y conforme decrecía mi ingenuidad con respecto a la guerra nuclear, en especial cuando empezó a experimentarse con bombas de fisión de hidrógeno, eludí la noción de una Tierra radiactiva. Pero cuando una generación más tarde escribí
«Foundation's Edge»
(1982) y empecé a combinar mis diversas novelas en una sola visión general de la historia futura, me encontré atascado con la corteza radiactiva de la Tierra.
Tuve que recurrir a mi reserva de ingenio. La corteza radiactiva no podía ser resultado de una guerra nuclear. ¿Qué era, pues? Como consecuencia de mis meditaciones sobre el tema escribí
«Robots and Empire»
(1985), de modo que una confusión acabó siendo algo muy útil.
Otra novela mía creció a partir de una versión más pequeña y en este segundo caso el asunto fue más complicado.
«Un guijarro en el cielo»
era sólo 1,4 veces más larga que
«Envejece conmigo»
, pero mi novela
«El fin de la eternidad»
era tres veces más larga que el relato a partir del cual se había desarrollado.
Sucedió de este modo. ..
El año era 1953, y habían transcurrido casi cuatro años desde la publicación de mi primer libro,
«Un guijarro en el cielo»
. Desde entonces había publicado ocho libros más (incluyendo un libro de texto sobre bioquímica), es decir nueve en total. Mi décimo libro,
«Lucky Starr and the Pirates of the Asteroids»
(Doubleday, 1953), estaba a punto de aparecer y el undécimo,
«The Caves of Steel»
[3]
(Doubleday, 1954) estaba siendo publicado como serial en
Galaxy
, como preparación a la publicación en libro.