—¿Valdría la mano de una madre? —«A Cersei le encantaría el consejo, sobre todo si se lo llevas acompañado de mi cabeza»—. Por lo visto conocéis bien esta ciudad.
—Llevo aquí casi un año. —El caballero apuró los restos del fondo de la jarra—. Cuando Stark me obligó a exiliarme, hui a Lys con mi segunda esposa. Braavos habría sido mejor, pero Lynesse quería que fuéramos a algún lugar cálido. En lugar de servir a los braavosi, luché contra ellos en el Rhoyne, pero mi esposa gastaba diez monedas de plata por cada una que yo ganaba, así que cuando volví a Lys me encontré con que ella tenía un amante, que me dijo que me venderían como esclavo para saldar mis deudas a menos que se la entregara y me marchara de la ciudad. Así fue como llegué a Volantis, con la amenaza de la esclavitud, sin más posesiones que la espada y la ropa que llevaba puesta.
—Pero ahora queréis volver a casa.
—Mañana mismo buscaré pasaje en un barco. —El caballero apuró la cerveza—. La cama es para mí; tú quédate con el trozo de suelo que te permitan las cadenas. Duerme si puedes, y si no, piensa en tus delitos. Eso te tendrá entretenido hasta el amanecer.
«Tú también tienes delitos de los que arrepentirte, Jorah Mormont», pensó el enano; pero le pareció más prudente no decirlo.
Ser Jorah colgó el cinto de la espada del poste de la cama, se liberó de las botas, se sacó la cota de malla por encima de la cabeza y se quitó la ropa interior de lana y cuero con manchas de sudor para dejar al descubierto un torso fornido lleno de cicatrices y vello oscuro.
«Si pudiera desollarlo, vendería esa pelambre para hacer una capa de piel», pensó Tyrion mientras Mormont se refugiaba en la maloliente comodidad de su combado lecho de plumas.
El caballero no tardó en empezar a roncar, con lo que el prisionero se quedó a solas con sus cadenas. Las dos ventanas estaban abiertas, así que la luz de la luna, aunque menguante, bañaba toda la habitación. De la plaza llegaban los sonidos más diversos: retazos de canciones de borrachos, el maullido de un gato en celo, el entrechocar lejano del acero contra el acero…
«Alguien está a punto de morir.»
Le dolía la muñeca allí donde se había desgarrado la piel, y las cadenas le impedían sentarse, cuánto más acostarse. Lo mejor que pudo hacer fue girarse para quedar apoyado contra la pared, y al poco perdió toda sensibilidad en las manos. Se movió para buscar alivio a la tensión, y la sangre volvió a circular entre aguijonazos de dolor. Tuvo que apretar los dientes para no gritar. ¿Cuánto había sufrido su padre cuando se le clavó la saeta en la ingle? ¿Y Shae, cuando retorció la cadena en torno a su cuello mentiroso? ¿Y Tysha, cuando la violaron? El dolor que sentía él no era nada en comparación, pero no por eso sufría menos.
«Que pare, por favor, que pare.»
Ser Jorah se había puesto de lado, de modo que Tyrion solo le veía la ancha espalda, peluda y musculosa.
«Aunque pudiera soltarme, tendría que pasar por encima de él para llegar al cinto de la espada. A lo mejor, si pudiera cogerle el puñal…— ¿O tal vez sería mejor intentarlo con la llave? Podía abrir la puerta, bajar con sigilo las escaleras y cruzar la sala común…—. Y luego ¿qué? ¿Adónde? No tengo amigos ni dinero, ni siquiera hablo el idioma de este lugar.»
Al final, el agotamiento pudo más que el dolor y Tyrion se sumió en un sueño inquieto; pero gritaba y se estremecía en sueños cada vez que un calambre le recorría la pantorrilla. Se despertó con los músculos doloridos y se encontró con que la luz de la mañana entraba por las ventanas, clara y dorada como la melena del león de los Lannister. Desde abajo llegaban los gritos de los pescaderos y el traqueteo de las ruedas de hierro contra el empedrado. Jorah Mormont estaba junto a él.
—Si te suelto de la argolla, ¿harás lo que te diga?
—Cualquier cosa menos bailar. Bailar me resultaría muy difícil, porque no siento las piernas. Puede que se me hayan caído. Por lo demás, soy todo vuestro; lo juro por mi honor de Lannister.
—Los Lannister no tienen honor.
Pese a todo, ser Jorah le soltó las cadenas, y Tyrion consiguió dar dos pasos vacilantes antes de caerse. El dolor que sintió cuando la sangre volvió a circularle por las manos hizo que le saltaran las lágrimas, y tuvo que morderse el labio.
—No sé adonde vamos, pero tendréis que llevarme rodando.
El corpulento caballero prefirió levantarlo por la cadena de las muñecas, a modo de asa.
La sala común de la Casa del Mercader era un laberinto penumbroso de nichos y reservados, distribuidos en torno a un patio central donde un emparrado de enredaderas en flor proyectaba intricados dibujos en el suelo de baldosas, y el musgo verde y violeta crecía entre las piedras.
Las esclavas corrían de lado a lado y pasaban de la luz a la sombra con frascas de vino, cerveza y una bebida verde helada que olía a menta. A aquella hora de la mañana solo estaba ocupada una mesa de cada veinte.
En una de ellas había un enano de mejillas sonrosadas bien afeitadas, con el pelo castaño rojizo, la frente amplia y la nariz aplastada, con los pies colgando de un taburete alto, que contemplaba con ojos enrojecidos un cuenco de gachas violáceas.
«Qué tío más feo y pequeñajo», pensó Tyrion. El otro enano percibió su mirada. Cuando levantó la vista hacia él se le cayó la cuchara.
—Me ha visto —alertó Tyrion a Mormont.
—¿Y qué?
—Me conoce. Sabe quién soy.
—¿Quieres que te meta en un saco para que no te vea nadie? —El caballero se rozó el puño de la espada—. Si quiere venir a por ti, que lo intente.
«Para que lo mates, claro. No supone ninguna amenaza para un hombretón como tú. No es más que un enano.»
Ser Jorah ocupó una mesa en un rincón tranquilo y pidió comida y bebida. Desayunaron una torta de pan todavía caliente, huevas de pescado rosadas, morcillas con miel y saltamontes fritos, todo ello regado con cerveza negra amarga. Tyrion comió como si no hubiera probado bocado en su vida.
—Tienes buen apetito esta mañana —señaló el caballero.
—Tengo entendido que la comida del infierno es pésima.
Tyrion miró hacia la puerta, por la que acababa de entrar un hombre alto, encorvado, con la barba puntiaguda teñida de un violeta sucio.
«Será un mercader tyroshi.» Se coló un ruido del exterior: graznidos de gaviotas, carcajadas femeninas, los gritos de los pescaderos… Durante un momento le pareció ver a Illyrio Mopatis, pero no era más que un elefante enano que pasaba ante la puerta de la posada.
—¿Esperas a alguien? —Mormont untó de huevas un trozo de pan y le dio un mordisco.
—Nunca se sabe a quién pueden traer los vientos. —Tyrion se encogió de hombros—. A mi amor verdadero, al fantasma de mi padre, un pato… —Se metió un saltamontes en la boca y lo masticó—. No está mal para ser un bicho.
—Anoche no se hablaba de otra cosa que de Poniente. Por lo visto, un señor exiliado ha contratado a la Compañía Dorada para recuperar sus tierras. Muchos capitanes de Volantis viajan ahora mismo río arriba, hacia Volon Therys, para ofrecerle sus barcos.
Tyrion acababa de comerse otro saltamontes y estuvo a punto de atragantarse.
«¿Se burla de mí? ¿Qué puede saber de Grif y de Aegon?»
—Mierda. Yo que pensaba contratar a la Compañía Dorada para recuperar Roca Casterly… —«¿Será un truco de Grif? ¿Estará sembrando falsos rumores?» Aunque también era posible que el guapo principito hubiera mordido el anzuelo. ¿Los habría hecho desviarse hacia el oeste y no hacia el este? ¿Habría renunciado a sus esperanzas de contraer matrimonio con la reina Daenerys? «Eso sería renunciar a los dragones. ¿Grif se lo permitiría?»—. Será un placer contrataros también a vos. Las tierras de mi padre me corresponden por derecho. Entregadme vuestra espada y, cuando las recupere, os bañaré en oro.
—Ya he visto cómo bañaban en oro a alguien, y no, gracias. Si alguna vez tienes mi espada, será porque te la he clavado en las tripas.
—Remedio seguro contra el estreñimiento. Solo tenéis que preguntárselo a mi padre.
Cogió la jarra y bebió un trago muy despacio para esconder cualquier cosa que pudiera delatar su rostro. Tenía que ser una estratagema para acallar las sospechas de los volantinos.
«¿Será el plan de Grif? Hacerse a la mar con falsos pretextos y apoderarse de las naves a continuación. —No era mala idea. La Compañía Dorada contaba con diez mil hombres expertos y disciplinados—. Pero no son marineros. Grif tendría que mantenerlos controlados en todo momento, y si llegaran a la bahía de los Esclavos y tuvieran que luchar…»
La sirvienta se acercó a su mesa.
—La viuda os recibirá ahora, noble señor. ¿Le habéis traído un regalo?
—Sí, gracias. —Ser Jorah le puso una moneda en la mano y le indicó con un gesto que se retirase.
—¿La viuda de quién? —preguntó Tyrion, intrigado.
—La viuda del puerto. Al este del Rhoyne siguen llamándola la puta de Vogarro, pero nunca a la cara.
—¿Quién es Vogarro? —La explicación había dejado al enano como estaba.
—Fue un elefante muy rico, siete veces triarca y toda una autoridad en los muelles. Otros hombres se dedicaban a construir barcos y hacerse a la mar, pero él erigía muelles y almacenes, gestionaba envíos, cambiaba moneda y aseguraba a los navieros contra los peligros del mar. También traficaba con esclavos. Se encaprichó de una esclava de cama entrenada en Yunkai en el camino de los siete suspiros, y se armó un buen escándalo…; pero el escándalo fue aún mayor cuando la liberó y se casó con ella. Después de su muerte, ella siguió con los negocios. Los libertos no pueden vivir tras la Muralla Negra, así que tuvo que vender la mansión de Vogarro y alojarse en la Casa del Mercader. De eso hace treinta y dos años, y aquí sigue hasta la fecha. Es esa que tienes detrás, al otro lado del patio, recibiendo pleitesía ante su mesa habitual. No, no mires. Ahora está acompañada. Cuando acabe nos toca a nosotros.
—¿En qué va a ayudaros esa vieja?
—Ahora verás.
Ser Jorah se levantó, y Tyrion saltó de su silla haciendo tintinear las cadenas.
«Esto va a ser muy instructivo.» La postura de la mujer sentada en su rincón de patio tenía algo de zorruno, igual que había algo de reptiliano en sus ojos. Tenía el pelo blanco tan ralo que se le veía la piel rosada del cráneo, y lucía bajo un ojo las cicatrices que le había dejado el cuchillo al cortar las lágrimas. En la mesa se veían los restos de su desayuno: cabezas de sardinas, huesos de aceitunas y migas de pan. A Tyrion no se le escapó lo bien elegida que estaba su «mesa habitual»: piedra sólida a sus espaldas, un nicho de vegetación a un lado para facilitar entradas y salidas, y una vista perfecta de la puerta principal de la posada, aunque en un lugar tan resguardado por las sombras que ella resultaba prácticamente invisible.
La anciana sonrió en cuanto le puso la vista encima.
—Un enano —ronroneó con voz tan baja como siniestra. Hablaba la lengua común casi sin acento—. Parece que últimamente hay invasión de enanos en Volantis. ¿Este sabe trucos?
«Sí —habría querido responder Tyrion—. Déjame una ballesta y te enseño mi favorito.»
—No —respondió ser Jorah.
—Lástima. Tuve un monito que hacía trucos, y vuestro enano me lo recuerda mucho. ¿Es mi regalo?
—No. Os he traído esto.
Ser Jorah sacó los guantes y los soltó en la mesa junto al resto de los regalos que había recibido la viuda aquella mañana: una copa de plata, un abanico de filigrana de jade con varillas tan finas que dejaban pasar la luz, un antiguo puñal de bronce con runas… Comparados con semejantes tesoros, los guantes resultaban baratos y de pésimo gusto.
—Unos guantes para mis viejas manos arrugadas. Qué amable. —La anciana no hizo ademán de tocarlos.
—Los compré en el puente Largo.
—En el puente Largo se puede comprar casi cualquier cosa. Guantes, esclavos, monos… —Los años le habían encorvado la espalda hasta dejarla jorobada, pero sus ojos eran negros y penetrantes—. Decidme, ¿en qué puede ayudaros esta pobre viuda?
—Necesitamos llegar a Meereen cuanto antes.
Una sola palabra, y el mundo de Tyrion se volvió del revés. Una palabra.
«Meereen. —¿O había entendido mal? Una palabra—. Meereen, ha dicho “Meereen”, me lleva a Meereen.» Meereen significaba vida, o al menos, esperanza de vida.
—¿Por qué acudís a mí? —replicó la viuda—. No tengo barcos.
—Pero tenéis muchos capitanes que están en deuda con vos.
«Dijo que me entregaría a la reina. Sí, pero ¿a cuál? No va a venderme a Cersei; quiere ponerme en manos de Daenerys Targaryen; por eso no me ha cortado la cabeza. Vamos hacia el este, mientras Grif y su príncipe, pobres idiotas, van hacia el oeste. —Aquello era demasiado—. Conjuras dentro de conjuras dentro de conjuras, pero todos los caminos llevan a la boca del dragón.» Una carcajada incontenible le subió a los labios, y no pudo controlar la risa.
—Vuestro enano tiene un ataque —señaló la viuda.
—Mi enano va a estarse callado si no quiere que lo amordace.
«¡Meereen!» Tyrion se tapó la boca con las manos. La viuda del puerto optó por no hacerle caso.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó.
Motas de polvo flotaban en el aire cuando la criada llenó dos copas de cristal verde para ser Jorah y la viuda. Tyrion tenía la garganta seca, pero a él no le sirvieron bebida. La viuda paladeó el vino antes de tragar.
—Los demás exiliados se dirigen hacia el oeste, según ha llegado a estos viejos oídos. Y esos capitanes que están en deuda conmigo se matan por llevarlos y rascar un poco del oro de las arcas de la Compañía Dorada. Nuestros nobles triarcas han comprometido una docena de barcos de guerra a esta causa, y se asegurarán de que la flota llegue sin percances a los Peldaños de Piedra. Hasta el anciano Doniphos ha dado su aprobación; ¡es una aventura gloriosa! Y vos queréis ir en sentido contrario.
—Los asuntos que requieren mi atención están al este.
—¿Qué asuntos pueden ser? Nada que ver con esclavos, porque la reina de plata ha puesto fin a eso. También ha cerrado los reñideros, así que no puede ser ansia de sangre. ¿Qué otra cosa hay en Meereen que pueda tentar a un caballero ponienti? ¿Ladrillos? ¿Aceitunas? ¿Dragones? Ah, veo que se trata de eso. —La sonrisa de la vieja parecía propia de un animal—. Tengo entendido que la reina de plata les da carne de bebé, y que ella se baña en sangre de vírgenes y tiene un amante cada noche.