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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (97 page)

BOOK: Danza de dragones
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—Lo comprendo. —Penny apartó el rostro.

«Es la mujer perfecta para mí —pensó Tyrion con amargura—. Tan joven que aún presta oído a una mentira tan descarada.»

El casco no dejaba de crujir ni la cubierta de sacudirse, y Bonita chillaba de miedo. Penny gateó por la cabina para ir a rodear la cabeza de la cerda con los brazos y murmurarle palabras tranquilizadoras al oído. No se sabía quién estaba reconfortando a quién. Era un espectáculo tan grotesco que tendría que haberle parecido desternillante, pero ni siquiera sonrió.

«Esa pobre chica merece algo mejor que un cerdo. Un beso sincero, un poco de cariño… Todo el mundo, por grande o pequeño que sea, merece al menos eso. —Fue a coger la copa, pero el ron se había derramado—. Morir ahogado ya es malo, pero morir ahogado, triste y sobrio… ¡es insoportable!»

Al final no se ahogaron, aunque hubo momentos en que la perspectiva de una muerte tranquila y agradable tuvo cierto atractivo. La tormenta rugió todo el día y hasta bien entrada la noche. Los vientos húmedos aullaban en torno a ellos, y las olas se alzaban como puños de gigantes sumergidos para golpear la cubierta. Más adelante se enteraron de que el mar se había llevado a un contramaestre y dos marineros, que el cocinero se había quedado ciego cuando una cazuela de grasa caliente salió volando y le dio de lleno en el rostro, y que el capitán había caído del castillo de popa a la cubierta principal y se había roto las dos piernas. Abajo, Crujo no dejó de aullar, ladrar y lanzar dentelladas incluso a Penny, y Cerdita Bonita volvió a cagarse por todas partes, con lo que el camarote húmedo y abarrotado se convirtió en una pocilga. Tyrion consiguió superar todo aquello sin vomitar gracias sobre todo a la falta de vino. Penny no tuvo tanta suerte, pero él la sostuvo mientras el casco crujía y gemía de manera alarmante en torno a ellos, como un barril a punto de reventar.

Alrededor de la medianoche, el viento se calmó por fin y el mar se tranquilizó lo suficiente para que Tyrion se arriesgara a subir a la cubierta. Lo que vio no fue nada alentador. La coca flotaba a la deriva en un mar de vidriagón bajo una cúpula de estrellas, pero a su alrededor, en todas direcciones, la tormenta seguía rugiendo. Mirase hacia el este, el oeste, el norte o el sur, veía nubes que se alzaban como montañas negras, con las imponentes laderas y los colosales acantilados centelleantes de relámpagos azules y violáceos. No estaba lloviendo, pero Tyrion notó la cubierta húmeda y resbaladiza.

Le llegaron unos gritos desde abajo: una voz aguda, chillona, histérica de miedo. También oyó la voz de Morroqo. El sacerdote rojo se encontraba de pie en el castillo de proa y se enfrentaba a la tormenta con el cayado alzado sobre la cabeza mientras recitaba una plegaria con voz tonante. En medio del barco, una docena de marineros y dos dedos de fuego se peleaban con los aparejos enredados y la lona empapada, pero no llegó a saber si pretendían izar la vela o arriarla. Fuera lo que fuera, le pareció una pésima idea. Porque lo era.

El viento regresó frío y húmedo, como el susurro de una amenaza; le rozó la mejilla, hizo ondear la vela y agitó la túnica escarlata de Morroqo. El instinto hizo que Tyrion se agarrara a la baranda más cercana justo a tiempo: antes de que pudiera pensar qué hacer, la brisa se transformó en un vendaval aullante. Morroqo gritó algo, y llamas verdes brotaron del morro del dragón que remataba su cayado para perderse en la noche. En aquel momento llegó la lluvia, negra y cegadora, y los castillos de proa y popa desaparecieron tras sendas cortinas de agua. Algo enorme pasó volando por encima de Tyrion, que alzó la vista justo a tiempo para ver como el viento se llevaba la vela con dos hombres aún agarrados a los cabos. Entonces se oyó un crujido.

«Mierda puta —tuvo tiempo de pensar—. Eso ha sido el mástil, seguro.»

Se agarró a una soga y la siguió como pudo hasta una escotilla con la esperanza de refugiarse en la bodega, pero una ráfaga de viento lo derribó y otra lo lanzó contra la baranda. Se aferró con todas sus fuerzas mientras la lluvia le azotaba el rostro y lo cegaba. Otra vez tenía la boca llena de sangre. Bajo él, el barco crujía y gemía como un gordo estreñido que se esforzara por cagar.

En aquel momento se partió el mástil.

Tyrion no llegó a verlo, pero lo oyó claramente. Primero se volvió a oír el crujido, seguido por un aullido de madera torturada, y de repente, las astillas y fragmentos saltaron por el aire. Una no lo acertó en un ojo por un dedo; otra se le clavó en el cuello y una tercera le atravesó la pantorrilla, a pesar de las botas y los calzones. Gritó, pero se agarró a la soga con una fuerza desesperada que no sabía ni que tenía.

«La viuda dijo que este barco no llegaría a su destino», recordó. Se echó a reír de manera incontenible, enloquecida, histérica, mientras los truenos retumbaban, los tablones crujían y las olas se estrellaban a su alrededor.

Cuando amainó la tormenta y los tripulantes que habían sobrevivido subieron junto a la tripulación a la cubierta como gusanos blancuzcos que lucharan por volver a la superficie tras la lluvia, la
Selaesori Qhoran
era un trasto roto que flotaba a duras penas, escorada a proa, con medio centenar de boquetes en el casco, la cubierta encharcada y el mástil de la altura de un enano. Ni el mascarón de proa había salido indemne: le faltaba un brazo, el de los pergaminos. Habían perdido a nueve hombres, entre ellos un contramaestre, dos dedos de fuego y el propio Morroqo.

«¿Benerro vería esto en sus fuegos? —se preguntó Tyrion cuando supo que el corpulento sacerdote rojo había muerto—. ¿Y Morroqo?»

—Una profecía es como una mula a medio domar —se quejó ante Jorah Mormont—. Parece que va a ser útil, pero a la que te fías de ella, te da una coz en toda la cabeza. La puñetera viuda sabía que el barco no llegaría a su destino; eso nos lo advirtió; dijo que Benerro lo había visto en sus fuegos. Pero claro, supuse que quería decir… Bah, no importa. —Apretó los labios—. Lo que quería decir en realidad era que una tormenta de cojones iba a dejamos sin mástil y a la deriva en el golfo de las Penas hasta que se nos acabara el agua y empezáramos a devoramos entre nosotros. ¿A quién crees que trincharán primero? ¿Al cerdo, al perro o a mí?

—Al que arme más jaleo.

El capitán murió al día siguiente, y el cocinero, tres noches después. La menguada tripulación hacía lo que podía por mantener el maltratado barco a flote. El contramaestre que había asumido el mando suponía que se encontraban al sudoeste de la isla de los Cedros. Cuando bajaron las lanchas para remolcar la coca hacia la costa más cercana, una se hundió al momento, y los hombres de la otra cortaron amarras y remaron hacia el norte, abandonando el barco y a sus compañeros de tripulación.

—Esclavos —dijo Jorah Mormont, despectivo.

Si lo que decía era verdad, el corpulento caballero se había pasado la tormenta durmiendo. Tyrion tenía sus dudas, pero se las guardaba. Tal vez algún día quisiera morder una pierna a alguien, y para eso le haría falta conservar algún diente. Mormont hacía como si no hubieran discutido, de modo que él optó por imitarlo.

Flotaron a la deriva durante diecinueve días, viendo como se reducían sus reservas de agua y comida. El sol caía implacable sobre ellos. Penny no salía de su camarote, donde se quedaba acurrucada con la cerda y el perro, y Tyrion, cojeando, le llevaba comida y por las noches se olfateaba la herida de la pantorrilla. Cuando no tenía nada mejor que hacer se pinchaba los dedos de las manos y los pies. Ser Jorah se dedicó a afilar la espada todos los días hasta dejarle la punta resplandeciente. Los tres dedos de fuego que quedaban siguieron encendiendo el fuego cuando se ponía el sol, pero llevaban las armaduras ornamentadas mientras dirigían las plegarias de los tripulantes y no se apartaban de sus lanzas en ningún momento. Nadie volvió a frotarle la cabeza a ninguno de los enanos.

—¿Deberíamos justar ante ellos otra vez? —inquirió Penny una noche.

—No, mejor no —replicó Tyrion—. Solo serviría para recordarles que tenemos una cerda bien rolliza.

Aunque también era cierto que Bonita estaba cada día menos rolliza, y Crujo se había quedado en los huesos.

Aquella noche soñó que estaba en Desembarco del Rey, con una ballesta en la mano.

—Adonde quiera que vayan las putas —dijo lord Tywin, pero el dedo de Tyrion se tensó, la cuerda de la ballesta vibró y la saeta se clavó en el vientre de Penny.

Lo despertó el griterío.

La cubierta se balanceaba bajo sus pies, y durante un instante se sintió tan confuso que creyó que estaba otra vez en la
Doncella Tímida.
Una ráfaga de olor a excrementos de cerdo lo devolvió a la realidad. Los Pesares habían quedado atrás, a medio mundo de distancia, junto con los placeres de aquellos días. Recordó lo hermosa que era Lemore tras sus baños matinales, con las perlas de agua sobre la piel desnuda, pero en aquel barco no había más mujeres que su pobre Penny, la deforme jovencita enana.

Algo estaba ocurriendo. Tyrion saltó de la hamaca, bostezó y buscó las botas. Por demencial que pareciera, también buscó la ballesta, pero no la encontró, por supuesto.

«Lástima —se dijo—, me resultaría útil cuando las personas grandes vengan a devorarme.» Se puso las botas y subió a cubierta para ver a qué venían tantos gritos. Penny se le había adelantado y tenía los ojos abiertos de par en par, maravillada.

—¡Una vela! —gritó—. Allí, ¿la veis? ¡Una vela! ¡Y nos han visto! ¡Nos han visto! ¡Una vela!

En aquella ocasión fue Tyrion quien la besó, una vez en cada mejilla, otra en la frente y otra en los labios. Ella se sonrojó y se echó a reír, arrastrada de repente por la timidez, pero no importó. El otro barco se acercaba y era una galera grande, con remos que dejaban una larga estela blanca a su paso.

—¿Qué barco es? —preguntó a ser Mormont—. ¿Alcanzáis a leer su nombre?

—No me hace falta leerlo. Estamos a sotavento y me llega su olor. —Mormont desenvainó la espada—. Es un barco esclavista.

El cambiacapas

Los primeros copos llegaron perezosos cuando el sol se ponía ya por el oeste. Cuando caía la noche nevaba tanto que no se veía salir la luna, oculta tras una cortina blanca.

—Los dioses del norte han desencadenado su cólera sobre lord Stannis —anunció Roose Bolton a la mañana siguiente a los hombres que se habían congregado en el salón principal de Invernalia para desayunar—. Aquí es un forastero, y los antiguos dioses no le perdonarán la vida.

Sus hombres lanzaron rugidos de aprobación y golpearon con los puños los largos tablones que les servían de mesa. Invernalia era un montón de ruinas, pero sus muros de granito seguían protegiéndolos de los rigores del viento y la nieve. Tenían suficientes provisiones, bebida en abundancia, hogueras junto a las que calentarse cuando no estaban de guardia, un lugar donde secar la ropa y rincones acogedores para dormir. Lord Bolton había aportado leña suficiente para alimentar el fuego medio año, por lo que siempre reinaba un agradable calor en el salón principal. Stannis no contaba con nada de eso.

Theon Greyjoy no se unió al coro de aclamaciones, y no dejó de advertir que también se abstuvieron los Frey.

«Ellos también son forasteros —pensó al mirar a ser Aenys Frey y a ser Hosteen, su hermanastro. Los Frey, nacidos y criados en las tierras de los ríos, no habían visto nunca tanta nieve—. El norte ya se ha llevado a tres de los suyos.» Recordaba bien a los hombres que Ramsay había buscado en vano, desaparecidos entre Puerto Blanco y Fuerte Túmulo.

Lord Wyman Manderly se encontraba en el estrado, entre dos de sus caballeros de Puerto Blanco, atiborrándose de gachas, aunque no parecían gustarle ni la mitad que las tartas de cerdo del banquete nupcial. Cerca de allí, el manco Harwood Stout conversaba en voz baja con el escuálido Umber Mataputas.

Había una hilera de calderos de cobre, y Theon se puso a la cola para que le sirvieran gachas en un cuenco de madera. Advirtió que los señores y caballeros tenían leche, miel y hasta un poco de mantequilla para aderezar su ración, pero a él no le ofrecieron. Su reinado como príncipe de Invernalia había sido muy breve. Ya había desempeñado su papel en aquella pantomima al llevar a la falsa Arya al matrimonio, y Roose Bolton ya no lo quería para nada más.

—El primer invierno del que tengo memoria, nevó tanto que la nieve me cubría hasta la cabeza —comentó un hombre de los Hornwood en la cola, por delante de él.

—Sí, pero es que entonces no levantabas ni dos palmos del suelo —replicó un jinete de los Riachuelos.

La noche anterior, ante la imposibilidad de dormir, Theon había pensado en escapar, en escabullirse mientras Ramsay y su señor padre estaban concentrados en otros asuntos. Pero todas las puertas del castillo estaban cerradas, atrancadas y bien vigiladas; nadie podía entrar ni salir sin permiso de lord Bolton. Además, aunque hubiera encontrado alguna salida secreta, no se habría fiado. No se olvidaba de Kyra con sus llaves. Y en caso de que pudiera salir, ¿adónde iría? Su padre había muerto, sus tíos no lo querían para nada, ya no podía ir a Pyke… Lo más parecido a un hogar que le quedaba era aquello, el esqueleto de Invernalia.

«Las ruinas de un hombre, las ruinas de un castillo. Este es mi lugar.»

Aún estaba a la cola de las gachas cuando Ramsay llegó al Salón como una exhalación, seguido por los bribones del bastardo, y pidió música a gritos. Abel se frotó los ojos para despejarse, cogió el laúd y atacó «La mujer del dorniense», mientras una de sus lavanderas marcaba el ritmo con el tambor. Pero el bardo cambió la letra, y en lugar de hablar de hacer suya a la esposa de un dorniense, se refirió a la hija de un norteño.

«Eso puede costarle la lengua —pensó Theon mientras le llenaban el cuenco—. No es más que un bardo. Lord Ramsay podría desollarle las dos manos y nadie diría nada.» Pero lord Bolton sonrió al oír la letra, Ramsay se carcajeó, y los demás comprendieron que tenían permiso para reírse ellos también. A Polla Amarilla le hizo tanta gracia que se le salió el vino por la nariz.

Lady Arya no se encontraba presente para compartir la diversión: no había salido de sus habitaciones desde la noche de bodas. Alyn el Amargo andaba diciendo que Ramsay tenía a su esposa encadenada desnuda a un poste de la cama, pero Theon sabía que no eran más que rumores. No había ninguna cadena, al menos visible; solo una pareja de guardias ante la puerta, para evitar que la niña saliera. «Y solo se desnuda para bañarse.»

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