Había objetos de lo más extraño: un mamut de juguete hecho con pelo de mamut auténtico, un falo de marfil, un yelmo fabricado con la cabeza de un unicornio, con cuerno y todo… Jon no tenía ni idea de cuánta comida se podría comprar con todo aquello en las Ciudades Libres.
Tras los jinetes llegaron los hombres de la Costa Helada. Jon vio como desfilaba a su lado una docena de enormes carros de huesos, que repiqueteaban igual que Casaca de Matraca. La mitad iba sobre ruedas, pero el resto las había reemplazado por patines y se deslizaba con suavidad por los ventisqueros, mientras que los otros zozobraban y se hundían.
Los perros que tiraban de los carros eran bestias aterradoras, grandes como huargos. Las mujeres vestían pieles de foca, y algunas llevaban niños de pecho. Los niños mayores iban a rastras tras sus madres y miraban a Jon con ojos tan negros y duros como las piedras que llevaban en las manos. Algunos hombres lucían gorros con astas de ciervo, y otros, con colmillos de morsa. Jon se dio cuenta enseguida de que no se llevaban bien entre sí. En la retaguardia iba un puñado de renos flacos, y unos perros enormes ladraban a los más rezagados.
—Ten cuidado con estos, Jon Nieve —le advirtió Tormund—. Son unos animales. Los hombres son malos, y las mujeres, peores. —Cogió un pellejo de la silla y se lo ofreció a Jon—. Toma, con esto te parecerán menos fieros, y de paso te dará calor esta noche. No, no, quédatelo. Echa un buen trago.
El hidromiel que contenía era tan fuerte que a Jon se le saltaron las lágrimas y le bajaron serpientes de fuego por el pecho. Bebió con ganas.
—Eres un buen hombre, Tormund Matagigantes. Hasta para ser un salvaje.
—Puede que sea mejor que la mayoría. No tanto como unos pocos.
Los salvajes seguían llegando a medida que el sol se arrastraba por el cielo despejado y azul. Poco antes del mediodía hubo un parón, cuando un carro de bueyes se quedó atascado en un recoveco del túnel. Jon Nieve fue en persona para echar un vistazo. El carro estaba totalmente aprisionado. Los hombres que iban detrás amenazaban con hacerlo pedazos y despiezar al buey allí mismo, mientras que el conductor y su familia juraban matarlos a todos si lo intentaban. Pero con la ayuda de Tormund y su hijo Toregg, Jon se las arregló para evitar que los salvajes llegaran a la sangre, aunque tardaron casi una hora en reabrir el camino.
—Aquí hace falta una puerta más grande —protestó Tormund mientras miraba con preocupación el cielo, donde empezaban a juntarse las nubes—. Este camino es demasiado lento. Es como intentar beberse el Agualechosa con una caña. ¡Ja! Si tuviera el cuerno de Joramun, le daría un buen soplido y treparíamos por los escombros.
—Melisandre quemó el cuerno de Joramun.
—¿En serio? —Tormund se palmeó el muslo y silbó—. Vaya, quemó ese cuerno tan grande y bonito. Me parece un puto pecado. Tenía mil años. Lo encontramos en la tumba de un gigante; ninguno había visto nunca un cuerno tan grande. Sería por eso por lo que a Mance se le ocurrió lo de deciros que era el de Joramun. Quería que los cuervos pensarais que era capaz de dejaros vuestro puto Muro a la altura de las rodillas. Pero la verdad es que nunca encontramos el cuerno auténtico, y eso que excavamos muchísimo. Si lo tuviéramos, todos los arrodillados de los Siete Reinos tendrían hielo de sobra para enfriar el vino el verano entero.
Jon giró su montura con el ceño fruncido.
«Y Joramun hizo sonar el Cuerno del Invierno y despertó a los gigantes de la tierra. —Aquel cuerno enorme con bandas de oro viejo, tallado con runas antiguas… ¿Le había mentido Mance Rayder? ¿O era Tormund quien mentía?—. Si el cuerno de Mance era falso, ¿dónde está el verdadero?»
Por la tarde, el sol desapareció de la vista y el día se volvió gris y ventoso.
—Cielo de nieve —anunció Tormund, sombrío.
No fueron los únicos que vieron aquel presagio en las nubes blancas. Parecía instarlos a ir más deprisa, y los ánimos empezaron a caldearse. Hubo un apuñalamiento cuando un hombre intentó adelantarse a otros que llevaban horas en la columna. Toregg arrebató el cuchillo al atacante, arrastró a los dos rivales lejos del tumulto y los envió al campamento salvaje para que empezasen de nuevo el recorrido.
—Tormund —dijo Jon, mientras observaban a cuatro ancianas que empujaban un carro lleno de niños hacia la puerta—, háblame de nuestro enemigo. Quiero saber todo lo posible sobre los Otros.
—Aquí no —murmuró Tormund tras frotarse la boca—. A este lado de tu Muro, no. —Echó una mirada rápida e insegura hacia los árboles cubiertos de un manto blanco—. Nunca andan muy lejos, ¿sabes? No salen de día, ni cuando brilla ese viejo sol, pero no creas que se han ido. Las sombras nunca se van. Puede que no las veas, pero siempre están pisándonos los talones.
—¿Os dieron problemas cuando veníais hacia el sur?
—Nunca atacaron en gran número, si te refieres a eso, pero estaban ahí, en los alrededores. Nos desaparecieron tantos oteadores que perdí la cuenta, y cualquiera que se quedase atrás o se extraviase podía perder la vida. Todas las noches, trazábamos un círculo de fuego alrededor del campamento. El fuego no les gusta nada. Pero luego empezó a nevar…
»Nieve, aguanieve, lluvia helada… Estaba jodido encontrar madera seca o encender un fuego, y el frío… Algunas noches las hogueras se encogían y morían, así, sin más. En noches como esas, siempre nos encontrábamos algún muerto al amanecer. A no ser que ellos te encontraran antes. La noche en que Torwynd…, mi chico… se… —Tormund apartó la mirada.
—Lo sé —dijo Jon Nieve.
—No sabes nada. —Tormund se volvió de nuevo hacia él—. Sí, ya sé que mataste a un muerto. Mance mató a cientos. Se puede luchar contra los muertos, pero cuando llegan sus amos, cuando empieza a levantarse esa neblina blanca… ¿Cómo se lucha contra la niebla, cuervo? Sombras con dientes… Un aire tan frío que duele hasta respirar, como un cuchillo que atraviesa el pecho… No sabes nada, no puedes saberlo. ¿Tu espada puede atravesar el frío?
«Ya lo veremos —pensó Jon, mientras recordaba todo lo que le había contado Sam y lo que había averiguado en sus viejos libros.
Garra
había sido forjada en los fuegos de la antigua Valyria, en llama de dragón, y protegida con hechizos—, Sam lo llamaba
acerodragón.
Es más fuerte que el acero común, más ligero, más duro, más afilado…» Pero una cosa era lo que dijeran los libros, y otra, la verdadera prueba que tendría lugar en la batalla.
—No te equivocas —dijo Jon—. No sé nada. Y, si los dioses son benevolentes, no lo sabré nunca.
—Los dioses rara vez son benevolentes, Jon Nieve. —Tormund señaló hacia arriba—. El cielo se está oscureciendo y cubriendo de nubes, y cada vez hace más frío. Mira, tu Muro ya no llora. —Se giró y llamó a su hijo Toregg—. Vuelve al campamento y diles que se apresuren. Los enfermos, los débiles, los holgazanes y los cobardes, que muevan los putos pies. Prende fuego a las tiendas si hace falta. La puerta tiene que estar cerrada antes de que caiga la noche. Cualquier hombre que no haya pasado al otro lado para entonces, que rece para que los Otros lo cojan antes que yo. ¿Me has oído?
—Te he oído. —Toregg azuzó al caballo y se dirigió al galope hacia el final de la columna.
Los salvajes siguieron llegando. Tal como había señalado Tormund, el cielo se iba oscureciendo. Las nubes lo cubrieron de horizonte a horizonte, y todo rastro de calidez se disipó. En la puerta comenzaron los empellones: hombres, cabras y bueyes se empujaban unos a otros para abrirse paso.
«Es más que impaciencia —comprendió Jon—. Están asustados. Los guerreros, las mujeres de las lanzas, los saqueadores: todos temen ese bosque y las sombras que se mueven entre los árboles. Quieren tener el Muro de por medio antes de que caiga la noche. —Un copo de nieve bailó en el aire; luego, otro—. Baila conmigo, Jon Nieve. Pronto bailarás conmigo.»
Los salvajes siguieron llegando. Ya iban algo más deprisa y cruzaban el campo de batalla con presteza, aunque los más ancianos, jóvenes o débiles casi no podían moverse. Por la mañana, el suelo estaba cubierto por un grueso manto de nieve vieja que refulgía blanca a la luz del sol, pero al caer la noche ya estaba marrón, negruzca y cenagosa. El paso continuo de los salvajes había convertido el suelo en barro y mugre. Todos habían ido dejando sus huellas: las ruedas de madera y las herraduras de los caballos; los patines de hueso, cuerno y hierro; las botas pesadas; las pezuñas de cerdos, vacas y bueyes; los pies negros y descalzos de los pies de cuerno. El terreno resbaladizo hacía que avanzasen aún más lentos.
—Aquí hace falta una puerta mucho más grande —volvió a protestar Tormund.
Ya entrada la tarde, la nieve caía de manera constante, pero el río de salvajes se había reducido a un arroyo. De los campamentos recién abandonados salían columnas de humo que se alzaban sobre los árboles.
—Es Toregg —explicó Tormund—. Está quemando a los muertos. Siempre hay alguien que se duerme y no despierta. Están dentro de las tiendas, al menos los que las tienen, acurrucados y congelados. Toregg ya sabe qué tiene que hacer.
El flujo constante ya no era más que un goteo cuando Toregg emergió del bosque. Lo acompañaban doce guerreros a caballo, armados con lanzas y espadas.
—Mi retaguardia —dijo Tormund con una sonrisa en la que faltaban varios dientes—. Los cuervos tenéis exploradores. Nosotros también. Los dejé en el campamento por si nos atacaban antes de que saliera todo el mundo.
—Tus mejores hombres.
—O los peores. Todos han matado algún cuervo.
Entre los jinetes había un hombre que iba a pie, con una gran bestia pisándole los talones.
«Un jabalí —vio Jon—. Un jabalí monstruoso.»
La criatura era el doble de grande que Fantasma, estaba cubierta de pelaje negro e hirsuto, y tenía unos colmillos del tamaño del brazo de un hombre. Jon no había visto nunca un jabalí tan grande ni tan feo. El hombre que iba con él tampoco era ninguna belleza: musculoso, de cejas negras, nariz chata, mandíbula oscurecida por una barba incipiente, y ojos pequeños y juntos.
—Borroq. —Tormund volvió la cabeza y escupió.
—Un cambiapieles. —No era una pregunta. Sin saber cómo, se había dado cuenta.
Fantasma volvió la cabeza. Hasta entonces, la nieve había enmascarado el olor del jabalí, pero en aquel momento lo percibió. Se adelantó a Jon y enseñó los dientes con un gruñido silencioso.
—¡No! —espetó Jon—. Fantasma, tranquilo. Quieto. ¡Quieto!
—Jabalíes y lobos —dijo Tormund—. Será mejor que dejes a tu bestia encerrada esta noche. Me ocuparé de que Borroq haga lo mismo con su cerdo. —Levantó la vista hacia el cielo oscuro—. Son los últimos, y en buena hora. Seguro que nieva toda la noche. Ya va siendo hora de que eche un vistazo al otro lado de todo este hielo.
—Ve tú delante —dijo Jon—. Quiero ser el último en pasar. Nos vemos en el banquete.
—¿Banquete? ¡Ja! Me gusta cómo suena esa palabra. —El salvaje giró a su montura hacia el Muro y le palmeó el lomo. Lo siguieron Toregg y el resto de los jinetes, que descabalgaron al llegar a la puerta para guiar a sus caballos por las riendas a través del túnel. Bowen Marsh se quedó un rato más para supervisar a sus mayordomos, que tiraban de los últimos carros. Solo quedaron Jon Nieve y su guardia.
El cambiapieles se detuvo a diez pasos. Su monstruo revolvió el barro con las patas, entre resoplidos. Una fina capa de nieve le cubría el lomo jorobado y negro. De repente gruñó con la cabeza gacha y, durante un momento, Jon pensó que estaba a punto de atacar. Los hombres que lo flanqueaban bajaron las lanzas.
—Hermano —saludó Borroq.
—Será mejor que continúes. Estamos a punto de cerrar la puerta.
—Sí, ciérrala. Y más vale que la cierres a conciencia. Ya vienen, cuervo. —Le dedicó la sonrisa más fea que Jon había visto nunca, y empezó a caminar hacia la puerta. El jabalí lo siguió. Tras ellos, la nieve cubrió las huellas que dejaban.
—Bueno, se acabó —dijo Rory cuando ya no quedaba nadie.
«No —pensó Jon Nieve—. Acaba de empezar.»
Bowen Marsh lo esperaba al sur del Muro, con una pizarra de mano llena de números.
—Hoy han cruzado la puerta tres mil ciento diecinueve salvajes —le comentó el lord mayordomo—. Hemos enviado sesenta rehenes a Torre Sombría y a Guardiaoriente, después de darles de comer. Edd Tollett ha regresado a Túmulo Largo con seis carromatos de mujeres; el resto sigue aquí.
—No estarán aquí mucho tiempo —prometió Jon—. Tormund quiere guiar a su gente hasta el Escudo de Roble dentro de uno o dos días. Los demás irán en cuanto decidamos dónde alojarlos.
—Como digáis, lord Nieve. —Hablaba con un tono rígido que dejaba entrever que Bowen Marsh tenía una idea muy precisa de dónde los alojaría él.
Jon regresó a un castillo que no tenía nada que ver con el que había dejado aquella mañana. Desde que lo conocía, el Castillo Negro había sido un lugar de silencio y sombras, donde unos pocos hombres de negro se movían como fantasmas entre las ruinas de una fortaleza que otrora albergara a diez veces más hombres que entonces. Se veía luz en ventanas que Jon siempre había visto oscuras. Por los patios resonaban voces extrañas, y el pueblo libre iba y venía por caminos de hielo que durante años solo habían conocido las botas negras de los cuervos. Delante de los Barracones de Pedernal se encontró con una docena de hombres que se lanzaban bolas de nieve.
«Están jugando —pensó, asombrado—. Adultos que juegan como niños y se tiran bolas de nieve, como hacían Bran y Arya, y Robb y yo antes que ellos.»
La vieja armería de Donal Noye, sin embargo, permanecía oscura y en silencio, y las habitaciones de Jon, en la parte de atrás de la vieja forja, estaban todavía más oscuras. Pero aún no había tenido tiempo de quitarse la capa cuando Dannel asomó la cabeza por la puerta para anunciar que Clydas le llevaba un mensaje.
—Que pase. —Jon encendió un cirio en el brasero y prendió tres velas con él.
Clydas entró parpadeando, con el rostro congestionado y un pergamino agarrado firmemente.
—Disculpad, lord comandante. Sé que debéis de estar muy cansado, pero me pareció que querríais ver esto enseguida.
—Bien hecho. —Jon leyó:
En Casa Austera, con seis barcos. Mar bravía. Perdidos el
Pájaro Negro
y su tripulación; dos barcos lysenos encallados en Skane; la
Garra
hace agua. Nada marcha bien. Los salvajes se comen los cadáveres de los suyos. Cosas muertas en el bosque. Los capitanes braavosi solo quieren llevar mujeres y niños en sus barcos. Las brujas nos llaman esclavistas. Renunciamos a hacernos con la
Cuervo de Tormenta;
seis tripulantes y muchos salvajes muertos. Quedan ocho cuervos. Cosas muertas en el agua. Enviad ayuda por tierra; mar azotado por las tormentas. Desde la
Garra,
por la mano del maestre Harmune.