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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (8 page)

BOOK: Danza de dragones
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«Sigo en guerra —comprendió Dany—, solo que ahora me enfrento a sombras.» Había albergado la esperanza de descansar de tantas matanzas, de tener tiempo para la reconstrucción, para la curación. Se quitó la piel de león, se arrodilló junto al cadáver y le cerró los ojos sin hacer caso del gritito de Jhiqui.

—No olvidaremos a Escudo Fornido. Ordenad que lo laven y lo vistan para la batalla, y enterradlo con el casco, el escudo y las lanzas.

—Se hará como deseáis, alteza —dijo Gusano Gris.

—Enviad a una docena de hombres al templo de las Gracias y preguntadles a las gracias azules si ha ido alguien a pedir que le curen una herida de espada. —Dany se levantó—. Haced que corra la voz de que pagaré mucho oro por la espada corta de Escudo Fornido. Interrogad también a los carniceros y a los pastores; averiguad si alguien se ha dedicado últimamente a capar cabras. —Con un poco de suerte, algún cabrero asustado confesaría—. De ahora en adelante, no quiero que ninguno de mis hombres se quede a solas en las calles después del anochecer, tanto si está de servicio como si no.

—Unos obedecerán.

—Dad con esos cobardes; hacedlo por mí —ordenó Dany con tono fiero. Se echó el pelo hacia atrás—. Dad con ellos para que les demuestre a los Hijos de la Arpía qué significa despertar al dragón.

Gusano Gris hizo una reverencia para despedirse. Los inmaculados volvieron a cubrir el cadáver con la mortaja, lo alzaron sobre sus hombros y lo sacaron de la estancia. Ser Barristan Selmy se quedó allí. Tenía el pelo blanco, y arrugas profundas en las comisuras de los claros ojos azules, pero mantenía la espalda erguida, y los años no le habían arrebatado la habilidad con las armas.

—Alteza —dijo—, mucho me temo que vuestros eunucos no están a la altura de las tareas que les encomendáis.

Dany se sentó en el banco y volvió a cubrirse los hombros con la piel de león.

—Los Inmaculados son mis mejores guerreros.

—Si a vuestra alteza no le molesta que se lo señale, son soldados, no guerreros. Los hicieron para el campo de batalla, para apuntar hacia delante con las lanzas y resistir hombro con hombro tras los escudos. El entrenamiento los enseña a obedecer a la perfección, sin temer, sin pensar, sin dudar… no a desentrañar secretos ni a hacer preguntas.

—¿Me resultarían más útiles unos caballeros?

Selmy estaba entrenando caballeros para que la sirvieran: enseñaba a los hijos de los esclavos a luchar con la lanza y la espada al estilo de Poniente. Pero ¿de qué servían las lanzas contra unos cobardes que se refugiaban entre las sombras para asesinar?

—Para esto no —reconoció el anciano—. Además, vuestra alteza no tiene más caballeros que yo. Los muchachos tardarán años en estar preparados.

—¿Y a quién voy a utilizar, si no es a los Inmaculados? Los dothrakis lo harían peor aún.

Los dothrakis luchaban a caballo, y los jinetes eran más útiles en el campo abierto y en las colinas que en las calles angostas y los callejones de la ciudad. Más allá de la muralla de ladrillos multicolores de Meereen, su autoridad era, en el mejor de los casos, débil. Miles de esclavos seguían afanándose en las vastas fincas de las colinas, donde cultivaban trigo y olivos, pastoreaban ovejas y cabras, y extraían sal y cobre de las minas. En los almacenes de Meereen seguía habiendo cereales, aceite, aceitunas, fruta seca y carne en salazón, pero las reservas eran cada vez más exiguas, de manera que Dany había enviado a su menguado
khalasar,
bajo el mando de sus tres jinetes de sangre, para que sojuzgara tierras más distantes, mientras que Ben Plumm el Moreno se había llevado hacia el sur a los Segundos Hijos para defenderse de las incursiones yunkias.

La misión más crucial se la había encomendado a Daario Naharis, el de la lengua de miel, con su diente de oro, su barbita de tres puntas, su sonrisa traviesa bajo los bigotes morados… Más allá de las colinas orientales había una cadena de montañas de arenisca, de cumbres redondeadas; después llegaba el paso Khyzai, y al otro lado estaba Lhazar. Si Daario conseguía convencer a los lhazareenos para reabrir las rutas comerciales, sería posible que les llegaran cereales por el río o por las colinas, pero los hombres cordero no albergaban la menor simpatía hacia Meereen.

—Cuando los cuervos de tormenta vuelvan de Lhazar decidiré si los pongo a patrullar las calles —le dijo a ser Barristan—, pero hasta entonces solo cuento con los Inmaculados. —Se levantó—. Vais a tener que perdonarme —dijo—. Los peticionarios no tardarán en estar ante las puertas. He de ponerme las orejas largas y convertirme otra vez en su reina. Llamad a Reznak y al Cabeza Afeitada; los recibiré en cuanto me vista.

—Como ordene vuestra alteza. —Selmy hizo una reverencia.

La Gran Pirámide se alzaba hasta una altura de trescientas varas desde la enorme base cuadrada hasta la elevada cima donde se encontraban las estancias privadas de la reina, rodeadas de follaje verde y estanques aromáticos. El fresco amanecer azul se abría ya sobre la ciudad cuando Dany salió a la amplia terraza. Hacia el oeste, la luz arrancaba destellos de las cúpulas doradas del templo de las Gracias y proyectaba sombras oscuras tras las pirámides escalonadas de los poderosos.

«En algunas de esas pirámides, los Hijos de la Arpía planean en este momento nuevos asesinatos, y no puedo hacer nada para detenerlos.» Viserion percibió su desasosiego. El dragón blanco estaba enroscado en un peral, con la cabeza apoyada en la cola. Cuando Dany pasó junto a él abrió los ojos, dos estanques de oro fundido. Sus cuernos también eran dorados, al igual que las escamas que le bajaban por el lomo desde la cabeza hasta la cola.

—Eres un perezoso —le dijo al tiempo que lo rascaba bajo la quijada. Las escamas estaban calientes, como una armadura que hubiera quedado demasiado tiempo al sol. «Los dragones son fuego hecho carne.» Lo había leído en uno de los libros que le había regalado ser Jorah por su boda—. ¿Qué haces que no estás cazando con tus hermanos? ¿Es que te has peleado con Drogon otra vez?

Últimamente, sus dragones estaban cada vez más indómitos. Rhaegal le había lanzado una dentellada a Irri, y Viserion había prendido fuego al
tokar
del senescal Reznak durante su última visita.

«Los he tenido muy abandonados, pero ¿de dónde voy a sacar tiempo para ellos?»

Viserion dio un coletazo y golpeó el tronco con tal fuerza que una pera cayó de la rama y rodó hasta los pies de Dany. El dragón desplegó las alas y, en una mezcla de vuelo y salto, se posó en el pretil.

«Está creciendo —pensó mientras veía como el dragón remontaba el vuelo—. Los tres están creciendo. No tardarán en tener tamaño suficiente para soportar mi peso.» Entonces volaría, igual que había volado Aegon el Conquistador, alto, muy alto, hasta que Meereen fuera apenas una manchita que se pudiera ocultar con el pulgar.

Observó como Viserion ascendía en círculos cada vez más amplios hasta que se perdió de vista más allá de las aguas turbias del Skahazadhan. Dany volvió al interior de la pirámide, donde Irri y Jhiqui la esperaban para desenredarle la cabellera y vestirla como correspondía a la reina de Meereen, con un
tokar
ghiscario.

Era un atuendo engorroso: una tela larga y suelta que tenía que ponerse en torno a las caderas, bajo un brazo y por encima de un hombro, con los flecos colgantes dispuestos en esmeradas capas. Si no se lo apretaba lo suficiente, se le caería; si se lo apretaba demasiado, se arrugaría y la haría tropezar. Incluso bien puesto el
tokar,
era imprescindible mantenerlo en su sitio con la mano izquierda. Caminar así vestida la obligaba a dar pasos cortos y remilgados, con un equilibrio exquisito, para no enredarse los pies con los pesados flecos. No era atuendo para nadie que tuviera que trabajar: el
tokar
era la vestimenta de los amos, y lucirlo se consideraba señal de poder y riqueza.

Tras la toma de Meereen, Dany quiso prohibir el
tokar,
pero el consejo la disuadió.

—La Madre de Dragones tiene que vestir el
tokar,
o se granjeará el odio eterno de sus súbditos —le advirtió Galazza Galare, la gracia verde—. Con las prendas de lana de Poniente o con una túnica de encaje myriense, vuestro esplendor será siempre una forastera entre nosotros, una extranjera grotesca, una bárbara conquistadora. La reina de Meereen tiene que ser una dama del Antiguo Ghis.

Ben Plumm el Moreno, el capitán de los Segundos Hijos, lo había expresado de manera más sucinta.

—Para ser el rey de los conejos hay que ponerse unas orejas largas.

Las orejas largas que vistió aquel día eran de puro lino blanco con un ribete de flecos rematados en borlas doradas. Con la ayuda de Jhiqui consiguió envolverse correctamente en el
tokar
al tercer intento. Irri le llevó la corona, forjada con la forma del dragón tricéfalo de su casa. El cuerpo era de oro; las alas, de plata, y las tres cabezas, de marfil, ónice y jade. Antes de que terminara la jornada, su peso le dejaría los hombros rígidos y doloridos. «La corona no debe ser cómoda», había dicho un antepasado suyo.

«Un Aegon, seguro, pero ¿cuál?»

Cinco Aegons habían gobernado los Siete Reinos de Poniente, y habría habido un sexto si los perros del Usurpador no hubieran asesinado al hijo de su hermano cuando no era más que un niño de pecho.

«Si hubiera vivido, tal vez me habría casado con él. Aegon era más o menos de mi edad, no como Viserys.» La madre de Dany apenas la había concebido cuando Aegon y su hermana fueron asesinados. Rhaegar, padre de ambos y hermano de Dany, había muerto antes, a manos del Usurpador, en el Tridente. Viserys, su otro hermano, había muerto entre aullidos en Vaes Dothrak, con una corona de oro fundido en la cabeza.

«Y también me matarán a mí si lo permito. Los cuchillos que acabaron con mi Escudo Fornido iban dirigidos a mi corazón.»

No había olvidado a los niños esclavos que habían clavado los grandes amos a lo largo del camino de Yunkai. Los había contado: ciento sesenta y tres, un niño cada legua, clavados a los mojones con un brazo extendido para señalarle el camino. Tras la caída de Meereen, Dany había clavado al mismo número de grandes amos. Enjambres de moscas los acompañaron durante la lenta agonía, y el hedor tardó mucho en desaparecer de la plaza. Pero en ciertas ocasiones tenía la sensación de que debería haber llegado más lejos. Los meereenos eran un pueblo artero y testarudo, y se le oponían a cada paso. Habían liberado a los esclavos, sí, pero solo para volver a contratarlos como siervos con salarios tan escasos que muchos no se podían pagar ni la comida. Los libertos que eran demasiado viejos o demasiado jóvenes para resultar útiles habían quedado en las calles, al igual que los enfermos y los tullidos. Aun así, los grandes amos se reunían en sus pirámides para quejarse porque la reina dragón había llenado las calles de tan noble ciudad de hordas de mendigos, ladrones y prostitutas.

«Para reinar en Meereen tengo que ganarme a los meereenos, por mucho que los desprecie.»

—Ya estoy preparada —le dijo a Irri.

Reznak y Skahaz aguardaban ante las escaleras de mármol.

—Oh, gran reina —declamó Reznak mo Reznak—, hoy estáis tan radiante que temo miraros.

El senescal vestía un
tokar
de seda marrón con flecos dorados. Era un hombre menudo y pringoso que olía como si se bañara en perfume y hablaba un dialecto infame de alto valyrio, muy corrompido y maltratado por el ronco gruñido ghiscario.

—Sois muy amable —respondió Dany en el mismo idioma.

—Mi reina —gruñó Skahaz mo Kandaq, el de la cabeza afeitada. El cabello ghiscario era espeso y fuerte; durante mucho tiempo, la moda había impuesto que los hombres de las ciudades esclavistas se lo peinaran en forma de cuernos, de púas o alas. Al rasurarse, Skahaz había dejado atrás al antiguo Meereen para aceptar el nuevo. Los suyos siguieron su ejemplo y otros los imitaron, aunque Dany no habría sabido decir si fue por miedo, por moda o por ambición. Los llamaban
cabezas afeitadas.
Skahaz era el Cabeza Afeitada… y, para los Hijos de la Arpía y los de su calaña, era también el peor de los traidores—. Nos hemos enterado de lo del eunuco.

—Se llamaba Escudo Fornido.

—Si no se castiga a los asesinos, habrá muchos más crímenes.

Hasta con la cabeza rasurada, el rostro de Skahaz era repulsivo: frente simiesca; ojos diminutos con enormes bolsas; nariz grande llena de puntos negros; piel grasienta, que tendía más al amarillo que al ámbar habitual en los ghiscarios… Era un rostro tosco, inhumano, airado. La única esperanza que le cabía a Dany era que fuera, además, un rostro sincero.

—¿Cómo puedo castigarlos si no sé quiénes son? —replicó—. Decidme eso, valeroso Skahaz.

—Enemigos no os faltan, alteza. Desde vuestra terraza se ven sus pirámides. Zhak, Hazkar, Ghazeen, Merreq, Loraq… Todas las antiguas familias de esclavistas. La familia Pahl es la peor. Ahora es una casa de mujeres, de mujeres viejas y amargadas que quieren sangre. Las mujeres no olvidan. Las mujeres no perdonan.

«No —pensó Dany—, y los perros del Usurpador lo descubrirán cuando vuelva a Poniente.»

Pero era verdad que la sangre se interponía entre la casa de Pahl y ella. Belwas el Fuerte había matado a Oznak zo Pahl en combate singular. Su padre, comandante de la guardia de la ciudad, había muerto defendiendo las puertas cuando la Polla de Joso las hizo astillas. Tres de sus tíos habían estado entre los ciento sesenta y tres de la plaza.

—¿Cuánto oro hemos ofrecido por cualquier información sobre los Hijos de la Arpía? —preguntó a Reznak.

—Cien honores, si a vuestro esplendor le parece bien.

—Mil me parecería mejor. Encargaos de ello.

—Vuestra alteza no me ha pedido consejo —intervino Skahaz, el Cabeza Afeitada—, pero, en mi opinión, la sangre se paga con sangre. Elegid a un hombre de cada una de las familias que he nombrado y matadlo. La próxima vez que asesinen a uno de los vuestros, elegid a dos de cada casa importante y matadlos. No habrá un tercer crimen.

—Nooo… —gritó Reznak, horrorizado—. No, bondadosa reina, tamaña crueldad desencadenaría la ira de los dioses. Daremos con los asesinos, os lo prometo, y ya veréis como son gentuza de baja ralea.

El senescal era tan calvo como Skahaz, pero en su caso, los culpables eran los dioses. «Si un solo cabello tuviera la insolencia de aparecer, se encontraría a mi barbero con la navaja lista», le había dicho cuando lo eligió. En ocasiones, Dany se preguntaba si no sería mejor utilizar aquella navaja en la garganta de Reznak. Le resultaba útil, pero le disgustaba profundamente y, desde luego, no confiaba en él. Los Eternos de Qarth le habían dicho que sufriría tres traiciones. Mirri Maz Duur había sido la primera, y ser Jorah, el segundo. ¿Sería Reznak el tercero? ¿O el Cabeza Afeitada? ¿O Daario?

BOOK: Danza de dragones
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