Authors: Isaac Asimov
Todo era para mejorar, se dijo, para mejorar.
La cabina giró descendiendo por los cuandos, deslizándose a través de los siglos.
Cuando la cabina se detuvo y estuvieron de vuelta en el 575, el viejo ejecutor frunció el ceño convirtiendo su frente en una sucesión de arrugas horizontales y preguntó:
—¿No se encuentra bien, jovencito?
—Estoy bien, señor —logró decir Cooper, aunque su tono resultó muy poco convincente.
—Venga a mi oficina, por aquí —dijo Twissell.
Pasaron junto a grupos que se apartaban para dejarles paso. Sus saludos formaban un continuo murmullo, pero Twissell no respondió a ninguno. Cooper, incómodo, mantuvo los ojos clavados en el suelo y se apresuró en pos de los talones del gran hombre.
Agradeció el que entrasen en una habitación y una puerta se cerrase a sus espaldas. Límpidas porcelanas formaban un recinto antiséptico. Un muro de la oficina estaba atiborrado, del suelo hasta el techo, con las pequeñas unidades de computación que, juntas, formaban el mayor Computaplex operado privadamente en toda la eternidad, y, realmente, uno de los mayores de toda ella. El muro de enfrente estaba lleno de películas de consulta. Entre los dos, lo que quedaba de la habitación era casi un pasillo interrumpido por un escritorio, dos sillas, equipo de proyección y grabación y un objeto extraño para el que Cooper fue incapaz de imaginar uso alguno hasta que vio cómo Twissell arrojaba en su interior los malolientes restos de un cigarrillo.
El cigarrillo se desvaneció sin un solo ruido y Twissell, con sus habituales maneras de prestidigitador, ya estaba sosteniendo otro entre los dedos.
Cooper se preguntó cómo sería el que, algún día, su propio trabajo fuese usado como la base para un cambio cuántico; si algún día llegaría a decir: «¡Aquí y ahora! ¡Cambio!». ¿Podría soportarlo?
Su instructor, Manfield, les había advertido una vez:
—Ningún hombre —dijo—, puede controlar las vidas de toda la humanidad y no sentir culpabilidad. Por esa razón hasta los más grandes programadores tienen buen cuidado de someter las más sencillas extrapolaciones analógicas a los análisis de la máquina. La máquina debe cargar con toda la culpa y todas las responsabilidades. E incluso entonces...
Manfield pareció ensimismarse y no llegó a completar la frase.
Otra vez, en una de las sesiones informales que celebraba regularmente después de comer con sus cinco muchachos, Manfield dijo:
—¿Por qué deben ser tan radicales los cambios en la realidad, eh? ¿Por qué no alteraciones ultradelicadas que cambiasen una vida aquí, otra allá, y no más? ¿Por qué deben arrancarse siglos enteros de sus cimientos?
Su rostro plácido y triste se enrojeció y llegó a parecerse extrañamente al de un hombre apasionado, cosa que no era.
—Piensen en ello, caballeros —dijo—. Algún día recitarán fórmulas para explicarlo, pero ¿será eso suficiente? Cuando diez generaciones de hombres han sido retorcidas y vueltas a modelar a instancias suyas para deshacer o volver a hacer el trabajo de media docena de individuos, ¿bastará con musitar piadosamente una ecuación?
»Por lo tanto, deben entender la necesidad de todo ello. Es fácil pensar que cada pequeño gesto introducido en la realidad la cambiará, cada paso adicional, cada mirada, cada tos, cada gesto de asentimiento. Esos estímulos tan diminutos deberían producir cambios igualmente minúsculos. Pero no es así.
»Caballeros, no es así. La realidad tiene su propia estabilidad. Empújenla un poco y, al igual que un bote de remos en un estanque, puede que oscile un poco, pero no volcará. Para cambiar verdaderamente la realidad hay que empujarla con la suficiente fuerza como para que descarrile, si me permiten utilizar estas metáforas. Al igual que la materia y la energía existen en forma de partículas discretas o cuantos, lo mismo sucede con la realidad.
»Y los cambios cuánticos son grandes. Deben serlo. Así que, caballeros, jamás podrán escoger. Si van a ayudar de algún modo a la humanidad, deben estar preparados para interferir en miles de millones de vidas de un golpe. La barca de remos debe volcar, no oscilar simplemente.
Entonces, de pronto, y sin mirar a los estudiantes, sin aguardar a que le hiciesen preguntas, abandonó la habitación. Los estudiantes comentaron ávidamente el hecho entre ellos, pero no llegaron a ninguna conclusión. Manfield era un buen profesor y eran de la opinión de que todos los buenos profesores tenían sus propias manías.
Manfield volvió al cabo de media hora, sereno y un poco pálido. La discusión prosiguió con fría deliberación, pero se confinó estrictamente a las matemáticas.
—Ah —dijo de repente Twissell—, aquí está Horemm.
Cooper salió de sus ensueños, se puso apresuradamente en pie y aguardó respetuosamente a ser presentado.
—Mi técnico, Anders Horemm —dijo Twissell—. Este es Brinsley Cooper, del 28.—Y añadió, dirigiéndose a Cooper—: El técnico Horemm arregló el cambio cuántico que acaba de presenciar.
La mano que Cooper había extendido se retiró de modo involuntario. ¿Este era el hombre? Sintió un escalofrío al contemplar las manos alargadas y llenas de venas que habían llevado a cabo aquella acción. Con seguridad que el rostro de aquel hombre debía de ser siempre amargado y poco atractivo y no se trataba, sencillamente, de que se lo pareciese a causa de su trabajo.
—Venga, muchacho, no se quede así —dijo Twissell—. No tendrá usted supersticiones acerca de los cambios cuánticos, ¿verdad?
—No... no, señor —dijo Cooper—. En absoluto. Me complace mucho el conocerle, señor, mucho.
Volvió a tender su mano, esta vez ansiosamente.
El técnico la estrechó por un instante, le miró con frialdad y dijo:
—Estoy seguro de que le complace. No hace falta que exagere.
Cooper sintió que acababa de recibir un desaire y pensó, con rebeldía: «Bueno, pues no me gusta».
Twissell se frotó las manos, dejando que el cigarrillo le colgase de una comisura de la boca.
—¿Todo listo, Horemm?
—Por completo, ejecutor.
Twissell estaba mirando a Cooper. Se frotaba las manos con nerviosismo y tenía los ojos llenos de un deleite algo malsano, como si estuviese reservándose el clímax de toda una vida sólo unos instantes más.
—Este joven ha estado estudiando los tiempos primitivos, Horemm —le dijo—, el extraño tiempo anterior a la eternidad. Estudió su inmutable realidad; el único e inalterable curso de su historia; su locura, sufrimiento, pobreza, enfermedades, guerra y hambre que nadie puede cambiar o mejorar.
Cooper miró con sorpresa a Horemm. El labio inferior de éste estaba lleno de mordeduras y él temblaba.
—Ya lo sé, ejecutor. Queda poco tiempo.
Twissell agitó la mano con impaciencia.
—Sé cuánto tiempo hay... Bien, jovencito, ¿tiene alguna idea acerca de en qué consiste todo esto?
Cooper tenía la garganta irritada a causa del humo de los cigarrillos de Twissell y notó que su corazón empezaba a acelerar el ritmo de sus latidos. Encontró la voz suficiente para decir, con la firmeza precisa:
—Creo que sí.
En los días en que se entretenía preveyendo una escena como ésta, Cooper solía imaginarse pronunciando esa frase y a Twissell quedándose atónito.
Pero no ocurrió nada de eso y Cooper sintió una cierta decepción. Sencillamente, a Twissell se le iluminó el rostro y dijo:
—Cuéntemelo.
Cooper, luchando con una sensación de anticlímax, dijo:
—Me especialicé en Historia Primitiva, como usted dice. El instructor Manfield me separó de los demás y me dijo que actuaba siguiendo órdenes. Mis estudios fueron particularmente concienzudos respecto al siglo 24, y en el siglo 24 vivió Harvey Mallon.
—Bien, bien —dijo Twissell, su rostro convertido, a causa de un mohín, en el de un duendecillo benévolo.
Cooper prosiguió, haciendo acopio de todo el valor que le fue posible.
—Era asombroso que se supiese tan poco acerca del inventor del viaje temporal. En uno de mis trabajos me encontré con un artículo suyo. Me interesó y busqué algunos otros en mi tiempo libre. Me pareció que sus investigaciones sólo podían llevar a una conclusión, aunque usted nunca la declaró de modo explícito.
—¿Oye eso, Horemm? —le interrumpió Twissell, deleitado.
—Lo oigo —dijo Horemm.
—Parecía que no había modo de evitar la conclusión de que Harvey Mallon no podía haber inventado de ningún modo el campo temporal en el siglo 24. Y nadie podría haberlo inventado. No existían las bases matemáticas para ello. Las ecuaciones fundamentales de Lefebvre no existían, ni podían existir hasta las investigaciones de Jan Verdeer en el siglo 27.
—¿Y si Mallon tropezó casualmente con el campo temporal sin ser consciente de su justificación matemática? —dijo Twissell. ¿Y si fue un simple descubrimiento empírico?
—Pero, si su análisis de las especificaciones originales sobre ingeniería del primer campo temporal es correcto, no podía serlo. Las ecuaciones de Lefebvre fueron usadas de cien modos distintos. La coincidencia o la suerte no podían de ninguna de las maneras explicar el modo en que Mallon diseñó la máquina con una economía y una racionalidad perfectas.
—Sí. Sí.
La confianza de Cooper creció.
—Sólo pudo haber un modo por el que Mallon llegase a conocer las ecuaciones de Lefebvre —dijo con un tono triunfante—. Se las contó un hombre del futuro, alguien de la eternidad... ¿Estoy en lo cierto, señor?
—Totalmente, muchacho. Confiaba en que llegaría a descubrirlo por usted mismo sobre la base de lo que había experimentado. Si era el hombre adecuado, tenía que hacerlo. Era una prueba necesaria, ¿eh, Horemm?
Horemm miró de soslayo a Twissell y en sus ojos oscuros y meditabundos hubo un destello.
—Usted es el ejecutor, señor. Pero, ¿qué otra razón podía haber para no advertirle nunca durante el entrenamiento de cuál era su misión final? Con seguridad que no podía haber otra razón.
—Por supuesto que no la hay —respondió con brusquedad Twissell, irritado.
Tiró al suelo su cigarrillo, aplastándolo con su zapato hasta apagarlo.
Horemm se inclinó humildemente, lo cogió con dos dedos y lo dejó caer en el receptáculo de las colillas. Lentamente, durante los minutos siguientes, se limpió los dedos, frotándoselos una y otra vez, sin cesar.
Cooper se dio cuenta de ello, pero su mente no estaba interesada en esas cosas. Ahora que por fin se hallaba cara a cara con el final, le invadía una enfermiza sensación de mareo. Conocía el nombre de esa sensación; era el miedo.
—Entonces, es cierto —dijo—; he de ser yo quien vaya al 24. . .
—Ha sido concienzudamente entrenado en la cultura de esos siglos —dijo Twissell—. Será capaz de aclimatarse y llevar a cabo su tarea.
—Pero, ¿y si no lo hago? —De pronto comprendió cuál era su insoportable responsabilidad y eso hizo que le flaqueasen las piernas, haciéndole derrumbarse en una silla—. Si cometo un error, si trastorno la creación del campo temporal... Haré imposibles las investigaciones de Verdeer. Invalidaré toda la base del desarrollo de la eterni. . .
La voz de Twissell le interrumpió, suave y amable.
—No puede cometer un error, hijo. No hay más que una realidad en los tiempos primitivos. Ya ha estado allí. Ya ha hecho su trabajo, y ha triunfado. Debe tener eso presente en su mente. Va a un cuando muy lejano para realizar un trabajo que ya está hecho... Ahora tengo aquí las especificaciones de ingeniería del campo temporal...
Cooper alzó la vista. Se quedó mirando el pequeño rollo de película dentro de su recipiente traslúcido.
—Pero, ¿ése es el de Mallon? —dijo, aturdido.
No podía ser otro. Había visto el objeto en el Museo de Ciencia y Arte Primitivo en su propia era. El recipiente traslúcido, con su mapa grabado de una parte de América del Norte. ..
—El mismo de Mallon.
—Pero no puede ser. Es el suyo. Si se lo llevo para que lo use, y si nos lo deja para que lo cojamos y se lo llevemos para que lo use... —Cooper rió débilmente—. Es un círculo. No puede ser. ¿Quién trazó los planos en primer lugar? ¿Dónde empieza todo? Es imposible.
—En el tiempo no hay paradojas, hijo —dijo Twissell—. Lo irá descubriendo poco a poco a medida que vaya envejeciendo. Yo, un nativo del siglo 1025, he ordenado cambios cuánticos que pueden haber matado a mi abuelo cuando era un bebé, y, pese a todo, aquí estoy. Todas las aparentes paradojas son el resultado de un pensamiento centrado en el tiempo en vez de en la eternidad. Los tiempos existen todos a la vez, al igual que el espacio. Son solamente nuestras limitaciones humanas, incluso aquí, en la eternidad, las que nos hacen persistir en concebirlo como si sucediese en instantes consecutivos. Suponga que los planos de Mallon oscilan en el tiempo de ahora a entonces y luego de vuelta. ¿Y qué? Un péndulo oscila en el espacio. ¿Y qué?
La mano del ejecutor se apoyaba muy suavemente en su hombro. Cooper alzó la mirada y el rostro lleno de arrugas que le contemplaba estaba borroso. El joven pestañeó, pero siguió viéndolo borroso.
—Hora de ir al 24, hijo —dijo Twissell.
—Estoy listo —dijo Cooper. Y, con una débil sonrisa, añadió—: Tengo que estarlo. Ya he ido allí.
Cooper aprendió mucho en dos horas.
Aprendió algo acerca de las herramientas de la eternidad. Aprendió que además de las cabinas que se movían dentro de la eternidad, había algo más que podía ser propulsado fuera de ella. Parecía una cabina, pero llevaba unido a ella un complejo mecanismo cuyas barras parecían capaces de manipular la transferencia de energía a ritmos que Cooper ni tan siquiera intentó imaginar.
Horemm se inclinó sobre las entrañas del mecanismo, comprobando, haciendo ajustes..., todo ello sin mover ni uno solo de los músculos de su cara.
Cooper aprendió mucho sobre su misión. Twissell hablaba rápidamente y no siempre de un modo coherente. Con todo, invariablemente, sus palabras volvían a las películas que sostenía.
—Se hallará en un punto protegido y aislado en el año que ha sido calculado como óptimo. Con usted enviaremos alimentos, agua y medios para cobijarse y defenderse. Las películas carecerán de significado para nadie excepto para usted. Se le darán instrucciones más detalladas. Cuando llegue el momento de volver. ..
—¿Cuánto tardará, señor? —preguntó Cooper.
Twissell vaciló.
—No estoy seguro. Dos años. Veinte años. Dos días. —Su tono se hizo algo más seco—. Jovencito, le digo que no lo sé. Cuando haya terminado; cuando regrese a las coordenadas a las que llegó..., como parte de su equipo tendrá un localizador Barr de punto fijo..., entonces, se activará esta cabina.