Aunque el chico se llevó el agua sucia, el hedor no desapareció. En los últimos días estaba siempre presente. El maestre decía que sería mejor drenar la herida en la cubierta, con aire fresco y luz, pero Victarion se negaba; no podía permitir que la tripulación viera aquello. Estaban a medio mundo de su hogar, demasiado lejos para permitir que vieran que su capitán del hierro se estaba oxidando.
La mano izquierda seguía doliéndole con un dolor sordo, persistente. Cuando apretó el puño, el dolor se tornó tan agudo como si se le clavara un cuchillo.
«No, no es un cuchillo, es una espada larga. Una espada larga esgrimida por un fantasma. —Se llamaba Serry, un caballero destinado a heredar el Escudo del Sur—. Lo maté, pero él sigue clavándome su espada desde la tumba. Desde el corazón del infierno al que lo mandé, me hinca el acero en la mano y lo retuerce.»
Victarion recordaba la lucha como si hubiera sucedido el día anterior. Su escudo era un montón de astillas inservibles que le colgaba del brazo, de modo que, cuando la espada larga de Serry descendió hacia él, tuvo que alzar la mano para detenerla. El mozalbete era más fuerte de lo que parecía, y la hoja atravesó las lamas de acero del guantelete, así como el guante acolchado, para enterrarse en la palma de la mano. «Un arañazo de gatito», se había dicho Victarion en aquel momento. Se limpió el corte, se lo curó con vinagre hervido, se lo vendó y no volvió a pensar en él, dando por hecho que el dolor amainaría y la mano se curaría sola con el tiempo.
Pero la herida se había infectado tanto que Victarion llegó a pensar que la espada de Serry estaba envenenada. ¿Por qué, si no, el corte se resistía a cerrarse? La sola idea lo enfurecía: un hombre de verdad no mataba con veneno. En Foso Cailin, los demonios de los pantanos disparaban flechas envenenadas contra sus hombres, pero ¿qué otra cosa cabía esperar de criaturas tan degeneradas? Serry, en cambio, era caballero y de alta cuna. El veneno era cosa de cobardes, mujeres y dornienses.
—Y si no fue Serry, entonces, ¿quién? —preguntó a la mujer de piel oscura—. ¿Me lo está haciendo ese ratón que tengo por maestre? Los maestres conocen hechizos y otros trucos; tal vez me esté envenenando para que le deje cortarme la mano. —Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía—. Fue Ojo de Cuervo quien lo puso a mi servicio. —Euron había sacado a Kerwin del Escudo Verde, donde cuidaba los cuervos e instruía a los hijos de lord Chester para…, o quizá fuera al revés. ¡Y cómo chillaba el ratón cuando un mudo de Euron lo llevó a bordo del
Victoria del Hierro,
arrastrándolo por la cadena del cuello que tan útil resultó en ese momento!—. Si es su venganza, se equivoca conmigo. Euron fue quien se empecinó en que me lo llevara, porque no le parecía fiable como encargado de los cuervos. —Su hermano también le había dado tres jaulas de cuervos para que Kerwin pudiera enviar noticias sobre el viaje, pero Victarion le había prohibido soltarlos. «Que Ojo de Cuervo se muera de impaciencia.»
La mujer de piel oscura estaba poniéndole vendas limpias, y ya había dado seis vueltas a la mano con la tira de tela cuando Longwater Pyke llamó a la puerta para decirle que el capitán del
Dolor
acababa de subir a bordo con un prisionero.
—Dice que nos trae un mago, capitán; que lo ha pescado en el mar.
—¿Un mago? —¿Acaso el Dios Ahogado le enviaba un regalo allí, al otro lado del mundo? Su hermano Aeron lo habría sabido con certeza, pero Aeron había visto la majestad de las estancias acuosas del Dios Ahogado, en el fondo del mar, antes de volver a la vida. Victarion albergaba un sano temor hacia el dios, igual que todos sus hombres, pero la verdadera fe la depositaba en el acero. Flexionó la mano herida y, con una mueca, se puso el guante y se levantó—. Veamos a ese mago.
El señor del
Dolor
estaba esperando en la cubierta. Era un hombrecillo menudo, tan peludo como feo. Su nombre era Sparr, pero todos los que servían a sus órdenes lo llamaban Cobaya.
—Lord capitán —dijo cuando vio a Victarion—, este es Morroqo, un regalo que nos manda el Dios Ahogado.
El mago era un verdadero monstruo, tan alto como el propio Victarion y el doble de ancho, con una barriga como una roca y una mata enmarañada de pelo blanco que le crecía por toda la cabeza como la melena de un león. Tenía la piel negra; no del marrón de los isleños del verano que navegaban en sus naves cisne, ni del pardo rojizo de los señores dothrakis de los caballos, ni como la hulla terrosa de la mujer de piel oscura, sino negra. Más negra que el carbón, más negra que el azabache, más negra que el ala de un cuervo.
«Quemado —pensó Victarion—, como si lo hubieran asado sobre las llamas hasta que la carne se abrasara y se le cayera de los huesos. —Los fuegos que lo habían carbonizado bailaban todavía en su frente y sus mejillas; los ojos del hombre miraban a través de un antifaz de llamas inmóviles—. Tatuajes de esclavo —identificó el capitán—. La marca del mal.»
—Lo encontramos agarrado a los restos de un mástil —comentó el Cobaya— Después de que su barco se hundiera, pasó diez días en el agua.
—Si se hubiera pasado diez días en el agua, habría muerto o habría enloquecido por beber agua salada. —El agua salada era sagrada. Aeron Pelomojado y los otros sacerdotes bendecían a los demás con ella y podían beber un sorbo de cuando en cuando para apuntalar su fe, pero ningún mortal la bebía durante días y vivía para contarlo—. ¿Dices que eres hechicero? —preguntó al prisionero.
—No, capitán —respondió el negro en la lengua común. Tenía una voz tan grave que parecía salir del fondo del mar—. Solo soy un humilde esclavo de R’hllor, el Señor de Luz.
«R’hllor. Un sacerdote rojo.» Victarion los había visto en ciudades extranjeras, siempre junto a sus fuegos sagrados, pero vestían suntuosas túnicas rojas de seda, terciopelo o buena lana. Aquel llevaba harapos descoloridos y llenos de salitre que se le pegaban al torso y a las fuertes piernas. El capitán los examinó más de cerca y le pareció que podrían haber sido rojos.
—Un sacerdote rosa —anunció Victarion.
—Un sacerdote del demonio. —Wulfe Una Oreja escupió.
—A lo mejor se le prendió la túnica y por eso saltó al mar —sugirió Longwater Pyke, lo que provocó una carcajada general. Hasta los monos parecían divertirse, chillando sobre ellos. Uno lanzó contra la cubierta un puñado de excrementos.
Victarion Greyjoy desconfiaba de la risa; las carcajadas siempre le dejaban la sensación de que había algún aspecto de la broma que se le escapaba. Euron Ojo de Cuervo acostumbraba burlarse de él cuando eran niños, igual que Aeron antes de convertirse en Pelomojado. Sus mofas solían ir disfrazadas de alabanzas, y a veces, Victarion no se daba cuenta de que estaban burlándose de él hasta que oía las risotadas. Entonces llegaba la rabia, que le subía hirviendo desde el fondo de la garganta hasta que tenía la impresión de que su sabor iba a ahogarlo. Era la misma sensación que le provocaban los monos. Sus piruetas no consiguieron nunca dibujar una sonrisa en la cara del capitán, por más que la tripulación aplaudiera y silbara.
—Vamos a mandarlo con el Dios Ahogado antes de que nos lance una maldición —propuso Burton Humble.
—¿Un barco se hunde y solo queda él entre los restos? —aportó Wulfe Una Oreja—. ¿Dónde está la tripulación? ¿Acaso invocó a demonios que la devoraron? ¿Qué le pasó a su nave?
—Fue una tormenta. —Morroqo se cruzó de brazos; no parecía asustado, pese a estar rodeado de hombres que pedían su muerte. Aquel mago no les gustaba ni a los monos, que saltaban sobre él de cabo en cabo sin dejar de chillar. Victarion dudaba.
«Ha venido del mar. ¿Por qué lo habría escupido el Dios Ahogado, si no para que lo encontráramos?» Su hermano Euron se hacía acompañar por magos, así que tal vez el Dios Ahogado quisiera que Victarion contara también con uno.
—¿Por qué dices que es un mago? —preguntó al Cobaya—. Yo no veo más que a un sacerdote rojo harapiento.
—Lo mismo me pareció a mí, capitán, pero sabe muchas cosas. Sabía que íbamos a la bahía de los Esclavos antes de que nadie lo mencionara, y también sabía que estarías aquí, en esta isla. —El hombrecillo titubeó un momento—. Me dijo… me dijo que morirías irremisiblemente a menos que lo trajéramos a tu presencia, lord capitán.
—¿Que voy a morir? —bufó Victarion. «Degüéllalo y échalo al mar», estaba a punto de añadir, cuando una puñalada de dolor le subió por la mano hasta el codo, tan intensa que las palabras se le convirtieron en bilis en la garganta. Se tambaleó y tuvo que aferrarse a la borda para no caer.
—¡El hechicero ha lanzado una maldición al capitán! —clamó una voz.
—¡Cortadle el cuello! —gritaron otros hombres—. ¡Matadlo antes de que llame a sus demonios! —Longwater Pyke fue el primero en desenfundar el puñal.
—¡No! —exclamó Victarion—. ¡Atrás todos! Guarda ese acero, Pyke. Cobaya, vuelve a tu barco. Humble, lleva al mago a mi camarote; los demás, volved a vuestras tareas.
Durante un momento, no tuvo la certeza de que fueran a obedecer. Se quedaron en el sitio, murmurando entre sí, algunos con el puñal en la mano, y se miraron como para reunir valor. La mierda de mono llovía en torno a ellos. Nadie hizo ademán de moverse hasta que Victarion agarró al hechicero por el brazo y tiró de él hacia la escotilla.
Cuando abrió la puerta del camarote del capitán, la mujer de piel oscura se volvió hacia él, silenciosa y sonriente, pero, al ver al sacerdote rojo a su lado, mostró los dientes y siseó con la furia salvaje de una serpiente. Victarion la derribó con un revés de la mano sana.
—Cállate, mujer. Sírvenos vino. —Se volvió hacia el negro—. ¿Es cierto lo que dice el Cobaya? ¿Has visto mi muerte?
—Y muchas cosas más.
—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Moriré en combate? —Flexionó los dedos de la mano sana—. Si me mientes, te romperé la cabeza como si fuera un melón y dejaré que los monos te coman los sesos.
—Vuestra muerte se encuentra entre nosotros ahora mismo, mi señor. Dejadme ver la mano.
—¿Qué sabes de mi mano?
—Os he visto en los fuegos nocturnos, Victarion Greyjoy. Salís de entre las llamas, fiero y decidido, con el hacha chorreando sangre, sin ver los tentáculos que os sujetan por la muñeca, por el cuello, por el tobillo, sin ver los cordeles negros que os hacen bailar.
—¿Bailar? —repitió enojado—. Tus fuegos nocturnos te engañan. No nací para bailar ni soy la marioneta de nadie. —Se quitó el guante y puso la mano enferma ante la cara del sacerdote—. ¿Esto era lo que querías ver? —El vendaje nuevo ya estaba empapado de sangre y pus—. El hombre que me hizo esto tenía una rosa en el escudo, y me arañé con una espina.
—Hasta el arañazo más leve puede ser mortal, lord capitán; pero, si me lo permitís, os curaré. Me hará falta una hoja afilada; mejor si es de plata, pero también vale de hierro. Y un brasero, porque he de encender fuego. Os dolerá; será el dolor más espantoso que hayáis sentido jamás; pero cuando termine, habréis recuperado la mano.
«Todos los magos son iguales; el ratón también me advirtió de que me iba a doler.»
—Soy hijo del hierro, sacerdote; me río del dolor. Te daré lo que pides… Pero si fracasas, si mi mano no sana, yo mismo te degollaré y te tiraré al mar.
Morroqo hizo una reverencia; los ojos oscuros le brillaban.
—Así sea.
Nadie volvió a ver aquel día al capitán del hierro, pero durante aquellas largas horas, la tripulación de su
Victoria del hierro
aseguró haber oído risas enloquecidas que procedían de su camarote; unas carcajadas sombrías, roncas, demenciales. Cuando Longwater Pyke y Wulfe Una Oreja trataron de abrir la puerta, se la encontraron atrancada. Más tarde se oyeron plegarias, un extraño alarido agudo en una lengua que, según el maestre, era alto valyrio. Al oírlo, los monos chillaron y se tiraron al agua.
Cuando anocheció, a medida que el mar se tornaba negro como la tinta y el sol hinchado pintaba el cielo de rojo sangre, Victarion volvió a cubierta. Iba desnudo de cintura para arriba, y tenía el brazo izquierdo ensangrentado hasta el codo. La tripulación se congregó a su alrededor, intercambiando susurros y miradas, y él alzó la mano ennegrecida; jirones de humo oscuro se alzaron de sus dedos cuando señaló al maestre.
—Degollad a ese y tiradlo al mar, y los vientos nos serán favorables durante todo el viaje hasta Meereen. —Morroqo lo había visto en sus fuegos. También había visto el matrimonio de la mujer, pero eso daba igual. No sería la primera a la que Victarion Greyjoy dejaba viuda.
El sanador entró en la tienda musitando trivialidades amables, pero en cuanto notó el hedor del aire y echó un vistazo a Yezzan zo Qaggaz, se detuvo en seco.
—La yegua clara —dijo a Golosinas.
«Qué sorpresa —pensó Tyrion—, ¿quién se lo iba a imaginar? Aparte de cualquiera que tenga nariz, y yo, que solo tengo media.» Yezzan estaba ardiendo de fiebre y se retorcía en un charco de excrementos, un líquido marrón mezclado con sangre. A Yollo y a Penny les había tocado limpiarle el trasero amarillo. Su amo no era capaz de levantar su propio peso ni con ayuda, y tenía que hacer acopio de todas sus exiguas fuerzas para rodar hacia un lado.
—Mis artes no servirán de nada aquí —anunció el sanador—. La vida del noble Yezzan está en manos de los dioses. Procurad que no pase calor; hay quien dice que eso ayuda. Y que beba mucha agua. —Los afectados por la yegua clara siempre tenían sed, y bebían cubos de agua entre cagada y cagada—. Agua limpia, tanta como quiera.
—Pero no del río —apuntó Golosinas.
—Eso, ni pensarlo. —Sin añadir nada más, el sanador se largó a toda prisa.
«Nosotros también deberíamos largamos —pensó Tyrion. Era un esclavo con argolla dorada y campanillas que tintineaban alegres cada vez que daba un paso—. Uno de los tesoros de Yezzan. Un honor que no se distingue en nada de la pena de muerte.» A Yezzan zo Qaggaz le gustaba tener cerca a sus tesoritos, así que a Yollo, Penny, Golosinas y al resto de su colección les correspondió cuidarlo cuando enfermó.
«Pobre Yezzan.» El señor del sebo no era tan mal amo: en eso, Golosinas les había dicho la verdad. Sirviendo a los invitados en sus banquetes nocturnos, Tyrion no había tardado en descubrir que Yezzan era uno de los señores yunkios que más habían hablado a favor de mantener la paz con Meereen. Casi todos los demás se limitaban a esperar su oportunidad, cuando llegaran los ejércitos de Volantis, y unos pocos querían tomar la ciudad por asalto de inmediato, no fuera que los volantinos les arrebataran la gloria y la mejor parte del botín. Yezzan no quería ni oír hablar de aquello, y tampoco dio su aprobación a la sugerencia del mercenario Barbasangre de devolver los rehenes meereenos con los trabuquetes.