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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (4 page)

BOOK: Danza de dragones
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Una oleada de debilidad le recorrió el cuerpo. Cayó de rodillas, con las manos enterradas en un ventisquero. Cogió un puñado de nieve y se lo llevó a la boca, se lo frotó contra la barba y se restregó los labios para sorber la humedad. El agua estaba tan fría que casi no pudo forzarse a tragarla, y de nuevo fue consciente de que estaba ardiendo. La nieve derretida no hizo más que acentuar el hambre. Lo que su estómago pedía a gritos era comida, no agua. Ya no nevaba, pero se estaba levantando un viento que convertía el aire en cristal y le azotaba la cara mientras avanzaba como podía y se le volvía a abrir la herida del costado. El aliento se le condensaba en una nube blanca. Cuando llegó junto al arciano, dio con una rama caída que podía servirle de muleta y cargó todo su peso sobre ella para dirigirse, tambaleante, hacia la choza más cercana. Tal vez los aldeanos hubieran dejado algo atrás al emprender la huida: un saco de manzanas, un trozo de tasajo, cualquier cosa que lo mantuviera con vida hasta el regreso de Abrojo.

Casi había llegado cuando se rompió la muleta y le fallaron las piernas.

No habría sabido decir cuánto tiempo pasó allí tendido, tiñendo la nieve de rojo con su sangre.

«La nieve me cubrirá. —Sería una muerte tranquila—. Dicen que al final entra calor. Calor y sueño.»

Sería agradable volver a sentir calor, aunque lo entristecía pensar que nunca vería las tierras verdes, las tierras cálidas de más allá del Muro sobre las que tantas canciones cantaba Mance.

—El mundo de más allá del Muro no es para la gente como nosotros —solía decir Haggon—. El pueblo libre tiene miedo de los cambiapieles, pero también nos honra. Al sur del Muro, los arrodillados nos dan caza y nos sacrifican como a cerdos.

«Me lo advertiste —pensó Varamyr—, pero también fuiste tú quien me llevó a Guardiaoriente.» Por aquel entonces, Bulto no tendría más de diez años. Haggon cambió una docena de sartas de ámbar y un trineo cargado de pieles por seis odres de vino, una piedra de sal y una cazuela de cobre. Guardiaoriente era mejor que el Castillo Negro para el comercio: era allí donde atracaban los barcos cargados con mercancías de las fabulosas tierras de allende el mar. Los cuervos conocían a Haggon; sabían que era buen cazador y lo consideraban amigo de la Guardia de la Noche, además de recibir con gratitud las noticias que les transmitía sobre los sucesos del otro lado de su Muro. Algunos también sabían que era cambiapieles, pero eso no se comentaba en voz alta. Fue allí, en Guardiaoriente del Mar, donde el niño que había sido empezó a soñar con el cálido sur.

Varamyr sentía cómo se le derretían en la frente los copos de nieve.

«Esto no es tan malo como morir quemado. Me dormiré y no despertaré, y empezará mi segunda vida. —Sus lobos ya estaban cerca. Los sentía. Podría abandonar aquella carne débil, ser uno con ellos, cazar de noche y aullar a la luna. El cambiapieles se convertiría en un lobo de verdad—. Pero ¿en cuál?» En Astuta no, desde luego. Haggon lo habría considerado una abominación, pero Varamyr se había metido muchas veces en la piel de la loba cuando Un Ojo la estaba montando. De todos modos, no quería pasarse su nueva vida en aquel cuerpo a menos que no le quedara otro remedio. Cazador, el macho joven, le convenía más… Aunque Un Ojo era más corpulento y feroz, y Un Ojo era el que montaba a Astuta cuando entraba en celo.

«Dicen que se olvida todo —le había dicho Haggon pocas semanas antes de morir—. Cuando muere la carne del hombre, su espíritu vive dentro de la bestia, pero día tras día va perdiendo la memoria, y la bestia es cada vez menos cambiapieles y más lobo, hasta que no queda ni rastro del hombre, solo el animal.»

Varamyr sabía hasta qué punto era cierto aquello. Cuando se apoderó del águila que había pertenecido a Orell sintió la rabia del otro cambiapieles, que se rebelaba contra su presencia. A Orell lo había matado Jon Nieve, el cuervo cambiacapas, y el odio hacia su asesino era tan brutal que el propio Varamyr odió también al chico bestia. Supo qué era Nieve en cuanto vio al gran huargo blanco que caminaba en silencio junto a él. Los cambiapieles siempre se reconocían entre sí.

«Mance tendría que haber dejado que me adueñara del huargo. Esa sí que habría sido una segunda vida digna de un rey.» Y no le cabía duda de que habría podido. El don era fuerte en Nieve, pero no había recibido entrenamiento y aún se debatía contra su naturaleza en lugar de enorgullecerse de ella.

Varamyr veía los ojos rojos del arciano que lo miraban desde el tronco blanco.

«Los dioses me están juzgando. —Sintió un escalofrío. Había hecho cosas malas, cosas horribles. Había robado, había matado, había violado. Había comido carne humana y había lamido la sangre de los moribundos mientras les manaba roja y caliente de la yugular desgarrada. Había acechado a sus enemigos por el bosque y había caído sobre ellos mientras dormían para arrancarles las entrañas a zarpazos y esparcirlas por el barro—. Y lo deliciosa que era su carne.»

—Lo hizo la bestia, no yo —dijo en un susurro ronco—. Ese fue el don que me disteis.

Los dioses no respondieron. Su aliento se condensaba blanquecino y nebuloso, y sintió como se le formaban carámbanos en la barba. Varamyr Seispieles cerró los ojos. Soñó un sueño antiguo, un sueño en el que aparecían una cabaña junto al mar, tres perros gimoteantes y las lágrimas de una mujer.

«Era por Chichón. Lloraba por Chichón; por mí no lloró nunca.»

Bulto había nacido un mes antes de lo debido y era tan enfermizo que nadie creía que fuera a sobrevivir. Su madre esperó hasta que tuvo casi cuatro años para ponerle un nombre de verdad, y entonces ya era demasiado tarde. Toda la aldea se había acostumbrado a llamarlo Bulto, el mote que le había puesto su hermana Meha cuando aún estaba en el vientre de su madre. Meha también le había puesto el mote a Chichón, pero el hermanito de Bulto nació a término y llegó al mundo grande, rosado, robusto, mamando con glotonería de la teta de su madre, que iba a ponerle el nombre de su progenitor.

«Pero Chichón murió. Murió cuando yo tenía seis años y él dos, tres días antes del día de su nombre.»

—Tu pequeño está ya con los dioses —le había dicho la bruja de los bosques a su madre, que no paraba de llorar—. No volverá a sufrir; para él no habrá más hambre ni lágrimas. Los dioses se lo han llevado a la tierra, a los árboles. Los dioses están a nuestro alrededor, en las rocas y en los arroyos, en los pájaros y en las bestias. Tu Chichón ha ido a reunirse con ellos. Será el mundo y todo lo que hay en él.

Las palabras de la vieja se clavaron en Bulto como un cuchillo.

«Chichón me ve. Está mirándome. Lo sabe. —Bulto no podía esconderse de él, no podía ocultarse tras las faldas de su madre ni fugarse con los perros para huir de la ira de su padre—. Los perros. —Colamocha, Hocico, Gruñón—. Eran buenos perros. Eran mis amigos.» Cuando su padre los encontró olfateando en torno al cadáver de Chichón no tuvo manera de saber cuál había sido, así que los mató a los tres a hachazos. Le temblaban tanto las manos que le hicieron falta dos golpes para acallar a Hocico, y cuatro para Gruñón. El olor de la sangre impregnaba el aire y los estertores de los perros eran espantosos, pero Colamocha acudió cuando lo llamó su amo. Era el perro más viejo, y el adiestramiento pudo más que el pánico. Cuando Bulto se metió en su piel, ya era demasiado tarde. «No, padre, por favor», trató de decir. Pero los perros no hablan la lengua de los hombres, de modo que lo único que emitió fue un gemido lastimero. El hacha acertó al viejo perro en pleno cráneo, y dentro de la cabaña, el niño lanzó un alarido.

«Así fue como se enteraron.» Dos días después, su padre se lo llevó al bosque a rastras. Portaba el hacha consigo, así que Bulto pensó que tenía intención de acabar con él del mismo modo que había acabado con los perros. Pero lo que hizo fue entregárselo a Haggon.

Varamyr se despertó de repente, sobresaltado, tembloroso.

—¡Levántate! —le gritaba una voz—. ¡Levántate! ¡Tenemos que marcharnos! ¡Vienen! ¡Son cientos! —La nieve lo había cubierto con un espeso manto blanco. Hacía tanto frío… Intentó moverse y se dio cuenta de que la mano se le había quedado pegada al suelo. Se arrancó un buen trozo de piel al despegarla—. ¡Que te levantes! —le gritó de nuevo la mujer—. ¡Ya vienen!

Abrojo había regresado, lo tenía agarrado por los hombros y lo sacudía al tiempo que le gritaba a la cara. Varamyr olió su aliento y sintió su calidez contra las mejillas entumecidas por el frío.

«Ahora —pensó—. Hazlo ahora o muere.»

Reunió las fuerzas que le quedaban, salió de su piel y se introdujo violentamente en la de Abrojo, que arqueó la espalda y gritó.

«Abominación.» ¿De quién era el pensamiento? ¿De Abrojo, de Varamyr, de Haggon? No tenía manera de saberlo. Su viejo cuerpo cayó en la nieve cuando los dedos de la mujer lo soltaron. La mujer de las lanzas se retorció con violencia y chilló. Su gatosombra también lo rechazaba con fiereza al principio, y la osa de las nieves había pasado un tiempo enloquecida, lanzando zarpazos a los árboles, a las rocas, al aire. Pero aquello era mucho peor.

—¡Sal de mí! ¡Sal de mí! —oyó gritar a su propia boca.

El cuerpo de la mujer se tambaleaba, caía y volvía a levantarse, agitaba las manos y las piernas en movimientos convulsivos, como en un baile grotesco, mientras los dos espíritus luchaban por la misma carne. Inhaló una bocanada de aire gélido, y Varamyr vivió un instante de gloria en su sabor, en la fuerza de aquel cuerpo joven, hasta que los dientes de Abrojo se cerraron con fuerza y la boca se le llenó de sangre. Se llevó las manos a la cara. Él trató de bajarlas, pero aquellas manos, resistiéndose a obedecerlo, le arrancaron los ojos.

«Abominación», recordó mientras se ahogaba en sangre, dolor y locura. Cuando Varamyr intentó gritar, Abrojo escupió la lengua que habían compartido.

El mundo blanco se volvió del revés y se desmoronó. Durante un momento fue como si estuviera dentro del arciano y, a través de los ojos rojos tallados en la madera, contemplase al hombre que agonizaba en el suelo y a la demente que bailaba ciega y ensangrentada bajo la luna, llorando lágrimas rojas y arrancándose la ropa. Pronto, ambos desaparecieron y él se elevó, se fundió, su espíritu cabalgó a lomos de una ráfaga de viento frío. Estaba en la nieve y en las nubes; era un gorrión, una ardilla, un roble. Un búho real volaba sigiloso entre los árboles, en pos de una liebre; Varamyr estaba dentro del búho, dentro de la liebre, dentro de los árboles. Bajo la tierra helada, las lombrices cavaban sus túneles a ciegas, y también estaba en ellas.

«Soy el bosque y todo lo que hay en él», pensó exultante. Un centenar de grajos levantaron el vuelo entre graznidos al sentir su paso. Un gran alce berreó, inquietando a los niños que se aferraban a su lomo. Un huargo que dormía levantó la cabeza para gruñir a la nada. Antes de que volvieran a latirle los corazones, ya había pasado de largo en busca de los suyos, en busca de Un Ojo, Astuta y Cazador, su manada. Sus lobos lo salvarían, se dijo.

Aquel fue su último pensamiento humano.

La muerte verdadera llegó de repente. Sintió un golpe frío, como si se hubiera zambullido de súbito en las aguas de un lago helado, y lo siguiente que supo fue que corría por la nieve, bajo la luna, seguido de cerca por sus compañeros de manada. La mitad del mundo era negrura. «Un Ojo», pensó. Aulló, y Astuta y Cazador aullaron con él.

Cuando llegaron a una cima, los lobos se detuvieron.

«Abrojo», recordó. Una parte de él lamentaba lo que había perdido, y otra parte, lo que había hecho. Abajo, el mundo se había transformado en hielo. Las lenguas de escarcha reptaban y se unían subiendo por el tronco del arciano. La aldea desierta ya no estaba desierta. Sombras de ojos azules vagaban entre los ventisqueros. Unas vestían de marrón; otras, de negro; otras iban desnudas y mostraban una carne blanca como la nieve. El viento suspiraba entre las colinas y transportaba su olor hasta los lobos: olor de carne muerta, de sangre seca, de pieles que hedían a moho, putrefacción y orina. Astuta lanzó un gruñido y enseñó los dientes con el lomo erizado.

«No hombres. No presa. Estos no.»

Las cosas de abajo se movían, pero no estaban vivas. Una a una fueron alzando la cabeza hacia los tres lobos de la colina. La última en mirar fue la cosa que había sido Abrojo. Vestía prendas de lana, piel y cuero, y sobre ellas, una capa de escarcha que crujía cuando se movía y brillaba a la luz de la luna. De las yemas de sus dedos colgaban carámbanos rosados, diez largos cuchillos de sangre helada. Y en las cuencas insondables donde habían estado sus ojos brillaba una luz azulada que confería a sus rasgos bastos una belleza escalofriante que no habían tenido en vida.

«Me ve.»

Tyrion

No dejó de beber en todo lo que duró la travesía del mar Angosto.

El barco era pequeño, y su camarote, todavía más, y el capitán no le permitía subir a cubierta. El balanceo del barco le revolvía el estómago, y la puñetera comida sabía aún peor cuando la vomitaba. Pero ¿para qué quería tasajo de buey, queso duro y pan agusanado si se podía alimentar de vino? Era un tinto avinagrado y contundente, y a veces hasta eso lo vomitaba, pero siempre había más.

—El mundo está lleno de vino —masculló en la humedad de su camarote. Su padre siempre había despreciado a los borrachos, pero ¿qué importaba? Estaba muerto. Él lo había matado. «Una saeta en el bajo vientre, mi señor, toda para ti. Si llego a tener mejor puntería, te la meto por la polla con la que me hiciste, hijoputa de mierda.»

Bajo la cubierta nunca era de día ni de noche. Tyrion medía el paso del tiempo por las visitas del grumete que le llevaba comidas que no probaba. El chico aparecía siempre con un cepillo y un cubo para limpiar.

—¿Este vino es dorniense? —le preguntó Tyrion en cierta ocasión al tiempo que le quitaba el tapón al odre—. Me recuerda a una serpiente que conocía. El tipo era de lo más divertido, hasta que le cayó encima una montaña.

El grumete no respondió. Era un chaval feúcho, aunque sin duda más atractivo que cierto enano con media nariz y una cicatriz que le cruzaba la cara del ojo a la barbilla.

—¿Te he ofendido en algo? —le preguntó mientras el muchacho se afanaba cepillando el suelo—. ¿Te han dicho que no hables conmigo? ¿O es que un enano se tiró a tu madre? —También aquello quedó sin respuesta—. ¿Hacia dónde vamos? Al menos dime eso. —Jaime había mencionado las Ciudades Libres, pero ninguna en concreto—. ¿A Braavos? ¿A Tyrosh? ¿A Myr? —Tyrion habría preferido ir a Dorne. «Myrcella es mayor que Tommen; según las leyes dornienses, le corresponde a ella subir al Trono de Hierro. La ayudaré a reclamar lo que le corresponde, como sugirió el príncipe Oberyn.»

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