Authors: Isaac Asimov
—¿De qué estás hablando, querido?
—Mira, en una ocasión soñé que me hallaba en un hotel, asistiendo a una convención de física. Estaba con viejos amigos. Todo parecía absolutamente normal. De pronto, hubo una confusión de gritos, y sin ninguna razón me vi presa del pánico. Eché a correr hacia la puerta, pero no quiso abrirse. Uno a uno, mis amigos desaparecieron. No tuvieron problemas para abandonar la habitación, pero yo no pude ver cómo lo habían conseguido. Les grité, y me ignoraron.
»En mi interior empezó a crecer la seguridad de que el hotel era pasto de las llamas. No olía a humo. Simplemente, sabía que había un incendio. Eché a correr hacia la ventana, y pude ver una escalera de incendios en el exterior del edificio. Corrí a todas las ventanas pero ninguna conducía a la escalera de incendios. Ahora me hallaba completamente solo en la habitación. Me asomé a la ventana, llamando desesperadamente. Nadie me oyó.
»Entonces llegaron los coches de bomberos, pequeñas manchas rojas atravesando las calles. Recuerdo eso claramente. Las sirenas de alarma resonaban fuertemente para despejar el tráfico. Podía oírlas, cada vez más fuertes, hasta que el sonido llegó a hender mi cabeza. Me desperté y, por supuesto, el despertador estaba soñando.
»Ahora bien, no pude haber soñado un sueño tan largo destinado a llegar al momento en que empezara a sonar la alarma del despertador, a fin de que ésta encajara perfectamente en la trama del sueño. Es mucho más razonable suponer que el sueño se inició en el momento en que la alarma empezó a sonar, y comprimió toda su sensación de duración en una fracción de segundo. Se trataba simplemente de un dispositivo de justificación de mi cerebro para explicar aquel repentino sonido que penetraba en el silencio.
Jane estaba frunciendo el ceño. Dejó a un lado su labor.
—¡Roger! Te has comportado de un modo extraño desde que has vuelto de la universidad. No has cenado nada, y ahora esta ridícula conversación. Nunca te he visto tan morboso. Lo que necesitas es una dosis de bicarbonato.
—Necesito algo más que eso —dijo él en voz baja—. Veamos, ¿cómo empieza un sueño de estar flotando?
—Si no te importa, cambiemos de tema.
Se levantó, y con dedos firmes subió el volumen del televisor. Un joven caballero de mejillas hundidas y una sentimental voz de tenor le manifestó, melodiosamente, su eterno amor.
Roger volvió a bajar la voz del aparato y se quedó de pie con la espalda cubriendo la pantalla.
—¡Levitación! —exclamó—. Eso es. Existe alguna forma en que los seres humanos pueden conseguir flotar. Tienen la capacidad para ello. Simplemente, se trata de que no saben cómo usar esa capacidad..., excepto cuando están durmiendo. Entonces, a veces se elevan sólo un poquito, una décima de milímetro quizá. No lo suficiente para que alguien se dé cuenta de ello aunque esté observando, pero sí para desencadenar la sensación adecuada, que desencadena un sueño en el que uno está flotando.
—Roger, estás delirando. Me gustaría que lo dejaras. De veras.
Él siguió adelante con su idea.
—A veces volvemos a bajar lentamente, y la sensación desaparece. Otras veces, el control de flotación termina bruscamente, y caemos, Jane, ¿nunca has soñado que estabas cayendo?
—Sí, por sup...
—Te hallas colgando en la fachada de un edificio, o sentado en el borde de una silla, y de repente te estás cayendo. Es la horrible sensación de la caída la que te despierta de golpe, jadeante, el corazón palpitando locamente. Has caído de verdad. No hay otra explicación.
La expresión de Jane, que había pasado lentamente del desconcierto a la preocupación, se disolvió de pronto en una tímida sonrisa.
—Roger, maldito diablo. ¡Me has engañado! ¡Eres un canalla!
—¿Qué?
—Oh, no. No sigas con eso. Sé exactamente lo que has estado haciendo. Has estado imaginando el argumento para una historia y estás probándolo conmigo. Debería conocerte lo suficiente como para no escucharte.
Roger pareció sorprendido, incluso un poco confuso. Avanzó hasta el sillón de ella y se la quedó mirando.
—No, Jane.
—No veo por qué no. Has estado hablando acerca de escribir relatos desde que te conozco. Si realmente tienes un argumento, lo mejor que puedes hacer es escribirlo. No sirve de nada utilizarlo únicamente para asustarme.
Sus dedos empezaron a moverse de nuevo a medida que recuperaba el ánimo.
—Jane, esto no es ninguna historia.
—Pero ¿qué otra cosa…?
—Cuando me desperté esta mañana, ¡caí al colchón!
Ella se lo quedó mirando, sin parpadear.
—Soñé que estaba volando —prosiguió él—. Fue un sueño claro v preciso. Recuerdo cada uno de sus minutos. Me hallaba tendido de espaldas cuando me desperté. Me sentía cómodo, y completamente feliz. Sólo me pregunté por qué el techo parecía tan extraño. Bostecé y me desperecé, y toqué el techo. Durante un minuto, simplemente me quedé mirando a mi brazo alzado, que se apoyaba con fuerza contra el techo.
»Entonces me di la vuelta. No moví un músculo, Jane. Simplemente me di la vuelta, todo de una pieza, porque deseaba hacerlo. Allí estaba, a metro y medio sobre la cama. Tú estabas en la cama, durmiendo. Me asusté. No sabía cómo bajar, pero en el instante mismo en que pensé en bajar, caí. Caí lentamente. Todo el proceso estaba bajo un perfecto control.
»Me quedé inmóvil en la cama durante quince minutos antes de atreverme a moverme. Luego me levanté, me lavé, me vestí, y me fui al trabajo.
Jane forzó una sonrisa.
—Querido, hubiera sido mejor que escribieras todo eso. Pero no te preocupes. Simplemente has estado trabajando demasiado.
—¡Por favor! No seas trivial.
—La gente trabaja demasiado, aunque tú digas que es trivial. Lo que ocurrió fue que soñaste quince minutos más de lo que creíste que habías soñado.
—No era un sueño.
—Por supuesto que lo era. Soy incapaz de contar las veces que he soñado que me despertaba, me vestía y preparaba el desayuno; luego me despertaba realmente, y descubría que tenía que hacerlo todo de nuevo. Incluso he soñado que estaba soñando, si entiendes lo que quiero decir. Puede ser terriblemente confuso.
—Mira, Jane. He acudido a ti con un problema debido a que tú eres la única a la que siento que puedo acudir. Por favor, tómame en serio.
Los azules ojos de Jane se abrieron mucho.
—¡Querido! Te estoy tomando tan en serio como me es posible. Tú eres el profesor de física, no yo. Eres tú quien sabe de gravitación, no yo. ¿Me tomarías tú en serio si yo te dijera que me había encontrado flotando de pronto?
—No. Y eso es lo peor de todo. No quiero creer en ello, pero lo he vivido. No era un sueño, Jane. Intenté decirme a mí mismo que sí lo era. No tienes ni idea de cómo me he hablado a mí mismo de ello. Cuando iba hacia la universidad, estaba seguro de que era un sueño. ¿No has notado algo extraño en mí en el desayuno?
—Sí, ahora que pienso en ello, sí lo he notado.
—Bien, no era nada demasiado extraño, o lo hubieras mencionado. De todos modos, di perfectamente mi clase de las nueve. A las once, había olvidado todo el incidente. Entonces, justo antes de la comida, necesité un libro. Necesitaba..., bien, el título del libro no importa; simplemente lo necesitaba. Estaba en un estante de arriba, I pero podía alcanzarlo. Jane...
Se detuvo.
—Bien, prosigue, Roger.
—Mira, ¿has intentado alguna vez alcanzar una cosa que está a sólo un palmo de distancia? Te inclinas y automáticamente das un paso hacia ella mientras la coges. Es algo por completo involuntario. Se trata simplemente de la coordinación re9eja de tu cuerpo.
—De acuerdo. ¿Y?
—Me tendí hacia el libro, y automáticamente di un paso hacia arriba. ¡En el aire, Jane! ¡En el mismo aire!
—Voy a llamar a Jim Sarle, Roger.
—No estoy enfermo, maldita sea.
—Creo que debería hablar contigo. Es un amigo. No será una visita médica. Simplemente hablará contigo.
El rostro de Roger enrojeció con repentina irritación.
—¿Y qué bien puede hacerme eso?
—Ya veremos. Ahora siéntate, Roger. Por favor.
Se dirigió al teléfono.
Él la detuvo sujetándola por la muñeca.
—No me crees.
—Oh, Roger.
—No me crees.
—Sí te creo. Claro que te creo. Simplemente quiero...
—Sí. Simplemente quieres que Jim Sarle hable conmigo. Así es como me crees. Te estoy diciendo la verdad, pero tú quieres que hable con un psiquiatra. Mira, no tienes que creer en mi palabra. Puedo probarlo. Te probaré que puedo flotar.
—Te creo.
—No seas tonta. Sé cuándo me están engañando. ¡Quédate quieta! Ahora obsérvame.
Retrocedió hasta el centro de la habitación y, sin ningún preliminar, se alzó del suelo. Quedó suspendido, con las puntas de sus zapatos a quince centímetros de la alfombra.
Los ojos y la boca de Jane se convirtieron en tres redondas "O".
—Baja, Roger —musitó—. Por todos los cielos, baja.
Él descendió de nuevo, y sus pies tocaron el suelo sin el menor ruido.
—¿Lo has visto?
—Oh, Dios mío. Dios mío.
Se lo quedó mirando, entre asustada y trastornada.
En el aparato de televisión, una mujer pechugona cantaba con voz apagada que volar muy alto con algún tipo en el cielo era su idea de nada en absoluto.
Roger Toomey miró a la oscuridad del dormitorio.
—Jane —susurró.
—¿Qué?
—¿No duermes?
—No.
—Yo tampoco puedo dormir. Estoy sujetando constantemente la cabecera de la cama para asegurarme de que no… Ya sabes.
Su mano avanzó inquieta y acarició el rostro de ella. Jane se echo hacia atrás, apartando bruscamente la cabeza, como si la mano de él estuviera cargada de electricidad.
—Lo siento —dijo al cabo de un momento. Estoy un poco nerviosa.
—No te preocupes. De todos modos, voy a levantarme.
—¿Qué vas a hacer? Tienes que dormir.
—Bueno, no puedo, así que no tiene sentido que te mantenga despierta a ti también.
—Quizá no ocurra nada. No tiene que ocurrir todas las noches. No había ocurrido antes de la noche pasada.
—¿Cómo lo sé? Quizá simplemente nunca subí tanto. Quizá nunca me desperté y me encontré en esa situación. De todos modos, ahora es distinto.
Se sentó en la cama, las piernas dobladas, los brazos abrazando sus rodillas, la cabeza apoyada en ellos. Echó la sábana a un lado y frotó su mejilla contra la suave franela del pijama.
—Ahora todo será inevitablemente distinto. Mi mente está llena de ello. Cuando me duerma, cuando no me mantenga conscientemente anclado abajo..., sé que ascenderé.
—No veo por qué. Eso debe representar un cierto esfuerzo.
—Ése es el detalle. No representa ningún esfuerzo.
—Pero estás luchando contra la gravedad, ¿no?
—Lo sé, pero pese a todo no representa ningún esfuerzo. Mira, Jane, si al menos pudiera comprenderlo, no importaría tanto.
Bajó las piernas de la cama y se puso en pie.
—No quiero hablar de ello.
—Yo tampoco —murmuró su esposa.
Se echó a llorar, luchando contra los sollozos y convirtiéndolos en estrangulados gemidos, que sonaban mucho peor.
—Lo siento, Jane —dijo Roger—. Te estoy excitando demasiado.
—No, no es eso. Pero no me toques. Simplemente..., simplemente déjame sola.
Roger dio unos pasos inseguros, apartándose de la cama.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—Al sofá del estudio. ¿Puedes ayudarme?
—¿Cómo?
—Quiero que me ates.
—¿Atarte?
—Con un par de cuerdas. No muy apretadas, de modo que pueda darme la vuelta si quiero. ¿Te importa?
Los pies desnudos de Jane estaban buscando ya sus zapatillas en el suelo, al lado de su cama.
—De acuerdo —dijo con un suspiro.
Roger Toomey se sentó en el pequeño cubículo que pasaba por ser su despacho y miró al montón de papeles de examen que tenía delante. En aquellos momentos no sabía cómo iba a hacer para calificarlos.
Había dado cinco clases sobre electricidad y magnetismo desde la primera vez que había flotado. Las había dado como había podido, aunque no demasiado bien. Los estudiantes le hacían preguntas ridículas, de modo que probablemente no estaba siendo tan claro como acostumbraba a ser.
Hoy se había ahorrado una clase poniendo un examen sorpresa. No se había molestado en preparar uno; había echado mano de las copias de uno preparado algunos años antes.
Ahora tenía los papeles con las respuestas, y tenía que calificarlos. ¿Por qué? ¿Importaba realmente lo que decían? ¿Importaba realmente algo? ¿Era tan importante saber las leyes de la física? ¿Cuáles eran en realidad esas leyes? ¿Acaso existía alguna?
¿O todo era tan sólo una masa de confusión de la cual jamás podría extraerse nada coherente? ¿Era el universo, con toda su armoniosa apariencia, el mero caos original, aguardando todavía a que el Espíritu asomara su rostro de las profundidades?
El insomnio tampoco ayudaba. Incluso atado en el sofá, dormía tan sólo a intervalos, y siempre con pesadillas.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —gritó furiosamente Roger.
Una pausa, y luego la insegura respuesta.
—Soy la señorita Harroway, doctor Toomey. Le traigo las cartas que me dictó.
—Está bien, entre, entre. No se quede ahí.
La secretaria del departamento abrió la puerta el mínimo indispensable, y deslizó su delgado y poco atractivo cuerpo al interior del despacho. Llevaba un montón de papeles en la mano. A cada uno de ellos iba unida una copia en papel amarillo, y un sobre con membrete y la dirección ya puesta.
Roger estaba ansioso por librarse de ella. Ése fue su error. Se tendió hacia delante para coger las cartas mientras ella se aproximaba, y notó que abandonaba la silla.
Avanzó casi medio metro hacia delante, todavía en posición sentada, antes de conseguir impulsarse violentamente hacia atrás, perdiendo el equilibrio y dando un voltereta en el proceso. Era demasiado tarde.
Era absolutamente demasiado tarde. La señorita Harroway dejó caer las cartas de su temblorosa mano. Gritó y se dio la vuelta, golpeando la puerta con el hombro, rebotando en el pasillo, y echando a correr con un fuerte repiqueteo de sus altos tacones.
Roger se puso en pie, frotándose una dolorida cadera.