—Eso no os impidió vendérsela a Khal Drogo.
—Los dothrakis no compran ni venden. Digamos mejor que su hermano Viserys se la entregó a Drogo para ganarse la amistad del
khal.
Era un joven lleno de codicia y vanidad. Viserys quería poseer el trono de su padre, pero también quería poseer a Daenerys, y era reacio a entregarla. La noche anterior a la boda de la princesa trató de meterse en su cama alegando que, si no podía tener su mano, al menos tendría su himen. Si yo no hubiera tenido la precaución de apostar guardias ante la puerta de Daenerys, Viserys habría dado al traste con años de planes.
—Por lo que decís, era un completo imbécil.
—Era hijo de Aerys el Loco, sí. Daenerys… Daenerys es muy diferente. —Se metió una alondra asada en la boca y la masticó estrepitosamente con huesos y todo—. La niña asustada que se refugió en mi mansión murió en el mar dothraki, y renació en sangre y fuego. La reina dragón que lleva su nombre es una verdadera Targaryen. Cuando envié barcos para traerla a casa, puso rumbo hacia la bahía de los Esclavos. En pocos días conquistó Astapor, puso de rodillas a Yunkai y saqueó Meereen. Si marcha hacia el oeste por los viejos caminos de Valyria, la siguiente en caer será Mantarys. Si viene por mar… Bueno, su flota tendrá que aprovisionarse de agua y alimentos en Volantis.
—Por tierra o por mar, hay muchas leguas entre Meereen y Volantis —señaló Tyrion.
—Quinientas cincuenta a vuelo de dragón, por desiertos, montañas, pantanos y ruinas hechizadas por demonios. Muchos perecerán, pero los que sobrevivan serán más fuertes cuando lleguen a Volantis… donde os encontrarán a Grif y a vos esperándolos con un ejército descansado y barcos suficientes para cruzar el mar hasta Poniente.
Tyrion sopesó lo que sabía sobre Volantis, la más antigua y gallarda de las Nueve Ciudades Libres. Había algo que olía a podrido; lo detectaba hasta con media nariz.
—Se dice que en Volantis hay cinco esclavos por cada hombre libre. ¿Por qué van a ayudar los triarcas a una reina que ha acabado con la esclavitud? —Señaló a Illyrio—. ¿Por qué vais a ayudarla vos? Puede que el comercio de esclavos esté prohibido en Pentos, pero también tenéis un dedo metido en ese negocio. Un dedo o la mano entera. Y pese a ello conspiráis a favor de la reina dragón, no contra ella. ¿Por qué? ¿Qué esperáis obtener de la reina Daenerys?
—¿Ya volvemos a eso? Sois un hombrecito muy empecinado. —Illyrio soltó una carcajada y se palmeó la barriga—. Como queráis. El Rey Mendigo juró que yo sería su consejero de la moneda, que me nombraría señorial señor, y que en cuanto tuviera la corona me dejaría elegir el castillo que quisiera. Hasta Roca Casterly, si ese era mi deseo.
A Tyrion casi se le salió el vino por los restos de nariz.
—Mi padre se habría reído mucho.
—Vuestro señor padre no habría tenido nada que temer. ¿Para qué iba a querer yo una roca? Mi mansión es tan grande como se puede desear, y mucho más acogedora que vuestros castillos ponientis, llenos de corrientes de aire. En cambio, el puesto de consejero de la moneda… —El gordo peló otro huevo—. Me gustan las monedas. ¿Hay sonido más dulce que el tintineo de las monedas de oro al entrechocar?
«Los sollozos de una hermana.»
—¿Estáis seguro de que Daenerys cumplirá las promesas de su hermano?
—Puede que sí y puede que no. —Illyrio partió el huevo por la mitad—. Ya os lo he dicho, mi pequeño amigo: no todo lo que hace está encaminado a sacar tajada. Pensad lo que queráis, pero hasta un viejo gordo y estúpido como yo tiene amigos y deudas de afecto.
«Mentiroso —pensó Tyrion—. De esto quieres sacar algo más que monedas o castillos.»
—No es fácil encontrar hoy en día a hombres que valoren la amistad más que el oro.
—Muy cierto —respondió el gordo haciendo oídos sordos a la ironía.
—¿Cómo es que le tenéis tanto cariño a la Araña?
—Nos conocimos de jóvenes, cuando éramos unos críos en Pentos.
—Varys vino de Myr.
—Cierto. No lo conocí hasta mucho después de que llegara, seguido de cerca por los esclavistas. De día dormía en las cloacas y de noche rondaba por los tejados como un gato. Por aquel entonces yo era casi igual de pobre, un jaque con ropa de seda sucia que vivía de su espada.
¿Por casualidad habéis visto la estatua que tengo junto al estanque? La esculpió Malanon cuando yo contaba con dieciséis años. Es hermosa, aunque ahora, cuando la miro, se me llenan los ojos de lágrimas.
—Los años no perdonan. Yo sigo llorando por mi nariz. Pero Varys…
—En Myr, Varys era un príncipe de los ladrones hasta que lo delató un rival. En Pentos lo traicionaba su acento, y cuando se supo que era eunuco no recibió más que desprecio y palizas. Nunca sabré por qué me eligió para protegerlo, pero lo cierto es que llegamos a un acuerdo. Varys acosaba a los ladrones de poca monta y les arrebataba sus ganancias. Yo ofrecía mi ayuda a las víctimas y les prometía recuperar sus objetos de valor por un precio, de modo que pronto todo aquel que sufría una pérdida sabía que debía acudir a mí, mientras que los atracadores y ladronzuelos de la ciudad buscaban a Varys, unos para cortarle el cuello y otros para venderle su botín. Los dos nos enriquecimos, y nos hicimos todavía más ricos cuando Varys entrenó a sus ratones.
—En Desembarco del Rey los llamaba «pajaritos».
—Por aquel entonces eran ratones. Los ladrones viejos eran imbéciles que no pensaban más que en convertir en vino el botín de la noche. Varys prefería a los chiquillos huérfanos. Elegía a los más menudos, los que eran rápidos y silenciosos, y los enseñaba a escalar muros y colarse por chimeneas. También los enseñó a leer. Dejábamos el oro y las piedras preciosas para los ladrones vulgares, mientras que nuestros ratones robaban cartas, libros de cuentas, mapas… Se los aprendían y los dejaban donde los habían encontrado. «Los secretos valen más que la plata y los zafiros», decía Varys. Y es verdad. Me hice tan respetable que un primo del príncipe de Pentos me entregó la mano de su hija doncella. Mientras tanto, los rumores sobre las habilidades de cierto eunuco cruzaron el mar Angosto y llegaron a oídos de cierto rey. Un rey muy intranquilo que no confiaba plenamente en su hijo, en su esposa ni en su mano, un amigo de la juventud que se había vuelto arrogante y demasiado orgulloso. Me imagino que ya conocéis el resto de la historia, ¿no es así?
—En buena medida —reconoció Tyrion—. Veo que sois algo más que un mercachifle.
—Mi pequeño amigo es muy amable. —Illyrio inclinó la cabeza—. Por mi parte, creo que sois tan agudo como me dijo lord Varys. —Mostró todos los dientes amarillos y desiguales al sonreír, y pidió a gritos otra botella de vino de fuego myriense.
Cuando el magíster se adormiló con la frasca de vino junto al codo, Tyrion gateó entre los cojines para liberarla de su prisión de carne y servirse otra copa. La apuró, bostezó y la llenó de nuevo.
«Si bebo suficiente vino de fuego, puede que sueñe con dragones», pensó.
Cuando era un niño solitario en las entrañas de Roca Casterly, muchas veces se pasaba la noche cabalgando a lomos de dragones, imaginando que era un príncipe Targaryen o un señor valyrio de los dragones que sobrevolaba campos y montañas. En cierta ocasión, cuando sus tíos le preguntaron qué quería por su día del nombre, les suplicó un dragón.
—No hace falta que sea grande; puede ser pequeño, como yo.
A su tío Gerion le pareció que era lo más divertido que había oído en su vida, pero su tío Tygett se encargó de devolverlo a la realidad: «El último dragón murió hace un siglo, chico». Aquello le pareció monstruosamente injusto, tanto que por la noche estuvo llorando hasta quedarse dormido.
Pero si se podía dar crédito a las palabras del señor del queso, la hija del Rey Loco había incubado tres dragones vivos.
«Dos más de los que necesita hasta un Targaryen. —Tyrion casi lamentaba haber matado a su padre; habría dado cualquier cosa por ver la cara de lord Tywin cuando descubrieran que había una reina Targaryen camino de Poniente con tres dragones, respaldada por un eunuco intrigante y un mercader de quesos casi del tamaño de Roca Casterly. Estaba tan ahíto que tuvo que desabrocharse el cinturón y la lazada superior de los calzones. Con la ropa de niño que le había dado su anfitrión se sentía como una salchicha—. Como sigamos comiendo así todos los días, alcanzaré el tamaño de Illyrio antes de presentarme ante esa reina dragón.» En el exterior de la litera había caído la noche; dentro reinaba la oscuridad. Tyrion escuchó los ronquidos de Illyrio, el crujido de las correas de cuero y el lento golpeteo de las herraduras metálicas contra el duro camino valyrio, pero lo que su corazón quería oír era el batir de unas alas correosas.
Cuando despertó ya había amanecido. Los caballos seguían su paso, y la litera crujía y se mecía entre ellos. Tyrion entreabrió las cortinas para echar un vistazo al exterior, pero aparte de los prados ocres y los olmos desnudos solo se veía el camino, una ancha vía de piedra que transcurría recta como una lanza hasta el horizonte. Había leído sobre los caminos de Valyria, pero aquel era el primero que veía. El dominio del Feudo Franco había llegado hasta Rocadragón, pero no al continente.
«Es extraño, porque Rocadragón no es más que un islote. Las riquezas estaban más al oeste, pero ellos tenían dragones. Sin duda sabían qué había más allá.»
Había bebido demasiado la noche anterior. El corazón le latía a toda velocidad, y hasta el suave vaivén de la litera le revolvía el estómago. No se quejó, pero Illyrio Mopatis vio su angustia.
—Bebed conmigo —le dijo el gordo—. Lo que os hace falta es, como dicen en Poniente, una escama del dragón que os quemó.
Sirvió dos copas de una frasca de vino de zarzamora tan dulce que atraía más moscas que la miel. Tyrion las espantó de un manotazo y bebió un largo trago. Tenía un sabor tan dulzón que le costó un esfuerzo no vomitarlo. La segunda copa entró con más facilidad, pero aun así seguía sin apetito y rechazó el cuenco de moras con crema que le ofreció Illyrio.
—He soñado con la reina —le dijo—. Estaba de rodillas ante ella y le había jurado lealtad, pero me confundió con mi hermano Jaime y me echó de comer a sus dragones.
—Esperemos que no haya sido un sueño profético. Sois un gnomo listo, tal como me dijo Varys, y Daenerys va a necesitar a muchos hombres listos a su alrededor. Ser Barristan es un caballero valiente y sincero, pero no creo que nadie lo haya calificado jamás de astuto.
—Los caballeros solo saben solucionar los problemas de una manera: esgrimiendo la lanza y atacando. Los enanos miramos el mundo de otro modo. Pero ¿qué hay de vos? Vos también sois listo.
—Me aduláis. —Illyrio sacudió una mano—. Por desgracia, lo mío no es viajar, así que os envío en mi nombre con Daenerys. Al matar a vuestro padre prestasteis un gran servicio a su alteza, y tengo la esperanza de que no sea el único. Daenerys no es estúpida, como lo era su hermano. Sabrá utilizaros.
«¿De incendaja?» Tyrion esbozó una sonrisa amable.
Aquel día solo cambiaron de tiro en tres ocasiones, pero le pareció que paraban dos veces por hora para que Illyrio pudiera bajar de la litera a mear.
«Nuestro señor del queso tiene el tamaño de un elefante, pero su vejiga es como un cacahuete», pensó el enano. Durante una de las paradas aprovechó para observar el camino detenidamente. Sabía qué iba a encontrar: nada de tierra prensada, losas ni piedras, sino una franja de roca fundida, elevada medio palmo sobre el terreno para que corriera mejor la lluvia o la nieve derretida. A diferencia de los lodazales que llamaban caminos en los Siete Reinos, las sendas de Valyria eran tan anchas que por ellas podían pasar tres carromatos a la vez, sin que el tiempo ni el tráfico las erosionaran, y eso cuatro siglos después de que Valyria hubiera sufrido su Maldición. Examinó la piedra en busca de resquebrajaduras o baches, pero solo vio un montón de estiércol caliente que acababa de soltar un caballo.
Los excrementos le hicieron pensar en su señor padre. «¿Estás en algún infierno ahí abajo, padre? ¿En algún infierno helado desde donde puedas ver como siento en el Trono de Hierro a la hija de Aerys el Loco?»
Reanudaron el viaje, e Illyrio sacó una bolsa de castañas asadas y empezó a hablar otra vez de la reina dragón.
—Mucho me temo que solo tenemos noticias pasadas sobre la reina Daenerys. A estas alturas ya habrá salido de Meereen, o eso es lo que cabe suponer. Ya ha conseguido un ejército, una mezcolanza de mercenarios, señores de los caballos dothrakis e infantería de inmaculados, y sin duda lo llevará hacia el oeste para recuperar el trono de su padre. —El magíster Illyrio destapó un frasco de caracoles conservados en ajo, los olió y sonrió—. Solo nos queda suponer que en Volantis obtendréis noticias más recientes de Daenerys —dijo mientras sorbía un caracol de la concha—. Tanto las niñas como los dragones son caprichosos, así que tal vez tengáis que adaptaros a las circunstancias. Grif sabrá qué hacer. ¿Queréis un caracol? El ajo es de mi propio huerto.
«Si me monto en un caracol iré más deprisa que en la litera.» Tyrion rechazó el frasco con un gesto de la mano.
—Parece que confiáis mucho en ese hombre, el tal Grif. ¿Otro amigo de la infancia?
—No. Vos lo consideraríais un mercenario, aunque nació en Poniente. Daenerys necesita hombres dignos de su causa. —Illyrio levantó una mano—. ¡Ya lo sé! Estáis pensando que los mercenarios anteponen el oro al honor, y que ese tal Grif os venderá a vuestra hermana. Os equivocáis. Confío en él como confiaría en un hermano.