Cuentos y chascarrillos andaluces (3 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento

BOOK: Cuentos y chascarrillos andaluces
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—¡Qué lástima, decía, que este chico se críe cerril en el pueblo, sin hacer más que jugar al hoyuelo, a las chapas, al toro y al salto de la comba, con todos los pilletes! Si yo le enviase a un buen colegio, en una gran ciudad, sin duda que volvería hecho un pozo de ciencia, sería la gloria y el apoyo de mi vejez y serviría y honraría a su patria.

Tanto caviló en esto el labrador, que al fin, sobreponiéndose a la pena que le causaba el separarse de su hijo, le envió a que estudiase en París nada menos.

Seis años estuvo por allí estudiando en uno de los mejores colegios primero y después en la Sorbona.

Como él era, naturalmente, muy despejado, aprovechó mucho, y volvió a casa de sus padres sabiendo cuanto hay que saber, y además elegantísimo y atildadísimo: hecho un verdadero dije; lo que ahora llaman un
dandy
, un
gomoso
.

El padre y la madre estaban más encantados que nunca. Sólo no gustaban de cierto irreverente desenfado que el chico tenía y de que daba muestras a cada paso.

Iba a entrar o a salir por una puerta, y exclamando:

—San Fasón, San Complimán, San Ceremoní —pasaba antes que su padre.

Hablaba su padre y le interrumpía, y no le dejaba hablar, diciendo:

—San Fasón, San Complimán, San Ceremoní.

Se ponían a la mesa y se servía antes que su padre y madre, tomando lo mejor de cada plato y diciendo siempre:

—San Fasón, San Complimán, San Ceremoní.

El padre disimuló al principio, ya que por todo lo demás el muchacho le embelesaba: pero, al cabo, hubo de cargarse, perdió la paciencia, y dijo al chico con grande enojo:

—Mira, hijo mío, vete muy enhoramala y no me invoques ni me mientes más en tu vida a esos santos de Francia, que serán muy milagrosos, pero que están infamemente mal criados.

Fecundidad de la memoria

El señor no estaba en casa, y el negrito que le servía, abrió la puerta a un forastero muy pomposo.

—¿Está en casa su amo de usted? —preguntó el forastero.

—Ha salido —contestó el negrito.

—¡Cuánto lo siento! —exclamó el forastero—. No traigo tarjetas.

—¿Qué importa eso? No se apure: diga su nombre; el negrito tiene buena memoria y no le olvidará.

—Pues bien: diga usted a su amo que ha estado aquí a visitarle D. Juan José María Díez de Venegas, Caballero Veinticuatro de la ciudad de Jerez. ¿Se acordará usted?

—¿Y cómo no? —dijo el negrito.

En efecto; cuando volvió su amo el negrito le dijo:

—Zeñó, aquí han estado a visitar a su merced D. Juan, D. José, doña María, diecinueve negas, veinticuatro caballeros y la ciudad de Jerez.

Conversión de un heterodoxo

Vivía en Sevilla, hará más de dos siglos, un clérigo tan sabio en Teología y tan gran predicador, que era el pasmo y la gloria de la ciudad, y tan afable con sus iguales, tan modesto con los superiores y tan llano y caritativo con la gente menuda, que se había ganado la voluntad de todo el mundo.

El demonio, que es envidioso y que todo lo añasca, se ingenió de suerte que hizo que el tal clérigo, a fuerza de meditar y de cavilar en las cosas divinas, viniese a caer en uno de los más espantosos errores que pueden afligir a la pobre y limitada inteligencia humana y que pueden dar al traste con los merecimientos y excelencias de un buen cristiano.

Se empeñó nuestro clérigo en considerar absurdo que siendo Dios uno fuese también Trino. Y no sólo se empeñó en considerarlo, sino que se esforzó por demostrar su error y por difundirle y divulgarle con la misma maravillosa elocuencia que había empleado antes en sus piadosos sermones y homilías.

No acertaremos a ponderar la profunda pena y la consternación que se apoderaron del ánimo de los señores inquisidores, del arzobispo, de toda la clerecía y de cuantas personas honradas y devotas había en Sevilla, al enterarse de la tremenda caída de aquel eminente teólogo y de la insolencia infernal con que iba propagando por todas partes una herejía tan perversa como la de Arrio y la de Mahoma.

Mucho lamentaron y lloraron el extravío de nuestro clérigo los numerosos amigos con que contaba y muy singularmente los señores inquisidores; pero la obligación está por cima de todo, y más aún cuando se trata de la pureza de la fe. Una migajilla de levadura puede fermentar toda la masa. Un ligero asomo de corrupción, una pequeña llaguita puede inficionar y gangrenar el cuerpo sano de la república si no se acude pronto al remedio, cauterizando la llaguita, o digamos quemándola.

Como la llaguita era el clérigo susodicho, era indispensable, laudable e inevitable quemarle vivo, si no se arrepentía y retractaba. Le encerraron, pues, en un calabozo de la inquisición y empezaron con toda solemnidad a formar contra él el proceso.

Poco había que hacer, porque el clérigo, no sólo estaba convicto, sino que se jactaba de su abominable doctrina.

Deseosos, sin embargo, de salvarle, los teólogos más sutiles y dialécticos acudían al calabozo a discutir con el hereje, ya en forma silogística, ya
en materia
, ya valiéndose de la razón y elevándose a las más altas y metafísicas especulaciones, ya con argumentos de autoridad y citas de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y de los Concilios, para ver si lograban que se convenciese de su nefando error y que al fin se retractase. Así se evitaría la de otra suerte inevitable chamusquina, que deploraban todos, por el entrañable cariño que profesaban al obcecado y simpático delincuente.

Éste, excitado sin duda por el espíritu de contradicción, y aun, a lo que se sospecha, por el espíritu de las tinieblas, resultaba más terco, más contumaz y más aferrado en su opinión, después de cada disputa. Y como sabía más que Lepe, y también mucho más que todos los que con él iban disputando, y como asimismo estaba dotado de una facundia grandilocuente y ciceroniana, a todos los arrollaba y vencía, desbaratando y refutando cuantos argumentos aducían en contra y permaneciendo siempre en sus trece.

—¡Qué calamidad! —decía el arzobispo.

—¡Qué caso tan lastimoso! —exclamaban en coro los canónigos y los beneficiados.

—¡Horror, horror, horror! —decían por último los inquisidores, suspirando los unos, y gimiendo los otros. Pero en fin, añadían, no hay más recurso. No hay más esperanza:
corruptio optimi pesima
: será menester quemar vivo a este prodigio de sabiduría.

Todo estaba dispuesto ya y sólo faltaban tres o cuatro días para que con pompa solemne y edificante se verificara la quema, cuando cierto lego franciscano, que tenía fama de bruto y de zafio, pidió con decidido empeño licencia para ver al preso, afirmando y pronosticando, con la mayor seguridad, que él le convencería y lograría que se retractase.

Aunque no era ocasión de risas ni de burlas, porque los inquisidores estaban muy afligidos, todavía se rieron y se burlaron algo de la vanidosa y ridícula pretensión del lego. Tan extremada fue, no obstante, su pretensión, que al cabo cedieron los inquisidores y se verificó la entrevista.

—¿Cuántos Dioses hay? —preguntó el lego.

—Uno —contestó el clérigo.

—¿Y personas? —volvió a preguntar el lego.

—Una también —replicó el otro.

—Pues no, señor —dijo entonces el lego—: las personas son tres, y sobre todo, como usted no tiene que mantenerlas, lo mismo le importa que sean tres que trescientas.

A razonamiento tan atinado el clérigo no tuvo nada que contestar, quedó plenamente convencido y prometió retractarse.

Cuando por toda Sevilla se supo la victoria del lego, el pueblo entusiasmado le creyó un bendito siervo de Dios que, valiéndose de su gracia, había hecho aquel estupendo milagro. La plebe entusiasta paseó al lego en triunfo por calles y por plazas. Al clérigo hereje arrepentido le pusieron en libertad. Los inquisidores, con lágrimas de alegría le abrazaban conmovidos. Se habían quitado de encima del corazón el enorme peso de tener que achicharrarle.

El Sr. Arzobispo se holgó también lo que no es decible y mandó cantar en la catedral un solemne
Te Deum
. Hasta hay quien asegura que, para mayor regocijo, los seises bailaron en aquella ocasión y tocaron las castañuelas.

Manifestaciones de duelo del Rey de Portugal

Un portugués contaba a un andaluz los extremos de doloroso sentimiento que hizo el Rey de Portugal por la muerte de la Señora Infanta, su linda hija.

Extraordinarias eran las cosas que el portugués refería; pero el andaluz, en vez de maravillarse, decía siempre:

—¿Y no hizo más que eso?

Algo enojado el portugués de que el andaluz no se maravillase, ponderaba cada vez más las manifestaciones de duelo de Su Majestad Fidelísima.

El andaluz, no obstante, permanecía indiferente y no se cansaba de repetir:

—¿Y no hizo más que eso?

El portugués perdió por último la paciencia, y dijo para terminar:


Ainda fiz mais: mandou que en todo o reino ninguem creese'en Deus en tres annos, para que Deus, nos tempos vendouros, saiva como se ten de conduzir con o Rei de Portugal
.

La Reina Madre
I

En un pequeño lugar de la provincia de Córdoba vivía un pobre labrador, joven y guapo, cuya mujer era la más linda muchacha que había en cuarenta o cincuenta leguas a la redonda. Fresca y robusta, estaba rebosando salud. Y tenía tan apretadas carnes que, según afirmaba su marido, era difícil, cuando no imposible, pellizcarla. Su pelo era rubio como el oro, y sus mejillas parecían amasadas con leche y rosas.

Marido y mujer se idolatraban.

Hacía poco tiempo que estaban casados; siempre se estaban arrullando como dos tórtolos, pero aun no tenían hijos.

Ambos eran tan simpáticos, que contaban con multitud de amigos en la vecindad y aun en todo el pueblo.

Llegó el día en que el marido cumplía treinta años, y la mujer, de acuerdo con él, quiso celebrar la fiesta, agasajando a los vecinos más íntimos con un opíparo gaudeamus.

Aunque ellos eran pobres, no carecían de recursos para satisfacer tan generoso deseo.

Iba a terminar el mes de Noviembre y acababan de hacer la matanza de un cerdo. Tenían, pues, exquisitas morcillas y lomo fresco en adobo.

Habían criado y cebado además una magnífica pava. La mujer la preparó diestramente, le rellenó el buche con los menudillos, con castañas, alfónsigos, piñones y otros sabrosos condimentos y especias, y la asó, o más bien la frió en una enorme cazuela. Ya todo preparado para la cena, que debía ser a las nueve de la noche; acudieron con puntualidad los convidados y fueron recibidos por los gallardos y amables esposos, en la amplia cocina de la casa, que estaba en el piso bajo y que era también comedor y estrado o sala de recibimiento. La mesa se veía en el centro, cubierta de blancos y limpios manteles y aderezada con flores y frutas. Un resplandeciente velón de Lucena, con los cuatro mecheros encendidos, daba luz a la mesa. Y dos candiles de hierro, colgados de sendas tomizas, iluminaban el resto de la estancia, cuyas paredes tenían por adorno cabezas disecadas de ciervos y de lobos, algunas escopetas de caza, dos jaulas de perdices, una tablita con palillo y cimbel, y varios peroles y cacerolas de azófar y cobre, colgados de alcayatas, y tan fregados y lustrosos que relucían más que venecianos espejos.

La chimenea era de campana, de suerte que el hogar avanzaba bastante, y en él estaba la comida ya pronta, sobre el rescoldo, para que no se enfriase ni se quemase.

El joven matrimonio no tenía criado ni criada. Ellos mismos se servían.

La mujer había dejado apagar el fuego. Sólo había algunas brasas y cenizas, faltando el calor y la alegría de la llama.

Aquella noche hacía mucho frío y caía abundante nieve en la calle.

Los convidados habían llegado casi tiritando y con la ropa algo mojada.

Para mayor regalo y deleite, decidió entonces la mujer encender un buen fuego. Fue al corral y trajo algunos palos de olivo, sarmientos y pasta de orujo. Lo colocó todo en el hogar, muy bien dispuesto para que ardiese; pero todo estaba húmedo y no ardía.

La pobre mujer bregaba no poco, y en balde, para hacer arder la leña. Y como no tenía esportilla ni fuelle con que agitar el aire, se agachó y empezó a soplar furiosamente; pero nada, no conseguía que la llama se levantase.

Enojada entonces, sopló con triple furia, y aunque tenía buenos pulmones y salía de su boca como un vendaval, no lograba su objeto.

Apretó, por último, mucho más el soplo, y con el violento esfuerzo que hizo, se le extravió el aire, y tomó una dirección enteramente contraria. Por alguna parte había de salir, y el aire salió de súbito con tan tremenda sonoridad por muy distinto respiradero, que retumbó en la estancia como un cañonazo, aunque con acento tan claro, tan inimitable y tan propio, que con nada podía confundirse ni equivocarse.

Los tertulianos no pudieron menos de oír aquella música estrepitosa y de comprender el oculto instrumento que la producía. Así es que, sin acertar a contenerse, prorrumpieron en la más desaforada risa.

Fue entonces tan horrible la vergüenza de aquella excelente mujer, que exclamó desesperada:

—¡Ojalá se abra la tierra y me trague!

¡Oh, estupendo prodigio! La tierra se abrió en efecto y se tragó a la mujer.

La risa de los tertulianos se convirtió en asombro y en lamento.

El marido desolado, nuevo Orfeo de aquella Eurídice, buscaba a su mujer y no podía hallarla.

II

La mujer tragada por la tierra se encontró de repente a la puerta de una rica y populosa ciudad donde todo florecía, brillaba y era regocijado y ameno.

Los habitantes discurrían por calles y plazas, vestidos con suma elegancia y con trajes caprichosos y fantásticos. Suaves músicas sonaban por donde quiera. Era día claro, el sol brillaba casi en el cenit. Sus rayos doraban el aire, reverberando en las pintorescas fachadas, en los muros, en las esbeltas torres y en las graciosas cúpulas y gigantescos cimborrios de casas, alcázares y templos.

Se hallaba ya nuestra lugareña cordobesa en el centro de la ciudad y en medio de una magnífica plaza, cuando la gente empezó a agruparse formando círculo en torno de ella, con muestras de profundo respeto y de entrañable cariño.

Echaron luego los sombreros por el aire y empezaron a gritar con entusiasmo:

—¡Viva la reina madre! ¡Viva la reina madre!

Aparecieron de pronto muchos caballeros principales, soldados y gente de gala, y ciertos ministros o funcionarios, al parecer palaciegos, que venían con unas andas riquísimas y sobre las andas algo a manera de trono portátil o silla gestatoria.

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