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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (7 page)

BOOK: Danza de dragones
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—Vos primero, mi señor. —Empujó la fuente hacia su anfitrión.

—No, no. —El magíster Illyrio volvió a empujar las setas hacia él. Durante un brevísimo instante, los ojos de un niño travieso parecieron asomar de la mole de carne que era el quesero—. Vos primero. Insisto. La cocinera os las ha preparado especialmente.

—¿De verdad? —Recordó a la cocinera, sus manos llenas de harina, los grandes pechos surcados de varices—. Qué amable por su parte, pero… no. —Tyrion volvió a dejar la seta en el estanque de mantequilla de donde la había sacado.

—Sois muy desconfiado. —Illyrio sonrió tras la barba amarilla. Tyrion supuso que se la untaba con aceite cada mañana para que brillara como el oro—. ¿Sois cobarde? No es eso lo que tenía entendido.

—En los Siete Reinos, envenenar a un invitado durante la cena se considera una pésima muestra de hospitalidad.

—Aquí también. —Illyrio Mopatis cogió su copa de vino—. Pero cuando es tan obvio que el invitado quiere acabar con su propia vida, el anfitrión debe acomodarse a sus deseos, ¿no? —Bebió un trago—. Al magíster Ordello lo envenenaron con setas hace menos de medio año. Por lo que me han contado, no duele mucho: unos calambres en el estómago, un pinchazo repentino detrás de los ojos y se acabó. Es mejor una seta que una espada en el cuello, ¿no? ¿Por qué morir con la boca llena de sangre, y no de ajo y mantequilla?

El enano clavó los ojos en la fuente. El olor le hacía la boca agua. Por un lado quería comerse aquellas setas, aun sabiendo qué eran. No tenía valor para clavarse un acero frío en el vientre, pero no le costaría tanto comer un trocito de seta, y cuando se dio cuenta sintió un miedo atroz.

—Os equivocáis respecto a mí —se oyó decir.

—¿De verdad? No estoy tan seguro. Si preferís ahogaros en vino, solo tenéis que decirlo y os complaceré al instante, pero ahogaros copa a copa es un desperdicio de tiempo y de vino.

—Os equivocáis respecto a mí —repitió Tyrion en voz más alta. Las setas barnizadas de mantequilla brillaban oscuras, seductoras—. Os aseguro que no quiero morir. Tengo… —La voz se le apagó en un mar de inseguridad.

«¿Qué tengo? ¿Una vida que vivir? ¿Un trabajo que hacer? ¿Hijos que criar? ¿Tierras que gobernar? ¿Una mujer que amar?»

—No tenéis nada —terminó el magíster Illyrio por él—, pero eso puede cambiar. —Sacó una seta de la mantequilla y la masticó con deleite—. Exquisita.

—¿No son venenosas? —se enfadó Tyrion.

—No. ¿Por qué iba a desearos mal alguno? —El magíster Illyrio se comió otra seta—. Vos y yo vamos a tener que empezar a confiar más el uno en el otro. Venga, comed. —Volvió a dar unas palmadas—. Tenemos trabajo por delante. Mi pequeño amigo debe conservar las fuerzas.

Los criados llevaron a la mesa una garza rellena de higos, chuletas de ternera blanqueadas en leche de almendras, arenques en nata, cebollitas confitadas, quesos hediondos, fuentes de caracoles y mollejas, y un cisne negro con todo el plumaje. Tyrion no quiso probar el cisne porque le recordaba una cena con su hermana, pero se sirvió generosas porciones de garza y arenques, y también unas cebollitas. Cada vez que vaciaba la copa, un criado volvía a llenársela.

—Bebéis mucho vino para vuestra estatura.

—Matar a la sangre de la propia sangre es un trabajo duro; da mucha sed.

Los ojillos del gordo brillaron como las piedras preciosas de sus dedos.

—En Poniente hay quien diría que matar a lord Lannister no fue más que un buen comienzo.

—Pues más vale que no lo digan muy alto, no sea que los oiga mi hermana; se quedarían sin lengua. —El enano partió en dos una hogaza de pan—. Y tened más cuidado con lo que decís de mi familia, magíster. Puede que haya matado a mi padre, pero sigo siendo un león.

Aquello le pareció graciosísimo al señor del queso, que se palmeó un enorme muslo.

—Los ponientis sois todos iguales: bordáis un animal en un trozo de seda y de repente os convertís en leones, dragones o águilas. Si queréis puedo mostraros leones de verdad, mi pequeño amigo. El príncipe está muy orgulloso de su pequeño zoo. ¿Os gustaría compartir la jaula con ellos?

Tyrion tuvo que reconocer que los señores de los Siete Reinos se ufanaban demasiado de sus blasones.

—De acuerdo —admitió—. Los Lannister no somos leones, pero sigo siendo hijo de mi padre, y a Jaime y a Cersei solo los puedo matar yo.

—Qué curioso que mencionéis a vuestra bella hermana —comentó Illyrio entre caracol y caracol—. La reina ha dicho que otorgará un señorío a quienquiera que le lleve vuestra cabeza, por humilde que sea su linaje.

Tyrion no habría esperado menos.

—Si estáis pensando hacer que cumpla su palabra, pedidle también que se abra de piernas para vos. Es lo justo: la mejor parte de ella por la mejor parte de mí.

—Preferiría mi propio peso en oro. —El quesero se rió con tantas ganas que Tyrion pensó que se le iba a reventar la barriga—. Todo el oro de Roca Casterly, ¿por qué no?

—El oro os lo garantizo yo —dijo el enano, aliviado al ver que no le iba a caer encima una tonelada de anguilas y mollejas a medio digerir—, pero la Roca es mía.

—Claro. —El magíster se tapó la boca y eructó—. ¿Creéis que lord Stannis os la entregará? Tengo entendido que es enormemente legalista, y vuestro hermano viste la capa blanca, así que según las leyes de Poniente sois el heredero.

—Sí, Stannis me entregaría Roca Casterly si no fuera por esos asuntillos del regicidio y el parricidio; pero dadas las circunstancias, me cortaría la cabeza, y ya soy bastante bajito, gracias. ¿Por qué creéis que querría unirme a lord Stannis?

—¿Por qué si no pensabais ir al Muro?

—¿Stannis está en el Muro? —Tyrion se frotó la nariz—. Por los siete putos infiernos, ¿qué hace allí?

—Me imagino que tiritar. En cambio, en Dorne hace más calor. Tal vez debería haber puesto rumbo hacia allí.

Tyrion empezaba a sospechar que cierta lavandera pecosa dominaba la lengua común mejor de lo que aparentaba.

—Da la casualidad de que mi sobrina Myrcella está en Dorne, y me estoy planteando la posibilidad de coronarla.

Illyrio sonrió mientras los criados les servían cuencos de nata dulce con cerezas.

—¿Qué os ha hecho esa pobre niña para que le deseéis la muerte?

—Ni aquel que mata a la sangre de su sangre tiene que matar a todos sus consanguíneos —replicó Tyrion, ofendido—. He hablado de coronarla, no de matarla.

—En Volantis tienen una moneda que lleva una corona en una cara y una calavera en la otra. —El quesero cogió una cucharada de cerezas—. Pero es la misma moneda. Coronarla es matarla. Dorne podría levantarse por Myrcella, pero con Dorne no basta. Si sois tan listo como dice nuestro amigo, ya lo sabéis.

«Tiene razón en las dos cosas. —Tyrion contempló al gordo con renovado interés—. Coronarla es matarla. Y yo lo sabía.»

—Solo me quedan gestos fútiles, y al menos este haría llorar lágrimas amargas a mi hermana.

—El camino de Roca Casterly no pasa por Dorne, mi pequeño amigo. —El magíster Illyrio se limpió la nata de los labios con el dorso de una mano carnosa—. Tampoco pasa por debajo del Muro. Pero os aseguro que hay un camino.

—Me han declarado traidor; soy un regicida y he matado a la sangre de mi sangre. —Tanta palabrería sobre caminos le molestaba. «¿Qué se cree que es esto? ¿Un juego?»

—Lo que un rey hace, el siguiente lo puede deshacer. En Pentos tenemos un príncipe, amigo mío. Preside los bailes y los banquetes, y se pasea por la ciudad en un palanquín de oro y marfil. Siempre lo preceden tres heraldos que portan la balanza de oro del comercio, la espada de hierro de la guerra y el látigo de plata de la justicia. El primer día de cada año debe desflorar a la doncella de los campos y a la doncella de los mares. —Illyrio se inclinó hacia delante con los codos en la mesa—. Pero si hay una mala cosecha, si perdemos una guerra, le cortamos el cuello para apaciguar a los dioses y elegimos a un nuevo príncipe entre las cuarenta familias.

—Recordadme que no ocupe nunca ese cargo.

—¿Tan diferentes son vuestros Siete Reinos? En Poniente no hay paz, no hay justicia, no hay fe… Y pronto no habrá tampoco comida. Cuando el pueblo tiene hambre y miedo, busca un salvador.

—Puede que lo busque, pero si lo único que encuentra es a Stannis…

—No me refiero a Stannis. No me refiero a Myrcella. —La sonrisa amarillenta se hizo aún más amplia—. Hablo de alguien diferente. Más fuerte que Tommen, más afable que Stannis, con más derechos que Myrcella. El salvador llegará desde el otro lado del mar para limpiar la sangre de Poniente.

—Hermosas palabras. —Tyrion no parecía nada impresionado—. Pero las palabras se las lleva el viento. ¿Quién será ese salvador?

—Un dragón. —El quesero vio su expresión atónita y se echó a reír de buena gana—. Un dragón con tres cabezas.

Daenerys

Oía al muerto que subía por las escaleras. Lo precedía el sonido lento y acompasado de las pisadas que resonaban entre las columnas violáceas del vestíbulo. Daenerys Targaryen lo aguardaba sentada en el banco de ébano que había designado como trono. Tenía los ojos cargados de sueño, y la melena de oro y plata, revuelta.

—No hace falta que veáis esto, alteza —dijo ser Barristan Selmy, lord comandante de la Guardia de la Reina.

—Ha muerto por mí.

Dany se apretó la piel de león contra el pecho. Debajo solo llevaba una túnica de lino blanco que le llegaba por medio muslo. Cuando Missandei la despertó estaba soñando con una casa que tenía una puerta roja. No había tenido tiempo de vestirse.


Khaleesi
—le susurró Irri—, no toquéis al muerto. Tocar a los muertos trae mala suerte.

—A no ser que los toque quien los ha matado. —Jhiqui era de constitución más corpulenta que Irri; tenía caderas anchas y pecho generoso—. Lo sabe todo el mundo.

—Lo sabe todo el mundo —corroboró Irri.

En cuestión de caballos, los dothrakis no tenían rival, pero en otros temas podían llegar a ser completos idiotas. «Además, no son más que unas niñas.» Sus doncellas tenían su misma edad; parecían mujeres adultas, con melena negra, piel cobriza y ojos rasgados, pero en el fondo no eran sino chiquillas. Se las habían regalado cuando se casó con Khal Drogo, y el propio Drogo fue quien le regaló la piel que vestía, la cabeza y el cuero de un
hrakkar,
el león blanco del mar dothraki. Le quedaba demasiado grande y olía a moho, pero la hacía sentir como si su sol y estrellas estuviera aún a su lado.

Gusano Gris fue el primero en llegar por las escaleras, con una tea en la mano. Tres púas remataban su casco de bronce. Lo seguían cuatro inmaculados, que llevaban sobre los hombros al muerto. Los cascos de estos solo lucían una púa, y tenían los rostros tan inexpresivos que parecían también repujados en bronce. Depositaron el cadáver a sus pies. Ser Barristan retiró la mortaja ensangrentada, y Gusano Gris bajó la tea para que pudiera verlo.

El rostro del muerto era suave y lampiño, aunque le habían rajado las mejillas de oreja a oreja. En vida había sido alto, con los ojos azules y la piel clara.

«Debió de nacer en Lys o en Volantis; seguro que los corsarios lo capturaron en algún barco y lo vendieron como esclavo en Astapor.» Tenía los ojos abiertos, pero eran sus heridas las que lloraban. Y las heridas eran incontables.

—Alteza —empezó ser Barristan—, en los muros del callejón donde lo encontramos había una arpía pintada…

—… con su sangre. —Para entonces Daenerys ya se lo sabía de memoria. Los Hijos de la Arpía asesinaban de noche, y dejaban su marca junto a cada muerto—. ¿Por qué estaba solo este hombre, Gusano Gris? ¿No tenía compañero? —Había dado orden de que los inmaculados que recorrieran las calles de Meereen de noche fueran siempre por parejas.

—Mi reina —respondió el capitán—, vuestro siervo Escudo Fornido no estaba de servicio anoche. Había ido a… cierto lugar…, a beber y a buscar compañía.

—¿Qué quiere decir eso de «cierto lugar»?

—Una casa de placer, alteza.

«Un burdel. —La mitad de sus libertos procedía de Yunkai, donde los sabios amos eran famosos por el entrenamiento que proporcionaban a los esclavos de cama—. El camino de los siete suspiros. —Los burdeles habían brotado como hongos por todo Meereen—. No saben hacer otra cosa. Tienen que sobrevivir. —La comida se encarecía a diario, y la carne humana se abarataba. Sabía que en los barrios más pobres, entre las pirámides escalonadas de la nobleza esclavista, había burdeles para satisfacer cualquier gusto erótico imaginable—. Pero…»

—¿Qué buscaba un eunuco en un burdel?

—Hasta aquellos que no tienen las partes del hombre pueden tener el corazón del hombre, alteza —respondió Gusano Gris—. Uno ha averiguado que vuestro siervo Escudo Fornido tenía por costumbre pagar a las mujeres de los burdeles para que se tendieran a su lado y lo abrazaran.

«La sangre del dragón no llora.»

—Escudo Fornido. —Tenía los ojos secos—. ¿Se llamaba así?

—Si a vuestra alteza le place.

—Es un buen nombre. —Los bondadosos amos de Astapor no permitían que sus soldados esclavos tuvieran nada, ni siquiera nombre. Después de que los liberase, algunos de sus inmaculados habían vuelto a adoptar el nombre que les pusieron al nacer, y otros habían elegido uno nuevo—. ¿Se sabe cuántos hombres atacaron a Escudo Fornido?

—Uno lo ignora. Muchos.

—Seis o más —intervino ser Barristan—. Por el aspecto de las heridas, cayeron sobre él desde todos lados. Cuando lo encontraron no tenía la espada, solo la vaina. Es posible que hiriera a algún atacante.

Dany rezó en silencio porque uno de ellos estuviera agonizando en aquel momento, sujetándose el vientre y retorciéndose de dolor.

—¿Por qué le han cortado así las mejillas?

—Graciosa majestad —dijo Gusano Gris—, los asesinos le habían metido a vuestro siervo Escudo Fornido los genitales de una cabra en la garganta. Uno se los quitó antes de traerlo aquí.

«No podían hacerle tragar sus propios genitales; los astapori se los habían cortado de raíz.»

—Los Hijos son cada vez más osados —señaló Dany. Hasta aquel momento se habían limitado a atacar a libertos desarmados, emboscándolos en las calles desiertas o irrumpiendo en sus casas amparados por la noche para matarlos mientras dormían—. Es el primer soldado mío que asesinan.

—El primero, pero no el último —le advirtió ser Barristan.

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