Danza de dragones (33 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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«Si consigo llegar a esa cueva…»

—Hooodor. —Se oyó un gemido desde más abajo, y de repente Bran ya no era Bran, el niño roto que se arrastraba por la nieve: era Hodor, y estaba en mitad de la colina, defendiéndose de un espectro que intentaba alcanzarle los ojos. Se incorporó tambaleándose, dio un rugido y empujó al espectro con fuerza hacia un lado. Cayó sobre una rodilla y empezó a levantarse de nuevo. Bran extrajo la espada larga del cinturón de Hodor. Por dentro aún oía los quejidos del pobre gigante, pero por fuera se había convertido en tres varas de furia armadas con hierro. Alzó la espada y la hizo descender sobre el muerto con un gruñido. La hoja atravesó lana mojada, malla oxidada y cuero podrido, y se hundió hasta lo más profundo de los huesos y la carne.

—¡Hodor! —gritó, y volvió a atacar. Cortó la cabeza del espectro a la altura del cuello, y durante un momento sintió la victoria… hasta que apareció un par de manos muertas que tanteaban en busca de su garganta.

Bran retrocedió ensangrentado, y entonces, Meera Reed clavó la fisga en la espalda del espectro.

—Hodor —volvió a rugir Bran. Le hizo señas para que siguiera ascendiendo por la colina—. Hodor, Hodor. —Jojen desfallecía en el lugar donde lo había dejado Meera. Bran corrió hacia él, soltó la espada, protegió al chico con el brazo de Hodor y volvió a levantarse con torpeza.

—¡Hodor! —gritó.

Meera los guio hacia la cima, alejando con la fisga a cada espectro que se les cruzaba. Aunque no se pudiera herir a aquellos seres, eran lentos y torpes.

—Hodor —decía Hodor a cada paso—. Hodor, Hodor. —Se preguntó qué pensaría Meera si le dijera de repente que la amaba.

Más arriba, unas siluetas en llamas bailaban en la nieve.

«Los espectros —comprendió Bran—. Han prendido fuego a los espectros. —Verano gruñía y lanzaba dentelladas mientras trazaba círculos alrededor del más cercano: lo que quedaba de un hombre enorme, envuelto en un torbellino de llamas—. No debería acercarse tanto. ¿Qué hace? —Entonces se vio tirado de bruces en la nieve. Verano intentaba alejar aquella cosa de él—. ¿Qué pasará si me mata? —se preguntó—. ¿Seré Hodor para siempre? ¿Volveré a la piel de Verano? ¿O simplemente moriré?»

El mundo giró a su alrededor. Árboles blancos, cielo negro, llamas rojas, todo se arremolinaba, cambiaba, daba vueltas, y Bran se sintió caer.

—Hodor hodor hodor hodor. Hodor hodor hodor hodor. Hodor hodor hodor hodor hodor —oyó gritar a Hodor.

Una nube de cuervos salió de la cueva, y vio a una niña que movía de un lado a otro la antorcha que llevaba en la mano. Durante un momento, Bran pensó que era su hermana Arya… lo que no tenía sentido, pues sabía que estaba a mil leguas de distancia, o tal vez muerta. Pero allí estaba, escuálida y harapienta, salvaje, con el pelo enmarañado. Los ojos de Hodor se llenaron de lágrimas que se congelaron al instante.

Todo se volvió del revés una vez más, y Bran volvió a encontrarse en su propia piel, medio enterrado en la nieve. El espectro en llamas se cernía sobre él, con la alta silueta delineada contra los árboles envueltos en nieve. Justo antes de que el árbol más cercano le descargara encima la nieve que lo cubría, Bran vio que era de los que iban desnudos.

No supo nada más hasta que se despertó tumbado en un lecho de agujas de pino bajo un oscuro techo de piedra.

«La cueva. Estoy en la cueva.» Aún sentía el sabor de la sangre por haberse mordido la lengua, pero a su derecha ardía una hoguera y el calor le bañaba la cara, y en su vida había sentido nada mejor. Verano olfateaba a su alrededor, y también estaba Hodor, calado hasta los huesos. Meera acunaba a Jojen en el regazo, y la niña que se parecía a Arya los miraba a todos, con la antorcha en la mano.

—La nieve —dijo Bran—. Me cayó encima. Me enterró.

—Te escondió, y yo te saqué. —Meera señaló con la cabeza hacia la niña—. Pero fue ella quien nos salvó. La antorcha… El fuego los mata.

—No, el fuego los quema. El fuego siempre tiene hambre. Aquella voz no pertenecía a Arya ni a ninguna niña. Era una voz de mujer, aguda y melodiosa, impregnada de una musicalidad extraña que nunca había oído en nadie, y tan triste que desgarraba el corazón. Bran entornó los ojos para verla mejor. Era de aspecto joven, más baja que Arya; se cubría la piel, moteada como la de una cierva, con una capa de hojas. Tenía unos ojos extraños, grandes y vidriosos, dorados y verdes, con la pupila vertical como los gatos.

«Nadie tiene los ojos así.» Su pelo era una maraña de colores otoñales, castaño, rojo y dorado, con enredaderas, ramitas y flores secas enzarzadas.

—¿Quién eres? —preguntó Meera Reed. Bran lo sabía.

—Es una hija del bosque. —Se estremeció, tanto por el asombro como por el frío. Habían caído de lleno en uno de los cuentos de la Vieja Tata.

—Los primeros hombres nos llamaron niños, o hijos del bosque —dijo la mujercilla—. Los gigantes nos llamaron
woh dak nag gran,
el pueblo ardilla, porque éramos pequeños y rápidos y nos gustaban los árboles, pero no somos ardillas ni niños. En la lengua verdadera, nuestro nombre significa «los que cantan la canción de la tierra». Mucho antes de que se hablara vuestra antigua lengua, ya llevábamos diez mil años cantando nuestras canciones.

—Sin embargo, hablas en la lengua común —señaló Meera.

—Lo hago por él, por el pequeño Bran. Nací en la época de los dragones, y durante doscientos años caminé por el mundo de los hombres para ver, escuchar y aprender. Habría seguido caminando, pero me dolían las piernas y tenía el corazón fatigado, así que volví a casa.

—¿Doscientos años? —preguntó Meera.

—Son los hombres los que son niños —sonrió la mujer.

—¿Tienes nombre? —quiso saber Bran.

—Sí, siempre que lo necesito. —Apuntó con la antorcha hacia la fisura negra del fondo de la cueva—. Nuestro camino nos lleva abajo. Ahora tenéis que acompañarme.

—El explorador… —Bran empezó a tiritar otra vez.

—No puede venir.

—Lo matarán.

—No. Lo mataron hace mucho. Venid; abajo hace más calor, y ahí nadie os hará daño. Te espera.

—¿El cuervo de tres ojos? —preguntó Meera.

—El verdevidente.

Echó a andar sin decir más, y los otros no tuvieron más remedio que seguirla. Meera ayudó a Bran a encaramarse de nuevo a la espalda de Hodor, aunque la cesta estaba medio rota y empapada por la nieve. Después pasó un brazo alrededor de su hermano y lo ayudó a ponerse en pie. Jojen abrió los ojos.

—¿Qué? ¿Meera? ¿Dónde estamos? —Sonrió al ver el fuego—. He tenido un sueño de lo más extraño.

El pasadizo era angosto y retorcido, y tan bajo que Hodor tenía que andar agachado. Bran se agazapó tanto como pudo, pero aun así, enseguida empezó a darse cabezazos contra el techo. A cada roce le caía tierra en el pelo y en los ojos, y llegó a golpearse la frente contra una gruesa raíz blanca que sobresalía de la pared del túnel y de cuyos dedos colgaban telarañas.

La capa de hojas susurraba tras la hija del bosque, que iba la primera con la antorcha en la mano, pero el túnel daba tantas vueltas que Bran pronto la perdió de vista y solo pudo seguir la luz que se reflejaba en las paredes. Tras un breve descenso, el pasadizo se dividía, pero el ramal de la izquierda era oscuro como boca de lobo, y hasta Hodor supo que debían seguir la oscilante antorcha hacia la derecha.

Las sombras se movían de tal manera que parecía que las paredes se movían a su vez. Bran vio enormes serpientes blancas que entraban y salían de la tierra que lo rodeaba, y el corazón le dio un vuelco. Se preguntó si no habrían entrado en un nido de serpientes de leche o de gusanos de sepultura gigantes, blandos, pálidos y fangosos.

«Los gusanos de sepultura tienen dientes.»

Hodor también lo vio.

—Hodor —protestó, sin ninguna gana de continuar. Pero cuando la mujer se detuvo para que la alcanzaran, la luz de la antorcha se quedó inmóvil y Bran se dio cuenta de que las serpientes solo eran raíces blancas como la que le había dado en la cabeza.

—Son raíces de arciano. ¿Te acuerdas del árbol corazón del bosque de dioses, Hodor? El árbol blanco con hojas rojas. Un árbol no puede hacerte daño.

—Hodor.

Hodor volvió a ponerse en marcha rápidamente tras la niña y la antorcha, hacia las profundidades de la tierra. Pasaron por otra bifurcación, después por otra, y al fin llegaron a una caverna del tamaño del salón principal de Invernalia, con dientes de piedra que colgaban del techo y se abrían paso desde el suelo. La mujercita de la capa de hojarasca se abrió camino entre ellos. De vez en cuando se paraba y los apremiaba haciendo señas con la antorcha. «Por aquí —parecía decir—, por aquí, por aquí, deprisa.»

Encontraron más pasadizos y recovecos a ambos lados, y Bran oyó agua que goteaba hacia su derecha. Cuando miró en aquella dirección se encontró con ojos que los observaban, grandes ojos de pupila vertical que reflejaban la luz de la antorcha.

«Más hijos del bosque —se dijo—; nuestra guía no está sola.» Pero también recordó la historia de la Vieja Tata sobre los que habían acompañado a Gendel.

Había raíces por todas partes: se retorcían entre tierra y piedras, cerraban algunos pasadizos y sostenían los techos de otros.

«Lo que no hay son colores —advirtió Bran. El mundo era de tierra negra y madera blanca. El árbol corazón de Invernalia tenía las raíces gruesas como los muslos de un gigante, pero aquellas lo eran más aún, y Bran nunca había visto tantas juntas—. Tiene que haber un bosque entero de arcianos justo encima de nosotros.»

La luz se hizo más tenue. Al ser tan pequeña, la niña que no era niña se movía muy deprisa cuando quería. Algo crujió bajo los pies de Hodor, y se paró tan bruscamente que Meera y Jojen casi se estamparon contra su espalda.

—Huesos —dijo Bran—. Son huesos.

El suelo del túnel estaba cubierto de huesos de pájaros y otros animales. Pero también había otros, algunos tan grandes que por fuerza tenían que ser de gigante, y otros pequeños que podrían corresponder a niños. Bran vio una calavera de oso y otra de lobo; media docena de calaveras humanas y otras tantas de gigantes. Las demás eran pequeñas y de forma extraña.

«Hijos del bosque.» Todas estaban rodeadas y atravesadas por raíces. Unos cuantos cuervos los observaron pasar con ojos negros brillantes, posados en algunas de ellas.

El último tramo de su oscuro viaje era el más empinado. Hodor realizó el descenso final de culo, deslizándose a trompicones enmedio de un estrépito de huesos rotos, tierra suelta y gravilla. La mujer los esperaba al final de un puente natural que colgaba sobre un profundo abismo. Abajo, en la oscuridad, Bran oyó el sonido del agua al correr.

«Un río subterráneo.»

—¿Tenemos que cruzar? —preguntó, mientras los Reed llegaban resbalando por la cuesta detrás de él. La idea lo aterrorizaba. Si Hodor perdía pie en aquel puente tan estrecho, los dos caerían y caerían.

—No, muchacho. Mira detrás de ti.

La mujer levantó un poco más la antorcha, y la luz pareció cambiar y transformarse. Durante un instante, las llamas fueron naranja y amarillas, y llenaron la caverna de un resplandor rojizo; después, todos los colores se apagaron y solo quedaron el blanco y el negro. Tras ellos, Meera ahogó un grito. Hodor se volvió.

Allí había un hombre pálido, vestido con ropa color ébano, inmerso en sus ensoñaciones y sentado en un nido enmarañado de raíces; un trono de arcianos entrelazados que lo abrazaban con sus atrofiados miembros como haría una madre con su hijo. Tenía el cuerpo tan esquelético y las vestiduras tan harapientas que, al principio, Bran pensó que era otro cadáver, un muerto que llevaba tanto tiempo allí sentado que habían crecido raíces sobre él, bajo él y a través de él. Lo que se podía ver de la piel era de color blanco, salvo por una mancha sangrienta que le subía del cuello a la mejilla. Tenía el pelo blanco, fino como las raíces de hierba, y tan largo que llegaba al suelo de tierra. Las raíces se le enredaban por las piernas como serpientes de madera. Una de ellas se había abierto camino a través de los calzones y la carne reseca del muslo, para aparecer de nuevo en el hombro. De su cráneo surgía una mata de hojas rojas, y tenía la frente cubierta de setas grises. Los restos de piel en la cara eran duros y tirantes como si fueran de cuero blanco, pero también parecían desgarrados, y aquí y allá se veían huesos marrones y amarillos.

—¿Eres el cuervo de tres ojos? —se oyó decir Bran.

«Un cuervo de tres ojos debería tener tres ojos. Él solo tiene uno, y es rojo.» Bran sintió como aquel ojo lo miraba fijamente, brillante como un pozo de sangre a la luz de la antorcha. De la cuenca vacía donde debería haber estado el otro ojo crecía una delgada raíz blanca que bajaba por la mejilla hasta llegar al cuello.

—¿Un… cuervo? —La voz del hombre pálido sonaba seca. Movía los labios despacio, como si hubiera olvidado cómo se construían las palabras—. Lo fui, cierto. Negro mi atuendo y negra mi sangre. —La ropa que llevaba estaba podrida y descolorida, salpicada de musgo y carcomida por los gusanos, pero en otro tiempo había sido negra—. He sido muchas cosas, Bran. Ahora soy lo que ves, y entenderás por qué no podía llegar a ti…, salvo en sueños. Te he observado durante mucho tiempo; te he observado con mil ojos y uno más. Presencié tu nacimiento, y el de tu señor padre antes que el tuyo. Presencié tu primer paso, oí tu primera palabra, formé parte de tu primer sueño. Te vi caer. Y ahora, por fin, has venido a mí, Brandon Stark, aunque has tardado.

—Estoy aquí —dijo Bran—, pero estoy roto. ¿Podrías…? ¿Podrías curarme…? Quiero decir, ¿podrías curarme las piernas?

—No —dijo el hombre pálido—. Eso está fuera de mi alcance.

«Ha sido un viaje muy largo.» Los ojos de Bran se llenaron de lágrimas. La estancia resonaba con el ruido del río negro.

—Nunca volverás a andar, Bran —dictaminaron los labios pálidos—. Pero volarás.

Tyrion

Durante largo rato no se movió: se limitó a yacer sobre el montón de sacos viejos que hacía las veces de cama, y a escuchar el viento entre los cabos y el susurro del río contra el casco.

La luna llena pendía sobre el mástil.

«Me sigue río abajo para vigilarme, como un ojo inmenso. —Pese a la calidez de las pieles polvorientas con que se cubría, el hombrecillo sintió un escalofrío—. Lo que me hace falta es una copa de vino. O una docena.» Pero la luna se apagaría antes de que el cabronazo de Grif le permitiera saciar su sed. Lo obligaba a beber agua, así que estaba condenado a noches de insomnio y días de temblores y sudor.

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