Authors: Isaac Asimov
Cooper se acercó un poco más a lo que estaba seguro que era la verdad.
—Pero yo quiero trabajar sobre los siglos primitivos. Quiero hacer una investigación original sobre ellos. Trabajar sobre los 500 no sería exactamente lo que quiero.
En ese momento, si Manfield sabía algo, no podría resistir la tentación de hacer alguna alusión. Pero o Manfield no sabía nada o era demasiado listo para caer en una trampa, o —y esto Cooper lo rechazaba con amargura— todas las especulaciones de Cooper estaban equivocadas.
—Siempre habrá tiempo libre para que puedas dedicarlo a tu afición, hijo —le dijo Manfield.
Sonrió de nuevo, pero hasta sus sonrisas parecían esconder un matiz de pena. Sus estudiantes, todos los cuales le querían, no sabían nada de su pasado. Jamás hablaba de él, ni tan siquiera con Cooper, que había pasado con él la mayor parte de su tiempo. De algún modo se había filtrado hasta los estudiantes la información de que había nacido en los milenios más adelantados ("los cuandos altos", como decía la frase hecha), y lo aceptaban sin demasiado interés por buscar una prueba de ello. Se decía que en tiempos había sido programador, un matemático muy destacado, un buen candidato para el Gran Consejo Pantemporal y que lo había tirado todo por la borda para convertirse en instructor de novatos en los lejanos siglos de los cuandos bajos.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Manfield.
—Un poco asustado. Un poco nervioso —dijo Cooper con sinceridad—. Ya sabes que nunca he estado en ningún cuando, excepto el viaje de estudios al 40, y eso fue solamente un informe de dos días acerca de la vida municipal bajo condiciones descentralizadas.
Lo que no añadió fue que sólo mediante muchas súplicas consiguió que se le permitiese ir, aunque se trataba de un trabajo elemental para el resto de la clase.
Y a la mañana siguiente, Brinsley Sheridan Cooper había cogido una pequeña cabina cronomóvil unipersonal y había pasado, en solitario, por los corredores de la eternidad. La cabina no cruzaba el espacio en el sentido usual del término y, por supuesto, no cruzaba el tiempo ya que la eternidad cortocircuitaba todo el tiempo desde el siglo 28 (el primer siglo de la eternidad, un hecho que constituía el título de fama más grande y orgullosamente proclamado por el 28) hasta la insondable muerte entrópica que se hallaba hacia delante.
Pero, ¡santo Cronos!, la cabina cruzaba, sobrevolaba o bordeaba algo. Cooper seguía careciendo del entrenamiento necesario y era lo bastante joven como para preguntarse qué era ese algo.
Sus preguntas no le ayudaron. Fuese lo que fuese, siguió sin saber de qué se trataba, pero pasó, y luego hubo un pulcro y pequeño cartel en el que se podía leer 575 en el sistema de numeración local al igual que en estándar atemporal. (Había incluso una lengua estándar atemporal que, fuese por lo que fuese, raramente se usaba fuera de los informes oficiales. Los dialectos locales, parecía, eran más satisfactorios y Manfield solía explicar eso calificándolo de una expresión inconsciente del impulso de "volver-al-tiempo".)
Unos instantes más y Cooper vería a Twissell. ¡Twissell! El jefe programador más viejo de todos los que vivían; el hombre que había autorizado más cambios cuánticos en la realidad que cualquier otro jefe programador que hubiese vivido jamás; el hombre que era la mayor autoridad sobre Harvey Mallon, el primitivo del siglo 24 que había hecho posible la Eternidad.
Harvey Mallon, la llave a su propio...
La voz de Attrell interrumpió sus divagaciones.
—El jefe programador Twissell estará dispuesto a recibirle pronto, hijo.
—Gracias, señor.
A Cooper nunca le ofendía la palabra "hijo". Si él y Attrell existiesen en el tiempo, él tendría unos cuarenta mil años más que Attrell. Podría ser el tatara-tatara-tatara-tatara-muchas-veces-tatarabuelo de Attrell. Pero esto no era el tiempo; esto era la eternidad. Aquí la palabra "hijo" no significaba nada. Realmente nada, dado que ningún eterno podía tener un hijo. Todos los eternos debían nacer en el tiempo de padres pertenecientes a él. Sólo de ese modo podía seguirse asegurando el que los eternos retendrían la conexión espiritual con la humanidad que tan necesaria era para su trabajo. Que los eternos tuviesen hijos propios, eternos desde el nacimiento, y muy pronto se formarían dinastías divorciadas de la Tierra. De ser los sabios directores y moldeadores de la humanidad, los eternos se convertirían en sus tiranos.
(Cooper seguía siendo lo bastante joven y tenla aún el recuerdo de la escuela lo bastante fresco como para no sentir ninguna punzada de vanidad por ser idealista.)
—¿Le gustaría echarle una mirada al Siglo mientras espera? —preguntó Attrell.
—¡Sí! —contestó Cooper, sonriendo de pronto—. ¿Puede arreglarse?
—No hay problema. Tienen un observador trucado aquícuando. Lo usan centrándolo en el 600 y luego cambian a foco de campo. Hay uno en el laboratorio de al lado que puedo sintonizar para usted.
—¡Bueno, gracias!
Nero Attrell lanzó una cautelosa ojeada al joven que tenía al lado. Llevaba veinte fisioaños siendo un eterno y no sentía ninguna afición a darle gusto a novatos que, en sus primeras misiones, nadaban en océanos de salvar mundos.
Pero, de algún modo, éste tenía que ser distinto. Twissell le había mandado a buscar. Twissell era un hombre difícil de conocer, pero Nero Attrell había conocido buena parte de la vida del viejo caballero como para saber cuándo estaba nervioso.
Y Twissell estaba nervioso.
Sólo unos instantes antes su voz había gorjeado suavemente en el oído de Attrell a través del comuno.
—Sí, he estado esperando a ese joven. Estaré listo pronto. Me daré prisa. Es solamente un cambio cuántico del que debo asegurarme antes.
El nerviosismo era obvio. Se hallaba en la palabra "prisa".
Twissell jamás se había dado prisa por los demás. Una vez había hecho esperar cinco horas a un comité del Gran Consejo Pantemporal, y jamás se había tomado la molestia de dar una explicación. Pero ahora iba a darse prisa por un novato delgado y pálido que estaba abrumado por hallarse en un otrocuando tan lejano de su hogar.
Todo ello dotaba al recién llegado, Cooper, de un extraño interés y Attrell se descubrió sintiendo en su interior el principio de una amistad hacia el muchacho.
Attrell no tardó demasiado en sintonizar el observador. El 575 era preciso v lógico en sus técnicas. El observador parecía sola mente una mesa con la superficie de cristal pero, de pronto, el cristal no estaba allí y en su lugar había una ciudad, con el aspecto de una excelente fotografía tridimensional en color. Attrell sonrió levemente cuando a Cooper se le escapó una leve exclamación. Había estado esperándola. Siempre surgía cuando un espectador desprevenido notaba por primera vez que había movimiento dentro de la "fotografía".
El novato se inclinó sobre el observador, intentando meterlo en sus ojos todo a la vez. Luego retrocedió un paso, frunciendo el ceño.
—Si desea verlo más de cerca —dijo Attrell—, le enseñaré cómo funcionan los controles. Son muy sencillos.
El novato meneó la cabeza.
—Está bien. Yo..., no es tan diferente, ¿verdad? Pensé que, de algún modo, sería distinto.
—¿Distinto de cuándo?
—De... del 28. De casa, ya sabe.
—¿Debería serlo?
—Bueno, son cincuenta mil años en el futu... eh..., cincuenta mil años en un cuando más alto.
Attrell sonrió con tolerancia.
—Sabe —dijo—, creo que no se ha inventado nunca al novato que no haya tenido la misma sensación la primera vez que veía el tiempo de su primera asignación. Sea como sea, las cosas nunca son distintas.
—¿Lo dice de veras, señor Attrell?
—Bueno, puede que esté exagerando un poco. Mire, ¿le importa que le explique aligo?
—Lo agradecería, señor Attrell.
Bueno, pensó Attrell, es cortés. A menudo le habían dicho a Attrell (una vez incluso Twissell se lo había dicho) que era un hombre de los siglos subpoblados y que, por lo tanto, estaba destinado a no hallarse a gusto en compañía de desconocidos. Puede que fuese así, pero estaba empezando a sentir simpatía por el chico.
—Muy bien, entonces, esto es lo que quiero explicar —dijo con amabilidad—. Va a encontrarse con que el modelo humano de la historia no es una línea, es una curva sinusoidal irregular. El progreso no continúa en una sola curva de modo que todos los tiempos difieran del suyo. Una era dada es probable que sea tan parecida a la suya como que sea distinta.
—Me han enseñado eso.
—Sí, le han enseñado eso. Pero alguien del 28 no lo cree realmente hasta que lo ve. No me entienda mal; no tengo nada contra el 28, pero debe admitir que el 28 es solamente el primer siglo completo de la eternidad. ¿Correcto?
—Ciertamente.
—Y el 28 es siempre muy consciente de los tiempos primitivos; los siglos antes de que empiece la eternidad.
—Sí. De hecho, la Historia Primitiva es mi campo de especialización.
—Ahí tiene. El último milenio de los tiempos primitivos fue una especie de desarrollo en línea recta con una tecnología en progreso continuo. Naturalmente, se cae en el hábito de pensar que una línea recta como ésa continuará. No tengo que decirle a un graduado en Historia Primitiva que a veces la raza humana no progresa, si es que una palabra tal tiene algún significado; a veces retrocede.
—Es cierto —dijo Cooper, frunciendo algo afectadamente los labios—, durante un milenio después del primer siglo hubo un declive tecnológico tal que los estándares del medio milenio anterior al primer siglo no se recuperaron realmente hasta que. . .
Attrell, que había estado prestando atención a las maneras levemente pomposas con las que Cooper exhibía su recién adquirido saber, sufrió un repentino espasmo de sospecha. ¿Acaso era él quien estaba siendo tomado a broma?
—¿El medio milenio anterior al primer siglo? —preguntó.
—Sí. De veras. El primer siglo no fue el primero.
—¿Así que lo llaman el primer siglo sin razón?
—Es un poco complicado. Mire, es como si...
—Bueno, no importa. —Attrell decidió que el muchacho hablaba en serio y no sentía deseo alguno de profundizar en las paradojas del tiempo—. Es su especialidad, así que aceptaré su palabra —dijo—. Yo me gradué en tramas vitales. Lo que estoy intentando dejar claro es lo siguiente: la gente se mueve en círculos. Puede que estén muy lejos, en un cuando arriba o en un cuando abajo, y puede que sigan siendo muy parecidos a usted. O puede que estén justo en el cuando de al lado, y sean completamente distintos. No se deje impresionar tampoco por esa diferencia. Lo que a usted puede parecerle decadencia o barbarie, para otras personas puede suponer el descubrimiento de unos valores nuevos y mejores. ¿Está familiarizado con el 413?
Contra su voluntad, Attrell descubrió en su fuero interno que empezaba a ponerse a la defensiva, casi de un modo beligerante.
Cooper meneó la cabeza.
—No en detalle.
—Sólo tenemos cien millones de personas en él. Es un buen tiempo.
De pronto, le invadió la añoranza. Había pasado mucho tiempo desde que visitó el 410 y el 420. Podía oler el aire fresco con su aroma a pinos y ver el azul de los glaciares recortándose en el horizonte. Casi podía sentir el espacio despejado, las vastas extensiones abiertas de su mundo.
—Supongo que su 28 está algo congestionado —dijo melancólicamente.
—Bastante. Cinco mil millones.
—Igual que este 575. Como casi todos los cuandos. En mi tiempo había una pequeña era glacial, ya sabe. Los bosques lo cubrieron todo y las ciudades se disgregaron en agrupaciones más pequeñas donde la vida era más fácil. Nos gustaba, ya puede suponerlo, pero cada vez que hay un cambio cuántico las eras subpobladas quedan un poco encogidas. Ése es el único nombre que les da el Gran Consejo Pantemporal, "las eras subpobladas". En las otras edades glaciares había ciudades subterráneas o desarrollaban la energía solar. La mayor parte mantenían alta la población.
»Pero yo creo que la subpoblación es excelente. No la considero subpoblación; la considero población inteligente. La gente de casi todos los cuandos se queda horrorizada ante eso. Ahí tiene...
Attrell se estaba emocionando y, por supuesto, como siempre que se ponía así se mordió los labios y hubo un silencio repentino que duró un lapso incómodo de tiempo.
—¿Cuándo dijo el ejecutor Twissell que iba a verme? —preguntó finalmente Cooper.
—Con Twissell nunca se sabe —dijo Attrell. Luego, incapaz de resistir el impulso, le preguntó—: ¿Supongo que está en el proyecto Harvey Mallon?
Attrell se divirtió al ver cómo surgía la alarma en los ojos del joven. Eso confirmaba también una sospecha.
—¿Qué proyecto Harvey Mallon? —preguntó Cooper—. No sé nada de eso.
—Si no sabe nada, ya se enterará. Eso es todo lo que le interesa ahora a Twissell. De vez en cuando da seminarios y nos habla de Harvey Mallon hasta la muerte. Todo lo que hace tiene algo que ver con Mallon.
—¿Y por qué no, planeador asociado? —dijo una voz amable quitándole cualquier énfasis al título que acababa de mencionar.
Attrell disimuló su sorpresa. No había oído entrar a Twissell.
—Por nada, jefe programador.
Cooper se puso rígido. Sus pálidas mejillas se ruborizaron y sus delgados rasgos parecieron más afilados que nunca.
—¿El jefe programador Twissell? —preguntó tartamudeando.
Attrell observó la reacción de Cooper y en una comisura de sus labios aleteó por unos instantes la sombra de un temblor. Tenía una idea bastante buena de lo que sentía Cooper. Había visto una mirada similar, mitad incredulidad y mitad decepción, en los ojos de una docena de novatos cuando sus ojos se encontraban por primera vez con el gran hombre de la eternidad.
Pero, cuando la reputación de un hombre es colosal y su nombre mágico, es difícil encararse con la realidad física de una figura encorvada, un rostro pequeño y regordete, una calva lisa y pronunciada, unos ojillos que se perdían dentro de un millar de pequeñas arrugas, una sonrisa benevolente y un cigarrillo. Por encima de todo, el cigarrillo.
Cooper tenía el aspecto de ver por primera vez en su vida un cigarrillo. Cuando una nubecilla de humo le alcanzó, se encogió visiblemente.
—¿Es usted mi muchacho? ¿Mi jovencito?
Twissell se acercó a Cooper, alzando la vista hacia su rostro, como si intentase ver claro a través de la neblina creada por el cigarrillo, hablando con un espantoso acento dialectal del tercer milenio.