Cuentos paralelos (30 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Cuentos paralelos
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Su vieja y cansada voz de anciano siguió hablando y hablando. Horemm se enderezó, puso la diestra sobre uno de los diales de porcelana y esperó.

El tono de Twissell se hizo cada vez más apremiante.

—No podemos intentar falsificar su medio de cambio o ninguno de sus valores negociables. Le proveeremos de oro en forma de pequeñas pepitas...

Cooper, cada vez más aturdido, pensó: «¿Por qué no me lo dijeron antes? No puedo hacerlo. No lo haré...».

Cooper descubrió algo sobre él mismo. Descubrió que imaginar alguna gran hazaña, romántica y peligrosa, no tenía nada que ver con encontrársela en el regazo, mirándote fijamente. Descubrió que no era tan viejo como pensaba, y que no era tan valiente como había creído, y que tampoco era tan devotamente idealista.

Y descubrió también que, pese a todo, se las arreglaría para hacerlo.

Twissell le estaba previniendo sobre el dar información que no debía dar y sobre la información que debía dar y, luego, contradiciéndose para afirmar que no podía hacer nada mal, ya que los tiempos primitivos no podían variar y que ya lo había hecho todo bien.

En esos momentos Cooper apenas si le escuchaba. Se hallaba en la cabina, fijándose, con un leve interés, en la economía del espacio y el modo en que, pese a todo, se había logrado colocar las provisiones.

—¿Está listo? —preguntó finalmente Twissell, inmóvil delante de Cooper, las piernas separadas, el cigarrillo por una vez inmóvil entre sus dedos manchados, el humo alzándose en lentos remolinos.

Cooper, de pronto, pensó, muy sorprendido, que él estaba mucho más asustado.

De un modo extraño, eso le dio valor. Recobró el ánimo y contestó:

—Estoy listo.

Lo último que vio, antes de que una extraña y borrosa neblina gris se cerrase momentáneamente sobre sus ojos, fue la mano izquierda de Horemm bajando un interruptor hasta la posición de contacto, en tanto que los dedos de su mano derecha, que el técnico ni tan siquiera miraba, hacían girar bruscamente el dial de porcelana hasta el máximo.

7

El jefe programador Twissell veía que le temblaban las manos y eso le molestaba. El muchacho se había ido. Todo estaba hecho. La manipulación había sido perfecta. Se había acabado.

Cuando se llevó la mano a la frente, entonces, ¿por qué la tenía pegajosa y llena de sudor? ¿Acaso era un programador novato, lleno de inquietud ante su primer cambio cuántico, o era Twissell? Se había acabado, maldita sea, acabado.

Lo dijo en voz alta, irritado.

—Se acabó.

—Sí, programador Twissell —dijo Horemm.

Twissell se sobresaltó.

—¿Qué?

Por lo que fuese, jamás había esperado que Horemm le contestase excepto ante una pregunta directa. Cuando hablaba, Twissell siempre tenía la sensación momentánea de que una extensión de su propio ser un brazo, una pierna, habían sido repentinamente dotados (como el asno de Balaam en el viejo mito), con el milagroso don del habla.

Pero Horemm no se limitaba a hablar. Estaba sonriendo.

Durante todo el tiempo que hacía que lo conocía, Twissell jamás había visto sonreír a Horemm. Se quedó mirando sorprendido la boca abierta y los dientes súbitamente puestos al descubierto que parecían remedar una sonrisa sin el menor atisbo de la emoción que podía esperarse de ella. Percibió la malsana alegría que brillaba en los ojos del técnico.

Y, con aspereza (pues se encontraba muy cansado), dijo:

—¿Qué le sucede, Horemm?

—Se acabó —dijo Horemm—. Todo se acabó. Me siento feliz.

—Bien. Yo también me siento feliz. Y ahora, por favor, deje de mirarme así. Tómese unos días de reposo. Se los ha ganado.

—Más de lo que usted se imagina, ejecutor —dijo Horemm, que seguía sonriendo.

Twissell aspiró ferozmente el humo de su cigarrillo, consumiéndolo hasta quemarse casi la punta de los dedos antes de tirarlo. Dejó que el humo llegase hasta lo más hondo de sus pulmones y lo expelió con fuerza por los labios.

—¿Qué es lo que ignoro, Horemm?

Se estaba enfadando, pues no se encontraba de humor para conversaciones estúpidas.

—Bueno, el que todo ha terminado. Esto. Usted. Yo. ¡Toda la eternidad!

—En el nombre del tiempo, ¿de qué está usted hablando? ¿Sabe de qué está hablando?

—¡Lo sé!

Horemm se acercó a él.

Twissell se apresuró a retroceder. Con una repentina y aguda incomodidad, se acordó de algo que normalmente no tenía presente. Aquel hombre tenía un historial de problemas mentales. Twissell lo sabía cuando requirió que se le asignase a Horemm como técnico personal pero, naturalmente, la eficacia de Horemm y su fanática devoción a los ideales de la eternidad debían basarse en una neurosis semejante. Horemm necesitaba para sus propósitos personales una personalidad tan rígidamente constreñida. Y, ciertamente, en sus años con Twissell, Horemm se había portado siempre del modo más satisfactorio posible. Era bastante raro (y, se preguntó Twissell, ¿quién no era raro?), y nadie pensaría de él que fuese una persona encantadora, pero seguía siendo cierto que sin su absoluta lealtad era muy dudoso que el proyecto hubiese podido llegar a buen fin.

Pero ahora Twissell era incapaz de reconocer a este Horemm, cada vez acercándose más a él y alargando una delgada mano como ansioso por tocar la carne de Twissell, como para asegurarse de que Twissell se encontraba realmente ahí, de que no se trataba de un sueño.

Sólo de ese modo podía explicarse Twissell la expresión de Horemm. Aquel hombre era tan feliz que a duras penas si podía creer en que su propia felicidad fuese real. ¿Se trataba acaso de la liberación final de una personalidad durante demasiado tiempo constreñida en un largo proyecto?

—Horemm, ha trabajado demasiado —dijo Twissell.

Pero Horemm se limitó a negar con la cabeza.

—Quiero que lo entienda, ejecutor. La eternidad se ha terminado. Se acabó. ¿Piensa que la eternidad no puede tener fin? ¿Que es realmente eterna? Piénselo de nuevo. Puede que la eternidad carezca de final en el tiempo, pero quizá tenga uno en la realidad. Lo ve, ¿no es cierto? Usted es un programador. Usted es muy inteligente.

Twissell estaba empezando a entenderlo. Todo su cuerpo se estremeció.

—¡Horemm! —gritó.

Aunque la sonrisa de Horemm se esfumó, el feroz brillo de alegría en sus ojos siguió presente.

—Sí, Horemm. Nada más que un observador y un técnico. Alguien con el que Finge pudiese experimentar. Un millar de realidades han pasado desde que empezó la eternidad. ¿Puede recordar todas las realidades que usted ha hecho cambiar, ejecutor? Yo puedo recordar una. Cambió el 482 hace diez fisioaños. Usted firmó el análisis de Finge. Aprendí mucho sobre ese cambio cuántico después, pero me pregunto si lo recuerda usted. Finge murió. Maldito sea, murió demasiado pronto. Pero usted vive. Usted debe recordar.

Twissell interrumpió el jadeante torrente de palabras de su interlocutor.

—¿Cómo puedo...?

Lo que faltaba de la frase nunca llegó a nacer.

—¿Cómo puede recordar? —gritó Horemm—. Hubo tantos cambios que mil millones de vidas más o menos son algo demasiado minúsculo para que su mente se tome la molestia de recordarlo. ¿Qué son las generaciones del hombre para un ejecutor que puede borrarlas de la existencia con un simple soplido? ¡Hagan esto! ¡Ya está! Nada en la Tierra perdura sin cambios... ¿Quién le dio el derecho? ¿Quién le dio el derecho?

El técnico alzó los puños al aire.

Twissell se acercó a la puerta y Horemm bajó los brazos, moviéndose rápidamente para impedirle la retirada.

—Tendrá que escucharme, ejecutor. Yo le escuché durante cinco años y con toda seguridad usted puede concederme cinco minutos. ¿Se le ocurrió alguna vez que una víctima de sus manejos podría algún día desear cobrarse su deuda?

—¿Qué ha hecho? —preguntó Twissell, la voz convertida en un graznido.

—He cambiado la realidad yo solo —dijo Horemm—. Y no solamente para los pobres seres que viven en el tiempo. La he cambiado incluso para nosotros. Piénselo. Debe comprenderlo. Viva con esa idea. Pronto, mañana, el año próximo, puede que dentro de un minuto, la eternidad llegará a su fin.

—Es imposible —susurró Twissel1.

—Es posible. ¡Es cierto! —gritó Horemm—. Mandó a ese muchacho al 24 para que inspirase el invento que condujo a la eternidad. ¿Qué sucedería si la inspiración para ese invento no llegase? ¿Existiría alguna eternidad? El muchacho preguntó de dónde procedían los planos del campo temporal. Usted dijo que oscilaban en el tiempo como un péndulo lo hacía en el espacio. ¿Y si alguien cortase la cuerda del péndulo, eh? ¿Qué ocurriría si alguien interfiriese con las oscilaciones temporales de esos preciosos planos?

—¿Qué ha hecho? —preguntó nuevamente Twissell.

—Creo que puede imaginarlo. En el mismo instante en que cerraba el interruptor que enviaba a Cooper atrás en el tiempo, hice girar el crono-control. No fue enviado al 24, sino a un tiempo anterior. Unos siglos antes. El año en concreto no lo sé. Ni tan siquiera el siglo. No miré los controles al hacerlos girar, y volví a hacerlos girar antes de soltarlos. Y eso hizo saltar el mecanismo retroalimentador automático de la cabina al mismo punto en el tiempo que habría tenido lugar si y cuando Cooper intentase retroactivarla para un viaje de regreso.

»Está perdido, ejecutor; perdido para siempre en la era primitiva. Ya la textura de la realidad debe tensarse a cada instante que Cooper permanece en un siglo que no es el suyo. Más pronto o más tarde, los cambios que está introduciendo en él llegarán al nivel cuántico. Usted y yo sabemos acerca de los cambios cuánticos, ¿verdad, computador? Y toda la realidad perderá sus cimientos. Sólo que éste no será como los cambios cuánticos que hasta ahora ha ido usted introduciendo en ella. Esta vez todo se verá envuelto, la eternidad incluida, porque el cambio cuántico implicará la no-invención del campo temporal. Y entonces, al fin, estaré en paz con usted y con Finge, y yo viviré de nuevo en la realidad sin cambios, y volveré a encontrar a Noys…

Tendió los brazos y luego se dejó caer al suelo riendo agónica e interminablemente, una ronca carcajada que siguió y siguió en tanto que sus hombros temblaban convulsivamente.

Twissell se le quedó mirando durante un instante, paralizado por el horror. La risa de Horemm se fue quebrando hasta detenerse. Se quedó tendido, inmóvil.

Twissell salió corriendo del laboratorio y su aguda voz estuvo a punto de quebrarse mientras gritaba:

—Que alguien busque al instructor Manfield del 28 en el comuno. ¡Manfield, del 28! ¡Y una ambulancia! ¡Maldita sea, muévanse! ¡Manfield! ¡Instructordel28! ¡Búsquenle!

8

Genro Manfield se había descrito una vez como un "pacifista" ante nada menos que un grupo como el Comité de Personal del Gran Consejo Pantemporal. Había permanecido en pie ante ellos, unos nueve fisioaños antes, caminando con un paso nervioso y algo parecido al de un oso, sus anchos hombros encorvados, sus cabellos morenos despeinados como de costumbre y su macizo rostro marcado con tozudas arrugas de incomodidad.

—Estamos librando una guerra en la eternidad —había dicho, mientras explicaba y defendía la petición que había presentado hacía un mes al comité—. No estoy exactamente seguro de contra qué la estamos librando. Supongo que contra la realidad, o contra los pulidos y maquinales conceptos que tenemos sobre lo que constituye la miseria humana. Creemos que nuestros fines son buenos, pero sé que nuestros medios son implacables.

»En tanto que programador, he sido oficial en esa guerra; por lo que he hecho hasta el momento, creo que me corresponde el grado de coronel.

(Hablaba con lentitud y sus palabras parecían aún más lentas al rumiar su mente la arcaica metáfora que había utilizado, moviéndose luego por etapas de un modo automático y carente de esfuerzo hasta los inicios de una consideración de la Historia Primitiva, cuyo estudio era su diversión y su vía de escape.)

Volvió en sí con un esfuerzo visible, pasándose una vez más la mano por el pelo.

—Por temperamento, ese papel no es adecuado para mí. Si lo que estamos librando es una guerra, no puedo seguir participando en ella. No sirve de nada que me diga a mí mismo que se trata de una guerra justa y que debe ser librada. Soy un pacifista y no puedo combatir.

El presidente del comité le preguntó qué pretendía hacer. Con toda seguridad debía saber que abandonar la eternidad y volver a su tiempo original era imposible. Otorgarle una pensión a los cuarenta fisioaños de edad significaría sentar un precedente peligroso. ¿Deseaba acaso retirar su petición y pedir un período de hospitalización y rehabilitación?

Las objeciones de Manfield fueron violentas. Sabía muy bien que un programador de su categoría no tenía que sujetarse a un programa tal sin, primero, su propio consentimiento o, segundo, un peligro claro y actual de psicosis. Lo segundo era siempre difícil de probar, y lo primero no iban a conseguirlo nunca.

Señaló con un gesto su petición y dijo:

—No estoy pidiendo el retiro completo, meramente el relevo de la línea del frente. Una misión en el siglo 28 me permitiría proseguir en paz mis investigaciones y me colocaría en un sector tranquilo donde los asaltos de la realidad no son ni frecuentes ni serios.

No podía resignarse a abandonar su propia metáfora.

El presidente del comité le interrogó acerca de si se daba cuenta del valor que tenía el entrenamiento de un programador y sus conocimientos; si era consciente de la pérdida que sufriría la eternidad si él se retiraba voluntariamente de la categoría de programador; si había pensado en las dificultades que implicaba hallar a alguien que lo reemplazase.

—En mi estado actual no soy de ninguna utilidad como programador —dijo Manfield—. Con todo, estaría dispuesto a ser instructor. Con toda seguridad, los instructores deben ser tan valiosos para la eternidad como cualquier otra categoría, y uno tan competente como yo sería difícil de encontrar.

Es dudoso que el comité hubiese llegado a aprobar ni tan siquiera dicho compromiso de no ser porque Laban Twissell, que en esos momentos se hallaba en el comité y que hasta entonces se había limitado a fumar y permanecer en silencio, no hubiese expresado repentinamente su acuerdo de un modo francamente explícito.

Al día siguiente, durante una entrevista con Twissell, Manfield con la notificación oficial de su categoría y su misión en el bolsillo, hizo todo lo que pudo para darle las gracias.

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