Los más autorizados y pomposos de aquellos personajes rodearon a nuestra heroína, haciéndole mil reverencias, genuflexiones y otras señales de acatamiento, la revistieron de una preciosa túnica rozagante y de un manto de tela de oro y colocaron una corona real sobre su cabeza. La levantaron después hasta las andas, y sentada en la silla gestatoria, la llevaron en procesión al más hermoso palacio que en la ciudad había, y donde, como es natural, el Rey habitaba.
Subieron todos la monumental y amplia escalera, entre dos filas de coraceros de la guardia, recorrieron luego con gran prosopopeya una larga serie de áureos salones, en los cuales resonaba una agradable música de instrumentos de viento, y al fin se encontraron en el salón del trono, cuya disposición arquitectónica era inusitada y rarísima, porque la bóveda, que formaba el techo, no era una media naranja, sino dos, en medio de las cuales había una estrechura, y en medio de la estrechura, una hermosa claraboya redonda por donde entraba la luz cenital que todo lo iluminaba.
Imposible sería describir aquí el lujo y la gala de los señores de la Corte y de los altos dignatarios que rodeaban el Trono y de la deslumbradora riqueza del Trono mismo. Baste decir que en él estaba sentado, con corona y cetro, un joven Rey hermosísimo, rubio como las candelas, gracioso, robusto y alegre, el cual apenas vio entrar a nuestra heroína cordobesa cuando descendió del trono y casi con lágrimas de alegría, y con acento conmovido y sonoro, exclamó estrechándola entre sus brazos y cubriéndole el rostro de besos:
—¡Oh, adorada madre mía, en buena hora y en mejor sazón me concebiste en tus muy sanas y generosas entrañas y te dignaste lanzarme al mundo con tan poderoso aliento vital y con tamaña superioridad y excelencia entre todos los de mi casta que no han podido menos de reconocerme por amo y señor, de concederme el mero y el mixto imperio y de coronarme como Rey de toda esta dilatada, aérea y vaporosa Pordesarquía!
Después de este cariñoso desahogo de su majestad retumbante, la reina madre fue por él espléndidamente obsequiada con un regio banquete, donde se sirvieron palominos en abundancia, condimentados con diferentes salsas, y de postres deliciosos y ligeros suspiros de canela.
De sobremesa, y arrullada por una música dulce, la reina madre se quedó dormida.
Cuando se despertó se halló de nuevo en su casa, en su cama y al lado de su marido.
Cuanto había visto se le figuró entonces que era un sueño; pero pronto se convenció de que no había sido sueño, sino realidad.
Fue a la despensa a tomar habichuelas para guisarlas y almorzar aquel día. Más de dos fanegas de esta semilla tenía en grandes orzas, y había sido tan frecuente su alimentación de tan explosivo comestible que a él atribuía nuestra heroína el percance de la noche anterior. ¡Cuán grande no sería su sorpresa y cuán inesperado no sería su regocijo cuando al ir a tomar las habichuelas, que estaban en las orzas, se encontró con que eran todas de oro finísimo! Para mayor claridad, en cada orza había una planchita, de oro también y a modo de tarjeta, sobre la cual estaba escrito con letras de diamante:
El Rey de Pordesarquía, Emperador de la Eolia occidental, en prueba de agradecimiento a su querida reina madre
.
Inútil es encarecer el desahogo, el regalo y la opulencia con que de allí en adelante vivió el joven matrimonio de que trata esta historia.
Tenía la reina madre, ya que con este título la conocemos, una amiga de la infancia a quien amaba de corazón.
La amiga, sin embargo, era harto indigna de tan noble cariño. Eran no pocas sus faltas, despuntando entre ellas las de ser en extremo envidiosa y codiciosa.
Aunque la reina madre la hacía participar de su buenaventura regalándola y agasajándola, ella enflaquecía de envidia y se iba poniendo verdinegra y seca como un esparto.
Con villana astucia e infame disimulo logró al cabo que la reina madre le explicase el origen de su bienestar repentino.
No bien lo supo dijo para sus adentros:
—¡Pues yo no he de ser menos!
Y en efecto; convidó a la vecindad, preparó el festín, y cuando los convidados estuvieron reunidos, se agachó y se puso a soplar el fuego con no poco ímpetu; pero le sucedió al revés que a la reina madre. Levantó llama en el hogar, y aunque apretaba y se esforzaba no conseguía que el instrumento sonase.
Siguió apretando con violento y desesperado ahínco, y al cabo logró producir un sonido tenue, lánguido, atiplado y miserable.
Entonces dijo:
—¡Ojalá se abra la tierra y me trague!
¡Oh prodigio no menor que el realizado con la reina madre!
La tierra se abrió también y se tragó a su amiga.
Hasta aquí fue el suceso semejante; pero después, ¡cuán diferente!
La amiga envidiosa y codiciosa se encontró en la capital de Pordesarquía, pero se quedó extramuros. Los guardias que defendían la puerta de la ciudad la llamaron ruin, plebeya y haraposa y no le dieron entrada.
Un tropel de pordioseros, sucios y desharrapados, y de mendigos enfermos la cercaron, tratándola con furia y desprecio, y la llevaron a un inmundo muladar. Allí estaba postrada una criatura feísima, encanijada, diminuta y enfermiza, que inspiraba compasión y asco. Este pequeño monstruo, este abominable microbio se abalanzó a la amiga envidiosa, se le colgó al cuello y la besó con su boca sin dientes, cubriéndola de apestosas babas.
—¡Oh, ilusa madre mía! —le dijo— avergüénzate y humíllate al contemplar en mí el vil engendro de tu envidia y de tu codicia, por cuya virtud me has concebido en tus entrañas de víbora. Yo soy tu viborezno. Pronto tendrás lo que mereces.
Con la repugnancia y el susto la infeliz mujer cayó desmayada. Cuando volvió en sí se encontró en su casa de nuevo, pero se llenó de horror y tuvo ganas de huir de su casa. Mucha parte del muladar en que había visto a su hijo se había trasladado a su casa como por encanto. Y en aquella basura bullían, hervían y se agitaban millares de sapos y culebras y un negro ejército de curianas y de escarabajos peloteros que fabricaban y arrastraban hediondas bolitas.
Y aquí termina este cuento, que es muy moral, ya que el Dios Eolo supo premiar y premió la virtud y la sencillez de la reina madre, y supo castigar y castigó como es justo, los vicios vitandos de la envidia y de la codicia.
Con rico cargamento de vinos generosos, higos, pasas, almendras y limones, en la estación de la vendeja llegó a Hamburgo, procedente de Málaga, una goleta mercante española. El patrón, el piloto y el contramaestre sabían muy bien su oficio o dígase el arte de navegar, pero de todas las demás cosas, menester es confesarlo, sabían poco o nada: tenían muy gordas las letras, como vulgarmente suele decirse. Por dicha, remediaba este mal y aun le trocaba en bien, un malagueño muy listo que iba a bordo como secretario del patrón y que apenas había ciencia ni arte que no supiese o en la que por lo menos no estuviese iniciado, ni idioma que no entendiese, escribiese y hablase con corrección y soltura.
Había en el puerto gran multitud de buques de todas clases y tamaños, resplandeciendo entre ellos, llamando la atención y hasta excitando la admiración y la envidia de los españoles, un enorme y hermosísimo navío, construido con tal perfección, lujo y elegancia que era una maravilla.
Los españoles naturalmente tuvieron la curiosidad de saber quién era el dueño del navío y encargaron al secretario que, sirviendo de intérprete, se lo preguntase a alumnos alemanes que habían venido a bordo.
Lo preguntó el secretario y dijo luego a sus paisanos y camaradas:
—El buque es propiedad de un poderoso comerciante y naviero de esta ciudad en que estamos, el cual se llama el Sr. Nichtverstehen.
—¡Cuán feliz y cuán acaudalado ha de ser ese caballero! —dijo el patrón envidiándole.
Saltaron luego en tierra y se dieron a pasear por las calles, contemplando y celebrando la grandeza y el esplendor de los edificios.
A través de una reja preciosa de bronce dorado y en el centro de un parque lleno de corpulentos y frondosos árboles, y cubierto el suelo de verde césped y de lindas flores, vieron uno de los más suntuosos palacios que habían visto en su vida. Encomendaron al secretario que preguntase quién era el amo del palacio y en él vivía.
El secretario se dirigió a un transeúnte, le preguntó y volvió a sus amigos diciéndoles:
—Quien habita en ese palacio y le posee es el mismo comerciante y naviero dueño del buque: el Sr. Nichtverstehen.
Siguieron recorriendo las calles, muy distraídos en ver pasar muchedumbre de pueblo, gran número de gente bien vestida, a pie, a caballo y en coche, y no pocas gallardas mujeres, que les cautivaban la atención y aun los corazones. Una, sobre todo, los dejó embelesados, porque era un prodigio de hermosura, joven y rubia, y tan majestuosa como una emperatriz. Iba sentada en reluciente landó abierto, del cual tiraban dos briosos caballos de la más pura sangre inglesa.
Deslumbrados ante la pomposa aparición de aquella mujer, que les pareció más divina que humana, ansiaron saber quién era. Fue el secretario a preguntarlo y volvió diciendo:
—Es la mujer del comerciante y naviero, dueño del buque y del palacio: es la señora de Nichtverstehen.
Aunque los españoles somos por lo común poco envidiosos y hasta magnánimos, no se ha de negar que, en esta ocasión y harto fundado motivo había para ello, el patrón, el piloto y los demás de la goleta se morían de envidia.
A fin de consolarse de no ser tan venturosos como el Sr. Nichtverstehen, tomaron dos cochecitos de punto y se fueron a pasear por los floridos alrededores de Hamburgo.
Durante este paseo en coche, crecieron la admiración y la envidia de todos. Y la cosa no era para menos. Vieron una magnífica fábrica de tejidos. Preguntaron quién era el fabricante capitalista, y supieron por el mismo conducto y medio que era el Sr. Nichtverstehen.
Admiraron después una suntuosa quinta circundada de bosques y jardines, con colosales invernáculos, donde había palmas gigantescas, helechos arborescentes, naranjos, limoneros, higueras de la India, orquídeas y mil otras plantas de los climas cálidos, y donde bramaban, gruñían y cantaban, en grandes jaulas, multitud de fieras y de aves. Con asombro supieron que aquel regio y campestre retiro era también propiedad del Sr. Nichtverstehen.
—Debe de ser un potentado —exclamaba el piloto.
—Lo que posee valdrá muchos millones de florines —añadía el patrón.
—¡Quién fuera como el Sr. Nichtverstehen! —decían los demás en coro.
Haciendo estas exclamaciones volvieron a entrar en la ciudad, se apearon y prosiguieron a pie su paseo formando grupo.
De pronto se llenó la calle de gente.
—¿Qué será? —decían.
Era un entierro de mucho lujo.
El secretario, según tenía ya de costumbre, se dirigió a una persona de las que vio más cerca para enterarse y saber a quién llevaban a enterrar.
Luego que se enteró, el secretario volvió a sus compañeros, y como era docto y sentencioso y no sólo sabía alemán sino también latín, les dijo con mucha gravedad:
—
Sic transit gloria mundi
. No hay que envidiar la opulencia, los deleites y el regalo. De nada le han valido todos sus millones al Sr. Nichtverstehen. Era tan mortal como el más miserable pordiosero. Ahí le tenéis encerrado en ese féretro, y dentro de poco estará en el sepulcro y será pasto de gusanos.
1
Fue tan hábil este cantor y tenía una voz tan dulce y tan argentina, que hizo el encanto de cuantos le oyeron durante su gloriosa pero no muy larga vida.
Los portugueses estaban llenos de orgullo porque había pertenecido a su nación tan eminente artista.
Así es que, después de su muerte, le enterraron como a todo el mundo; pero el entierro fue suntuoso y las exequias más suntuosas aún. En los
Placeres
, que aunque parezca extraño, así se llama el cementerio de Lisboa, le erigieron un soberbio mausoleo; y en una lápida de mármol negro inscribieron con letras de oro el siguiente epitafio:
Aquí yace o Senhor de Madureira, o primer cantor do mundo.
Morreu.
Porem, non morreu, Chamoulhe Deus a sua Capella.
Mandou-lhe cantar.
Nào quiz.
Rogou-lhe que cantase.
Entao cantou.
E diz Deus:
Vayan os anjos a merda que canta muito melhor o Senhor de Madureira.
Cierto portugués, muy docto en filología, comparaba una vez la lengua francesa con su propia lengua y decía entre otras cosas:
—Eu acho muito natural que os francezes chamen ao vinho,
vin
; ao pâo
pain
; é ao chapeu,
chapeau
; porem que ao pescozo chamen cu… ¡
é até indezente
!
Venía por mar este portugués, y estaba tan mareado, que ni aun después de desembarcar se le pasó el mareo. Iba dando traspiés e imaginaba que brincaban las casas en torno suyo y que el suelo se movía.
Entonces exclamó:
—¡Não tremas terra, que eu não te fazo mal!
Se fue a confesar un gitano ya de edad provecta y muy preciado de discreto.
El Padre le preguntó si sabía la doctrina cristiana.
—Pues no faltaba más sino que a mis años no la supiese —dijo el gitano.
—Pues rece usted el Padrenuestro —dijo el confesor.
—Mire usted, Padre —contestó el gitano— no me avergüence preguntándome cosas tan fáciles. Eso se pregunta a los niños de la doctrina y no a los hombres ya maduros y que no tienen traza de ignorantes o de tontos. En punto a religión yo sé cuanto hay que saber. Hágame preguntas difíciles, morrocotudas, y ya verá cómo contesto.
—Bien está —dijo el padre—. Pues entonces responda usted: ¿Cómo es que, siendo Dios omnipotente y creador de cielos y tierras, consintió en hacerse hombre y en venir al mundo?
El gitano contestó sin titubear:
—
Pues ahí verá usted
.
—Y si N. S. Jesucristo no hubiera venido a salvarnos —prosiguió el Padre— y si no hubiera padecido pasión y muerte, ¿qué hubiera sido de nosotros?
—
Hágase usted cargo
—replicó el gitano.
Y el padre se quedó turulato al oír contestaciones tan llenas de sabiduría.