Danza de dragones (66 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Ven aquí —ordenó el caballero a Tyrion. Sacó el puñal y le cortó las ataduras.

—Os lo agradezco —dijo el prisionero frotándose las muñecas; pero el caballero se echó a reír.

—Guárdate la gratitud para quien la merezca, Gnomo. Lo que viene ahora no te va a hacer la menor gracia.

Estaba en lo cierto.

Las esposas eran de hierro negro, grandes y gruesas, y cada una pesaba sus dos buenas libras, o eso calculó el enano. Las cadenas añadían más peso aún.

—Debo de ser más temible de lo que me imaginaba —confesó Tyrion mientras le cerraban a martillazos el último eslabón. Cada golpe le repercutía en todo el brazo, hasta el hombro—. ¿O tenéis miedo de que escape con estas piernecitas atrofiadas?

El herrero ni siquiera se molestó en apartar la vista de lo que tenía entre manos, pero el caballero soltó una risita enigmática.

—Lo que me preocupa es tu lengua, no tus piernas. Con cadenas serás un esclavo y no te escuchará nadie, ni siquiera los que hablen el idioma de Poniente.

—Esto es innecesario —protestó Tyrion—. Seré un prisionerito bueno, de verdad de la buena.

—Pues demuéstralo: cierra el pico.

Tyrion obedeció; inclinó la cabeza, se mordió la lengua y dejó que le encadenara muñeca con muñeca y tobillo con tobillo.

«Puñeteros trastos, pesan más que yo. —Al menos seguía respirando, porque su secuestrador podría haber optado por cortarle la cabeza. Al fin y al cabo, era lo único que Cersei pedía de él. El primer error del caballero había consistido en no cortársela de entrada—. Hay medio mundo entre Volantis y Desembarco del Rey, y en el camino pueden pasar muchas cosas.»

Hicieron el resto del trayecto a pie, acompañados por el tintineo de las cadenas de Tyrion, que se afanaba por seguir las zancadas largas e impacientes de su secuestrador. Cada vez que se rezagaba, el caballero lo cogía por los grilletes y le daba un brusco tirón hasta que el enano tropezaba y saltaba.

«Podría ser peor. Podría usar el látigo.»

Volantis estaba erigida a horcajadas sobre una desembocadura del Rhoyne, donde el río besaba el mar, y el puente Largo unía sus dos mitades. La parte más antigua y rica de la ciudad se alzaba al este del río, pero allí no gustaban de la presencia de mercenarios, bárbaros ni vulgares forasteros, de modo que debían cruzar hacia el oeste. La entrada del puente Largo era un arco de piedra negra con tallas de esfinges, mantícoras, dragones y otras criaturas aún más extrañas. Al otro lado del arco comenzaba la magna estructura que habían construido los valyrios en su apogeo, el camino de piedra fundida apoyado en pilares gigantescos. Su anchura permitía a duras penas el paso de dos carros a la vez, de modo que, cuando un vehículo lo cruzaba en dirección este y otro en dirección oeste, ambos se veían obligados a avanzar a paso de tortuga.

Por suerte, ellos iban a pie. A poco de caminar por el puente se toparon con un carromato cargado de melones cuyas ruedas se habían enganchado con las de otro de alfombras de seda, y entre los dos habían interrumpido todo el tráfico rodado. Buena parte de los caminantes también se habían detenido para ver a los conductores gritarse e insultarse, pero el caballero agarró a Tyrion por la cadena y se abrió paso a la fuerza. Un niño trató de quitarle la bolsa de las monedas, pero un buen codazo lo impidió y, de paso, le aplastó la nariz y le llenó la cara de sangre al ladronzuelo.

A ambos lados se alzaban edificios de lo más diverso: tiendas, templos, tabernas, posadas, locales para jugar al
sitrang
y burdeles. Casi todos eran de tres o cuatro pisos, con niveles que sobresalían cada vez más, de forma que los más altos parecían besarse. Cruzar el puente era como pasar por un túnel iluminado con antorchas. Había puestos y tenderetes de todo tipo; tejedores y encajeros exhibían sus productos junto a los cereros y las pescaderas que vendían anguilas y ostras. Cada orfebre tenía un guardia ante su puerta, y cada especiero, dos, ya que su mercancía valía el doble. Aquí y allá, entre las tiendas, el viajero atisbaba durante un instante el río que estaba cruzando: hacia el norte, el Rhoyne era una franja negra que reflejaba las estrellas, cinco veces más ancho que el Aguasnegras a su paso por Desembarco del Rey. Al sur del puente, el río se abría para fundirse con el mar.

En la parte central del puente colgaban de ganchos de hierro, como ristras de cebollas, manos cortadas de ladrones y rateros. También se exhibían tres cabezas, dos de hombre y una de mujer, cuyos crímenes aparecían detallados en las tabletas visibles bajo ellas. Un par de lanceros que lucían yelmo brillante y cota de malla se encargaban de vigilarlas. Los dos tenían tatuadas en las mejillas rayas de tigre verdes como el jade. De cuando en cuando agitaban la lanza para espantar a los cernícalos, las gaviotas y las cornejas negras que rondaban a los muertos. Los pájaros se marchaban, pero no tardaban en volver.

—¿Qué hicieron esos? —preguntó Tyrion con toda inocencia.

El caballero leyó las inscripciones.

—La mujer era una esclava que le levantó la mano a su señora. Al viejo lo acusaron de fomentar la rebelión y espiar para la reina dragón.

—¿Y el joven?

—Mató a su padre.

Tyrion dedicó un segundo vistazo a la cabeza podrida.

«¡Si casi parece que sonría!» Poco más adelante, el caballero se detuvo para fijarse en una tiara engastada con piedras preciosas que se exhibía sobre terciopelo morado. Pasó de largo, pero a los pocos pasos volvió a detenerse para regatear por unos guantes en el tenderete de un curtidor. Tyrion agradecía los descansos: el ritmo implacable lo tenía agotado, y las esposas le habían dejado las muñecas en carne viva.

Al otro lado del puente Largo, solo tuvieron que recorrer un corto trecho entre los populosos barrios del puerto de la orilla oeste y bajar por calles iluminadas por antorchas, repletas de marineros, esclavos y jaraneros. Un elefante pasó junto a ellos, cargado con una docena de esclavas medio desnudas que saludaban desde el castillo del lomo y provocaban a los transeúntes con atisbos de sus senos y gritos de «Malaquo, Malaquo». Formaban un espectáculo tan cautivador que Tyrion estuvo a punto de meterse en un humeante montón de excrementos que el elefante había dejado a su paso. Se libró en el último momento, y solo porque el caballero lo apartó de un tirón tan fuerte que lo hizo trastabillar.

—¿Falta mucho? —preguntó el enano.

—Es ahí, en la plaza del Pescado.

Resultó que su destino era la Casa del Mercader, una monstruosidad de cuatro pisos edificada entre los almacenes, burdeles y tabernas de la orilla como un gigantón obeso rodeado de niños. La sala común era más grande que el salón principal de la mitad de los castillos de Poniente: un laberinto penumbroso con un centenar de rincones privados y nichos ocultos, cuyas vigas ennegrecidas y techos agrietados retumbaban con el estruendo de marineros, comerciantes, cambistas, armadores y esclavistas, todos mintiendo, maldiciendo y engañándose en cincuenta idiomas diferentes.

A Tyrion le gustó la elección del alojamiento. La
Doncella Tímida
llegaría a Volantis más tarde o más temprano, y aquella era la posada más grande de la ciudad, la favorita de navieros, capitanes y mercaderes. En la sala común se cerraban muchos negocios; era algo que se sabía de Volantis. Cuando Grif llegara allí con Pato y Haldon, él volvería a ser libre.

Entretanto debía ser paciente. Más tarde o más temprano llegaría su oportunidad.

Las habitaciones de los pisos superiores eran mucho menos imponentes, sobre todo las baratas de la cuarta planta. La que cogió su secuestrador estaba embutida en una esquina y era abuhardillada. Tenía una tambaleante cama de plumas que olía mal y un suelo de madera tan inclinado que le recordó demasiado vivamente su estancia en el Nido de Águilas.

«Por lo menos esta habitación tiene paredes.» También tenía ventanas, que eran su único lujo aparte de la argolla incrustada en la pared, muy útil para sujetar a los esclavos. Su secuestrador se detuvo el tiempo justo para encender una vela de sebo antes de encadenar a Tyrion a la argolla.

—¿Por qué? —protestó el enano mientras oponía una resistencia simbólica—. ¿Por dónde queréis que huya? ¿Por la ventana?

—Podrías.

—Estamos en el cuarto piso y no sé volar.

—Pero puedes caerte, y te quiero vivo.

«Ya lo veo, lo que no sé es por qué. A Cersei le da igual.» Tyrion sacudió las cadenas.

—Sé quién sois. —Tampoco le había resultado tan difícil deducirlo: el oso que llevaba bordado en el jubón, su escudo de armas, el señorío perdido que había mencionado…—. Sé qué sois. Y si vos sabéis quién soy, también sabréis que fui mano del rey y formé parte del consejo, con la Araña. ¿Os sorprendería saber que fue el eunuco quien me hizo emprender este viaje? —«Junto con Jaime, pero a mi hermano mejor no lo meto en esto»—. Soy obra suya, igual que vos. No deberíamos enfrentarnos.

—Acepté el oro de la Araña, no lo niego, pero nunca fui obra suya. —El caballero no parecía nada complacido ante la comparación—. Además, ahora guardo lealtad a otra persona.

—¿A Cersei? No seáis idiota. Lo único que pide mi hermana es mi cabeza, y esa espada que lleváis parece bien afilada. ¿Por qué no acabáis ahora mismo con esta pantomima y así nos ahorramos todos los malos ratos?

—¿Qué es esto? ¿Un truco de enano? —El caballero rio—. ¿Suplicas la muerte con la esperanza de que te deje vivir? —Se dirigió a la puerta—. Te traeré algo de la cocina.

—Qué amable por vuestra parte. Aquí os espero.

—Ya lo sé.

El caballero salió y cerró la puerta con una gran llave de hierro. Las cerraduras de la Casa del Mercader tenían fama de resistentes.

«Este lugar es tan seguro como una mazmorra —pensó el enano con amargura—, pero al menos quedan las ventanas. —Sabía que sus posibilidades de zafarse eran nulas, pero se sintió obligado a intentarlo. Los esfuerzos que hizo para sacar una mano de las esposas solo le sirvieron para arañarse más la piel y dejarse la muñeca pegajosa de sangre, y sus esfuerzos y tirones no bastaron para mover la argolla de la pared—. A la mierda. —Se dejó caer tanto como le permitieron las cadenas, porque empezaba a tener calambres en las piernas; iba a pasar una noche infernal—. La primera de muchas, sin duda.»

La habitación resultaba sofocante, por lo que el caballero había abierto los postigos para que corriera algo de brisa. Al estar en una esquina del edificio, bajo el alero, contaba con el lujo de dos ventanas: una daba al puente Largo y, al otro lado del río, a la muralla negra del corazón de la Antigua Volantis; la otra se abría a la plaza del Pescado, como la había llamado Mormont. Las cadenas estaban muy tirantes, pero si Tyrion se ladeaba y dejaba que la argolla de hierro cargara con todo su peso, alcanzaba a verla.

«No sería una caída tan espantosa como la de las celdas del cielo de Lysa Arryn, pero acabaría igual de muerto. No sé, si estuviera borracho…»

Pese a lo avanzado de la noche, la plaza estaba abarrotada de marineros juerguistas, putas en busca de clientes y comerciantes que se dedicaban a sus negocios. Una sacerdotisa roja la cruzó con paso apresurado, seguida por una docena de acólitos que portaban antorchas y cuyas túnicas se les enredaban en los tobillos. Poco más allá había dos jugadores de
sitrang
enzarzados en guerra a muerte ante una taberna. Junto a su mesa había un esclavo que sostenía un farol. A oídos de Tyrion llegó el cántico de una mujer; no entendió la letra, pero la melodía era apacible y triste.

«Si supiera lo que canta, a lo mejor me haría llorar.» Más cerca se había congregado una multitud en torno a un par de malabaristas que se lanzaban antorchas encendidas.

Su secuestrador no tardó en volver con dos jarras de cerveza y un pato asado. Cerró la puerta de una patada, partió el pato en dos con las manos y le lanzó la mitad a Tyrion. El enano lo habría pillado en el aire, pero las cadenas le cortaron el movimiento cuando trató de levantar los brazos. El ave lo acertó en la sien y le bajó, cálida y grasienta, por la cara, y tuvo que acuclillarse y estirarse para cogerla haciendo tintinear las cadenas. Lo consiguió al tercer intento, y se llevó el pato a la boca con alegría.

—¿Qué tal un poco de cerveza para pasarlo? —Mormont le tendió una jarra—. La mitad de Volantis se ha emborrachado ya; no veo por qué vas a ser menos.

La cerveza era dulce y afrutada; Tyrion bebió un buen trago y soltó un alegre eructo. La jarra era de peltre, muy pesada.

«Me acabo la cerveza y le tiro la jarra. Si tengo suerte, le rompo la cabeza. Si tengo mucha, mucha suerte, fallo y me mata de una paliza.» Bebió otro trago.

—¿Es fiesta o algo así? —preguntó.

—Tercer día de elecciones, que duran diez. Diez días de locura: desfiles con antorchas, discursos, titiriteros, comediantes, bailarines, jaques que luchan a muerte en duelos de honor por sus candidatos, elefantes con los nombres de los aspirantes a triarca pintados en el lomo… Esos malabaristas actúan patrocinados por Methyso.

—Pues votaré por otro. —Tyrion se lamió la grasa de los dedos. En la plaza, la multitud lanzaba monedas a los malabaristas—. ¿Todos esos candidatos patrocinan espectáculos?

—Hacen lo que sea con tal de conseguir votos —replicó Mormont—. Comida, bebida, espectáculos… Alios ha puesto en las calles a un centenar de hermosas esclavas para que complazcan a los votantes.

—Me ha convencido —decidió Tyrion—. Traedme a una de esas esclavas.

—Son para los volantinos libres y con propiedades. Al oeste del río no verás muchos votantes.

—¿Y esto dura diez días? —rio Tyrion—. Suena bien, aunque con tres reyes tengo la sensación de que sobran dos. Intento imaginarme gobernando los Siete Reinos junto con mi bella hermana y mi querido hermano. Uno de nosotros mataría a los otros dos en menos de un año. Me sorprende que esos triarcas no hagan lo mismo.

—Algunos lo han intentado, pero puede que los volantinos sean más listos que los ponientis. En Volantis han pasado cosas absurdas, pero nunca han tenido que aguantar a un niño triarca. Cuando sale elegido un loco, los otros dos lo controlan hasta que acaba su año de mandato. Imagina cuántos muertos seguirían con vida si Aerys el Loco hubiera tenido que compartir el poder con otros dos reyes.

«Y en vez de eso tuvo a mi padre», pensó Tyrion.

—En las Ciudades Libres hay quien opina que al otro lado del mar Angosto somos todos unos salvajes —prosiguió el caballero—. Y otros dicen que somos como niños que necesitamos un padre con mano dura.

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