Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (10 page)

BOOK: Danza de dragones
8.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero mientras salía, el chico miró hacia atrás, y al verle los ojos, Dany supo que la Arpía había ganado otro hijo.

A mediodía, Daenerys sentía ya el peso de la corona en la cabeza, y la dureza del banco en las posaderas. Había tanta gente esperando sus veredictos que, en vez de retirarse a comer, envió a Jhiqui a la cocina para que fuera a buscar una bandeja con una torta de pan, aceitunas, higos y queso. Fue comiendo a mordisquitos mientras escuchaba, y a ratos bebía de una copa de vino aguado. Los higos eran buenos, y las aceitunas, aún mejores, pero el vino le dejaba en la boca un regusto ácido y metálico. Las uvas pequeñas y amarillas que se daban en aquella zona producían caldos de escasa calidad.

«No tendremos comercio de vino.» Además, los grandes amos habían quemado los mejores viñedos junto con los olivos.

Por la tarde se presentó un escultor que le propuso sustituir la cabeza de la gran arpía de bronce de la plaza de la Purificación por otra a imagen de Dany. Ella rechazó la sugerencia con tanta cortesía como pudo. En el Skahazadhan habían pescado una trucha de dimensiones sin precedentes, y el pescador quería regalársela a la reina. No escatimó elogios para el pescado, recompensó al hombre con una buena bolsa de plata e hizo que llevaran la trucha a las cocinas. Un artesano del cobre le había hecho una cota de brillantes anillas para que la vistiera en el combate. La aceptó con grandes muestras de gratitud: era una prenda muy hermosa, y el sol arrancaría bonitos destellos del cobre bruñido, pero si había una batalla de verdad, era más recomendable enfundarse en acero; lo sabía hasta una niña que desconocía el arte de la guerra.

Las zapatillas que le había regalado el Rey Carnicero le resultaban ya insoportables de puro incómodas. Se las quitó y se sentó sobre un pie mientras mecía el otro. No era una pose nada regia, pero estaba harta de ser regia. La corona le daba dolor de cabeza, y tenía las nalgas entumecidas.

—Ser Barristan —comentó—, ya sé qué cualidad debe tener todo rey.

—¿Valor, alteza?

—No —bromeó—, un culo de acero. Lo único que hago es pasarme el día sentada.

—Vuestra alteza carga con demasiadas obligaciones. Tendríais que delegar algunas en vuestros consejeros.

—Consejeros me sobran; lo que necesito son cojines. —Se volvió hacia Reznak—. ¿Cuántos quedan?

—Veintitrés, si a su magnificencia le parece bien. Con otras tantas reclamaciones. —El senescal consultó unos cuantos documentos—. Un ternero y tres cabras. Sin duda, el resto serán ovejas o corderos.

—Veintitrés —suspiró Dany—. Desde que empezamos a pagar a los pastores por los animales que perdían, mis dragones han desarrollado un apetito increíble. ¿Han aportado pruebas?

—Algunos traen huesos quemados.

—Los hombres encienden hogueras. Los hombres asan corderos. Unos huesos quemados no demuestran nada. Ben el Moreno dice que en las Colinas cercanas hay lobos de pelo rojo, y también chacales y perros salvajes. ¿Es que vamos a tener que pagar con plata todos los corderos que se descarríen entre Yunkai y el Skahazadhan?

—No, magnificencia. —Reznak hizo una reverencia—. ¿Ordeno a estos granujas que se marchen, o preferís que los haga azotar?

Daenerys cambió de postura en el banco.

—Nadie debe tener miedo de acudir a mi presencia. Pagadles. —Sin duda, algunas reclamaciones serían falsas, pero en su mayor parte eran justificadas. Sus dragones habían crecido demasiado para conformarse con ratas, gatos y perros. «Cuanto más coman, más grandes se harán —le había advertido ser Barristan—, y cuanto más grandes sean, más comerán.» Drogon, sobre todo, se alejaba mucho para cazar, y devoraba un cordero cada día—. Pagadles los animales —dijo a Reznak—, pero de ahora en adelante, los que tengan alguna reclamación tendrán que presentarse en el templo de las Gracias y hacer un juramento sagrado ante los dioses de Ghis.

—Así se hará. —Reznak se volvió hacia los demandantes—. Su magnificencia la reina ha accedido a compensaros a todos por los animales que habéis perdido —les dijo en ghiscario—. Presentaos mañana ante mis factores y se os pagará en moneda o en especie, como elijáis.

Un silencio hosco recibió el anuncio.

«Deberían estar más contentos —pensó Dany—. Ya tienen lo que venían a buscar. ¿Es que no hay manera de satisfacer a esta gente?»

Un hombre se quedó en el sitio mientras los demás iban saliendo. Era achaparrado, con el rostro curtido por la intemperie y ropa andrajosa. Llevaba el hirsuto pelo rojinegro cortado como un casco sobre las orejas, y en una mano tenía una saca de tela. Estaba de pie, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo de mármol, como si hubiera olvidado dónde se encontraba.

«Y este, ¿qué querrá?», se preguntó Dany con el ceño fruncido.

—¡Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres,
khaleesi
del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó Missandei con su voz aguda y dulce.

Dany se levantó, y el
tokar
empezó a resbalársele. Lo atrapó rápidamente y volvió a ponérselo en su sitio.

—Vos, el del saco —llamó—, ¿queríais audiencia? Podéis acercaros.

El hombre alzó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos como heridas abiertas. Dany vio por el rabillo del ojo como ser Barristan se acercaba más a ella, una sombra blanca siempre a su lado. El hombre se acercó arrastrando los pies, un paso, luego otro, con la saca aferrada.

«¿Estará borracho o enfermo?», se preguntó Dany. Tenía tierra bajo las uñas rotas y amarillentas.

—¿Qué sucede? —preguntó Dany—. ¿Queréis exponernos algún agravio, alguna petición? ¿Qué deseáis?

El hombre, nervioso, se humedeció los labios agrietados.

—Traigo… Traigo…

—¿Huesos? —interrumpió con impaciencia—. ¿Huesos quemados?

Él alzó la saca y derramó su contenido sobre el mármol. Eran huesos, sí, huesos quebrados y ennegrecidos. Los más largos estaban rotos; les habían sacado la médula.

—Fue el negro —dijo el hombre en el gutural idioma ghiscario—. La sombra alada. Bajó del cielo y… y…

«No. —Dany se estremeció—. No, no, oh, no.»

—¿Acaso estáis sordo, idiota? —espetó Reznak mo Reznak al hombre—. ¿Es que no me habéis oído? Id mañana a ver a mis factores y os pagarán la oveja.

—Reznak —intervino ser Barristan con voz queda—, contened la lengua y abrid los ojos. No son huesos de oveja.

«No —pensó Dany—. Esos huesos son de niño.»

Jon

El lobo blanco corría por un bosque negro, bajo un acantilado de piedra clara tan alto como el cielo. La luna lo acompañaba, colándose entre las ramas desnudas y enmarañadas, cruzando el cielo estrellado.

—Nieve —murmuró la luna. El lobo hizo oídos sordos. La nieve crujía bajo sus patas. El viento suspiraba entre los árboles.

A lo lejos, muy lejos, alcanzaba a oír la llamada de sus compañeros de manada, de hermano a hermano. También cazaban. Una lluvia torrencial azotaba a su hermano negro mientras despedazaba una cabra enorme, limpiando la sangre ahí donde el animal le había clavado su largo cuerno. En otro lugar, su hermana alzaba la cabeza para aullar a la luna, y cientos de pequeños primos grises interrumpieron la caza para cantar con ella. Las colinas eran más cálidas allí, y estaban repletas de comida. Muchas noches, su hermana y su manada se atiborraban de carne de oveja, vaca y caballo, las presas de los hombres, y a veces, incluso de la de los propios hombres.

—Nieve —volvió a advertir la luna, socarrona. El lobo blanco caminó por el sendero humano, bajo el precipicio helado. Sentía el sabor de la sangre en la lengua, y la canción de cientos de primos le resonaba en los oídos. Habían sido seis: cinco cachorros ciegos y gimoteantes en la nieve, que mamaban la leche fría de los pezones duros del cadáver de su madre, y él, que se alejaba arrastrándose, solo. Quedaban cuatro…, y había uno al que el lobo blanco ya no podía sentir.

—Nieve —insistió la luna.

El lobo blanco huyó de ella y corrió hacia la cueva de noche donde el sol ya se había escondido. El aliento se le congelaba en el aire. En las noches sin estrellas, el gran acantilado era negro como un tizón, una muralla de oscuridad sobre el vasto mundo. Pero cuando salía la luna, brillaba blanco y glacial como un arroyo helado. El pelaje del lobo era grueso y abundante, pero cuando el viento soplaba sobre el hielo, no había piel que pudiera alejar el frío. Al otro lado, el viento era aún más gélido; el lobo lo sabía. Allí era donde estaba su hermano, el hermano gris que olía a verano.

—Nieve. —Un carámbano cayó de una rama. El lobo blanco se volvió y enseñó los dientes—. ¡Nieve! —Se le erizó el pelaje, y el bosque desapareció a su alrededor—. ¡Nieve, nieve, nieve! —Oyó un batir de alas. Un cuervo atravesaba la penumbra.

Aterrizó en el pecho de Jon con un sonoro golpe.

—¡Nieve! —le gritó a la cara.

—Ya te oigo—. La habitación era oscura, y su camastro, duro. Una luz grisácea se filtraba por las contraventanas, augurando otro día lóbrego y frío—. ¿Así despertabas a Mormont? Quítame esas plumas de la cara. —Jon sacó un brazo de las sábanas para espantar al cuervo. Era un ave grande, vieja, impertinente y desaliñada, que no tenía ni asomo de miedo.

—Nieve —chilló, volando hasta la cabecera de la cama—. Nieve, Nieve.

Jon agarró una almohada y se la tiró, pero el cuervo la esquivó de un salto. La almohada se estrelló contra la pared, esparciendo todo su relleno justo cuando Edd Tollett el Penas asomaba la cabeza por la puerta.

—Disculpad —dijo, sin prestar atención a la nube de plumas—. ¿Desearía mi señor algo de desayunar?

—Maíz —gritó el cuervo—. Maíz, maíz.

—Cuervo asado —sugirió Jon—. Y media pinta de cerveza.

Todavía le resultaba extraño tener sirvientes; no hacía tanto que era él quien preparaba el desayuno para el lord comandante Mormont.

—Tres raciones de maíz y un cuervo asado —dijo Edd el Penas—. Excelente, mi señor. Hobb acaba de preparar huevos duros, morcilla y manzanas estofadas con ciruelas. Las manzanas estofadas están deliciosas, salvo por las ciruelas. Yo no como ciruelas. Bueno, salvo una vez que Hobb las mezcló con castañas y zanahorias y las escondió en una gallina. Nunca confiéis en un cocinero, mi señor. Os dará ciruelas cuando menos lo esperéis.

—Lo tomaré más tarde. —El desayuno podía esperar, pero Stannis, no—. ¿Algún problema anoche con las empalizadas?

—No ha vuelto a haberlos desde que pusisteis guardias a los guardias, mi señor.

—Bien. —Los caballeros de Stannis Baratheon habían aniquilado a las huestes de Mance Rayder y apresado a mil salvajes más allá del Muro. Muchos prisioneros eran mujeres, y más de un guardia se habían llevado a alguna a hurtadillas para que le calentase la cama. Hombres del rey, hombres de la reina, incluso algún hermano negro: todos lo habían intentado. Los hombres eran hombres, y no había más mujeres en mil leguas a la redonda.

—Dos salvajes más se entregaron anoche —continuó Edd—. Una madre con una niña agarrada a las faldas. También llevaba un niño, un bebé envuelto en pieles, pero estaba muerto.

—Muerto —repitió el cuervo. Era una de sus palabras favoritas—. Muerto, muerto, muerto.

Casi todas las noches llegaba gente del pueblo libre: criaturas ateridas y hambrientas que habían escapado de la batalla que se libraba bajo el Muro solo para dar la vuelta a toda prisa al comprender que no había adonde huir.

—¿Han interrogado a la madre? —preguntó Jon. Stannis Baratheon había acabado con las hordas de Mance Rayder y había apresado al Rey-más-allá-del-Muro, pero los salvajes todavía estaban fuera: el Llorón, Tormund Matagigantes y mil más.

—Sí, mi señor —dijo Edd—. Pero todo lo que sabía es que huyó durante la batalla y se escondió en el bosque. Le dimos gachas, la encerramos, e incineramos al niño.

A Jon ya no lo preocupaban los bebés muertos y quemados, pero los vivos eran otro asunto.

«Dos reyes para despertar al dragón. Primero el padre y luego el hijo, y ambos morirán reyes. —Uno de los hombres de la reina había murmurado esas palabras mientras el maestre Aemon le limpiaba las heridas—. «Hay poder en la sangre de un rey —le había advertido el viejo maestre—, y hombres mejores que Stannis han hecho cosas peores»—. El rey puede ser duro e implacable, sí, pero ¿un recién nacido? Solo un monstruo entregaría un niño vivo a las llamas.»

Jon meó en el orinal, en la oscuridad de su alcoba, mientras el cuervo del Viejo Oso mascullaba protestas. Cada vez soñaba con los lobos más a menudo, y recordaba los sueños aun en la vigilia.

«Fantasma sabe que Viento Gris murió. —Robb había perdido la vida en los Gemelos, traicionado por hombres a los que creía amigos, y su lobo había caído con él. Bran y Rickon también habían muerto, decapitados por orden de Theon Greyjoy, otrora pupilo de su padre… Pero, si los sueños no mentían, los huargos habían conseguido escapar. En Corona de la Reina, uno de ellos había salido de la oscuridad y le había salvado la vida—. Verano, tuvo que ser Verano. Tenía el pelaje gris, y Peludo es negro.» Se preguntó si una parte de sus hermanos muertos vivía aún en sus lobos.

Llenó la jofaina con agua de la jarra que había junto a la cama, se lavó la cara y las manos, se vistió de lana negra, se ató el jubón y se calzó un par de botas gastadas. El cuervo de Mormont lo observó con fieros ojos negros y revoloteó hasta la ventana.

—¿Crees que soy tu esclavo?

Cuando abrió las ventanas de celosía con cristales amarillos, el frío de la mañana lo golpeó en la cara. Respiró a fondo para sacudirse las telarañas de la noche mientras el ave se alejaba volando.

«Ese bicho es demasiado listo». Había pasado años y años con el Viejo Oso, pero eso no le impidió devorarle el rostro cuando murió.

Tras la puerta de su dormitorio, las escaleras descendían hasta una estancia más grande, amueblada con una vieja mesa de pino y una docena de sillas de roble y cuero. Stannis prefirió ocupar la Torre del Rey, y la Torre del Lord Comandante había ardido hasta los cimientos, con lo que Jon no tuvo más remedio que establecerse en las modestas habitaciones de Donal Noye, detrás de la armería. Sin duda, con el tiempo necesitaría algo más grande, pero mientras se acostumbraba a su nuevo cargo, aquello era más que suficiente.

El documento que le había entregado el rey para firmar estaba en la mesa, bajo una copa de plata que había pertenecido a Donal Noye. El herrero manco había dejado pocos efectos personales: aquella copa, seis peniques y una estrella de cobre, un broche nielado con el cierre roto, y un polvoriento jubón de brocado con el ciervo de Bastión de Tormentas.

BOOK: Danza de dragones
8.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Erased Faces by Graciela Limón
Beyond This Time: A Time-Travel Suspense Novel by Charlotte Banchi, Agb Photographics
Bettyville by George Hodgman
Singapore Swing by John Malathronas
Sword's Blessing by Kaitlin R. Branch
The Truth by Karin Tabke