Después de tragar como mejor pudieron la exigua cena, Meera se sentó con la espalda contra una pared y se puso a afilar su puñal con una piedra de amolar. Hodor se acuclilló junto a la puerta, sin dejar de balancearse y musitar: «Hodor, hodor, hodor».
Bran cerró los ojos. Hacía demasiado frío para hablar, y no se atrevían a encender una hoguera. Manosfrías se lo había desaconsejado: «Este bosque no está tan desierto como parece —había dicho—. No sabéis lo que la luz puede hacer salir de la oscuridad.». A pesar del calor que le daba Hodor, se estremeció al recordar aquellas palabras.
El sueño no llegaba, no iba a llegar. En su lugar solo había viento, un viento frío cortante, la luz de la luna en la nieve, y fuego. Estaba otra vez dentro de Verano, a muchas leguas de distancia, y la noche apestaba a sangre. El olor era intenso.
«Una muerte, no lejos. —La carne todavía estaría caliente. La saliva le resbaló entre los dientes cuando se le despertó el hambre—. No alce. No ciervo. No esto.»
El huargo se filtró como una sombra entre los árboles, en dirección a la carne; atravesó charcos de luz de luna y túmulos de nieve entre ráfagas de viento. Perdió el rastro, volvió a encontrarlo y lo perdió otra vez. Cuando intentaba localizarlo de nuevo, un sonido lejano le hizo levantar las orejas…
«Lobo —supo al instante. Siguió el sonido, que se había hecho más débil. Pronto recuperó el rastro de la sangre, pero de repente había otros olores: orina, pieles muertas, mierda de pájaro, plumas y lobo, lobo, lobo—. Una manada.» Tendría que pelear por la carne.
Ellos también lo olieron. Estaban observándolo cuando abandonó la oscuridad de los árboles para salir al claro ensangrentado. La hembra masticaba una bota de cuero que todavía tenía media pierna dentro, pero la soltó cuando lo vio acercarse. El jefe de la manada, un macho viejo y tuerto con el hocico canoso, se le aproximó gruñendo y enseñando los dientes. Tras él, un macho más joven le mostró también los colmillos.
Los ojos amarillos del huargo absorbieron cada detalle del entorno. Una madeja de entrañas enredada en las ramas de unos arbustos; el vaho que surgía de un vientre abierto en canal, cargado de olor a sangre y carne. Una cabeza con las mejillas desgarradas hasta el hueso, con el cuello rematado en un muñón sanguinolento y las cuencas vacías mirando la luna astada. Un charco de sangre helada con brillos rojos y negros.
«Hombres. —Su hedor llenaba el mundo. Vivos habían sido tantos como los dedos de una pezuña humana, pero no quedaba ninguno—. Muertos. Carne. —Llevaban capuchas y capas, pero los lobos les habían arrancado la ropa en su frenesí por llegar a la carne. Los que aún tenían rostro tenían la barba cubierta de hielo y moco congelado. La nieve había empezado a enterrar lo que quedaba de ellos, en pálido contraste con el negro de las andrajosas capas y calzones—. Negro.»
A leguas de distancia, el chico se agitó, incómodo.
«Negro. La Guardia de la Noche. Eran de la Guardia de la Noche.»
Al huargo no le importaba. Eran comida y tenía hambre.
Los ojos de los tres otros lobos brillaban, amarillentos. El huargo ladeó la cabeza, resopló y mostró los dientes. El macho más joven se echó atrás. El huargo olió su miedo. Sabía que era el más débil. Pero el lobo tuerto contestó con un gruñido y le bloqueó el paso.
«Este es el fuerte: no me teme, aunque soy el doble de grande que él. —Sus ojos se encontraron—. ¡Cambiapieles!»
Lobo y huargo se atacaron, y ya no hubo tiempo para más pensamientos. El mundo se redujo a dientes y garras, y la nieve voló cuando se enzarzaron y rodaron entre zarpazos, mientras los demás lobos aullaban inquietos. Las mandíbulas del huargo se cerraron alrededor de un pelaje apelmazado por la escarcha y una pata flaca como un palo, pero el lobo tuerto le lanzó un zarpazo a la barriga, se liberó, giró sobre sí mismo y se abalanzó sobre él. Los colmillos amarillentos chasquearon cerca de su cuello, pero se sacudió al viejo primo gris como si fuese una rata, cargó contra él y lo derribó. Arrastrando, desgarrando y mordiendo, pelearon hasta que la sangre tiñó la nieve que los rodeaba, hasta que el lobo tuerto se tumbó boca arriba y mostró el vientre. El huargo hizo amago de morderlo un par de veces más, le olió el culo y levantó la pata encima de él.
Unas pocas dentelladas más y un gruñido de advertencia, y la hembra y el macho débil también se rindieron. La manada era suya.
Así como la presa. Fue olfateando a todos los hombres antes de decantarse por el más grande, una cosa sin rostro que aún agarraba un hierro negro con una mano. La otra había desaparecido, amputada por la muñeca y con el muñón envuelto en cuero. El lobo bebió a lametones la sangre que manaba, lenta y espesa, del tajo del cuello, y lamió lo que quedaba de nariz y mejillas en el rostro sin ojos; después enterró el hocico en el cuello y lo desgarró para devorar un pedazo de carne tierna. Era lo mejor que había probado nunca.
Cuando acabó con aquel pasó al siguiente, y también engulló los pedazos más selectos. Los cuervos lo observaban desde los árboles con ojos oscuros, agachados y silenciosos, mientras la nieve caía a su alrededor. Los otros lobos tuvieron que conformarse con sus sobras; primero comió el viejo macho, luego la hembra y luego el débil. Ya eran suyos. Eran una manada.
«No —susurró el chico—, tenemos otra manada. Dama ha muerto, y puede que Viento Gris también, pero Peludo, Nymeria y Fantasma siguen en alguna parte. ¿Te acuerdas de Fantasma? —La nieve y los lobos empezaron a desvanecerse. El calor lo golpeó en la cara, reconfortante como el beso de una madre—. Fuego —pensó—, humo.» Su nariz captó el olor de carne asada; el bosque desapareció y se encontró de nuevo en la construcción, embutido otra vez en su cuerpo roto, ante el fuego. Meera Reed daba vueltas a un pedazo de carne cruda sobre el fuego.
—Justo a tiempo —dijo. Bran se frotó los ojos con el dorso de la mano y se reclinó como pudo contra la pared—. Casi te pierdes la cena. El explorador ha traído un cerdo.
Tras ella estaba Hodor, que desgarraba con avidez un pedazo de carne chamuscada, con la barba llena de sangre y grasa.
—Hodor —mascullaba entre mordisco y mordisco—. Hodor, hodor.
Había dejado la espada en el suelo, a un lado. Jojen Reed mordisqueaba su ración, masticando cada trozo una docena de veces antes de tragarlo.
«El explorador ha matado un cerdo. —Manosfrías estaba junto a la puerta con un cuervo en el brazo. Ambos miraban el fuego, y las llamas se reflejaban en los cuatro ojos negros—. No come nada —recordó Bran—, y tiene miedo del fuego.»
—¿No decías que no podíamos encender fuego? —le recordó.
—Las paredes ocultan la luz, y se acerca el amanecer. Pronto nos pondremos en marcha.
—¿Qué ha pasado con esos hombres, los enemigos que nos seguían?
—No os molestarán.
—¿Quiénes eran? ¿Salvajes?
Meera dio la vuelta a la carne. Hodor estaba masticando y tragando, murmurando de felicidad. Cuando Manosfrías se volvió para mirar a Bran, Jojen era el único que parecía darse cuenta de lo que ocurría.
—Eran enemigos.
«Hombres de la Guardia de la Noche.»
—Los habéis matado. Tus cuervos y tú. Tenían la cara destrozada y les faltaban los ojos. —Manosfrías no lo negó—. Eran tus hermanos. Los vi. Los lobos les habían arrancado la ropa, pero aún se notaba. Llevaban capas negras. Como tus manos. —Manosfrías no dijo nada—. ¿Quién eres? ¿Por qué tienes las manos negras?
El explorador se examinó las manos como si no las hubiera visto nunca.
—Cuando el corazón deja de latir, la sangre se acumula en las extremidades, donde se espesa y se coagula. —Su voz era floja, débil—. Las manos y los pies se pudren, y se ponen negros como morcillas. Y el resto, blanco como la leche.
Meera Reed se levantó con la fisga en la mano, aún con restos de carne humeante en las púas.
—Muéstranos el rostro.
El explorador no hizo ademán de obedecer.
—Está muerto. —Bran sintió como le subía la bilis por la garganta—. Es un ser sin vida, Meera. Los monstruos no pueden pasar mientras el Muro se mantenga firme y exista la Guardia de la Noche; eso me decía la Vieja Tata. Fue a buscarnos al Muro, pero no pudo pasar. Mandó en su lugar a Sam, con aquella chica salvaje.
Meera apretó los dedos enguantados en torno al mango de la fisga.
—¿Quién te envía? ¿Quién es el cuervo de tres ojos?
—Un amigo. Un soñador, un mago, puedes llamarlo como quieras. El último verdevidente.
De repente se abrió la puerta de madera. Fuera aullaba un viento sombrío y negro. Los árboles estaban llenos de cuervos que graznaban. Manosfrías no se movió.
—Un monstruo —dijo Bran.
El explorador miró a Bran como si los demás no existiesen.
—Monstruo, sí, pero tuyo, Brandon Stark.
—Tuyo —repitió el cuervo desde su hombro. Fuera, los cuervos de los árboles imitaron el lamento hasta que el bosque nocturno se hizo eco de la canción del asesino: «Tuyo, tuyo, tuyo».
—¿Habías soñado con esto, Jojen? —Preguntó Meera— ¿Quién es? ¿Qué es? ¿Qué hacemos ahora?
—Iremos con el explorador —respondió Jojen—. Hemos llegado demasiado lejos para dar la vuelta. No llegaríamos vivos al Muro. O vamos con el monstruo de Bran, o morimos.
Salieron de Pentos por la puerta del Amanecer, aunque Tyrion Lannister no llegó a atisbar la salida del sol.
—Será como si nunca hubierais venido a Pentos, mi pequeño amigo —le prometió el magíster Illyrio al tiempo que corría las cortinas de terciopelo morado de la litera—. Nadie debe veros salir de la ciudad, igual que nadie os vio llegar.
—Nadie excepto los marinos que me metieron en la cuba, el grumete que limpiaba mi camarote, la chica que mandasteis para que me calentara la cama y esa traicionera lavandera de las pecas. Ah, y vuestros guardias. Saben que no estáis solo aquí adentro, a no ser que les quitarais el cerebro junto con los huevos.
Ocho caballos de tiro, de gran tamaño, transportaban la litera suspendida entre correas de cuero. Junto a ellos caminaban cuatro eunucos, dos a cada lado, y varios más los seguían para proteger la caravana.
—Los inmaculados no hablan —lo tranquilizó Illyrio—, y la galera que os trajo ya ha puesto rumbo a Asshai. Tardará dos años en regresar, y eso si los mares son bondadosos. En cuanto a mis criados, sé que me aprecian; ninguno de ellos me traicionará.
«No dejéis de creer eso, mi gordo amigo. Cualquier día grabarán esas palabras en vuestra lápida.»
—Nosotros deberíamos estar en esa galera —dijo el enano—. La manera más rápida de llegar a Volantis es por mar.
—El mar es peligroso —replicó Illyrio—. En otoño abundan las tormentas, y los piratas tienen sus escondrijos en los Peldaños de Piedra, desde donde lanzan sus ataques contra los hombres honrados. No permitiría que mi pequeño amigo cayera en semejantes manos.
—En el Rhoyne también hay piratas.
—Piratas de agua dulce. —El quesero bostezó, tapándose la boca con el dorso de la mano—. Capitanes cucaracha que luchan por las migajas.
—También he oído hablar de los hombres de piedra.
—Existen, esos desdichados existen, pero ¿de qué sirve hablar de esas cosas? El día es demasiado hermoso para desperdiciarlo en semejantes conversaciones. Pronto veremos el Rhoyne, y allí os libraréis de Illyrio y su barrigón. Hasta ese momento, bebamos, ¡soñemos! Podemos disfrutar de vino dulce y bocaditos salados. ¿Por qué pensar en la enfermedad y en la muerte?
«Eso, ¿por qué? —Tyrion oyó una vez más el sonido reverberante de la ballesta. La litera se mecía con un movimiento tranquilizador que lo hacía sentirse como un niño al que su madre acunara en brazos hasta verlo dormido—. No es que sepa cómo es eso, claro.» Los cojines de seda rellenos de plumón de ganso le protegían las nalgas, y las paredes de terciopelo morado se curvaban para formar un techo y hacían que el interior de la litera fuera cálido pese al frío otoñal del exterior.
Una caravana de mulas los seguía transportando cofres, cubas y barriles, así como cestos de delicias para que el señor del queso no pasara hambre. Aquella mañana comieron salchichas especiadas regadas con una cerveza tostada de bayas ahumadas. Los tintos de Dorne y las anguilas en gelatina les alegraron la tarde. La noche les ofreció lonchas de jamón, huevos duros y alondras asadas rellenas de ajo y cebolla, con cervezas ligeras y excelentes vinos de fuego myrienses para hacer la digestión. Pero la litera era tan lenta como cómoda, y la impaciencia no tardó en apoderarse del enano.
—¿Cuánto tardaremos en llegar al río? —le preguntó a Illyrio aquella velada—. A este paso, cuando vea a los dragones de vuestra reina ya serán tan grandes como los tres de Aegon.
—Ojalá. Los dragones grandes inspiran mucho más temor que los pequeños. —El magíster se encogió de hombros—. Por mucho que desee recibir a la reina Daenerys en Volantis, debo delegar en Grif y vos. Le seré de más ayuda en Pentos, allanando el camino para su regreso. Pero mientras vaya con vos… Bueno, a un anciano le hacen falta ciertas comodidades, ¿no? Vamos, bebed una copa de vino.
—Decidme —inquirió Tyrion mientras bebían—, ¿qué le importa a un magíster de Pentos quién lleva la corona en Poniente? ¿Qué ganáis con esto, mi señor?
El gordo se limpió la grasa de los labios antes de responder.
—Ya soy viejo, y estoy cansado de este mundo y sus traiciones. ¿Tan raro os parece que quiera hacer algún bien antes del fin de mis días, que ayude a una tierna muchachita a recuperar lo que le corresponde por derecho?
«Sí, y luego me ofrecerás una armadura mágica y un palacio en Valyria.»
—Si Daenerys no es más que una tierna muchachita, el Trono de Hierro la cortará en tiernos pedacitos.
—No temáis, mi pequeño amigo. La sangre de Aegon el Dragón corre por sus venas.
«Junto con la de Aegon el Indigno, Maegor el Cruel y Baelor el Confuso.»
—Habladme de ella —dijo Tyrion. El gordo se quedó pensativo.
—Daenerys era casi una niña cuando llegó a mí, pero mucho más bonita que mi segunda esposa; tan bella que sentí la tentación de quedármela. Pero también era una cosita tan temerosa, tan espantadiza… Supe que no obtendría placer alguno de copular con ella, así que llamé a una calientacamas y me la follé con vigor hasta que se me pasó la locura. La verdad, no pensé que Daenerys fuera a sobrevivir mucho tiempo entre los señores de los caballos.