—Venimos a unimos a vuestra compañía.
A Penny se le cayó un balde de la mano, y la mitad del agua se derramó antes de que tuviera tiempo de recogerlo.
—Aquí ya estamos sobrados de bufones, ¿para qué queremos tres más? —El tyroshi tocó la argolla de Tyrion con la punta de la lanza e hizo sonar las campanillas doradas—. Esclavos fugados, ¿eh? Y tres, nada menos. ¿Qué argolla llevan?
—La de la Ballena Amarilla —aportó un tercer hombre atraído por las voces, un tipo flaco y mal afeitado con los dientes manchados de hojamarga. «Es un sargento —supo Tyrion en cuanto advirtió la deferencia con que lo trataban los otros dos. En lugar de mano derecha tenía un garfio—. Si este no es el hermano hijoputa de Bronn, yo soy Baelor el Santo.»
—Son los enanos que quería comprar Ben —dijo el sargento a los lanceros—. Pero el grande… Traedlos a los tres por si acaso.
El tyroshi movió la lanza y Tyrion echó a andar. El otro mercenario, un jovencito, casi un niño con pelusa en las mejillas y el pelo del color de la paja sucia, alzó en brazos a Penny.
—¡Anda, el mío tiene tetas! —comentó entre risas; metió la mano bajo la túnica para confirmarlo.
—Tú llévala y calla —le espetó el sargento.
El muchacho se cargó a Penny a un hombro, y Tyrion caminó tan deprisa como le permitieron las piernas atrofiadas. Sabía adonde iban: a la tienda grande, situada al otro lado del foso de la hoguera, con las paredes de lona pintada descoloridas tras años de sol y lluvias. Unos cuantos mercenarios los miraron al pasar y una vivandera soltó una risita, pero nadie se entrometió.
Dentro de la tienda había taburetes, una mesa de caballetes, un astillero para lanzas y alabardas, un montón de alfombras deshilachadas de colores mal combinados y tres oficiales. Uno era esbelto y elegante, con barba puntiaguda y espada de jaque, y vestía un jubón con cortes que dejaban ver el forro rosa. Otro era calvo y regordete, tenía los dedos manchados de tinta y sujetaba una pluma en la mano.
El tercero era el hombre al que Tyrion quería ver. Lo saludó con una reverencia.
—Capitán…
—Los hemos pillado colándose en el campamento. —El muchacho soltó a Penny en la alfombra.
—Esclavos fugados —declaró el tyroshi—. Con baldes.
—¿Con baldes? —dijo Ben Plumm el Moreno. Nadie le ofreció una explicación—. Volved a vuestros puestos, y ni una palabra de esto a nadie. —Cuando hubieron salido, dedicó una sonrisa a Tyrion—. ¿Vienes a jugar al
sitrang,
Yollo?
—Si queréis… Es un placer ganaros. Tengo entendido que habéis cambiado de capa dos veces, Plumm. Sois mi tipo.
La sonrisa de Ben el Moreno no le llegó a los ojos. Examinó a Tyrion como si fuera una serpiente parlante.
—¿A qué has venido?
—A hacer realidad vuestros sueños. En la subasta intentasteis comprarnos, y luego tratasteis de ganarnos al
sitrang.
Ni cuando tenía la nariz entera era yo tan guapo como para despertar tal pasión…, excepto para quienes conocían mi verdadero valor. Pues mirad, aquí me tenéis, y gratis. Vamos, sed bueno y llamad al herrero para que nos quite estas argollas. Estoy harto del tintineo.
—No quiero problemas con vuestro noble amo.
—En estos momentos, Yezzan tiene entre manos asuntos más apremiantes que la ausencia de tres esclavos: cabalga a lomos de la yegua clara. Además, ¿por qué iban a venir a buscarnos aquí? Tenéis suficientes espadas para espantar a cualquiera que venga a husmear. Arriesgáis poco por mucho.
—Nos han traído la enfermedad —siseó el mequetrefe del jubón con forro rosa—. A nuestras mismísimas tiendas. —Se volvió hacia Ben Plumm—. ¿Le corto la cabeza, capitán? El resto podemos tirarlo a la zanja de las letrinas. —Desenvainó una estilizada espada de jaque con piedras preciosas en la empuñadura.
—Tened cuidado con mi cabeza, no sea que os salpique la sangre —le advirtió Tyrion—. La sangre contagia la enfermedad. Y tendréis que hervir nuestra ropa, o quemarla.
—Me dan ganas de quemarla contigo dentro, Yollo.
—No me llamo así, ya lo sabéis. Lo habéis sabido desde que me visteis por primera vez.
—Es posible.
—Yo también os conozco, mi señor —siguió Tyrion—. Tenéis la piel más morena que los Plumm del otro lado del mar, pero si vuestro nombre es verdadero, sois de Poniente, aunque sea por sangre y no por nacimiento. La casa Plumm juró lealtad a Roca Casterly, y da la casualidad de que conozco su historia. Vuestra rama brotó de un hueso que escupió alguien al otro lado del mar Angosto, no me cabe duda. Seguro que sois uno de los hijos menores de Viserys Plumm. ¿A que los dragones de la reina os tenían cariño?
Aquello le hizo gracia al mercenario.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie. Casi todo lo que se dice sobre los dragones es bazofia para idiotas: dragones que hablan, dragones que atesoran oro y piedras preciosas, dragones con cuatro patas y barriga de elefante, dragones que juegan a los acertijos con esfinges… Bobadas y más bobadas. Pero los viejos libros también relatan a veces cosas que son verdad. No solo sé que los dragones de la reina os tenían afecto; también sé por qué.
—Según mi madre, mi padre tenía una gota de sangre de dragón.
—Dos gotas. O eso, o una polla de diez palmos. ¿Conocéis la leyenda? Yo sí. Como sois un Plumm listo, sabéis que mi cabeza vale un señorío… en Poniente, a medio mundo de aquí. Cuando hayáis cruzado el mar solo quedarán huesos y gusanos; mi querida hermana negará que sea mi cabeza y te escamoteará la recompensa prometida. Ya sabéis cómo son las reinas, todas unas putas caprichosas, y Cersei es la peor.
Ben el Moreno se rascó la barba.
—Podría entregarte vivito y coleando. O meter tu cabeza en un tarro de salmuera.
—O conservarme a vuestro lado. Sería lo más astuto. —Sonrió—. Yo también fui hijo menor, así que estaba destinado a esta compañía.
—En los Segundos Hijos no tenemos sitio para titiriteros —bufó despectivo el jaque de rosa—. Lo que nos hace falta son guerreros.
—Aquí os traigo uno. —Tyrion señaló a Mormont con el pulgar.
—¿Ese? —El jaque se echó a reír—. Es un bicho feo, sí, pero no basta con unas cicatrices para ser segundo hijo.
Tyrion puso en blanco los ojos dispares.
—¿Quiénes son estos amigos vuestros, lord Plumm? El de rosa es muy molesto.
El jaque puso cara de odio mientras el de la pluma se reía ante su insolencia, pero fue ser Jorah quien le proporcionó los nombres:
—Tintero es el jefe de cuentas, y el pavo real se hace llamar Kasporio el Astuto, aunque debería ser Kasporio el Puto. Mal bicho.
Tras las palizas, el rostro de Mormont estaba irreconocible, pero su voz no había cambiado. Kasporio lo miró sobresaltado, mientras que las arrugas en torno a los ojos de Plumm se hicieron más profundas cuando sonrió divertido.
—¿Jorah Mormont? ¿Eres tú? Te veo menos crecido que cuando te marchaste. ¿Aún tenemos que llamarte ser Jorah?
Mormont frunció los labios tumefactos en una sonrisa grotesca.
—Dame una espada y llámame como quieras, Ben.
Kasporio retrocedió un paso.
—Pero si estás… La reina te echó…
—He vuelto. Soy idiota.
«Un idiota enamorado.» Tyrion carraspeó para aclararse la garganta.
—Ya charlaréis luego sobre los viejos tiempos… cuando termine de explicar por qué mi cabeza es más valiosa si sigue sobre mis hombros. Puedo llegar a ser muy generoso con mis amigos, lord Plumm. Si no me creéis, preguntadle a Bronn. Preguntadle a Shagga hijo de Dolf. Preguntadle a Timett hijo de Timett.
—¿Quiénes son esos? —preguntó el que llamaban Tintero.
—Hombres buenos que me sirvieron con la espada y prosperaron a mi servicio. —Se encogió de hombros—. Vale, vale, es mentira. No eran buenos. Eran unos cabrones sanguinarios, igual que vosotros.
—Es posible —replicó Ben el Moreno—. Y también es posible que te hayas inventado los nombres. ¿Shagga? ¿No es nombre de mujer?
—Tenía un buen par de tetas. La próxima vez que lo vea le echaré un vistazo dentro de los calzones para confirmarlo. ¿Aquello de allí es un tablero de
sitrang
Traedlo y jugaremos una partida. Pero antes, una copa de vino. Tengo la garganta seca, y ya veo que me va a tocar hablar mucho.
Aquella noche soñó con salvajes que aullaban en el bosque y avanzaban al son del lamento de los cuernos de guerra y del redoble de los tambores. El sonido llegaba,
BUM dum BUM dum BUM dum,
como mil corazones que latieran al unísono. Algunos llevaban lanzas; otros, arcos, y otros, hachas. Muchos iban en carros de huesos, tirados por manadas de perros grandes como ponis. Había gigantes de quince varas de altura que avanzaban con paso torpe y mazas del tamaño de robles.
—¡Firmes! —ordenó Jon—. Que no avancen. —Estaba en la cima del Muro, solo— ¡Prendedles fuego! —gritó. —Pero nadie lo escuchaba.
«Se han ido todos. Me han abandonado.»
Ascendían saetas encendidas entre siseos, dejando un rastro de fuego a su paso. Los hermanos espantapájaros se derrumbaban, con las capas negras en llamas.
—¡Nieve! —gritó un águila, mientras los enemigos trepaban por el hielo como arañas. Jon vestía una armadura de hielo negro, pero en su puño ardía una espada al rojo vivo. A medida que los muertos alcanzaban la cima del Muro, los enviaba abajo a morir de nuevo. Mató a un anciano, a un muchacho imberbe, a un gigante, a un hombre demacrado de dientes afilados y a una chica con una espesa melena pelirroja. Ya era tarde cuando se dio cuenta de que era Ygritte. Desapareció tan deprisa como había aparecido.
El mundo se desvaneció en una neblina roja. Jon lanzaba estocadas, tajos y golpes de espada. Hizo caer a Donal Noye y le rajó las tripas a Dick Follard el Sordo. Qhorin Mediamano cayó de rodillas, intentando en vano contener el chorro de sangre que le brotaba del cuello.
—¡Soy el señor de Invernalia! —gritó Jon. Robb estaba ante él, con el pelo húmedo de nieve derretida.
Garra
le cortó la cabeza. Una mano nudosa lo agarró con fuerza por el hombro. Dio la vuelta y…
…y se despertó, con un cuervo picoteándole el pecho.
—Nieve —graznó el pájaro. Jon lo espantó. El cuervo chilló disgustado, revoloteó hasta el poste de la cama y desde allí le dirigió una mirada tétrica a través de la penumbra previa al amanecer.
Había llegado el día. Era la hora del lobo. Muy pronto, el sol se levantaría y cuatro mil salvajes cruzarían el Muro en avalancha.
«Es una locura. —Jon se pasó la mano quemada por el pelo y se preguntó otra vez qué estaba haciendo. Cuando abrieran la puerta, ya no habría vuelta atrás—. Tendría que haber sido el Viejo Oso el que negociara con Tormund. Tendría que haber sido Jaremy Rykker, o Qhorin Mediamano, o Denys Mallister, o cualquier otro hombre con experiencia. Tendría que haber sido mi tío.»
Pero ya era tarde para tales dudas. Toda elección conllevaba sus riesgos; toda elección acarreaba sus consecuencias. Jugaría hasta el final.
Se levantó y se vistió a oscuras, mientras el cuervo de Mormont murmuraba por la habitación.
—Maíz —decía—. Rey. Nieve, Jon Nieve, Jon Nieve. —Era extraño; Jon no recordaba que el pájaro hubiera pronunciado nunca su nombre completo.
Desayunó en el sótano con sus oficiales. La comida consistió en pan frito, huevos fritos, morcillas y gachas de cebada, todo regado con cerveza rubia. Mientras comían repasaron los preparativos.
—Todo está listo —aseguró Bowen Marsh—. Si los salvajes mantienen su parte del trato, todo irá como habéis dispuesto.
«Y si no, se convertirá en una carnicería sangrienta.»
—Recordad —dijo Jon—. La gente de Tormund tiene hambre, frío y miedo. Algunos nos odian tanto como vosotros a ellos. Pisamos un hielo muy quebradizo, tanto unos como otros. Si se abre una grieta, nos ahogaremos todos. Si hoy tiene que derramarse sangre, que no sea uno de los nuestros quien aseste el primer golpe, o juro por los dioses antiguos y nuevos que le cortaré la cabeza.
Le respondieron con afirmaciones y susurros.
—Como ordenéis.
—Así será.
—De acuerdo, mi señor.
Uno a uno, se levantaron de la mesa, se colgaron la espada al cinto y, envueltos en cálidas capas negras, salieron al frío.
El último en abandonar la mesa fue Edd Tollett el Penas, que durante la noche había regresado con seis carromatos de Túmulo Largo, más conocido entre los hermanos negros como Túmulo de las Putas. Habían enviado a Edd a recoger a tantas mujeres de las lanzas como fuera posible para llevarlas con sus hermanas.
Jon lo observó mientras mojaba pan en la yema del huevo. Le resultaba extrañamente reconfortante ver de nuevo el semblante austero de Edd.
—¿Cómo van los trabajos de restauración? —preguntó a su antiguo mayordomo.
—Terminaremos en diez años o así —respondió Tollett con su tono lúgubre habitual— Cuando llegamos, todo estaba infestado de ratas. Las mujeres de las lanzas acabaron con esos bichos asquerosos, y ahora son ellas las que infestan el lugar. A veces desearía que volviesen las ratas.
—¿Qué tal es estar a las órdenes de Férreo Emmett? —preguntó Jon.
—En realidad, Maris la Negra es la que está a sus órdenes la mayor parte del tiempo. Yo me encargo de las mulas. Ortigas dice que estoy emparentado con ellas y es cierto que tenemos el mismo rostro alargado, pero yo no soy ni la mitad de cabezota. De todas formas, juro por mi honor que nunca conocí a sus madres. —Acabó el último huevo y suspiró—. Me gustan los huevos poco hechos. Por favor, mi señor, no dejéis que los salvajes se coman todas nuestras gallinas.
Fuera, en el patio, el cielo del este había empezado a iluminarse. No había ni rastro de nubes.
—Parece que hará un buen día —dijo Jon—. Un día luminoso, cálido y soleado.
—El Muro llorará, y eso que tenemos el invierno casi encima. No es natural, mi señor. De hecho, creo que es una mala señal.
—¿Y si nieva? —dijo Jon, con una sonrisa.
—Peor todavía.
—¿Qué tiempo te gustaría que hiciera?
—El mismo que junto a la chimenea. Si no os importa, debería regresar con mis mulas. Cuando no estoy con ellas me echan de menos, que ya es más de lo que puedo decir de las mujeres de las lanzas.
Se separaron allí mismo: Tollett fue por el camino del este en busca de los carromatos, y Jon, hacia los establos. Seda ya estaba esperándolo con el caballo ensillado y aparejado: un fogoso corcel gris de crines brillantes y negras como tinta de maestre. No era el tipo de montura que Jon escogería para una expedición, pero aquella mañana le convenía tener un aspecto imponente, y aquel semental era la elección perfecta.