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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (142 page)

BOOK: Danza de dragones
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—¿Quién es el que habla sin permiso del rey? —preguntó el señor yunkio del
tokar
de rayas, un hombre menudo de barbilla hundida y dientes demasiado grandes para su boca. A Selmy le recordaba un conejo—. ¿Acaso los señores de Yunkai tienen que escuchar el parloteo de los guardias? —Sacudió los flecos de perlas del
tokar.

Hizdahr zo Loraq no podía apartar la mirada de la cabeza. No recuperó la movilidad hasta que Reznak le susurró algo al oído.

—Yurkhaz zo Yunzak era vuestro comandante supremo —declaró—. ¿Quién de vosotros representa ahora a Yunkai?

—Todos nosotros —contestó el roedor—. El consejo de amos.

—Entonces, todos sois responsables de esta transgresión del acuerdo de paz. —Al fin, el rey Hizdahr había conseguido reunir algo de valor.

—No se ha transgredido nada —respondió el yunkio de la coraza—. La sangre se paga con sangre, y una vida, con otra. En prueba de nuestra buena fe, os devolvemos a tres de vuestros rehenes. —A su espalda, las filas férreas se abrieron para dejar paso a tres meereenos que avanzaban sujetándose firmemente el
tokar:
un hombre y dos mujeres.

—Hermana… —saludó con frialdad Hizdahr zo Loraq—. Primos… —Señaló la cabeza sanguinolenta—. Quitad eso de nuestra vista.

—El almirante era un hombre de mar —le recordó ser Barristan—. Tal vez vuestra magnificencia pueda pedir a los yunkios que nos devuelvan el cuerpo, para darle sepultura bajo las olas.

—Así se hará, si a vuestro esplendor le complace —concedió el señor de dientes de conejo con un gesto de la mano—. En señal de respeto.

—No pretendo ofenderos —intervino Reznak mo Reznak tras aclararse ruidosamente la garganta—, pero me parece que su adoración la reina Daenerys os entregó…, eh…, siete rehenes. Los otros tres…

—Serán nuestros huéspedes —concluyó el señor yunkio de la coraza— hasta que los dragones estén muertos.

La sala quedó en silencio. Acto seguido, se llenó de murmullos y bisbiseos, de susurros que entonaban maldiciones o plegarias, como un avispero agitado.

—Los dragones… —comenzó a decir el rey Hizdahr.

—Son monstruos; todos pudieron verlo en el reñidero de Daznak. No hay paz posible mientras sigan con vida.

—Su Magnificencia la reina Daenerys es la Madre de Dragones —le repuso Reznak—. Solo ella puede…

—Ya no está —cortó Barbasangre con desdén—. Acabó quemada y devorada; ahora, los hierbajos crecen por los orificios de su calavera.

Aquella afirmación provocó un rugido. Algunos se pusieron a gritar y maldecir; otros, a estampar los pies contra el mármol y silbar en señal de aprobación. Las bestias de bronce impusieron silencio golpeando el suelo con el asta de la lanza. Ser Barristan tenía los ojos clavados en Barbasangre.

«Vino a saquear la ciudad, y la paz de Hizdahr lo privó de su botín. Haría lo que fuese por comenzar el baño de sangre.»

—Debo consultar al consejo. —Hizdahr zo Loraq se levantó lentamente del trono de dragón—. La audiencia ha terminado.

—Arrodillaos ante su magnificencia Hizdahr zo Loraq, el decimocuarto de su venerable nombre, rey de Meereen, Vástago de Ghis, Octarca del Antiguo Imperio, Amo del Skahazadhan, Consorte de Dragones y Sangre de la Arpía —gritó el heraldo. Las bestias de bronce se desplazaron entre las columnas para formar una fila y emprendieron un lento avance al unísono para conducir a los peticionarios fuera de la sala.

Los dornienses no tuvieron que caminar tanto como otros. Como correspondía a su rango y posición, a Quentyn Martell se le habían asignado habitaciones en la Gran Pirámide, dos niveles más abajo: unos preciosos aposentos con terraza y escusado privados. Quizás por ese motivo, sus compañeros y él se rezagaron, esperando a que se disolviera la muchedumbre antes de dirigirse a las escaleras. Ser Barristan los observó, pensativo.

«¿Qué querría Daenerys?», se preguntó. Creía conocer la respuesta. El anciano caballero cruzó la sala a zancadas, con la larga capa blanca ondeando tras él, y alcanzó a los dornienses junto a la escalera.

—En las audiencias de tu padre nunca hay ni la mitad de animación —oyó que bromeaba Gerris Drinkwater.

—Príncipe Quentyn, ¿podemos hablar un momento?

—Por supuesto, ser Barristan —Quentyn Martell se volvió hacia él—. Mis habitaciones están más abajo.

«No.»

—No soy quién para daros consejos, príncipe Quentyn…, pero si yo estuviera en vuestro lugar, no volvería a mis habitaciones. Deberíais bajar con vuestros amigos y marcharos.

—¿Abandonar la pirámide? —preguntó el príncipe Quentyn con la mirada fija en el caballero.

—Abandonar la ciudad. Regresar a Dorne.

—Tenemos las armas y las armaduras en nuestros aposentos —dijo Gerris Drinkwater. Los dornienses cruzaron miradas—. Por no mencionar casi todo el dinero que nos queda.

—Las espadas se pueden reemplazar —advirtió ser Barristan—. Puedo proporcionaros dinero para el pasaje a Dorne. Príncipe Quentyn, el rey se ha fijado hoy en vos y no ha puesto buena cara.

—¿Deberíamos tener miedo de Hizdahr zo Loraq? —preguntó Gerris Drinkwater entre risas—. Acabáis de ver cómo temblaba ante los yunkios. ¡Le han enviado una cabeza y no ha hecho nada!

—Los príncipes deben pensar antes de actuar —intervino Quentyn Martell con un gesto de asentimiento—. Este rey… No sé qué pensar. La reina también me previno contra él, es cierto, pero…

—¿Os previno? —preguntó Selmy con el ceño fruncido—. ¿Y por qué seguís aquí?

—Por el pacto de matrimonio… —El príncipe Quentyn se sonrojó.

—Lo negociaron dos muertos, y no decía una palabra de la reina ni de vos. Prometía la mano de vuestra hermana al hermano de la reina, otro muerto. No tiene validez. Hasta que llegasteis, su alteza ignoraba su existencia. Vuestro padre guarda bien los secretos, príncipe Quentyn; me temo que demasiado bien. Si la reina hubiese tenido noticia del pacto en Qarth, puede que no hubiera puesto rumbo a la bahía de los Esclavos, pero llegasteis demasiado tarde. No deseo poner el dedo en la llaga, pero su alteza tiene un nuevo esposo y un antiguo pretendiente, y parece que los prefiere a ambos antes que a vos.

—Este señor ghiscario de poca monta no es consorte adecuado para la soberana de los Siete Reinos —replicó el príncipe, con los ojos oscuros centelleantes de ira.

—Eso no os corresponde juzgarlo… —Ser Barristan se interrumpió, preguntándose si no habría dicho demasiado. «No. Tengo que explicarle el resto»—. Aquel día, en el reñidero de Daznak, parte de la comida que había en el palco real estaba envenenada. Fue pura casualidad que Belwas el Fuerte se la comiese toda. Las gracias azules aseguran que si se salvó fue gracias a su tamaño y su fuerza inusitada, aunque estuvo a las puertas de la muerte. Aún es posible que muera.

—¿Veneno? —La conmoción era evidente en el rostro del príncipe Quentyn—. ¿Para Daenerys?

—O para Hizdahr, o puede que para los dos. Aunque el palco era del rey, y él lo había dispuesto todo. Si el veneno fue cosa suya, le hará falta alguien que cargue con la culpa, y ¿quién más indicado que un rival de una tierra lejana, sin amigos en la corte? ¿Quién mejor que un pretendiente rechazado por la reina?

—¿Yo? —Quentyn Martell palideció—. Yo nunca sería capaz de… No podéis creer que tenga algo que ver…

«O dice la verdad, o es un maestro de la comedia.»

—Otros pueden creerlo. Sois sobrino de la Víbora Roja y tenéis buenos motivos para desear la muerte del rey Hizdahr.

—No es el único —protestó Gerris Drinkwater—. Naharis, por ejemplo. Y la reina tiene un…

—Un amante —terminó ser Barristan, antes de que el dorniense pudiera decir algo que mancillase el honor de Daenerys—. En Dorne no está mal visto tener amantes, ¿verdad? —No esperó respuesta—. El príncipe Lewyn era mi hermano juramentado. En aquellos tiempos, los miembros de la Guardia Real nos ocultábamos pocas cosas. Sé que tenía una amante, y no se comportaba como si fuera algo vergonzoso.

—No —repuso Quentyn con la cara congestionada—, pero…

—Daario acabaría con Hizdahr en un abrir y cerrar de ojos, si se atreviese —continuó ser Barristan—. Pero no con veneno. Nunca. Y en cualquier caso, no estaba allí. A Hizdahr le encantaría culparlo por las langostas envenenadas, de todos modos, pero aún puede necesitar a los Cuervos de Tormenta, y los perderá si se implica en la muerte de su capitán. No, mi príncipe: si su alteza necesita un envenenador, recurrirá a vos. —Había dicho cuanto podía decir sin arriesgarse. En un par de días, si los dioses les sonreían, Hizdahr zo Loraq habría dejado de gobernar Meereen, pero no le serviría de nada que el baño de sangre que se aproximaba arrastrara al príncipe Quentyn—. Si insistís en quedaros en Meereen, más os vale manteneros alejado de la corte y confiar en que Hizdahr se olvide de vos —concluyó ser Barristan—, aunque lo más prudente sería que embarcarais hacia Volantis, mi príncipe. Cualquiera que sea vuestra elección, os deseo suerte.

No se había alejado ni tres pasos cuando Quentyn Martell se dirigió a él.

—Os llaman Barristan el Bravo.

—Algunos. —Selmy se había ganado aquel sobrenombre a los diez años. Acababan de nombrarlo escudero, pero era tan orgulloso, vanidoso y estúpido que se le había metido en la cabeza que podía enfrentarse a caballeros con experiencia en un torneo, de modo que tomó prestado un caballo de batalla y una armadura de la armería de lord Dondarrion y se inscribió en las lizas de Refugionegro como caballero misterioso.

«Hasta el heraldo se rió. Tenía los brazos tan flacos que, cuando bajé la lanza, bastante tenía con evitar que la punta fuese abriendo surcos en la tierra. —Lord Dondarrion habría tenido todo el derecho de bajarlo del caballo y darle una azotaina, pero el Príncipe de las Libélulas se compadeció del atolondrado niño de la armadura mal ajustada y le concedió la deferencia de aceptar el desafío. Una sola carrera, y todo había acabado. Después, el príncipe Duncan lo ayudó a ponerse en pie y quitarse el yelmo. “Un muchacho —proclamó a la multitud—. Un muchacho muy bravo”—. Hace cincuenta y tres años. ¿Cuántos de los que estaban en Refugionegro seguirán con vida?»

—¿Cómo creéis que me llamarán a mí si vuelvo a Dorne sin Daenerys? —preguntó el príncipe Quentyn—. ¿Quentyn el Cauto? ¿Quentyn el Cobarde? ¿Quentyn el Comino?

«El Príncipe que Llegó Tarde», pensó el anciano caballero. Pero si algo aprendían los caballeros de la Guardia Real, era a contener la lengua.

—Quentyn el Sabio —sugirió. Confiaba en que fuese cierto.

El pretendiente rechazado

Casi había llegado la hora de los fantasmas cuando ser Gerris Drinkwater regresó a la pirámide con la noticia de que había encontrado a Habas, a Libros y al Viejo Bill Huesos en una de las bodegas más sórdidas de Meereen, bebiendo vino amarillo y viendo matarse entre sí a unos esclavos desnudos y desarmados, de dientes puntiagudos.

—Habas sacó un cuchillo, propuso averiguar si los desertores tienen la tripa llena de cieno amarillo y abrió las apuestas —informó ser Gerris—, así que le lancé un dragón y le pregunté si no le bastaba con oro amarillo. Lo mordió y me preguntó qué pretendía comprar; cuando se lo dije, guardó el cuchillo y me preguntó si estaba loco o borracho.

—Que piense lo que quiera, con tal de que entregue el mensaje —dijo Quentyn.

—Lo entregará. Seguro que también consigues esa reunión, aunque solo sea para que Harapos le pida a Meris la Bella que te saque el hígado y lo fría con cebolla. Deberíamos hacer caso a Selmy: cuando Barristan el Bravo aconseja correr, es de sabios atarse las botas. Tendríamos que estar buscando un barco a Volantis mientras el puerto siga abierto.

—Nada de barcos. —La mera mención hizo que las mejillas de ser Archibald adquiriesen un tono verdoso—. Prefiero volver a Volantis a la pata coja.

«Volantis —pensó Quentyn—; luego, Lys, y por fin a casa. Vuelvo por el mismo camino, con las manos vacías. Tres valientes muertos y ¿para qué?»

Sería agradable volver a ver el Sangreverde, visitar Lanza del Sol y los Jardines del Agua y respirar el aire puro y fragante de la montaña en Palosanto, en vez de los efluvios sofocantes, húmedos y nauseabundos de la bahía de los Esclavos. Quentyn sabía que de los labios de su padre no saldría ni un reproche, pero tendría la mirada cargada de decepción. Su hermana lo desdeñaría; las Serpientes de Arena se mofarían de él con sonrisas hirientes como cuchillos, y lord Yronwood, su segundo padre, que había enviado a su propio hijo a protegerlo durante el viaje…

—No os retendré aquí —dijo a sus amigos—. Mi padre me encomendó esta tarea a mí, no a vosotros. Volved a casa si queréis y como queráis. Yo me quedo.

—Entonces, Manan y yo también nos quedamos —respondió el grandullón.

A la noche siguiente, Denzo D’han se presentó en los aposentos del príncipe Quentyn para negociar las condiciones.

—Se reunirá con vos por la mañana, junto al mercado de especias. Veréis una puerta marcada con un loto violeta; llamad dos veces y gritad «Libertad».

—De acuerdo —asintió Quentyn—. Arch y Gerris me acompañarán; decidle que puede llevar también dos hombres, no más.

—Como desee mi príncipe. —Las palabras eran corteses, pero había malicia en el tono, y los ojos del poeta guerrero tenían un destello de burla—. Venid al anochecer y aseguraos de que no os siguen.

Los dornienses salieron de la Gran Pirámide una hora antes del ocaso, por si se perdían en algún callejón o no encontraban el loto violeta a la primera. Quentyn y Gerris llevaban la espada al cinto; el grandullón, el martillo cruzado tras la ancha espalda.

—Aún no es tarde para salir de este sainete —suplicó Gerris cuando tomaron un fétido callejón que conducía al viejo mercado de especias. El aire olía a orina, y a lo lejos se oía el estruendo de las llantas de hierro de un carro de cadáveres—. El Viejo Bill Huesos decía siempre que Meris la Bella podía prolongar la agonía de un hombre durante toda una luna. ¡Les mentimos, Quent! Los utilizamos para llegar aquí y luego nos pasamos a los Cuervos de Tormenta.

—Como nos habían ordenado.

—Ya, pero Remiendos no esperaba que lo consiguiéramos —intervino el grandullón—. Los otros, ser Orson, Dick Heno, Hungerford y Will de los Bosques, siguen en alguna mazmorra gracias a nosotros. No creo que al viejo Harapos le hiciera mucha gracia.

—No —reconoció el príncipe Quentyn—, pero le gusta el oro.

—Una pena que no tengamos —dijo Gerris entre risas—. ¿Confías en esta paz, Quent? Yo no. Media ciudad llama héroe al matadragones, y la otra media escupe sangre con solo oír su nombre.

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