Cuentos paralelos (37 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Cuentos paralelos
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—Maldita sea —exclamó furioso.

Pero no podía evitar el ver la escena desde el punto de vista de ella. Imaginó cómo debía de haberse desarrollado todo a sus ojos: un hombre ya adulto, flotando suavemente fuera de su silla y deslizándose hacia ella en posición sentada.

Recogió las cartas y cerró la puerta de su despacho. Ya era tarde; los pasillos debían de estar vacíos; además, ella probablemente se expresaría de forma incoherente. Sin embargo... Aguardó ansioso la llegada de gente.

No ocurrió nada. Quizá la mujer estuviera tendida en algún sitio desvanecida. Roger sintió la necesidad de ir a ver lo que le había ocurrido y ayudarla si era necesario, pero le dijo a su conciencia que se fuera al diablo. Hasta que descubriera exactamente qué era lo que no funcionaba en él, cuál era el origen de aquella loca pesadilla, no debía hacer nada por revelarla.

Es decir, nada más de lo que ya había hecho.

Hojeó las cartas; una para cada uno de los físicos teóricos seleccionados entre los más importantes del país. Su propio talento era insuficiente para resolver aquel asunto.

Se preguntó si la señorita Harroway habría captado el contenido de las cartas. Esperaba que no. Lo había arropado deliberadamente en lenguaje técnico; más, quizá, de lo necesario. En parte para ser discreto, y en parte para impresionar a los destinatarios con el hecho de que él, Toomey, era un legítimo y capacitado científico.

Una a una, metió las cartas en los sobres adecuados. Los mejores cerebros del país, pensó. ¿Podrían ayudarle?

No lo sabía.

La biblioteca estaba tranquila. Roger Toomey cerró el Journal of Theoretical Physics, lo colocó a un lado, y se quedó mirando sombríamente su contraportada. ¡El Journal of Theoretical Physics! ¿Qué contribución había hecho ninguno de aquellos hombres a la erudita parcela de absurdo conocimiento? Aquel pensamiento le desgarró. Hasta hacía muy poco tiempo habían sido para él las mayores lumbreras del mundo.

Y sin embargo seguía haciendo todo lo posible por vivir según sus códigos y su filosofía. Con la ayuda cada vez más renuente de Jane, había efectuado mediciones. Había intentado pesar el fenómeno en la balanza, extraer sus correlaciones, evaluar sus cantidades. Había intentado, en pocas palabras, vencerlo de la única forma que sabía, convirtiéndolo simplemente en otra expresión de las eternas líneas de comportamiento que todo el universo debía seguir.

(Que debía seguir. Así lo decían las mentes más preclaras.)

Sólo que no había nada que medir. No había absolutamente ninguna sensación de esfuerzo en su levitación. En un espacio cerrado —no se había atrevido a hacer comprobaciones al aire libre, por supuesto—, podía alcanzar el techo tan fácilmente como alzarse un par de centímetros, excepto que requería más tiempo. Tenía la sensación de que con tiempo suficiente podría seguir alzándose de forma indefinida; ir hasta la Luna, si era necesario.

Podía llevar pesos mientras levitaba. El proceso se hacía más lento, pero no se apreciaba el menor incremento en el esfuerzo.

El día anterior había acudido a Jane sin advertirla, con un cronómetro en la mano.

—¿Cuánto pesas? —le preguntó.

—Cuarenta y cuatro —respondió ella.

Le miró, desconcertada.

Él la sujetó por la cintura con un brazo. Jane intentó soltarse, pero él no le prestó atención. Juntos, empezaron a ascender a paso de tortuga. Ella se aferró a él, blanca y rígida por el terror.

—Veintidós minutos, trece segundos —dijo él cuando su cabeza tocó el techo.

Cuando estuvieron de nuevo abajo, Jane se soltó de un tirón y salió apresuradamente de la sala.

Algunos días antes Roger había pasado por delante de una báscula pública, descuidadamente instalada en una esquina junto a un drugstore. La calle estaba vacía, de modo que subió a la báscula y echó una moneda. Aunque ya sospechaba algo así, se sorprendió al descubrir que pesaba doce kilos.

Empezó a llevar montones de monedas en los bolsillos y a pesarse en todas las condiciones. Era más pesado los días de viento fuerte, como si necesitara más peso para impedir ser arrastrado.

El ajuste era automático. Fuera lo que fuese lo que lo hacía levitar, mantenía un equilibrio entre comodidad y seguridad. Sin embargo, podía reforzar el control consciente sobre su levitación del mismo modo que podía hacerlo sobre su respiración. Podía subir a una báscula y obligar a la aguja a subir hasta casi su peso normal, y por supuesto a bajar hasta la nada.

Dos días antes se había comprado una báscula y había intentado medir a qué velocidad podía cambiar de peso. No sirvió de nada. La velocidad, fuera cual fuese, era superior a la capacidad de reacción de la aguja. Todo lo que hizo fue acumular datos sobre módulos de comprensibilidad y momentos de inercia.

Bien..., ¿y a qué le conducía todo aquello?

Se puso en pie y salió cansadamente de la biblioteca, con los hombros caídos. Fue sujetándose a mesas y sillas mientras caminaba hacia un lado de la habitación, y allí mantuvo la mano apoyada contra la pared. Tenía la sensación de que debía hacerlo así. El contacto con la materia le mantenía constantemente informado de su posición con relación al suelo. Si su mano perdía el contacto con una mesa o se deslizaba hacia arriba por la pared..., cuidado entonces.

El pasillo contenía el escaso número habitual de estudiantes. Los ignoró. En aquellos últimos días, habían ido aprendiendo gradualmente a dejar de saludarle. Roger imaginó que algunos de ellos pensaban que era un tipo raro, y probablemente muchos empezaban a sentir antipatía hacia él.

Pasó junto al ascensor. Ya nunca lo tomaba; especialmente para bajar. Cuando el ascensor iniciaba su movimiento hacia abajo, le resultaba imposible no flotar en el aire, aunque sólo fuera por unos momentos. No importaba que se preparara para combatir el momento; flotaba, y la gente podía volverse y mirarle.

Avanzó una mano hacia la barandilla en el arranque de la escalera y, justo antes de que su mano la tocara, uno de sus pies tropezó con el otro. Fue el tropezón más desmañado que se pueda imaginar. Tres semanas antes, Roger hubiera rodado escalera abajo.

Esta vez, su sistema autónomo se hizo cargo de las cosas, e inclinándose hacia delante, los brazos abiertos, los dedos de las manos extendidos, las piernas semidobladas, flotó hacia abajo como un planeador. Parecía estar suspendido por hilos.

Estaba demasiado desconcertado para contenerse, demasiado paralizado por el horror como para hacer algo. A medio metro de la ventana del piso de abajo, se detuvo automáticamente y flotó.

Había dos estudiantes en el piso adonde fue a parar, ambos apretados contra la pared, otros tres en el arranque de la escalera, dos en el piso de más abajo, y uno en el descansillo junto a él, tan cerca que casi podían tocarse.

Todo estaba muy silencioso. Todos le estaban mirando.

Roger se enderezó en el aire, descendió hasta el suelo, y echó a correr escalera abajo, empujando bruscamente a un estudiante fuera de su camino.

Las conversaciones se transformaron en una única exclamación a sus espaldas.

—¿El doctor Morton desea verme?

Roger se volvió en su sillón, sujetándose firmemente a uno de sus brazos.

La nueva secretaria del departamento asintió.

–Sí, doctor Toomey.

Se marchó rápidamente. En el poco tiempo que llevaba allí desde que la señorita Harroway presentara su dimisión, se había enterado de que el doctor Toomey tenía algo "raro". Los estudiantes le evitaban. En su clase de hoy, los asientos de atrás habían estado llenos de murmullos de estudiantes. Los asientos de delante habían permanecido desocupados.

Roger miró al pequeño espejo de pared cerca de la puerta. Se ajustó la chaqueta y se sacudió un hilo, pero esa operación hizo poco por mejorar su apariencia. Su tez era cada vez más amarillenta. Había perdido al menos cuatro kilos desde que todo aquello empezara, aunque por supuesto no tenía forma de saber exactamente cuánto había perdido. Su aspecto general era enfermizo, como si su digestión estuviera perpetuamente en contra de él y venciera todos los combates.

No sentía ninguna aprensión acerca de aquella entrevista con el jefe del departamento. Había alcanzado un pronunciado cinismo referente a los incidentes de levitación. Aparentemente, los testigos no hablaban. La señorita Harroway no lo había hecho. No había ninguna señal de que los estudiantes que le habían visto en la escalera lo hubieran hecho tampoco.

Con un último toque al nudo de su corbata, abandonó el despacho.

El despacho del doctor Philip Morton no estaba muy lejos al fondo del pasillo, lo cual era un hecho que Roger tenía que agradecer. Cultivaba cada vez más la costumbre de andar con una sistemática lentitud. Alzaba un pie y lo adelantaba, observando. Luego alzaba el otro pie y lo adelantaba, observando también. Avanzaba decididamente encorvado, mirándose los pies.

El doctor Morton frunció el ceño cuando Roger entró. Tenía unos ojos pequeños, y exhibía un hirsuto bigote mal recortado y un traje desaliñado. Poseía una moderada reputación en el mundo científico, y una decidida inclinación a dejar las tareas de enseñanza en manos de los miembros de su departamento.

—Mire, Toomey —dijo—, he recibido una carta de lo más extraña de Linus Deering. Usted le escribió el... —Consultó un papel sobre su escritorio—. El veintidós del mes pasado. ¿Es ésta su firma?

Roger miró y asintió. Ansiosamente, intentó leer del revés la carta de Deering. Aquello era inesperado. De las cartas que había enviado el día del incidente con la señorita Harroway, hasta aquel momento sólo cuatro habían sido contestadas.

Tres de ellas habían consistido en frías respuestas de un sólo párrafo, que decían más o menos: «Acuso recibo de su carta del veintidós. No creo que pueda ayudarle en el asunto que me plantea». Una cuarta, la de Ballantine, del Northwestern Tech, había sugerido torpemente un instituto de investigaciones psíquicas. Roger no pudo decidir si estaba intentando ayudarle o si le insultaba.

Deering, de Princeton, hacía el número cinco. Había puesto grandes esperanzas en Deering.

El doctor Morton carraspeó fuertemente y se ajustó las gafas.

—Quiero leerle lo que dice. Siéntese, Toomey, siéntese. Dice: «Querido Phil...».

El doctor Morton alzó brevemente la vista, con una sonrisa fatua.

—Linus y yo nos conocimos en las reuniones de la Federación el año pasado —explicó—. Tomamos unas cuantas copas juntos. Es un tipo encantador.

Se ajustó de nuevo las gafas, y volvió a la carta:

—«Querido Phil: ¿Hay un tal doctor Roger Toomey en tu departamento? Recibí una carta suya realmente extraña el otro día. Te aseguro que no sé qué hacer con ella. Al principio pensé olvidarla, como una más de esas cartas de chiflados que recibimos todos. Luego pensé que puesto que la carta llevaba el membrete de tu departamento, tú deberías saber algo sobre ello. Claro que es posible que alguien esté utilizando a tu personal como parte de un embaucamiento. Te adjunto la carta del doctor Toomey para que la examines. Espero poder visitar algún día vuestra parte del país…» Bien, el resto es personal.

El doctor Morton dobló la carta, se quitó las gafas, las colocó en un estuche de piel, y se metió éste en el bolsillo superior de su chaqueta. Entrelazó los dedos y se inclinó hacia delante.

—Bien —dijo—, creo que no hay necesidad de que le lea su propia carta. ¿Se trata de alguna broma? ¿Un engaño?

—Doctor Morton —dijo Roger lentamente—, estaba hablando en serio. No veo nada malo en mi carta. La envié a unos cuantos físicos. Habla por sí misma. He hecho observaciones de un caso de levitación, y deseaba información acerca de posibles explicaciones teóricas a un tal fenómeno.

—¡Levitación! ¿De veras?

—Es un caso auténtico, doctor Morton.

—¿Lo observó usted personalmente?

—Por supuesto.

—¿Nada de hilos ocultos? ¿Nada de espejos? Mire, Toomey, usted no es un experto en estos fraudes.

—Fue una serie absolutamente científica de observaciones. No hay ninguna posibilidad de fraude.

—Hubiera debido consultarme, Toomey, antes de enviar esas cartas.

—Quizá hubiera debido hacerlo, doctor Morton, pero francamente, pensé que podría mostrarse usted... reacio.

—Bien, gracias. Hubiera debido esperar algo así. Y con el membrete del departamento. Me siento realmente sorprendido, Toomey. Mire, su vida es suya. Si desea usted creer en la levitación, adelante, pero hágalo estrictamente en su tiempo libre. En bien del departamento y de la universidad, debería resultarle obvio que este tipo de cosas no pueden interferir con sus asuntos docentes.

»De hecho, observo que ha perdido usted algo de peso recientemente, ¿no es así, Toomey? Sí, no tiene en absoluto buen aspecto. Si yo fuera usted, iría a ver a un médico. Un especialista de los nervios, quizá.

—¿No cree que sería mejor un psiquiatra? —dijo Roger amargamente.

—Bien, eso es enteramente asunto suyo. En cualquier caso, un poco de descanso...

El teléfono había sonado, y la secretaria había atendido la llamada. Ahora le hizo una seña al doctor Morton, y éste tomó su extensión.

—¿Sí...? —dijo—. Ah, doctor Smithers, sí... Hummm... Sí... ¿Relativo a quién?... Bueno, de hecho, está aquí conmigo precisamente ahora... Sí... Sí, inmediatamente.

Colgó el teléfono, y miró pensativo a Roger.

—El decano desea vemos a los dos.

—¿Acerca de qué, señor?

—No lo ha dicho. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta—. ¿Viene, Toomey?

—Sí, señor.

Roger se puso en pie despacio, anclándose cuidadosamente con la puntera de sus zapatos en la parte inferior del escritorio del doctor Morton mientras lo hacía.

El decano Smithers era un hombre delgado con un largo rostro ascético. Su dentadura postiza encajaba tan mal en su boca que hacía que al pronunciar las sibilantes sonaran como un medio silbido.

—Cierre la puerta, señorita Bryce —dijo—, y no me pase ninguna llamada telefónica hasta que la avise. Siéntense, caballeros.

Se los quedó mirando ominosamente, y añadió:

—Creo que será mejor que vaya directamente al asunto. No sé exactamente lo que está haciendo el doctor Toomey, pero debe pararlo.

El doctor Morton se volvió hacia Roger, sorprendido.

—¿Qué ha estado usted haciendo?

Roger se alzó desalentadamente de hombros.

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