En los buenos tiempos antiguos, cuando estaba poderoso y boyante el Arzobispado, hubo en Toledo un Arzobispo tan austero y penitente, que ayunaba muy a menudo y casi siempre comía de vigilia, y más que pescado, semillas y yerbas.
Su cocinero le solía preparar para la colación, un modesto potaje de habichuelas y de garbanzos, con el que se regalaba y deleitaba aquel venerable y herbívoro siervo de Dios, como si fuera con el plato más suculento, exquisito y costoso. Bien es verdad que el cocinero preparaba con tal habilidad los garbanzos y las habichuelas, que parecían, merced al refinado condimento, manjar de muy superior estimación y deleite.
Ocurrió, por desgracia, que el cocinero tuvo una terrible pendencia con el mayordomo. Y como la cuerda se rompe casi siempre por lo más delgado, el cocinero salió despedido.
Vino otro nuevo a guisar para el señor Arzobispo y tuvo que hacer para la colación el consabido potaje. Él se esmeró en el guiso, pero el Arzobispo le halló tan detestable, que mandó despedir al cocinero e hizo que el mayordomo tomase otro.
Ocho o nueve fueron sucesivamente entrando, pero ninguno acertaba a condimentar el potaje y todos tenían que largarse avergonzados, abandonando la cocina arzobispal.
Entró, por último, un cocinero más avisado y prudente, y tuvo la buena idea de ir a visitar al primer cocinero y a suplicarle y a pedirle, por amor de Dios y por todos los santos del cielo, que le explicara cómo hacía el potaje de que el Arzobispo gustaba tanto.
Fue tan generoso el primer cocinero, que le confió con lealtad y laudable franqueza su procedimiento misterioso.
El nuevo cocinero siguió con exactitud las instrucciones de su antecesor, condimentó el potaje e hizo que se le sirvieran al ascético Prelado.
Apenas éste le probó, paladeándole con delectación morosa, exclamó entusiasmado:
—Gracias sean dadas al Altísimo. Al fin hallamos otro cocinero que hace el potaje tan bien o mejor que el antiguo. Está muy rico y muy sabroso. Que venga aquí el cocinero. Quiero darle merecidas alabanzas.
El cocinero acudió contentísimo. El Arzobispo le recibió con grande afabilidad y llaneza, y puso su talento por las nubes.
Animado entonces el artista, que era además sujeto muy sincero, franco y escrupuloso, quiso hacer gala de su sinceridad y de su lealtad y probar que sus prendas morales corrían parejas con su saber y aun se adelantaban a su habilidad culinaria.
El cocinero, pues, dijo al Arzobispo:
—Excelentísimo señor: a pesar del profundísimo respeto que V. E. me inspira, me atrevo a decirle, porque lo creo de mi deber, que el antiguo cocinero lo estaba engañando y que no es justo que incurra yo en la misma falta. No hay en ese potaje garbanzos ni habichuelas. Es una falsificación. En ese potaje hay albondiguitas menudas hechas de jamón y pechugas de pollo, y hay riñoncitos de aves y trozos de criadillas de carnero. Ya ve V. E. que le engañaban.
El Arzobispo miró entonces de hito en hito al cocinero, con sonrisa entre enojada y burlona, y le dijo:
—¡Pues engáñame tú también, majadero!
No nos atrevemos a asegurarlo, pero nos parece y queremos suponer que el tío Cándido fue natural y vecino de la ciudad de Carmona.
Tal vez el cura que le bautizó no le dio el nombre de Cándido en la pila, sino que después todos cuantos le conocían y trataban le llamaron Cándido porque lo era en extremo. En todos los cuatro reinos de Andalucía no era posible hallar sujeto más inocente y sencillote.
El tío Cándido tenía además muy buena pasta.
Era generoso, caritativo y afable con todo el mundo. Como había heredado de su padre una haza, algunas aranzadas de olivar y una casita en el pueblo, y como no tenía hijos, aunque estaba casado, vivía con cierto desahogo.
Con la buena vida que se daba se había puesto muy lucio y muy gordo.
Solía ir a ver su olivar, caballero en un hermosísimo burro que poseía; pero el tío Cándido era muy bueno, pesaba mucho, no quería fatigar demasiado al burro y gustaba de hacer ejercicio para no engordar más. Así es que había tomado la costumbre de hacer a pie parte del camino, llevando el burro detrás asido del cabestro.
Ciertos estudiantes sopistas le vieron pasar un día en aquella disposición, o sea a pie, cuando iba ya de vuelta para su pueblo.
Iba el tío Cándido tan distraído que no reparó en los estudiantes.
Uno de ellos, que le conocía de vista y de nombre y sabía sus cualidades, informó de ellas a sus compañeros y los excitó a que hiciesen al tío Cándido una burla.
El más travieso de los estudiantes imaginó entonces que la mejor y la más provechosa sería la de hurtarle el borrico. Aprobaron y hasta aplaudieron los otros, y puestos todos de acuerdo, se llegaron dos en gran silencio, aprovechándose de la profunda distracción del tío Cándido, y desprendieron el cabestro de la jáquima. Uno de los estudiantes se llevó el burro, y el otro estudiante, que se distinguía por su notable desvergüenza y frescura, siguió al tío Cándido con el cabestro asido en la mano.
Cuando desaparecieron con el burro los otros estudiantes, el que se había quedado asido al cabestro tiró de él con suavidad. Volvió el tío Cándido la cara y se quedó pasmado al ver que en lugar de llevar el burro llevaba del diestro a un estudiante.
Éste dio un profundo suspiro, y exclamó:
—Alabado sea el Todopoderoso.
—Por siempre bendito y alabado —dijo el tío Cándido.
Y el estudiante prosiguió:
—Perdóneme usted, tío Cándido, el enorme perjuicio que sin querer le causo. Yo era un estudiante pendenciero, jugador, aficionado a mujeres y muy desaplicado. No adelantaba nada. Cada día estudiaba menos. Enojadísimo mi padre me maldijo, diciéndome: eres un asno y debieras convertirte en asno.
Dicho y hecho. No bien mi padre pronunció la tremenda maldición, me puse en cuatro pies sin poderlo remediar y sentí que me salía rabo y que se me alargaban las orejas. Cuatro años he vivido con forma y condición asnales, hasta que mi padre, arrepentido de su dureza, ha intercedido con Dios por mí, y en este mismo momento, gracias sean dadas a su Divina Majestad, acabo de recobrar mi figura y condición de hombre.
Mucho se maravilló el tío Cándido de aquella historia, pero se compadeció del estudiante, le perdonó el daño causado y le dijo que se fuese a escape a presentarse a su padre y a reconciliarse con él.
No se hizo de rogar el estudiante, y se largó más que deprisa, despidiéndose del tío Cándido con lágrimas en los ojos y tratando de besarle la mano por la merced que le había hecho.
Contentísimo el tío Cándido de su obra de caridad se volvió a su casa sin burro, pero no quiso decir lo que le había sucedido porque el estudiante le rogó que guardase el secreto, afirmando que si se divulgaba que él había sido burro lo volvería a ser o seguiría diciendo la gente que lo era, lo cual le perjudicaría mucho, y tal vez impediría que llegase a tomar la borla de Doctor, como era su propósito.
Pasó algún tiempo y vino el de la feria de Mairena.
El tío Cándido fue a la feria con el intento de comprar otro burro.
Se acercó a él un gitano, le dijo que tenía un burro que vender y le llevó para que le viera.
Qué asombro no sería el del tío Cándido cuando reconoció en el burro que quería venderle el gitano al mismísimo que había sido suyo y que se había convertido en estudiante. Entonces dijo el tío Cándido para sí:
—Sin duda que este desventurado, en vez de aplicarse, ha vuelto a sus pasadas travesuras, su padre le ha echado de nuevo la maldición y cátale allí burro por segunda vez.
Luego, acercándose al burro y hablándole muy quedito a la oreja, pronunció estas palabras, que han quedado como refrán:
—Quien no te conozca que te compre.
Cuentan que Godoy, cuando estaba en la cumbre del poder y en lo mejor de su valimiento, protegió y favoreció pródigamente a sus antiguos camaradas los guardias de corps. A dos o tres de ellos los envió de embajadores, a otros los hizo gobernadores y hasta virreyes, y no pocos fueron de canónigos a diferentes catedrales.
Uno, que era algo místico y no sin razón presumía de teólogo, tuvo una canongía en Sevilla.
Meses después de estar instalado en su canongía, escribió a una señora íntima suya, que vivía en Madrid.
En la carta encarecía y ponderaba, como es justo, el esplendor y la hermosura de la gran ciudad del Betis, contaba lo bien que le iba en su nuevo empleo y residencia y afirmaba que no dejaba nunca de asistir a coro, rezando, cantando y alabando a Dios en compañía de los otros canónigos.
Luego añadía como cosa que le había chocado en extremo y que era digna de memoria:
—Aquí todo se reza en latín menos el
Gloria Patri
.
Al ir a confesarse una beata se jactó mucho con el Padre de que sabía rezar en latín y le rogó que le hiciese rezar algo en dicha lengua.
—Pues diga usted el Padre Nuestro —le dijo el Padre.
La beata empezó a rezar, trabucándolo todo e inventando un latín verdaderamente fantástico e inaudito.
El Padre la oyó con paciencia hasta que la beata llegó a decir:
—Don Cotidiano, Doña Bishodie.
Interrumpió entonces la oración y dijo al Padre:
—Todo lo comprendo, pero no caigo en quién pueda ser esta Doña Bishodie.
—Sí, hija mía, contestó el Padre: es muy sencillo; la mujer de D. Cotidiano.
Desde una pequeña aldea de Aragón vino a Madrid un hombre muy observador, aunque rústico, y que por primera vez viajaba.
Cuando volvió a su tierra, le rogaban todos que les contara lo que de más notable había visto.
Contaba él infinitas cosas, muy menudamente y con gran exactitud y despejo; pero lo que más había llamado su atención y lo que más le había sorprendido era un animal, que describía de esta suerte:
—Imaginen ustedes un cochino enorme, doble mayor que un toro, con un rabo muy grueso y con un gancho en la punta del rabo. Con aquel gancho coge nueces, manzanas, naranjas, racimos de uvas, pedazos de pan y otros comestibles, y luego a escape, se lo mete todo en el trasero.
Nadie en el lugar quiso creer en tan extraño fenómeno, pero el viajero juraba y perjuraba que le había visto, y aun se enojaba de que no le diesen crédito sus paisanos.
Resultó de esto una acalorada disputa.
Un anciano muy prudente imaginó, para que resolviese la disputa y los pusiese en paz a todos, ir a consultar al cura párroco, que era letrado y tenía fama de entendido.
Llegados a la presencia del cura, el viajero hizo nuevamente la descripción del animal prodigioso.
El auditorio, apenas acabó, se puso a gritar:
—¡Es grilla! ¡Es grilla!
Y el cura dijo entonces:
—Qué ha de ser grilla: es un elefante.
Había en la feria de Mairena un cobertizo formado con esteras viejas de esparto; la puerta tapada con no muy limpia cortina, y sobre la puerta un rótulo que decía con letras muy gordas:
LA KARABA
SE VE POR CUATRO CUARTOS
Atraídos por la curiosidad, y pensando que iban a ver un animal rarísimo, traído del centro del África o de regiones o climas más remotos, hombres, mujeres y niños acudían a la tienda, pagaban la entrada a un gitano y entraban a ver la Karaba.
—¿Qué diantre de Karaba es esta? —dijo enojado un campesino—. Esta es una mula muy estropeada y muy vieja.
—Pues por eso es la Karaba —dijo el gitano—, porque araba y ya no ara.
El día de difuntos salió muy de mañana a misa una linda beata, que la noche anterior, según es costumbre en la noche de Todos los Santos, se había regalado, comiendo puches con miel y muchas castañas cocidas.
Como era muy temprano y apenas clareaba el día, la calle por donde iba la beata estaba muy sola. Así es que ella, sin reprimirse, con el más libre desahogo y hasta con cierta delectación, lanzaba suspiros traidores y retumbantes, y cada vez que lanzaba uno, decía sonriendo:
—¡Toma castañas!
Proseguía caminando, soltaba otros suspiros y exclamaba siempre:
—¡Las castañas! ¡Las castañas!
Un caballero, muy prendado de la beata, solía seguirla, hacerse el encontradizo, oír misa donde y cuando ella la oía, y hasta darle agua bendita al entrar en la iglesia, para tener el gusto de tocar sus dedos.
Iba aquel día el caballero tan silencioso y con pasos tan tácitos detrás de la beata, que ella no le vio ni sospechó que viniese detrás, hasta que volvió la cara, poco antes de entrar en el templo.
—¿Hace mucho tiempo que viene usted detrás de mí? —dijo muy sonrojada la linda beata.
Y contestó el caballero:
—Señora, desde la primera castaña.
Un muchacho gallego, que estaba en Sevilla sirviendo en una tienda de comestibles, era íntimo amigo de un gitano calderero, a quien siempre que con él salía a pasear ponderaba la fertilidad de Galicia. Sus frondosos bosques; sus verdes praderas, cubiertas de abundante pasto, donde se crían y ceban hermosos becerros y lucias vacas que dan mantecosa leche; y la rica copia de flores, frutas y hortalizas que hay allí por donde quiera, valían mucho más, según el gallego, que los áridos cortijos, que las estériles llanuras sin árbol que les preste sombra y sin chispa de hierba, y que los sombríos olivares y viñedos de Andalucía.
Entusiasmado cierto día el galleguito, comparando la ruindad y pequeñez de las plantas andaluzas con la lozanía y tamaño colosal de las de su tierra, llegó a hablar de una col que había crecido en un huertecillo cultivado por su padre. La col acabó por tener tales dimensiones que, en el rigor del estío venía una manada de carneros a sestear a su sombra y a guarecerse de los ardientes rayos del sol.
Mucho celebró y admiró el gitano la magnificencia de la col gallega y no pudo menos de confesar que el suelo andaluz era harto menos fértil y generoso en lo tocante a coles.
—Por eso —decía el gitano—, si los andaluces siguiesen mi consejo, descuidarían la agricultura y se dedicarían a la industria, que empieza ya a estar muy en auge. Por ejemplo, en Málaga, donde hace poco tiempo que estuve yo para cierto negocio, vi, en la ferrería del Sr. Leria, una caldera que estaban fabricando, y que es verdaderamente un asombro. ¡Jesús! Yo no he visto nada mayor. Figúrese usté que en un lado de la caldera había unos hombres dando martillazos y los que estaban en el lado opuesto no oían nada.