«Adonde quiera que vayan las putas», oyó decir a lord Tywin una vez más, y una vez más vibró la ballesta.
El magíster le había dicho que recorriera a voluntad la mansión y los jardines. En un arcón con incrustaciones de lapislázuli y madreperla había ropa limpia para él, y se la puso no sin dificultades: obviamente, la habían hecho para un niño y era de telas buenas, aunque habría sido mejor que la airearan antes de dársela. Las perneras le quedaban largas; las mangas, cortas, y si hubiera conseguido abrocharse el cuello, la cara se le habría puesto más negra que a Joffrey. También había sufrido el asedio de las polillas.
«Por lo menos no huele a vómito.»
Tyrion empezó el recorrido por la cocina, donde dos mujeres gordas y un mozo lo miraron con desconfianza mientras se servía higos, queso y pan.
—Buenos días os deseo, hermosas damas —les dijo con una reverencia—. ¿Sabéis por un casual adonde van las putas?
No respondieron, de modo que repitió la pregunta en alto valyrio, aunque tuvo que decir «cortesanas» en lugar de «putas.» A aquello, la cocinera más joven y gorda respondió encogiéndose de hombros. ¿Qué harían si las cogiera de la mano y las llevara a rastras a su dormitorio? «Ninguna te rechazará», le había asegurado Illyrio, pero Tyrion no creía que incluyese a aquellas dos. La joven tenía edad suficiente para ser su madre, y la otra parecía la madre de la primera. Ambas estaban casi tan gordas como Illyrio y tenían las tetas más grandes que la cabeza del enano.
«Podría ahogarme en carne. —Había peores maneras de morir. La de su padre, por ejemplo—. Tendría que haberle hecho cagar un poco de oro antes de que expirase. —Lord Tywin había escatimado siempre cariño y aprobación, pero el oro lo repartía a manos llenas—. Solo hay una cosa más patética que un enano desnarigado: un enano desnarigado y sin fondos.»
Tyrion dejó a las gordas en la cocina, con sus ollas y sus hogazas, y buscó la bodega donde lo había decantado Illyrio la noche anterior. No le costó dar con ella. Allí había vino más que suficiente para mantenerlo borracho cien años: tintos dulces del Dominio y tintos recios de Dorne; pentoshi ambarinos y el néctar verde de Myr; sesenta cubas del oro del Rejo y hasta vinos del legendario Oriente, de Qarth, Yi Ti y Asshai de la Sombra. Al final se decidió por una cuba de vino fuerte de la cosecha privada de lord Runceford Redwyne, abuelo del entonces señor del Rejo. Tenía un paladar lánguido y temerario a la vez, y era de un rojo tan oscuro que casi parecía negro a la escasa luz de la bodega. Tyrion llenó una copa, y también una frasca para no quedarse corto, y subió a los jardines para beber bajo los cerezos que había visto por la ventana.
Pero salió por la puerta que no era y no llegó al estanque, aunque tampoco le importó demasiado. Los jardines de la parte trasera de la mansión eran igual de hermosos y mucho más extensos. Los recorrió un rato mientras bebía. Los muros habrían dejado en mantillas a los de cualquier castillo, y las púas de hierro de la parte superior le resultaban extrañas sin cabezas que las adornaran. Tyrion se imaginó la cabeza de su hermana en una de ellas, con la cabellera dorada cubierta de brea y la boca llena de moscas.
«Eso, y la de Jaime justo al lado. Que nada se interponga entre mis hermanos.»
Con una cuerda y un arpeo sería muy capaz de salvar aquel muro. Tenía brazos fuertes y no pesaba demasiado, así que podría escalar y saltar, siempre que no se ensartara en una púa.
«Mañana mismo busco una cuerda», decidió.
Durante su recorrido vio tres puertas de entrada a los terrenos de la mansión: la principal, con su caseta de guardia; una poterna junto a las perreras, y una portezuela oculta tras una maraña de hiedra de color claro. La última estaba cerrada con una cadena, y las otras dos, vigiladas por guardias. Los guardias eran regordetes, con la cara lampiña como las nalgas de un bebé, y cada uno llevaba un casco de bronce con una púa. Tyrion reconocía a un eunuco en cuanto lo veía, y de aquellos conocía además la reputación: se decía que no tenían miedo a nada, que no sentían dolor y que eran leales a sus amos hasta la muerte.
«No me iría mal tener unos cientos —pensó—. Lástima que no se me ocurriera antes de quedar en la miseria.»
Paseó por una galería flanqueada por columnas y pasó bajo un arco ojival hasta llegar a un patio de baldosas donde una mujer lavaba ropa junto a un pozo. Parecía de su misma edad, y tenía el pelo de un rojo apagado y la cara ancha cubierta de pecas.
—¿Quieres vino? —le ofreció. Ella se quedó mirándolo, insegura—. No hay otra copa, así que tendremos que compartir esta—. La lavandera siguió retorciendo túnicas para escurrirlas y colgarlas. Tyrion se sentó en un banco de piedra y dejó la frasca al lado—. Dime una cosa: ¿hasta qué punto puedo confiar en el magíster Illyrio? —Aquel nombre hizo que la criada alzara la vista—. ¿Tanto? —Soltó una risita, cruzó las piernas atrofiadas y bebió un trago—. Me resisto a representar el papel que me tiene preparado el quesero, sea el que sea, pero ¿cómo voy a negarme? Las puertas están vigiladas. A lo mejor tú podrías sacarme a escondidas bajo las faldas. Te estaría muy agradecido; hasta podría casarme contigo. Ya tengo dos esposas, ¿por qué no tres? Aunque claro, ¿dónde viviríamos? —Le dedicó la sonrisa más amable que podía esbozar un hombre con solo media nariz—. ¿Te he dicho ya que tengo una sobrina en Lanza del Sol? En Dorne, con Myrcella, podría hacer muchas travesuras. Podría enfrentarla a su hermano en una guerra. ¿A que sería tronchante? —La lavandera colgó una túnica de Illyrio, tan grande que habría servido de vela para un barco—. Tienes razón, debería darme vergüenza pensar esas cosas. Sería mejor que me fuera al Muro. Se dice que, cuando un hombre se une a la Guardia de la Noche, todos sus crímenes quedan borrados. Pero no te dejarían quedarte conmigo, preciosa. En la Guardia no hay mujeres, no hay ninguna linda pecosa que caliente la cama por la noche, solo viento frío, bacalao salado y cerveza aguada. Aunque a lo mejor el negro me hace más alto. ¿Tú qué opinas, mi señora? —Volvió a llenarse la copa—. ¿Qué te parece? ¿Norte o sur? ¿Debería expiar mis antiguos pecados o cometer otros nuevos?
La lavandera le lanzó una última mirada, cogió el cesto de ropa y se alejó.
«Las esposas no me duran nada —reflexionó Tyrion. Sin que supiera cómo, la frasca se había quedado vacía—. Parece que es hora de volver a la bodega.» Pero el vino fuerte hacía que le diera vueltas la cabeza, y los peldaños de la bodega eran muy empinados.
—¿Adonde van las putas? —preguntó a la colada tendida. Tal vez debería habérselo preguntado a la lavandera. «No estoy insinuando que seas una puta, cariño, pero a lo mejor sabes adonde van. —Mejor incluso, tendría que habérselo preguntado a su padre. «Adonde quiera que vayan las putas», había dicho lord Tywin—. Me quería. Era la hija de un campesino, me quería y se casó conmigo. Depositó su confianza en mí.»
La frasca vacía se le cayó de la mano y rodó por el patio. Tyrion se dio impulso para bajar del banco y fue a recogerla. Fue entonces cuando vio unas setas que crecían en una grieta, entre las baldosas: eran muy blancas, con el sombrero moteado por arriba y ribeteado de rojo sangre por debajo. Arrancó una y la olió.
«Deliciosa —pensó—. Y letal.» Había siete setas; tal vez los Siete quisieran decirle algo. Las cogió todas, arrancó un guante del tendedero, las envolvió con cuidado y se las guardó en el bolsillo. El esfuerzo lo mareó, así que volvió a subirse al banco, se ovilló y cerró los ojos.
Cuando volvió a despertar estaba de nuevo en su dormitorio, otra vez hundido en el lecho de plumón de ganso, y una chica rubia lo sacudía por el hombro.
—El baño os aguarda, mi señor. El magíster Illyrio cenará con vos en una hora.
Tyrion se incorporó y se sujetó la cabeza con las manos.
—¿Estoy soñando, o hablas la lengua común?
—Sí, mi señor. Me compraron para complacer al rey. —Tenía los ojos azules y la piel muy blanca; era joven y grácil.
—Y seguro que lo lograste. Me hace falta una copa de vino.
—El magíster Illyrio me ha dicho que tengo que frotaros la espalda y calentaros la cama. —Le sirvió el vino—. Me llamo…
—Eso es completamente irrelevante. ¿Sabes adonde van las putas?
—Las putas se venden por dinero. —La chica se había sonrojado.
—O por joyas, o por vestidos, o por castillos. Pero ¿a dónde van?
—¿Es una adivinanza, mi señor? —No acababa de comprenderlo—. No se me dan bien las adivinanzas. ¿Vais a darme la respuesta?
«No —pensó él—, yo también detesto las adivinanzas.»
—No voy a decirte nada. Y tú devuélveme el favor y haz lo mismo.
«Lo único que me interesa de ti es lo que tienes entre las piernas», estuvo a punto de decirle. Pero las palabras se le atascaron en la lengua y no le llegaron a los labios.
«No es Shae, no es más que una tonta cualquiera que cree que hablo con acertijos. —A decir verdad, ni siquiera estaba demasiado interesado en su coño—. Debo de estar enfermo. O muerto.»
—¿Qué me decías de un baño? No hay que hacer esperar al gran quesero.
Mientras se bañaba, la muchacha le lavó los pies, le frotó la espalda y le cepilló el pelo. Después le aplicó un ungüento aromático en las pantorrillas para aliviarle los calambres, y lo vistió de nuevo con ropa de niño: unos polvorientos calzones rojo vino y una casaca de terciopelo azul con ribete de hilo de oro.
—¿Me querrá mi señor después de cenar? —le preguntó mientras le ataba los cordones de las botas.
—No. Estoy harto de mujeres. —«Putas.»
La chica se tomó el rechazo demasiado bien para su gusto.
—Si mi señor prefiere un muchachito, me encargaré de que tenga uno esperándole en la cama.
«Mi señor preferiría a su esposa. Mi señor preferiría a una chica llamada Tysha.»
—Solo si sabe adónde van las putas.
La chica apretó los labios. «Me desprecia —comprendió Tyrion—, aunque no más de lo que me desprecio yo. —No le cabía duda de que se había follado a más de una mujer que aborrecía su mera visión, pero al menos las otras habían tenido la amabilidad de simular afecto—. Un poco de desprecio sincero podría resultar refrescante, como un vino ácido después de beber demasiado vino dulce.»
—He cambiado de opinión —dijo—. Espérame en la cama. Desnuda, por favor. Estaré demasiado borracho para pelearme con tu ropa. Tú ten la boca cerrada y las piernas abiertas, y nos irá muy bien. —Le lanzó una mirada lasciva con la esperanza de que lo recompensara con un atisbo de miedo, pero todo lo que vio fue repulsión.
«Nadie tiene miedo de los enanos.» Ni siquiera lord Tywin se había asustado, y eso que Tyrion tenía una ballesta.
—¿Tú gimes cuando te follan? —preguntó a la calientacamas.
—Si mi señor lo desea…
—Puede que tu señor desee estrangularte. Es lo que hice con mi última puta. ¿Crees que tu amo me pondría algún problema? Seguro que no. Tiene cien más como tú, pero solo a uno como yo.
Sonrió, y en esa ocasión obtuvo de ella el miedo que esperaba.
Illyrio estaba tumbado en un diván, comiendo cebollitas y guindillas de un cuenco de madera. Tenía la frente perlada de sudor, y los ojillos porcinos le brillaban por encima de las gruesas mejillas. Con cada movimiento de sus manos refulgía una piedra preciosa diferente: ónice, ópalo, apatita, turmalina, rubí, amatista, zafiro, esmeralda, azabache y jade; un diamante negro y una perla verde.
«Sus anillos me darían para vivir años y años —pensó Tyrion—, aunque claro, tendría que quitárselos con un cuchillo.»
—Sentaos junto a mí, mi pequeño amigo.
Illyrio le hizo gestos para que se acercara. El enano se subió a una silla. Era muy grande para él, demasiado, un trono acolchado para acomodar las gigantescas nalgas del magíster con gruesas patas para soportar su peso. Tyrion Lannister había vivido siempre en un mundo demasiado grande para él, pero en la mansión de Illyrio Mopatis, las desproporciones llegaban a un nivel grotesco.
«Soy un ratón en la guarida de un mamut, pero al menos el mamut tiene una bodega excelente.» Solo con pensarlo le entró sed, y pidió vino.
—¿Habéis disfrutado de la chica que os envié? —preguntó Illyrio.
—Si hubiera querido una chica la habría pedido.
—En caso de que no os haya complacido…
—Ha hecho todo lo que le he pedido.
—Eso espero. La entrenaron en Lys, donde han hecho del amor un arte. El rey la disfrutó mucho.
—Yo mato reyes, ¿no os habíais enterado? —Tyrion esbozó una sonrisa malévola por encima de la copa de vino—. No quiero las sobras reales.
—Como gustéis. Comamos.
Illyrio dio unas palmadas y los sirvientes se apresuraron a acercarse. Empezaron con un caldo de cangrejo y rape, seguido por una sopa fría de huevo y lima. A continuación les sirvieron codornices a la miel, pierna de cordero, hígados de ganso con salsa de vino, chirivías con mantequilla y cochinillo asado. Tyrion sintió náuseas con solo ver las fuentes, pero se forzó a probar una cucharada de sopa por pura educación, y aquello lo perdió. Las cocineras eran viejas y gordas, pero sabían lo que se hacían. En su vida había comido tan bien, ni siquiera en la corte.
Mientras mondaba los huesos de su codorniz preguntó a Illyrio por la reunión que había tenido por la mañana. El gordo se encogió de hombros.
—Hay problemas en el este. Astapor ha caído, igual que Meereen. Las ciudades esclavistas ghiscarias, que ya eran viejas cuando el mundo era joven. —Los criados trincharon el cochinillo. Illyrio cogió un trozo de la piel crujiente, lo mojó en salsa de ciruelas y se lo comió con los dedos.
—La bahía de los Esclavos está muy lejos de Pentos. —Tyrion ensartó un hígado de ganso con la punta del cuchillo. «No hay hombre más maldito que aquel que mata a la sangre de su sangre, pero podría hacerme a la idea de vivir en este infierno.»
—Cierto —convino Illyrio—, pero el mundo no es sino una gran telaraña, y basta con tocar un hilo para que los demás vibren. ¿Más vino? —Se llevó una guindilla a la boca—. No, algo aún mejor. —Volvió a dar unas palmadas. Al momento entró un criado con una fuente cubierta y la puso delante de Tyrion. Illyrio se inclinó sobre la mesa para quitar la tapa—. Setas —anunció al tiempo que se elevaba el aroma—. Con un toque de ajo y bañadas en mantequilla. Me han dicho que tienen un sabor exquisito. Tomad una, amigo mío. Tomad dos.
Tyrion ya había pinchado una oronda seta negra y estaba llevándosela a la boca cuando detectó en la voz de Illyrio algo lo hizo detenerse en seco.