Danza de dragones (11 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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«Sus tesoros eran sus herramientas, y las espadas y los cuchillos que fabricaba. Su vida era la forja. —Jon apartó la copa y leyó una vez más el pergamino—. Si firmo esto, se me recordará para siempre como el lord comandante que entregó el Muro, pero si me niego…»

Stannis Baratheon estaba resultando un invitado bastante quisquilloso, además de inquieto. Había recorrido el camino Real casi hasta Corona de la Reina, merodeado por las chozas vacías de Villa Topo e inspeccionado las ruinas de las fortificaciones de Puerta de la Reina y Castillo de Roble. Todas las noches subía a la cima del Muro con lady Melisandre; durante el día visitaba las empalizadas para que la mujer roja interrogase a los prisioneros.

«No le gusta que le lleven la contraria.» No iba a ser una mañana muy agradable.

Desde la armería llegó un entrechocar de escudos y espadas cuando los nuevos reclutas cogieron sus armas. Alcanzó a oír la voz de Férreo Emmett metiéndoles prisa. Cotter Pyke había lamentado mucho prescindir de él, pero el joven explorador tenía talento para entrenar a otros hombres.

«Le apasiona luchar, y conseguirá que a los chicos también les apasione.» O eso esperaba.

La capa de Jon estaba colgada de un clavo al lado de la puerta; el cinturón de su espada, de otro. Se puso ambos y se dirigió a la armería. Vio que la alfombra donde dormía Fantasma estaba vacía. Tras las puertas había apostados dos guardias, lanza en mano, ataviados con capa negra y yelmo de hierro.

—¿Mi señor necesitará escolta? —preguntó Garse.

—Creo que sabré llegar a la Torre del Rey yo solo. —Jon no soportaba tener guardas siguiéndolo a todas partes. Se sentía como mamá pato a la cabeza de una procesión de patitos.

Los muchachos de Férreo Emmett ya estaban en el patio, con las espadas embotadas en la mano, descargándolas contra los escudos. Jon se paró un momento a observar cómo Caballo arrinconaba a Petirrojo Saltarín contra el pozo. Caballo tenía madera de luchador. Era cada día más fuerte, y poseía instinto. No se podía decir lo mismo de Petirrojo Saltarín: por si el pie zambo no fuera suficiente, tenía miedo de los golpes.

«Quizá sería mejor hacerlo mayordomo.» La pelea terminó de repente, con Petirrojo Saltarín en el suelo.

—Bien peleado —le dijo a Caballo—, pero bajas demasiado el escudo cuando atacas. Deberías corregir eso, o te matarán.

—Bien, mi señor. La próxima vez lo mantendré más alto. —Caballo ayudó al menudo Petirrojo Saltarín a levantarse, y el muchacho hizo una reverencia torpe.

Unos cuantos caballeros de Stannis estaban entrenándose al otro lado del patio. Jon se percató de que los hombres del rey estaban en una esquina, y los de la reina, en la otra.

«Pero son unos pocos. Hace demasiado frío para los demás.» Cuando pasó junto a ellos, una voz atronadora lo llamó.

—¡Eh, chico! ¡Tú! ¡Chico! —No era lo peor que le habían llamado desde que era lord comandante. Hizo caso omiso del grito.

—Nieve —insistió la voz—. Lord comandante. —Se detuvo.

—¿Sí?

El caballero le sacaba casi un palmo de altura.

—Un hombre que lleva acero valyrio debería usarlo para algo más que rascarse el culo.

Jon lo había visto por el castillo: un caballero de renombre, según él mismo proclamaba. Durante la batalla, bajo el Muro, ser Godry Farring había matado a un gigante que huía, atravesándole la espalda con una lanza desde el caballo para después cortarle la cabeza. Los hombres de la reina empezaron a llamarlo Godry Masacragigantes.

Jon recordó el llanto de Ygritte.

«Soy el último gigante.»

—Uso a
Garra
cuando debo.

—¿Y la usáis bien? —Ser Godry desenvainó su propia hoja—. Demostrádnoslo. Prometo no haceros daño, muchacho.

«Qué amable.»

—Tendrá que ser en otra ocasión; por desgracia, ahora tengo otras tareas pendientes.

—Ya veo que lo que tenéis es miedo. —Ser Godry hizo un gesto hacia sus amigos—. Tiene miedo —repitió, por si alguien no lo había oído.

—Disculpadme. —Jon les dio la espalda.

El Castillo Negro tenía un aspecto desolado e inhóspito bajo la débil luz del amanecer.

«Mis dominios tienen tanto de ruina como de fortaleza», reflexionó Jon con pesar. De la Torre del Lord Comandante solo quedaba el esqueleto; la sala común era poco más que una pila de vigas negras, y la Torre de Hardin parecía a punto de desmoronarse con la menor ráfaga de viento… aunque siempre lo había parecido. El Muro se alzaba detrás, inmenso, imponente, impasible, atestado de constructores que subían un nuevo tramo de escalera zigzagueante para unirlo a los restos de la anterior. Trabajaban día y noche. Sin la escalera no había forma de alcanzar la parte superior, excepto usando la jaula, pero no les serviría de nada si volvían a atacar los salvajes.

El gran estandarte dorado de batalla de la casa Baratheon restallaba como un látigo sobre la Torre del Rey, desde el mismo tejado por el que Jon merodeaba con su arco no hacía tanto tiempo, en compañía de Seda y Dick Follard el Sordo, matando thenitas y gente del pueblo libre. Había dos hombres de la reina tiritando en las escaleras, con las manos bajo las axilas y las lanzas apoyadas en las puertas.

—Esos guantes de paño no os servirán de gran cosa aquí —les dijo Jon—. Id a ver a Bowen Marsh mañana, y os dará unos de cuero con forro de piel.

—Iremos, mi señor, gracias —dijo el mayor.

—Si no se nos congelan antes las putas manos —añadió el más joven, exhalando una bocanada de aliento blanquecino—. Y creía que hacía frío en las Marcas de Dorne. ¿Qué sabía yo?

«Nada —pensó Jon Nieve—. Como yo.»

A medio camino escalera arriba se encontró a Samwell Tardly, que bajaba.

—¿Vienes de ver al rey? —le preguntó.

—El maestre Aemon me ha mandado a entregarle una carta.

—Ya veo. —Algunos señores confiaban la lectura de las cartas a sus maestres para que les transmitieran el contenido, pero Stannis insistía en romper el lacre personalmente—. ¿Cómo se lo ha tomado Stannis?

—Por su cara, no muy bien. —Sam bajó la voz—. Se supone que no debo hablar de ello.

—Pues no hables. —Jon se preguntó cuál de los señores vasallos de su padre se había negado doblegarse a Stannis en aquella ocasión. «Cuando Bastión Kar se puso de su parte no guardó el secreto, precisamente.»

—¿Qué tal te va con el arco?

—Encontré un buen libro sobre el tema —contestó Sam con el ceño fruncido—. Pero es más difícil practicarlo que leerlo. Tengo ampollas.

—Sigue en ello. Puede que necesitemos tu arco en el Muro si aparecen los Otros en una noche oscura.

—Oh, espero que no.

Había más guardias ante los aposentos del rey.

—No se permite portar armas en presencia de su alteza, mi señor —dijo su sargento—. Tendréis que dejarme la espada, y también los cuchillos. —Jon sabía que era inútil protestar, así que se los entregó.

El aire era cálido en la estancia. Lady Melisandre estaba sentada junto al fuego, y su rubí brillaba contrastando con la piel blanca del cuello. Ygritte había recibido el beso del fuego, pero la sacerdotisa roja era fuego puro; su pelo, sangre y llamas. Stannis estaba tras la tosca mesa donde el Viejo Oso se sentaba a comer. La cubría un gran mapa del Norte, dibujado en un trozo de piel desgastado. Una vela de sebo en un extremo y un guante de cuero en el otro lo mantenían extendido.

Aunque el rey vestía calzones de lana y jubón guateado, tenía un aspecto tan incómodo y rígido como si llevase cota de malla y armadura. Tenía la piel blancuzca, apergaminada, y lucía una barba tan corta que parecía pintada. Todo lo que le quedaba del pelo negro eran unos flecos en las sienes. En la mano llevaba un pergamino con el sello de lacre verde oscuro abierto.

Jon hincó la rodilla. El rey lo miró con el ceño fruncido y agitó el pergamino.

—Levantaos. Decidme, ¿quién es Lyanna Mormont?

—Una de las hijas de lady Maege, Señor. La menor. Lleva el nombre de la hermana de mi padre.

—Para buscar el favor de vuestro padre, sin duda. Ya conozco ese juego. ¿Qué edad tiene esa despreciable chiquilla?

—Alrededor de diez años —respondió Jon después de pensar un momento—. ¿Puedo saber en qué ha ofendido a vuestra alteza?

Stannis tomó la carta y leyó:

—«La Isla del Oso no conoce otro rey que el Rey en el Norte, cuyo nombre es Stark.» Diez años, decís, y ya se atreve a desafiar a su rey. —La barba recortadísima adornaba como una sombra las mejillas hundidas—. No quiero que esta noticia corra por ahí, lord Nieve. Bastión Kar está de mi parte, y eso es todo lo que hace falta divulgar. Prefiero que vuestros hermanos no vayan por ahí contando historias sobre cómo esta niña me ha escupido a la cara.

—Como ordenéis, mi señor. —Jon sabía que Maege Mormont había cabalgado hacia el sur con Robb. Su hija mayor también se había aliado con el Joven Lobo. Aunque ambas hubieran muerto, lady Maege tenía otras hijas; algunas, madres a su vez. ¿Habían partido también con Robb? Sin duda, lady Maege habría dejado al menos a una de las mayores de castellana. No entendía por qué era Lyanna quien escribía a Stannis, y no podía evitar preguntarse si la respuesta habría sido distinta en caso de que la misiva hubiera ido sellada con un huargo en lugar de un venado coronado y firmada por Jon Stark, señor de Invernalia.

«Es demasiado tarde para estas consideraciones. Ya tomé mi decisión».

—Hemos enviado cuarenta cuervos —se quejó el rey—, y no hemos recibido más que silencio y desafíos. Todo individuo leal debe rendir pleitesía a su rey, pero los vasallos de vuestro padre no hacen más que darme la espalda, con excepción de los Karstark. ¿Arnolf Karstark es el único hombre de honor que queda en el norte?

Arnolf Karstark era el tío mayor de lord Rickard. Se convirtió en castellano de Bastión Kar cuando su sobrino y sus hijos partieron hacia el sur con Robb, y fue el primero en responder a Stannis enviando un cuervo con que juraba su lealtad.

«Los Karstark no tenían más remedio», podría haber repuesto Jon. Rickard Karstark había traicionado al huargo y derramado sangre de leones. El venado era la única esperanza de Bastión Kar.

—En estos tiempos tan confusos, incluso los hombres de honor dudan sobre a quién deben lealtad. Vuestra alteza no es el único que reclama pleitesía en el reino.

—Decidme, lord Nieve —intervino Melisandre—, ¿dónde estaban esos otros reyes cuando los salvajes atacaron vuestro Muro?

—A mil leguas y sordos a nuestras demandas —contestó Jon—. No lo he olvidado, mi señora, ni lo haré. Pero los vasallos de mi padre tienen esposas e hijos que proteger, y vasallos que morirán si se toma la decisión equivocada. Vuestra alteza les pide mucho. Dadles tiempo y tendréis sus respuestas.

—¿Respuestas como esta? —Stannis estrujó la carta de Lyanna en el puño.

—Los hombres temen la furia de Tywin Lannister incluso en el norte. Los Bolton también son enemigos temibles. No en vano, su emblema es un hombre desollado. El Norte cabalgó con Robb, sangró con él, murió por él. Ha apurado la copa del dolor y la muerte, y ahora venís a ofrecerle otra ronda. ¿Os extraña que no acepten gustosos? Disculpadme, alteza, pero algunos os miran y solo ven otro aspirante condenado al fracaso.

—Si vuestra alteza está condenado al fracaso, también lo está vuestro reino —dijo lady Melisandre—. Recordad eso, lord Nieve. Es al verdadero rey de Poniente a quien tenéis ante vos.

—Como digáis, mi señora. —Jon mantuvo el rostro inescrutable.

—Ahorráis palabras como si cada una fuese un dragón dorado —resopló Stannis—. Por cierto, ¿cuánto oro tenéis guardado?

—¿Oro? —«¿Estos son los dragones que pretende despertar la mujer roja? ¿Dragones de oro?»—. Los impuestos se nos pagan en especie, alteza. La Guardia de la Noche tiene abundancia de nabos, pero no de monedas.

—Con nabos no aplacaremos a Salladhor Saan. Necesito oro o plata.

—Entonces necesitáis Puerto Blanco. No es Antigua ni Desembarco del Rey, pero es un puerto próspero. Lord Manderly es el más rico de los vasallos de mi padre.

—Lord «Estoy tan gordo que no puedo montar a caballo». —La carta de respuesta recibida desde Puerto Blanco hablaba de poco más que la edad y los achaques de su señor. Stannis también había ordenado a Jon que no hablara de eso.

—Quizá a su señoría le gustaría tener una esposa salvaje —dijo lady Melisandre—. ¿Ese gordo está casado, lord Nieve?

—Su esposa murió hace tiempo. Lord Wyman tiene dos hijos mayores, y el de más edad ya le ha dado nietos. Y sí, está demasiado gordo para montar: pesa al menos cuatro quintales. Val no lo aceptaría.

—¿Podríais, al menos por una vez, darme una respuesta que me complaciera, Lord Nieve? —gruñó Stannis.

—Esperaba que os complaciese la verdad. Vuestros hombres dicen que Val es princesa, pero para el pueblo libre no es más que la hermana de la esposa muerta de su rey. Si la forzáis a casarse con un hombre a quien no desea, es probable que le rebane el cuello en la noche de bodas. Y aun en el caso de que lo aceptara como marido, eso no significaría que los salvajes fueran a seguirlo, ni que fueran a seguiros a vos. El único hombre que puede atraerlos a vuestra causa es Mance Rayder.

—Lo sé —contestó Stannis con tristeza—. He pasado horas hablando con él. Lo sabe todo y mucho más de nuestro verdadero enemigo, y no cabe duda de que es un hombre astuto. Pero incluso si renunciase a ser rey, seguiría siendo un perjuro. Si se deja con vida a un desertor, se incita a los demás a que lo imiten. No. Las leyes son de hierro, no de arcilla. Lo que hizo Mance Rayder está castigado en todas las legislaciones de los Siete Reinos.

—Pero la ley termina en el Muro, alteza. Mance podría seros de mucha utilidad.

—Lo será. Pienso quemarlo, y el norte verá cómo trato a los cambiacapas y traidores. Cuento con otros hombres para gobernar a los salvajes, y no olvidéis que también tengo al hijo de Rayder. Cuando muera el padre, el cachorro será el Rey-más-allá-del-Muro.

—Vuestra alteza se equivoca. —«No sabes nada, Jon Nieve», le decía a menudo Ygritte; pero Jon había aprendido—. El chico tiene tanto de príncipe como Val de princesa. Nadie se convierte en Rey-más-allá-del-Muro por herencia.

—Mejor —replicó Stannis—. No quiero más reyes en Poniente. ¿Habéis firmado el acuerdo?

—No, alteza. —«Allá vamos.» Jon cerró los dedos quemados y volvió a abrirlos—. Me pedís demasiado.

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