A las tres semanas principié a salir de mi habitación y a andar por la casa. La primera noche, pedí a Cati que me leyese alguna cosa, porque yo sentía fatigada la vista después de la dolencia. Estábamos en la biblioteca, y el señor se había acostado ya. Notando que Cati cogía mis libros como a disgusto, le dije que eligiese ella misma entre los suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante una hora, pero después empezó a interrumpir la lectura con frecuentes preguntas:
—¿No estás cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras? Vas a recaer si estás tanto tiempo en pie.
—No estoy cansada, querida —contestaba yo.
Viéndome imperturbable, recurrió a otro método para hacerme comprender que no tenía ganas de leerme nada. Bostezó y me dijo:
—Estoy fatigada, Elena.
—No lea más. Podemos hablar un rato —respondí.
Aquel remedio fue peor. La joven estaba impaciente y no hacía más que mirar el reloj. Al fin, a las ocho, se fue a su alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche siguiente la escena se repitió, aumentada, y al tercer día me dejó pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello, y resolví ir a buscarla a su aposento y aconsejarla que se estuviese conmigo, ya que si se sentía fatigada podía tenderse en el diván. Pero en su habitación no encontré rastro alguno de ella. Los criados me dijeron que no la habían visto. Escuché junto a la puerta del señor. El silencio era absoluto. Volví a su habitación, apagué la luz y me senté junto a la ventana.
Brillaba una luna espléndida. Una ligera capa de nieve cubría el suelo. Pensé que acaso la joven habría resuelto bajar a tomar el aire al jardín. Al ver una figura que se deslizaba junto a la tapia creí que era la señorita, pero cuando salió de las sombras reconocí a uno de los criados. Durante un rato miró la carretera, después salió de la finca y volvió a aparecer llevando de la brida a
Minny
. La señorita iba a su lado. El criado condujo cautelosamente la jaca a la cuadra. Cati entró por la ventana del salón y subió sigilosamente a la alcoba. Cerró la puerta y se quitó el sombrero. Cuando estaba despojándose del abrigo, yo me levanté de pronto. Al verme, la sorpresa la dejó inmóvil.
—Mi querida señorita —le dije, aunque me sentía tan agradecida por lo bien que me había cuidado que me faltaban las fuerzas para reprenderla—. ¿Adónde ha ido usted a estas horas? ¿Por qué se empeñó en engañarme? Dígame dónde ha estado.
—No he ido más que hasta el final del parque —me aseguró.
—¿No ha ido a otro sitio?
—No.
—¡Oh, Catalina! —exclamé disgustada—. Bien sabe usted que ha obrado mal, porque de lo contrario no me diría esa mentira. No sabe cuánto me afecta. Preferiría estar tres meses enferma, que oírle decir una cosa falsa.
Se acercó a mí y me abrazó.
—No te molestes, Elena —me dijo—. Te lo contaré todo. No sé mentir.
Le prometí que no la reñiría, y nos sentamos junto a la ventana. Ella empezó su relato.
—Desde que enfermaste, Elena, he ido diariamente a «Cumbres Borrascosas», excepto tres días antes y dos después de haber salido tú de tu cuarto. A Miguel le soborné para que me sacase a
Minny
de la cuadra todas las noches, dándole estampas y libros. No le reñirás a él tampoco, ¿eh? Solía llegar a las «Cumbres» a las seis y media y me estaba dos horas. Luego volvía a casa galopando. No creas que era una diversión: más bien me he sentido desgraciada allí en muchas ocasiones. Si me he sentido feliz una vez cada semana, ha sido todo lo más. Como el primer día que te quedaste en cama yo había quedado con Linton en volver a verle, aproveché la oportunidad. Pedí a Miguel la llave del parque, asegurándole que tenía que visitar a mi primo, ya que él no podía venir porque ello no le agradaba a papá. —Después hablamos de lo de la jaca, y le ofrecí libros, sabiendo que es aficionado a leer. No puso muchas dificultades en complacerme, porque, además, piensa despedirse pronto. Como se casa…
»Cuando llegué a las «Cumbres», Linton se alegró. Zillah, la criada, arregló la habitación y encendió un buen fuego. Nos dijo que José estaba en la iglesia y que Hareton se dedicaba a andar con los perros por los bosques (y, según me enteré después, a apoderarse de nuestros faisanes), de modo que nos encontrábamos libres de estorbos. Zillah me trajo vino y bollos. Linton y yo nos sentamos al fuego y pasamos el tiempo riendo y charlando. Estuvimos planeando los sitios a que iríamos en verano… Bueno, no te hablo de esto, porque dirás que son bobadas.
»A poco reñimos a propósito de nuestras distintas opiniones. Él me aseguró que lo mejor para pasar un día de julio era estar tumbado de la mañana a la noche entre los matorrales del campo, mientras las abejas zumban alrededor, las alondras cantan y el sol brilla en un cielo claro. Eso constituye para él el ideal de la dicha. El mío consistía en columpiarse en un árbol florido, mientras sopla el viento del Oeste, y por el cielo corren nubes blancas. Y Cantan, además de las alondras, los mirlos, los jilgueros y los cuclillos. A lo lejos se ven los pantanos, entre los que se destacan arboledas umbrosas, y la hierba tiembla bajo el soplo de la brisa, y los árboles y las aguas murmuran, y la alegría reina por doquier. Él aspiraba a verlo todo sumido en la paz, yo en una explosión de júbilo. Le argumenté que su cielo parecería medio dormido, y él respondió que el mío medio borracho. Le dije que yo me dormiría en su paraíso, y él respondió que se marearía en el mío. Al fin resolvimos que probaríamos ambos sistemas, nos besamos y quedamos amigos.
»Pasamos sentados cosa de una hora, y luego pensando yo que podíamos jugar en aquel salón tan amplio si quitábamos la mesa, se lo dije a Linton, proponiéndole jugar a la gallina ciega (como he hecho contigo a veces, ¿te acuerdas, Elena?) y llamar a Zillah para que se divirtiese con nosotros. Él no quiso, pero accedió a que jugásemos a la pelota. En un armario lleno de juguetes viejos, encontramos dos. Una tenía marcada una C y otra una H, y yo quería la C, porque significaba Catalina, pero él no quiso la otra porque se le salía el embutido por las costuras. Le gané siempre, se puso de mal humor y volvió a sentarse. Le canté dos o tres canciones de las que tú me has enseñado, y recobró el buen humor. Al irme me rogó que volviese al día siguiente, y se lo prometí. Monté en
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y regresamos veloces como el viento. Pasé la noche soñando en «Cumbres Borrascosas» y en mi primo.
»Al día siguiente me encontré algo triste, tanto porque estabas enferma, como porque me hubiese agradado que papá tuviera noticia de mis paseos y consintiera en ellos. Pero la tristeza se disipó en cuanto estuve a caballo.
»“Esta noche me sentiré feliz también —pensaba yo— y Linton, mi hermoso Linton, también”.
»Mientras subía trotando por el jardín de las «Cumbres», salió a mi encuentro aquel Earnshaw, cogió las bridas y acarició el cuello de
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, diciéndome que era un bonito animal. Parecía como si esperara que le hablase. Yo le dije que tuviera cuidado con que la jaca no le diese una coz. Él contestó, con su tosco acento habitual, que no le haría mucho daño aunque le cocease, y echó una oleada a sus patas, sonriendo. Fue a abrir la puerta y mientras lo hacía, me dijo, señalando a la inscripción y con una estúpida muestra de contento:
»—Señorita Catalina: ya sé leer aquello.
»—¡Qué extraordinario! —dije—. Ya veo que se va cultivando usted. ¿Y las cifras? —le pregunté, al ver que se paraba.
»Él deletreó las sílabas de la inscripción: “Hareton Earnshaw”.
»—Eso no lo he aprendido todavía —respondió.
—¡Qué torpe! —dije riendo.
»El muy necio me miró con asombro, como si no supiese si reírse también. No sabía distinguir si se trataba de una muestra de amistad o de una burla, pero yo le saqué de dudas aconsejándole que se fuera, ya que iba a buscar a Linton, y no a él. A la luz de la luna pude verle ruborizarse. Se separó de la puerta y desapareció. Era una verdadera imagen del orgullo ofendido. Sin duda se figuraba que se había elevado a la altura de Linton por aprender a deletrear su nombre, y quedó estupefacto al ver que yo no lo estimaba así.
—Un momento, señorita —atajé—. No seré yo quien la riña, pero no me complace su proceder. Si hubiera pensado que Hareton es tan primo de usted como Linton, habría comprendido que obraba usted injustamente. Por lo menos, la intención de Hareton al procurar ponerse al nivel de Linton ya habla mucho en su favor. Y crea que no aprendió para lucirse con ello, sino porque antes le había humillado usted por ignorancia y él, rectificándola, quiso hacerse grato a sus ojos. No obró usted bien burlándose de él. Si a usted la hubieran criado en las condiciones en que ello ha sido, no sería menos torpe. Él era un niño inteligente y despierto, y me duele que se le desprecie sólo porque el malvado Heathcliff le haya rebajado de tal manera…
—Presumo, Elena, que no vas a ponerte a llorar por esto —exclamó la joven sorprendida—. Espera y verás…
Cuando entré, Linton estaba medio tumbado. Se levantó un poco y me saludó.
»—Esta noche no me encuentro bien, querida Catalina —dijo—. Habla tú y yo te escucharé. Antes de irte has de prometerme volver de nuevo.
»Al saber que estaba enfermo, le hablé tan dulcemente como pude, procurando no incomodarle ni preguntarle nada. Yo había llevado un libro: él me pidió que le leyera algo de él, e iba a hacerlo, cuando Earnshaw entró de repente dando un portazo. Cogió a Linton por un brazo y le arrojó violentamente del asiento.
»—¡Lárgate a tu habitación! —profirió, con la voz desfigurada por la ira y el rostro contraído de rabia—. Llévatela contigo, y si viene a verte, libraos bien de aparecer por aquí. ¡Fuera los dos!
»Y obligó a Linton a marcharse a la cocina. A mí me amenazó con el puño. Dejé caer el libro, muy asustada, y él, de un puntapié, lo echó a mi lado y cerró la puerta detrás de nosotros. Oí una maligna risa, y al volverme distinguí junto al fuego a ese odioso José, que se frotaba las manos y decía:
—¡Ya sabia yo que acabaría echándoles fuera! ¡Es todo un hombre, sí! Y se va despabilando… Él sabe muy bien quién debía ser el verdadero amo aquí. ¡Ja, la, ja! Bien les ha chasqueado, ¿eh?
»—¿Adónde vamos? —pregunté a mi primo, sin atender al viejo.
»Linton se había puesto pálido y temblaba. Te aseguro, Elena, que no estaba nada guapo en aquel momento. Daba miedo mirarle. Su delgado rostro y sus grandes ojos ardían de impotente furor. Cogió el picaporte de la puerta y lo agitó, pero no pudo abrirla, porque estaba cerrada por dentro.
»José rió de nuevo burlonamente.
»—¡Ábreme o te mato! —bramó Linton—. ¡Te mato, demonio!
»—¡Mira, mira! —dijo el criado—. Ahora es el genio del padre el que habla por su boca. ¡Claro, todos tenemos algo del padre y algo de la madre! Pero no temas, Hareton, muchacho, no te hará nada…
»Cogí las manos de Linton y quise separarle de la puerta, pero gritó de tal modo, que no me atreví a insistir. De pronto, un terrible ataque de tos apagó sus gritos, arrojó una bocanada de sangre por la boca y cayó al suelo. Me precipité al patio y llamé a Zillah. Ella dejó las vacas que estaba ordeñando y corrió hacia mí. Mientras le explicaba lo sucedido, procuré arrastrarla al lado de Linton. Earnshaw había salido, y en aquel momento se llevaba a su cuarto al pobre muchacho. Zillah y yo le seguimos, pero Hareton se volvió y me ordenó que me fuese a casa. Yo le contesté que él había matado a Linton y quise entrar. Pero José cerró la puerta con llave y me preguntó si me había vuelto tan loca como mi primo. En fin, yo me quedé allí llorando, hasta que volvió la criada diciéndome que dentro de poco Linton estaría mejor y que no había por qué llorar de aquel modo. Luego me hizo ir al salón a viva fuerza.
»Yo me mesaba los cabellos, Elena. Lloré hasta abrasarme los ojos. Y ese rufián que te inspira tantas simpatías se atrevió a interpelarme varias veces y hasta me ordenó callar. Yo le dije que iba a contárselo todo a papa y que a él le llevarían a la cárcel y le ahorcarían, lo que le asustó mucho. Salió para ocultar su miedo. Me convencieron por fin de que me fuera. Cuando estaba yo a unas cien yardas de la casa, él apareció de pronto y detuvo a
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.
»—Estoy muy disgustado, señorita Catalina —empezó a decir—, pero es que…
»Yo, temiendo que quisiera asesinarme, le lancé un latigazo. Me soltó y profirió horribles maldiciones. Volví a casa al galope, fuera de mí.
»Aquella noche no te vine a saludar, ni al día siguiente volví a “Cumbres Borrascosas”, si bien lo deseaba vivamente. Temía oír decir que Linton había muerto y me espantaba la idea de hallarme con Hareton. En fin, a tercer día reuní mis fuerzas y me atreví otra vez a escaparme. Fui a pie creyendo que podría deslizarme sin que me vieran hasta el cuarto de Linton. Pero los perros delataron mi presencia con sus ladridos. Zillah, me recibió diciéndome que el muchacho estaba mucho mejor, y me llevó a un cuartito limpio y bien alfombrado, donde encontré a Linton leyendo el libro que le llevé. Pero tenía tan mal humor que se pasó una hora sin abrir la boca, y cuando al fin lo hizo fue para decirme que yo era la culpable de todo, y no Hareton. Entonces me levanté y, sin contestarle, salí. Me llamó, pero no hice caso y volví resuelta a no visitarle más. Pero al otro día me resultaba tan penoso irme a acostar sin saber de él, que mi resolución se esfumó antes de que llegase a madurar. Cuando Miguel me preguntó si ensillaba a
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contesté afirmativamente, y a poco cabalgaba hacia las «Cumbres». Como para entrar en el patio tenía que pasar ante la fachada, no era oportuno ocultar mi presencia.
»—El señorito está en el salón —me dijo Zillah.
»Earnshaw estaba también allí, pero se fue al entrar yo. Linton estaba medio dormido en un sillón. Le hablé con gravedad y sinceramente.
»—Mira, Linton, como no me aprecias y te figuras que vengo a propósito para perjudicarte, no pienso volver más. Ésta es la última vez. Despidámonos, y di al señor Heathcliff que eres tú quien no me quieres ver, para que él no invente más inexactitudes…
»—Siéntate y quítate el sombrero, Cati —repuso—. Debías ser más buena que yo, porque eres más dichosa. Papá habla tanto de mis defectos, que no te debe extrañar que yo mismo dude de mí. Cuando pienso en ello, siento tanto dolor y tanta decepción, que detesto a todos. Verdaderamente, soy tan despreciable y tengo un carácter tan malo, que creo que harás bien en no volver, Cati. Sin embargo, no quisiera otra cosa que ser tan bueno y tan amable como tú. Seguramente lo sería si tuviera buena salud. Te has portado tan bien, que te amo tanto como si fuera digno de tu amor. No puedo impedir el mostrarte como soy, pero lo siento de verdad, me arrepiento de ello y me arrepentiré mientras viva.