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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (5 page)

BOOK: Danza de dragones
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Pero Oberyn había muerto con la cabeza destrozada bajo el guantelete de ser Gregor Clegane. Y sin el apoyo de la Víbora Roja, ¿Doran Martell querría considerar siquiera un plan tan arriesgado?

«A lo mejor, lo que hace es cargarme de cadenas y devolverme a mi querida hermana. —Tal vez el Muro fuera mejor lugar. Mormont, el Viejo Oso, le había dicho que la Guardia de la Noche siempre tenía necesidad de hombres como Tyrion—. Pero puede que Mormont ya esté muerto. Puede que, a estas alturas, Slynt sea el lord comandante. —Seguro que el hijo del carnicero no habría olvidado quién lo mandó al Muro—. Además, ¿de verdad quiero pasarme el resto de mi vida comiendo tasajo y gachas entre ladrones y asesinos?» También era cierto que el resto de su vida no sería muy largo. Janos Slynt se encargaría de eso.

El grumete mojó el cepillo en el cubo y restregó con energía.

—¿Has ido alguna vez a las casas de placer de Lys? —preguntó el enano—. A lo mejor es ahí adonde van las putas.

Tyrion no se acordaba de cómo se
decía puta
en valyrio, y en cualquier caso, ya era tarde. El muchacho echó el cepillo al cubo y se marchó.

«El vino me ha reblandecido los sesos. —Había aprendido de su maestre a leer alto valyrio, pero lo que hablaban en las Nueve Ciudades Libres… En fin, no era exactamente un dialecto, sino más bien nueve dialectos que no tardarían en convertirse en idiomas bien diferenciados. Tyrion sabía un poco de braavosi y tenía nociones básicas de myriense. En Tyrosh sería capaz de blasfemar, llamar tramposo a cualquiera y pedir una cerveza, todo gracias a un mercenario que había conocido en la Roca—. En Dorne, al menos, hablan la lengua común. —Al igual que sucedía con las leyes y la comida dornienses, el idioma estaba bien condimentado por el rhoynar, pero se entendía—. Dorne, sí. Lo mío es Dorne.» Se acostó en su camastro, aferrado a aquel pensamiento como un niño a su muñeco.

A Tyrion Lannister siempre le había costado conciliar el sueño; en aquel barco, la mayor parte del tiempo le resultaba directamente imposible, aunque en ocasiones conseguía beber lo suficiente para perder un rato el conocimiento. Por lo menos no soñaba. Estaba hasta la coronilla de sueños, aunque también era cierto que no tenía la coronilla a mucha altura.

«¡Y con qué tonterías he soñado! Amor, justicia, amistad, gloria… Tanto me habría dado soñar con ser alto.»

Todo aquello estaba fuera de su alcance; por fin se había dado cuenta. Ya lo sabía. Lo que seguía sin saber era adónde iban las putas. «Adonde quiera que vayan las putas —había dicho su padre—. Esas fueron sus últimas palabras. —La ballesta vibró, lord Tywin cayó sentado y Tyrion Lannister tuvo que anadear por la oscuridad acompañado por Varys. Seguramente había vuelto a bajar por el hueco, los doscientos treinta peldaños, hasta el lugar donde resplandecían las brasas anaranjadas en la boca de un dragón de hierro. No recordaba nada, solo el ruido vibrante que había hecho la ballesta y el hedor de cuando a su padre se le aflojaron los intestinos—. Hasta moribundo fue capaz de llenarme la vida de mierda.»

Varys lo había acompañado por los túneles, pero no cruzaron palabra hasta que hubieron salido junto al Aguasnegras, donde Tyrion había ganado una batalla y perdido una nariz. Entonces el enano se giró hacia el eunuco.

—He matado a mi padre —le dijo en el mismo tono con que habría podido decirle: «Me he dado un golpe en el dedo gordo».

El consejero de los rumores iba vestido de hermano mendicante, con una apolillada túnica marrón de tela basta y una capucha que le ocultaba las regordetas mejillas imberbes y la calva.

—No deberíais haber subido por esa escalera —le reprochó.

«Adonde quiera que vayan las putas.» Tyrion le había advertido a su padre que no repitiera aquella palabra.

«Si no llego a disparar, se habría dado cuenta de que mis amenazas no valían nada. Me habría quitado la ballesta de las manos, igual que me arrancó a Tysha de los brazos. Estaba levantándose cuando lo maté.»

—También he matado a Shae —confesó a Varys.

—Ya erais consciente de qué era.

—Sí. Pero no sabía qué era él.

—Pues ya lo sabéis. —Varys disimuló una risita.

«Tendría que haber matado al eunuco, ya puestos. —¿Qué más daba un poco de sangre adicional en las manos? No habría sabido decir qué detuvo su puñal. No fue la gratitud, desde luego. Varys lo había salvado de la espada del verdugo, pero solo porque Jaime se lo había ordenado—. Jaime… No, es mejor que no piense en Jaime.»

Para evitarlo abrió otro odre de vino y bebió ansioso como si fuera la teta de una mujer. El tinto le resbaló por la barbilla y le empapó la sucia túnica, la misma que llevaba cuando estaba en la celda. La cubierta se mecía bajo él, y cuando trató de ponerse en pie, se ladeó y lo lanzó contra un mamparo.

«Debe de haber tormenta —pensó—. O a lo mejor estoy más borracho de lo que creía. —Vomitó el vino y se quedó tendido sobre él, sin saber si el barco iba a hundirse—. ¿Esta es tu venganza, padre? ¿Es que el Padre Supremo te ha nombrado su mano?»

—Es el pago que recibe aquel que mata a la sangre de su sangre —dijo mientras el viento aullaba en el exterior.

No era justo ahogar de paso al grumete, al capitán y a toda la tripulación, claro, pero ¿cuándo habían sido justos los dioses? Aquel era el pensamiento que rondaba por su mente cuando lo engulló la oscuridad.

Cuando empezó a recuperar el conocimiento, la cabeza le ardía y el barco daba vueltas a su alrededor, aunque según el capitán habían llegado a puerto. Tyrion le dijo que se callara y se debatió sin energías cuando un corpulento marinero calvo lo cogió debajo del brazo y lo llevó a cubierta, donde lo aguardaba una cuba de vino vacía. Era pequeña y baja, con poco espacio hasta para un enano. Tyrion se resistió tan enconadamente que se meó encima, pero no le sirvió de nada: lo metieron de cabeza en la cuba y le empujaron las piernas hasta que las rodillas le llegaron a las orejas. Lo poco que le quedaba de nariz le picaba de una manera espantosa, pero tenía los brazos tan encajonados que no llegaba a rascarse.

«Un palanquín digno de un hombre de mi altura», pensó mientras clavaban la tapa. Siguió oyendo las voces cuando lo levantaron en vilo. Cada movimiento brusco hacía que su cabeza se golpeara contra el fondo de la cuba. El mundo giró enloquecido cuando hicieron rodar el pequeño tonel, hasta que se detuvo con un golpe que lo obligó a contener un grito. Otra cuba chocó contra la suya, y Tyrion se mordió la lengua.

Fue el viaje más largo de su vida, aunque no duró más de media hora. Lo levantaron y lo bajaron, lo hicieron rodar, lo amontonaron, lo volvieron del derecho y del revés, y volvieron a hacerlo rodar. Oía los gritos de los hombres por entre las duelas de madera, y le llegó también el relincho de un caballo cerca de donde estaba. Empezó a tener calambres en las piernas atrofiadas, que pronto le dolieron tanto que hasta dejó de notar los golpes en la cabeza.

Todo terminó tal como había empezado, con el barril rodando y deteniéndose de repente. Fuera, unas voces desconocidas hablaban en un idioma también desconocido. Empezaron a golpear la tapa de la cuba, que se rajó de repente. La luz entró a raudales, acompañada de aire fresco. Tyrion inhaló una bocanada con ansiedad y trató de incorporarse, pero lo único que consiguió fue hacer caer la cuba y quedar tendido en la tierra prensada del suelo.

Ante él se alzaba un hombre grotesco de puro gordo, con barba amarilla de dos puntas, que llevaba un mazo de madera en una mano y un escoplo en la otra. La túnica que vestía era tan amplia que habría servido de pabellón en un torneo, pero el cordón con que se la ceñía a la cintura se había desanudado, dejando al descubierto la enorme barriga blanca y unas tetas tan pesadas que oscilaban como sacos de grasa cubiertos de espeso vello rubio. A Tyrion le recordó a una morsa muerta que la marea había arrastrado hasta las cuevas de Roca Casterly. El gordo lo miró desde arriba con una sonrisa.

—Un enano borracho —dijo en la lengua común de Poniente.

—Una morsa podrida. —Tyrion tenía la boca llena de sangre y la escupió a los pies del otro.

Estaban en la penumbra de un sótano alargado, con techo abovedado y muros de piedra descolorida por el salitre. A su alrededor había cubas de vino y cerveza, suficientes para que un enano sediento pudiera beber durante toda la noche. O durante toda la vida.

—Sois insolente. Eso me gusta en un enano. —El gordo se rió, y las carnes se le agitaron con tal violencia que Tyrion temió durante un momento que cayera encima de él y lo aplastara—. ¿Tenéis hambre, mi pequeño amigo? ¿Estáis cansado?

—Tengo sed. —Tyrion se incorporó y logró ponerse de rodillas—. Y estoy sucio.

—Un baño primero, sí —asintió el gordo tras olfatearlo—. Luego, comida y una buena cama, ¿sí? Mis criados se encargarán de todo. —Su anfitrión dejó a un lado el mazo y el escoplo—. Mi casa es vuestra. Cualquier amigo de mi amigo del otro lado del agua es amigo de Illyrio Mopatis, sí.

«Y cualquier amigo de la Araña Varys es alguien en quien deposito una confianza muy limitada.» Pese a todo, el gordo cumplió su promesa de proporcionarle un baño. En cuanto Tyrion se introdujo en el agua caliente y cerró los ojos, se quedó profundamente dormido. Despertó desnudo en un lecho de plumón de ganso tan blando que se sentía como si se lo hubiera tragado una nube, pero tenía la polla dura como una barra de hierro. Rodó en la cama para saltar de ella, buscó un orinal y, con un gruñido de placer, empezó a llenarlo.

La habitación estaba en penumbra, pero entre las tablillas de los postigos se colaban haces de luz solar. Tyrion se sacudió las últimas gotas y anadeó por las ornamentadas alfombras myrienses, suaves como la hierba fresca de la primavera. Se subió como pudo al asiento situado bajo la ventana y abrió los postigos para ver adonde lo habían enviado Varys y los dioses.

Bajo su ventana, seis cerezos de esbeltas ramas sin hojas montaban guardia en torno a un estanque de mármol. Junto al agua había un muchacho desnudo en posición de ataque, con una espada de jaque en la mano. Era ágil y atractivo, de dieciséis años como mucho, con una melena rubia y lisa por los hombros. Parecía tan real que el enano tardó largos segundos en darse cuenta de que era una estatua de mármol pintado, aunque la espada brillaba como el acero auténtico.

Al otro lado del estanque había un muro de ladrillo de cuatro varas de altura con púas de hierro en la parte superior. Más allá se extendía la ciudad, un mar de tejados apiñados alrededor de una bahía. Divisó torres cuadradas de ladrillo, un gran templo rojo y una mansión en la cima de una colina. A lo lejos, la luz del sol resplandecía en las aguas más profundas del mar abierto. En la bahía navegaban barcas de pesca cuyas velas ondeaban al viento, y también alcanzó a ver en el horizonte los mástiles de barcos de mayor tamaño.

«Seguro que alguno va a Dorne, o a Guardiaoriente del Mar. —Lo malo era que no tenía dinero para pagar el pasaje ni estaba hecho para manejar un remo—. Siempre puedo enrolarme como grumete y dejar que la tripulación me dé por culo todo el viaje por el mar Angosto.»

¿Dónde estaba?

«Aquí hasta el aire huele diferente. —El gélido viento otoñal transportaba el aroma de especias extrañas, y alcanzó a oír voces lejanas que procedían de las calles, al otro lado del muro de ladrillo. Hablaban en algo parecido al valyrio, pero solo entendía una palabra de cada cinco—. Esto no es Braavos —concluyó—. Ni Tyrosh.» Las ramas deshojadas y la baja temperatura descartaban también Lys, Myr y Volantis.

Cuando la puerta se abrió a sus espaldas, Tyrion dio media vuelta para enfrentarse a su obeso anfitrión.

—Estoy en Pentos, ¿no?

—Claro. ¿Dónde si no?

«Pentos.» En fin, al menos no era Desembarco del Rey. Algo era algo.

—¿Adonde van las putas? —preguntó casi sin querer.

—Las putas están en los burdeles, igual que en Poniente, mi pequeño amigo. Pero a vos no os hacen ninguna falta. Elegid a la que queráis de entre mis criadas; ninguna os rechazará.

—¿Son esclavas? —preguntó el enano con ironía.

El gordo se acarició una punta de la aceitada barba amarilla en un gesto que a Tyrion le pareció de lo más obsceno.

—Según el tratado que nos impusieron los braavosi hace cien años, la esclavitud está prohibida en Pentos. Pero no os rechazarán. —Illyrio hizo una laboriosa reverencia—. Ahora, mi pequeño amigo tendrá que disculparme. Tengo el honor de ser uno de los magísteres de esta gran ciudad, y el príncipe nos ha convocado. —Le mostró los dientes torcidos y amarillentos al sonreír—. Recorred a voluntad la mansión y los jardines, pero no os aventuréis más allá de la muralla bajo ningún concepto. No conviene que nadie sepa que estuvisteis aquí.

—¿Que estuve? ¿Ya me he ido a otro lugar?

—Habrá tiempo para hablar de esto por la noche. Mi pequeño amigo y yo cenaremos, beberemos y haremos grandes planes, ¿sí?

—Sí, mi gordo amigo —respondió Tyrion.

«Quiere sacar provecho de mí.»

Los beneficios lo eran todo para los príncipes mercaderes de las Ciudades Libres, soldados de las especias y señores del queso, como los llamaba su padre con desprecio. Si una buena mañana Illyrio Mopatis llegaba a creer que un enano muerto era más valioso que un enano vivo, Tyrion estaría metido en una cuba de vino antes del anochecer.

«Más vale que ese día me pille lejos de aquí.» Porque no le cabía duda de que tal día iba a llegar más tarde o más temprano. Cersei se olvidaría de él, y hasta a Jaime le habría molestado encontrarse a su padre con una saeta en la barriga.

Una suave brisa hacía ondular las aguas del estanque en torno al espadachín desnudo. Le evocó los momentos en que Tysha le acariciaba el pelo durante la falsa primavera de su matrimonio, antes de que él ayudara a los hombres de su padre a violarla. Durante la huida había pensado muchas veces en aquellos hombres, tratando de recordar cuántos eran. Cualquiera diría que era de esas cosas que no se borraban de la memoria, pero lo había olvidado. ¿Cuántos fueron? ¿Doce? ¿Veinte? ¿Ciento? No habría sabido decirlo. Sí recordaba que eran todos adultos, altos y fuertes…, aunque a ojos de un enano de trece años, cualquier hombre era alto y fuerte.

«Tysha supo cuántos eran. —Cada uno le había dado un venado, así que solo habría tenido que contar las monedas—. Una moneda de plata por cada hombre y una de oro por mí.» Su padre se había empeñado en que él también pagara: «Un Lannister siempre paga sus deudas».

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