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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (2 page)

BOOK: Danza de dragones
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NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

El trabajo editorial es, en ocasiones, tremendamente ingrato: son tantos los detalles que hay que tener en cuenta que ni todo el tiempo del mundo, ni todo el esmero, ni las toneladas de cariño que le ponemos evita que algo salga mal. Siempre sale algo mal. Y si, en algún momento, las carencias quedan disimuladas por la calidad del libro, tanto en contenido como en forma, el reconocimiento se obtiene a través de la ausencia de quejas. Asumimos, pues, la maldición del editor que se debe a su catálogo, y no al balance anual.

Cuando empezamos la andadura de traducir al castellano
Canción de hielo y fuego
no sabíamos en qué berenjenal nos estábamos metiendo. Si bien no teníamos ninguna duda de la calidad de la obra y del talento de George R. R. Martin, hubo momentos de incertidumbre. Pero el tiempo ha respaldado la apuesta, y desde aquel invierno del 2002 en que imprimimos una primera edición modesta de
Juego de tronos
hasta este
Danza de dragones
que tienes hoy en tus manos, miles y miles de lectores han quedado fascinados por la magia de esta historia, y han engrosado las filas de una inconmensurable legión de admiradores. Admiradores que han estado esperando con ansiedad. Esperamos colmar las expectativas sin que se resienta nuestra prioridad: que el libro, en su totalidad, cumpla con las más altas exigencias.

Por otra parte, reconocemos que disfrutamos del proceso de edición, no tan solo por la satisfacción de un trabajo que creemos bien hecho, sino por los magníficos profesionales (y mucho mejores personas) que han colaborado con la editorial en todas las áreas, con un compromiso hacia los lectores que va más allá de cualquier agradecimiento.

Aun así, no podemos dejar de mencionarlos, dado que, sin ellos, esta
Danza de dragones
quedaría, de alguna manera, incompleta. Así que nuestro infinito agradecimiento a Ana Díaz Eiriz, Virginia Saenz y Marino Santirso, porque sus ojos ven más allá del Muro de nuestro idioma; a los hombres y mujeres de Asshai, y en especial a Joan Miquel Cano y a David Alcoy, por la comprensión y el cariño puesto en la saga y en el autor; a Adela Ibáñez, porque sin ella esta
Canción
tendría unas estrofas muy diferentes, y a ti, lector, por seguir ahí esperando con infinita paciencia el batir de las alas de los dragones en estas páginas y en nuestra imaginación. Gracias.

ACLARACIÓN SOBRE LA CRONOLOGÍA

Ha pasado mucho tiempo entre libro y libro, ya lo sé, así que quizá se imponga recordar unas cuantas cosas.

El libro que tenéis entre manos es el quinto volumen de
Canción de hielo y fuego.
El cuarto fue
Festín de cuervos,
pero este libro no es una continuación en el sentido tradicional, ya que la acción es simultánea.

Tanto
Danza
como
Festín
retoman la trama inmediatamente después de los acontecimientos narrados en
Tormenta de espadas,
el tercer volumen de la serie.
Festín
se centra en lo que sucede en Desembarco del Rey y sus alrededores, así como en Dorne y las Islas del Hierro, mientras que
Danza
nos transporta al norte, hasta el Castillo Negro, el Muro y más allá, y también al otro lado del mar Angosto, a Pentos y la bahía de los Esclavos, para retomar las vivencias de Tyrion Lannister, Jon Nieve, Daenerys Targaryen y todos esos personajes que echasteis de menos en el volumen anterior. Son dos libros paralelos, no consecutivos, que no se dividen por la cronología, sino por la geografía.

Aunque solo hasta cierto punto.

Danza de dragones
es más largo que
Festín de cuervos
y cubre un periodo mayor. En la segunda mitad de este libro veréis que reaparecen personajes de
Festín de cuervos.
Eso significa exactamente lo que significa: que la narración ha avanzado más allá del punto en que terminaba
Festín,
y los dos hilos han vuelto a unirse.

A continuación llegará
Vientos de invierno,
donde espero que volvamos a temblar de frío todos juntos.

George R. R. Martin Abril del 2011

Prólogo

La noche apestaba a hombre.

El cambiapieles se detuvo al pie de un árbol y olisqueó, con el pelaje pardusco moteado de sombras. Una ráfaga del viento que soplaba entre los pinos llevó hasta él el olor del hombre, por encima de otros más sutiles que hablaban del zorro y la liebre, de la foca y el venado, incluso del lobo. Sabía que estos también eran olores del hombre: el hedor de pieles viejas, muertas, agriadas, casi sofocado por otros más intensos: los del humo, la sangre y la putrefacción. Solo el hombre despojaba a otras bestias de su piel y usaba sus cueros y pelajes para vestirse.

Los cambiapieles no temían al hombre como lo temían los lobos. El odio y el hambre se le agolparon en el vientre, y dejó escapar un gruñido grave para llamar a su hermano tuerto y a su hermana menuda y astuta. Se lanzó corriendo entre los árboles, y su manada lo siguió de cerca. Los otros también habían captado el olor. Mientras corrían, veía por los ojos de sus acompañantes y se divisaba a sí mismo al frente. El aliento de la manada se alzaba en bocanadas cálidas y blancas que brotaban de las alargadas fauces grises. Se les había formado hielo entre los dedos, duro como la piedra, pero había empezado la cacería; la presa aguardaba.

«Carne», pensó el cambiapieles.

Por sí mismo, el hombre era poca cosa. Grande y fuerte, sí, y con buena vista, pero corto de oído e insensible a los olores. El ciervo, el alce y hasta la liebre eran más veloces; el oso y el jabalí, más fieros. Sin embargo, en manada, los hombres eran peligrosos. Cuando estuvieron más cerca de la presa, el cambiapieles oyó el berrido de un cachorro, el crujido de la nieve caída la noche anterior al quebrarse bajo las torpes patas del hombre, el tableteo de las pieles duras y las largas zarpas grises que llevaban los hombres.

«Espadas —le susurró una voz en su interior—. Lanzas.»

A los árboles les habían salido dientes de hielo que los amenazaban desde las ramas desnudas. Un Ojo avanzó veloz por la maleza, levantando la nieve a su paso. La manada lo siguió colina arriba, ladera abajo, hasta que ya no hubo más bosque y tuvo a los hombres ante sí. Uno era hembra, y el bulto envuelto en pieles al que se aferraba era su cachorro.

«Déjala para después; los peligrosos son los machos», le susurró la voz. Se rugían entre sí como era habitual en los hombres, pero el cambiapieles olió su terror. Uno llevaba un colmillo de madera tan alto como él mismo. Se lo lanzó, pero le temblaba la mano, y el colmillo le pasó volando por encima de él.

La manada cayó sobre ellos.

Su hermano tuerto derribó al lanzadientes contra un ventisquero y le desgarró el cuello mientras se debatía. Su hermana, sigilosa, se situó tras el otro macho y lo atacó por la espalda. De esa manera solo quedaron para él la hembra y el cachorro.

La hembra también tenía un colmillo, pequeño y de hueso, pero lo soltó en cuanto las fauces del cambiapieles se cerraron alrededor de su pierna. Cayó rodeando con ambos brazos al escandaloso cachorro. No era más que piel y huesos bajo la ropa, pero tenía las mamas llenas de leche. La carne más tierna era la del cachorro. El lobo guardó los trozos más sabrosos para su hermano. La nieve helada fue tiñéndose de rosa y rojo en torno a los cadáveres a medida que la manada se llenaba la barriga.

A leguas de allí, en una choza de adobe y hierba seca sin paredes interiores, con suelo de tierra batida y techo de paja con un agujero para el humo, Varamyr se estremeció, tosió y se humedeció los labios. Tenía los ojos enrojecidos, los labios agrietados y la garganta seca como la arena, pero el sabor de sangre y grasa le impregnaba la boca aunque su vientre hinchado pedía comida a gritos.

«Carne de bebé —pensó acordándose de Chichón—. Carne humana.»

¿Había caído tan bajo como para ansiar carne humana? Casi le parecía oír la voz gruñona de Haggon: «El hombre come carne de animales y los animales comen carne de hombre, pero el hombre que come carne de hombre es una abominación».

«Abominación. —La palabra favorita de Haggon—. Abominación, abominación, abominación.» Comer carne humana era una abominación; aparearse como lobo con otro lobo era una abominación; apoderarse del cuerpo de otra persona era la peor abominación posible.

«Haggon era débil y tenía miedo de su propio poder. Murió solo y lloriqueando, y no hasta que le arranqué la segunda vida. —El propio Varamyr había devorado su corazón—. Fue mucho lo que me enseñó, sin duda. Lo último que aprendí de él fue el sabor de la carne humana.»

Pero eso había sido como lobo. Nunca había comido carne humana con dientes de hombre. Aun así, no reprochaba a la manada el banquete que se había dado. Los lobos estaban tan hambrientos como él: flacos, helados, famélicos; en cuanto a su presa…

«Dos hombres y una mujer con un bebé; huían de la derrota a la muerte. De cualquier manera, no habrían tardado en morir de frío o inanición. Esto ha sido mejor, más rápido. Misericordioso.»

—Misericordioso —repitió en voz alta.

Tenía la garganta seca, pero era agradable oír una voz humana, aunque fuera la suya. El aire apestaba a moho y humedad; el suelo era frío y duro, y la hoguera proporcionaba más humo que calor. Se acercó a las llamas tanto como se atrevió, entre toses y estremecimientos. Le dolía el costado, allí donde se le había abierto la herida. La sangre le había empapado los calzones hasta la rodilla antes de secarse para formar una costra dura y pardusca.

—Te he cosido como mejor he podido —le había advertido Abrojo—, pero ahora tienes que reposar para que cicatrice, o se te volverán a abrir las carnes.

Abrojo había sido su última acompañante: una mujer de las lanzas, dura como una raíz recrecida, llena de verrugas, de piel curtida. Los demás los habían ido abandonando por el camino: uno a uno se fueron quedando atrás, o se les adelantaron rumbo a sus antiguas aldeas, o hacia el Agualechosa, o a Casa Austera, o hacia una solitaria muerte en el bosque. No le importaba gran cosa qué suerte hubieran corrido.

«Debería haberme apoderado de alguno. De uno de los gemelos, o del grandullón de las cicatrices, o del joven pelirrojo.» Pero le había dado miedo. Otra persona podría haberse dado cuenta, y entonces se habrían vuelto contra él y lo habrían matado. Las palabras de Haggon pesaban demasiado, y dejó escapar la ocasión.

Habían sido millares los que llegaron al bosque tras la batalla: hombres y mujeres tambaleantes, hambrientos, asustados, que huían de la carnicería del Muro. Algunos hablaban de volver a las casas que habían dejado atrás y otros de preparar un segundo ataque contra la puerta, pero casi todos estaban perdidos, desorientados, sin la menor idea de adonde ir ni qué hacer. Habían logrado escapar de los cuervos de capa negra y de los caballeros de acero gris, pero en el bosque los acechaban enemigos mucho más implacables. Cada día que pasaba dejaba más cadáveres a lo largo de los senderos. Unos morían de hambre; otros, de frío; otros sucumbían a la enfermedad. A algunos los mataban quienes habían sido sus hermanos de armas en el viaje hacia el sur con Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro.

«Mance ha caído», se decían los supervivientes con desesperación. «Mance está prisionero.» «Mance ha muerto.»

—Harma ha muerto y a Mance lo han capturado; los demás huyeron y nos abandonaron —le había explicado Abrojo mientras le cosía la herida—. Tormund, el Llorón, Seispieles, todos esos valientes… ¿Dónde están?

«No sabe quién soy —comprendió Varamyr en aquel momento—. Claro, ¿cómo iba a reconocerme? —Sin sus bestias no tenía nada de grandioso—. Yo era Varamyr Seispieles; compartí el pan con Mance Rayder. —Había elegido para sí el nombre de Varamyr a los diez años—. Un nombre digno de un señor, un nombre para las canciones, un nombre poderoso y temible.» Y aun así había huido de los cuervos como un conejo aterrado. El temible lord Varamyr se había acobardado, pero no estaba dispuesto a permitir que ella lo supiera, así que le dijo a la mujer de las lanzas que se llamaba Haggon. Más tarde se preguntaría por qué había elegido aquel nombre de entre todos los posibles. «Me comí su corazón y me bebí su sangre, y aun así sigue persiguiéndome.»

Un día, mientras huían, llegó un flaco caballo blanco al galope, y su jinete les gritó que tenían que dirigirse hacia el Agualechosa, que el Llorón estaba organizando un grupo de guerreros para cruzar el puente de las Calaveras y tomar la Torre Sombría. Muchos lo siguieron; muchos más, no. Más adelante, un guerrero de gesto adusto cubierto de pieles y ámbar fue de hoguera en hoguera para instar a los supervivientes a que se dirigieran al norte y se refugiaran en el valle de los thenitas. Varamyr no llegó a saber por qué se suponía que el valle era un lugar seguro cuando sus propios habitantes lo habían abandonado, pero tuvo cientos de seguidores. Otros cientos fueron en pos de la bruja de los bosques, que había tenido una visión de una flota arribada para trasladar al pueblo libre hacia el sur.

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